LA
ESPIRITUALIDAD PAGANA
EN
EL SENO DE LA EDAD MEDIA CATÓLICA
III.
EL ETHOS PAGANO DEL FEUDALISMO
El
régimen feudal caracterizó a la sociedad medieval. Tal régimen nació
directamente del mundo nórdico-ario; se basaba en dos principios:
individualidad libre y fidelidad guerrera, y nada le era más extraño que el pathos
cristiano de la "socialidad", de la colectividad, del amor. Antes que
el grupo aquí se encuentra al individuo.
El
valor más alto, la verdadera medida de la nobleza, desde la más antigua
tradición nórdica (como desde la paleoromana), residía en el hecho de ser
libre. La distancia, la personalidad, el valor individual eran elemento
absolutamente unidos a toda expresión de la vida. El Estado, bajo su aspecto
político temporal -al igual que en el antiguo concepto aristocrático romano- se
resumía en el consejo de los jefes, permaneciendo cada uno de ellos libre y
señor absoluto de su tierra, pater dux y sacerdote de su propia gens.
A partir de tal consejo, el Estado se imponía como idea suprapolítica a través
del rey, ya que éste, en la antigua tradición nórdica, no lo era sino por su
sangre "divina", por el hecho de ser, finalmente, un avatar del mismo
Odin-Wotan.
Pero,
en el caso de una empresa común de defensa o conquista, una condición nueva se
superponía sobre la otra: se formaba espontáneamente una jerarquía rígida y se
afirmaba un principio nuevo de fidelidad y disciplina guerrera. Era elegido un
jefe -dux o heretigo- y el libre señor se transformaba entonces
en vasallo de un jefe cuya autoridad se extendía hasta el derecho de matarlo si
dejaba de cumplir los deberes que había aceptado. Al termino de la empresa, sin
embargo, se retornaba al estado normal, anterior, de independencia y de
individualidad libre. El desarrollo que, a partir de esta constitución paleo-nórdica,
desemboca en el régimen feudal, puede caracterizarse, ante todo, por una
identificación con la idea sagrada del rey y con la idea militar del jefe
temporal. El rey encarna la unidad del grupo, incluso en tiempos de paz,
mediante el refuerzo y la extensión a la vida civil del principio guerrero de
la fides o fidelidad. En torno al rey, se forma una corte de
"compañeros" -fideles- libres, pero encontrando en el ideal de
la fidelidad, en el servicio a su señor, en el hecho mismo de combatir por su
honor y su gloria, un privilegio y la realización de un modo de ser más elevado
que el que, en el fondo, les correspondía en sí mismos.
La
constitución feudal se elabora a través de la aplicación progresiva de este
principio. Exteriormente, parece alterar la antigua constitución aria: la
propiedad terrenal, de origen absoluto e individual, parece ahora condicionada;
es un beneficium que implica lealtad y servicio. Sin embargo, no lo
altera en profundidad más que allí donde la fidelidad dejó de ser concebida
como una vía que permitiera alcanzar una libertad verdadera, bajo una forma
superior y supraindividual. Sea como fuere, el régimen feudal fue un principio
y no una realidad petrificada; fue la idea genérica de una ley de organización
directa que dejaba campo libre al dinamismo de las fuerzas, así mismas, libres,
alineadas unas bajo las otras o unas junto a otras, sin medios términos y sin
alteraciones -vasallo frente soberano y señor frente a señor- de manera tal que
todo -libertad, gloria, honor destino- pudo reposar sobre el valor y sobre el
factor personalidad, y no - o de manera mínima- sobre un elemento colectivo o
sobre un poder "público". Aquí puede decirse que el mismo rey podía
perder y reconquistar en cualquier momento sus prerrogativas.
Probablemente,
el hombre no ha sido tratado jamás de una manera más severa e insolente, y sin
embargo este régimen fue una escuela de independencia y de virilidad, en caso de
servidumbre; en este marco, las relaciones de fidelidad y de honor supieron ofrecer
un carácter de pureza y de absolutez que, posteriormente, no se alcanzaría
jamás.
Llegados
a este punto, no hay necesidad de extenderse mucho para demostrar como esta
constitución, característica del espíritu de la Edad Media, no casi nada en común con el ideal social judeo-cristiano.
En ella, por el contrario, reaparecía esta fides que, antes de ser la deutsche
Treue, fue la fides de los romanos; objeto de uno de los más
antiguos cultos, hizo decir a Tito Livio que caracterizaba de la manera más
rotunda al Romano sobre el "bárbaro", y nos remite al ideal de la bhakti
de los arios de la India, recordando sobre todo el ethos pagano que
anima a las sociedades iranias; si, junto con el principio de autoridad y de
fidelidad hasta el sacrificio (no solo en la acción sino también en el
pensamiento) volcada a los soberanos deificados, se afirmaba también el
principio de la fraternidad, esta última permanecía como totalmente extraña al
sentimentalismo femenino y comunistizante introducido por el cristianismo. Las
cualidades viriles, hasta sobre el plano de la iniciación (cfr. el mitraismo),
tenían un valor más elevado que la compasión y la mansedumbre, de forma que tal
fraternidad -parecida a la de los pares y los hombres libres de
la Edad Media- se mostraba leal, clara, fuertemente individualizada y, podemos
incluso añadir, romana, que podía existir entre guerreros unidos por una
empresa común.
IV. LA
TRADICION SECRETA DEL IMPERIO
La fides
que cimentaba las unidades feudales particulares en virtud de una especie de
purificación, de sublimación en lo intemporal, hacía nacer una fides
superior, que remitía a una entidad situada más alto, universal y metapolítica,
representada, como se sabe, por el Imperio, -tal como se afirma
idealmente con los Hohenstaufen- se presenta como una unidad de naturaleza tan
espiritual y ecuménica como la Iglesia.
Como
la Iglesia, el Imperio reivindica un origen y una finalidad supranaturales y se
ofrece como una vía de "salvación" a los hombres. Pero, aunque dos
soles no puedan coexistir en un mismo sistema planetario (y esta dualidad
Imperio-Iglesia) fue, precisamente, representada frecuentemente por la imagen
de dos soles), igualmente el conflicto entre estos dos poderes universales,
puntos culminantes de la gran ordenatio ad unum del mundo feudal, no
debió tardar en estallar.
El
sentido de tal conflicto escapa fatalmente a quienes, se detenienen en las
apariencias exteriores y en todo lo que, desde un punto de vista más profundo,
no es más que simple causa fortuita, no viendo más que una competición
política, un choque brutal de orgullos y voluntades hegemónicas, mientras que
se trató en cambio de una lucha a la vez material y espiritual, debida al
choque de dos tradiciones y actitudes opuestas de las que hemos hablado al inicio
de este texto. Al ideal universal de tipo "religioso" propio de la
Iglesia, se oponía el ideal imperial como voluntad oculta de reconstruir la
unidad de dos poderes, el regio y el espiritual, lo sacro y lo viril. En lo
que respecta a sus expresiones exteriores, la idea imperial se limita
frecuentemente a no reivindicar más que el dominio del corpus y de la ordo
de la Cristiandad; pero está claro que, en lo que respecta a la idea imperial,
en sí misma se reencuentra finalmente la idea nórdico-aria y impregnada de la realeza
divina que, conservada por los "bárbaros", superó, al contacto
con los símbolos de la romanidad antigua, los límites de las tradiciones de las
razas nórdicas particulares, se universalizó, alzándose frente a la Iglesia
como una realidad ecuménica tan verdadera como la Iglesia, pero con un alma más
auténtica, centro de unión y de sublimación más adecuado para este ethos
guerrero y feudal de tipo pagano que transcendía a las formas particulares y
simplemente políticas de la vida en aquella época.
La
misma pretensión de la Iglesia y la ideología antiimperial que le fue propia
confirman este carácter de la lucha. La idea gregoriana es una idea
antitradicional por excelencia: es la de la dualidad de poderes y de una
espiritualidad antiviril que se afirma superior a una virilidad guerrera que se
intenta rebajar mezquinamente a un plano completamente material y político: es
la idea del clero soberano dominando encima del jefe de un Estado concebido
como poder puramente temporal, en consecuencia por encima de lo
"laico" que extrae únicamente su autoridad del derecho natural y
recibe el Imperium como si se tratara de un beneficium concedido por la
casta sacerdotal.
Naturalmente
se trata de una pretensión nueva, prevaricadora y subversiva. Sin referirnos a
las grandes tradiciones precristianas, en la Iglesia de este imperio
"convertido" que fue el del período bizantino, no sólo los obispos
eran dependientes del Estado, sin que desde los concilios se remitían a la
autoridad de los príncipes para sancionar y aprobar definitivamente sus
decisiones, comprendidas las relativas al dogma; incluso la consagración de los
reyes, por consiguiente, no podía distinguirse de forma esencial de la de los
sacerdotes.
Hay
que señalar a continuación que, si los reyes y emperadores, desde el período
franco, adquirían el compromiso de defender a la Iglesia, esto está muy lejos
de suponer una "subordinación a la Iglesia", sino todo lo contrario.
En el lenguaje de la época, "defender" tenía un sentido muy diferente
del que ha adoptado en nuestros días. Asegurar la defensa de la Iglesia, era,
según el lenguaje y las ideas del momento, ejercer sobre ella, simultáneamente,
protección y autoridad. Lo que se llamaba "defensa" era un verdadero
contrato que implicaba la dependencia del protegido, sometido a todas las
obligaciones que la lengua de entonces resumía en la palabra fides.
Según
el testimonio de Eginarda [biógrafo de Carlomagno y escritor franco del siglo
IX, NdT], tras las aclamaciones, “el pontífice se postró ante Carlos, según el
rito establecido en el tiempo de los antiguos emperadores"; y el mismo
Carlomagno, además de la defensa de la iglesia, reivindica el derecho y la
autoridad de "fortificarla desde el interior según la verdadera fe",
mientras que no faltaban las tomas de posición que iban en el mismo sentido,
como esta: Vos gens sancta estis atque regale estis sacerdotium [“eres
una nación santa y un sacerdocio regio”] (Esteban III a los Carolingios) y
también: Melkisedh noster, merito rex atque sacerdos, complevit laïcus
religionis opus [Nuestro Melquisedek, merecidamente rey y sacerdote, ha
completado la obra religiosa y laica].
La
oposición güelfa contra el Imperio es, pues, una pura y simple revuelta que
recupera como consigna la palabra de Gelasio I: "Tras Cristo, ningún
hombre puede ser a la vez rey y sacerdote" y tiende a desacralizar la
idea de imperio, a ahogar el intento nórdico-romano de la reunificación
"solar" de los dos poderes y, en consecuencia, de la reconstrucción
de una autoridad superior a la que la Iglesia, en tanto que institución
religiosa, no habría debido reivindicar jamás para sí misma.
Y cuando
la Historia no habla más que implícitamente de esta aspiración superior, es el
mito quien lo hace: el mito que no se opone, aquí a la Historia, sino que se
integra en ella revelando una dimensión más profunda. En el período franco se
vuelve frecuentemente a aplicar al rey (y la frase citada antes nos da un
ejemplo) el símbolo enigmático de Melquisedek y de su religión regia: de este
Melquisedek rey de Salem, sacerdote de una religión de rango más alto que la de
Abraham y que debe ser considerado como la representación bíblica de la idea
extrabíblica, pagana y tradicional en el sentido superior del Señor Universal (chakravarti
hindú), aquel que reúne en sí mismo, de forma solar, los dos poderes y
encuentra como punto de unión entre el mundo y el supra-mundo. Este mismo
significado reaparece también en las muy numerosas leyendas relativas a los
emperadores germánicos, en las que lo real se interfiere con lo irreal, la
historia con el mito. Además de Carlomagno, Federico I y Federico II, según la
leyenda, no habrían muerto jamás. Habrían recibido como don del misterioso
"Preste Juan", -que no es otro que una representación medieval des
"Señor Universal"- los símbolos de una vida eterna y de un poder no
humano de victoria (la piel de salamandra, el agua viva, el anillo de oro).
Proseguirían su existencia en la cúspide de una montaña (el Odemberg o el
Kyffhaüser), otras veces en un lugar subterráneo. Aquí igualmente retornan los
símbolos que podemos definir como universales, de una tradición pagana muy
antigua.
En
efecto, sobre una montaña o en un lugar subterráneo había encontrado refugio y
se encontraría siempre el rey paleo iranio Yima, el "resplandeciente,
aquel, que entre los hombres es semejante al sol"; el Walhalla nórdico,
sede de los reyes divinizados y de los héroes inmortalizados, fue concebido
frecuentemente bajo la forma de una montaña (la Montaña de los Ancestros)
donde, según las leyendas budistas, desaparecerían los "despertados"
y los "seres libres y sobrehumanos", como suelen ser los héroes
griegos divinizados comprendido Alejandro Magno, en algunas leyendas del mundo
helénico.
En
Agarta, nombre tibetano de la residencia del "Señor Universal" (que
corresponde por otra parte, etimológicamente hablando, al Asgard de los Edda
residencia de los Aseen y de los reyes divinos primordiales) estaría en el corazón
de una montaña. En general, las montañas simbólicas de las leyendas medievales,
como también el Monte Merhu hindú, el Kef islámico, el Mont Salvat de las
leyendas del Graal e incluso el Olimpo, no son más que diversas versiones de un
tema único; a través del símbolo de la "altura", expresan estados
espirituales trascendentes y "celestes" (convergencia con el
simbolismo de los lugares subterráneos, es decir, ocultos, si se piensa en la
relación entre coelum, cielo y celare, ocultar), que confería,
tradicionalmente, la autoridad y la función absoluta, metafísica del Imperium.
La
leyenda de los emperadores jamás muertos y ocultos en una montaña nos confirma
el hecho de que en estas figuras se quería ver a las manifestaciones de la función
eterna, en sí misma inmortal, del terreno espiritual universal que, por otra
parte, según un tema tradicional recurrente (cfr. el Edda, el Brahamaâna, el
Avesta, etc.) debe manifestarse de nuevo con ocasión de una crisis decisiva de
la historia del mundo. En efecto, en las leyendas medievales, se encuentra
también la idea de que los Emperadores del Sacro Imperio se despertarán el día
en que hagan irrupción las hordas de Gog y Magog -símbolos del demonismo de la
pura colectividad- antiguamente encerrados por Alejandro Magno tras una muralla
de hierro. Los emperadores librarán la última batalla de la que dependerá la
floración del "Arbol Seco", el Arbol de la Vida y del Mundo, que no
es más que la "planta despojada" de Dante, y también el Ydrasgil del
Edda, cuya muerte marcará el inicio del Ragna-Rökkr, es obscurecimiento de los
dioses.
Es
pues significativo que, entre los mitos que evidencian la relación del ideal
imperial medieval con la idea "solar" tradicional -pero igualmente
superan la concepción "religiosa" del espíritu y de la limitación
política y laica del imperio y de la realeza- hay en algunos (cfr. por ejemplo,
el Speculum Theologiae) que plantean la oposición a la Iglesia y al
cristianismo hasta el punto de dar al Emperador resucitado, que hará florecer
el Arbol Seco, los rasgos del Anticristo; naturalmente, no en sentido habitual
(ya que seguirá siendo aquel que combate a las hordas de Gog y Magog), sino
probablemente a título de símbolo de un tipo de espiritualidad irreductible a
la de la Iglesia, hasta el punto de ser obscuramente asimilada, en la leyenda,
a la figura del enemigo del dios cristiano.
El fermento gibelino, la áspera lucha por la reivindicación imperial, además de su aspecto visible, tenía también un aspecto invisible. Tras la lucha política se escondía una lucha entre dos tradiciones espirituales opuestas. En el momento en que la victoria parecía sonreír a Federico II, las profecías populares anunciaban: "El Cedro del Líbano será cortado. No habrá más que un solo Dios, es decir, un monarca. ¡Desgracia al clero! Si cae, un orden nuevo habrá nacido"