Pensando en el paso inexorable del tiempo, llegó a la conclusión de que mis recuerdos de juventud están ligados a un fenómeno que parece difícil de explicar para las generaciones que vinieron después y que, sin embargo, condicionó la vida de mi generación. El otro día, respondía a un programa de una radio uruguaya tratando de explicar que aquel conflicto fue una simple lucha geopolítica por la hegemonía mundial. No tuvo casi nada de conflicto ideológico, fue el simple choque entre una potencia oceánica y una potencia continental. Lo que siguió a la Guerra Fría fue la globalización, el mundo que conocemos hoy (o, más bien, que sufrimos). No quiero entrar en este artículo en lo que fue aquel período de 40 años de historia, pero si reconstruir en breves líneas cómo terminó. Nos ayudará a entender el ciclo histórico que siguió.
El “año Orwell” o el
año en que creímos morir
En los últimos años de la Guerra Fría, resultaba evidente
que los EEUU, especialmente a partir de la proclamación de la Guerra de las
Galaxias (que aspiraba a eliminar en la estratósfera los mísiles balísticos que
hubieran sido lanzados sobre territorio norteamericano antes de que llegaran al
objetivo), los soviéticos respondieron con la guerra psicológica, una guerra
low–cost. En efecto, la instalación en Alemania de mísiles tácticos Pershing–2
de corto alcance, apenas 1.000 km, destinados a frenar a las unidades
mecanizadas rusas en el momento en el que cruzaran el Telón de Acero en
dirección al Oeste, fueron aprovechados por la URSS para su última gran
ofensiva psicológica: movilizar, con la excusa del pacifismo, a millones de
ciudadanos de Europa del Oeste como protesta por la instalación de estas armas
que, en realidad, neutralizaban el poder terrestre soviético, el único frente
en el que los soviéticos eran más fuertes que la OTAN.
Cuando llegó 1984, el “Año Orwell”, Occidente estaba
sometido a lúgubres presagios. Los medios de comunicación occidentales
aprovecharon para aludir a los escritos de este autor británico, conocido por
su anticomunismo (o, mejor, antiestalinismo, si tenemos en cuenta que en su
juventud militó en el trotskismo). Su novela emblemática, 1984, parecía apuntar
a la creación de una distopía totalitaria fácilmente asimilable al modelo
soviético. Los equipos de “operaciones psicológicas” de la OTAN también y
antimilitarista que la URSS estaba favoreciendo y dando alas (inyectando dinero
e información) en los países occidentales. Esto explica por qué, en la última
fase de la Guerra Fría, apareció un formidable movimiento pacifista que llegaba
allí en donde los debilitados y capi disminuidos partidos comunistas
occidentales ya no podían llegar.
Nomenklatura y
gerontocracia soviética e “imperio del mal”
La muerte de Brézhnev en 1982 fue el inicio del final de la
última fase de la Guerra Fría. Le sucedió un corto período en el que el país
fue gobernado por dos fieles miembros del “aparato”, Yuri Andrópov (1982–1984)
y Konstantin Chernenko 1984–1985) que no aportaron grandes variaciones. Puede
decirse que, sin el prestigio de Brézhnev, los problemas que ya existían al
final de su mandato se fueron agudizando. Andropov intentó combatir la
corrupción que había arraigado profundamente en el período de su predecesor.
Ambos continuaron la guerra de Afganistán y las promesas de apoyo a los
dirigentes de los países del Pacto de Varsovia, en cada uno de los cuales, el
ejemplo polaco había envalentonado a la disidencia. La instalación de misiles
de corto alcance SS–20 en las fronteras orientales de la alianza militar
soviética fue respondida por los Pershing–2 norteamericanos, pero, así como en
el Este no se produjeron movimientos de protesta, en Occidente fueron masivos.
Ahora se sabe que estaban impulsados directamente por los equipos de
operaciones especiales y guerra psicológica del KGB. Para ello, como habían
realizado en los 60 años anteriores contaban con los intelectuales y la
izquierda de Europa Occidental. Fue durante el período de gobierno de Andropov
cuando Reagan acuñó su frase llamando a la URSS “el imperio del mal”.
Lo cierto es que el problema de los soviéticos –entre otros–
era la edad de sus dirigentes. Andropov había nacido en 1914, Chernenko en
1911, Breznev en 1906… Todos ellos habían visto y participado en la Segunda
Guerra Mundial y conocían las desgracias de un conflicto. Ninguno de ellos
estaba dispuesto a apretar el botón nuclear, ni se veían presionados por una
opinión pública belicista o siquiera con tendencias antiimperialistas. Para ellos la “coexistencia pacífica” era
algo más que una bonita consigna, era la forma en la que podían rendir el mejor
servicio a su pueblo: mantener alta la guardia, avanzar en donde las circunstancias
lo permitieran, pero evitar un enfrentamiento directo y frontal con Occidente.
Pero era una clase política que se extinguía rápidamente.
Por lo demás, se habían sucedido tres presidentes soviéticos
en menos de cuatro años: el cuarto debería ser, necesariamente, más joven e
incluso aportar una nueva visión de la política. Visión, todavía más necesaria
porque durante esos últimos años, la situación interior se había agravado:
Afganistán, lejos de ser una “paseo militar” se había convertido en una
sangría, la revuelta polaca se ampliaba, la presión armamentística de los EEUU
era cada vez más insoportable y el descontento, la corrupción y el alcoholismo
aumentaban en el interior, sin olvidar que las etnias no–rusas crecían a menos
velocidad que la etnia rusa que siempre había sido la columna vertebral del
país desde los tiempos de los Romanov.
Gorvachov: la buena voluntad no basta
Y entonces llegó al poder Mikhail Gorbachov. Con él todo
cambiaría. El motor de estos cambios fueron dos palabras: “perestroika” y
“glasnost”. La glasnost (apertura, transparencia, franqueza) fue un intento de
liberalizar la política interior soviética, mientras que la perestroika era la
búsqueda de una reestructuración de la economía. Glasnost no era un término
nuevo en Rusia. Había aparecido ya en 1920 durante la guerra civil contra los
“blancos”. A Trotsky se le ocurrió subordinar los sindicatos a la burocracia
del partido. Esta política no convenció a muchos bolcheviques (Alexandra
Kolantai, Zinóviev) y fue denostada por todos los revolucionarios de fuera del
partido. Fue entonces cuando se relajó la censura y se permitió que las bases
del partido participaran en las decisiones del ejecutivo bolchevique. A eso se
le llamó glasnost, término que
recuperó Gorbachov en 1985 para calificar a su nueva línea política.
El resultado inmediato fue que cuando los medios de
comunicación soviéticos empezaron a hablar de los problemas reales de la URSS,
el ciudadano quedó absolutamente conmocionado: alcoholismo, corrupción, contaminación
ambiental y destrozos ecológicos, un presupuesto de defensa secreto, problemas
de carestía (inexistentes en Occidente desde la postguerra), mala calidad en
las viviendas, problemas en las nacionalidades periféricas que aspiraban a la
descentralización absoluta o a la independencia, así como los mitos que habían
hecho fortuna en Occidente (partidos políticos, elecciones libres, derecho de
reunión y manifestación) llegaron demasiado tarde, cuando, además, ya se había
iniciado la centrifugación del sistema soviético de alianzas y cada país del
Pacto de Varsovia seguía el ejemplo polaco y realizaba su particular adaptación
de la glasnost a su situación concreta. A partir de ahora, ya todo resultaba
imparable.
Gorvachov pensaba que, profundizando en las reformas, la
presión popular disminuiría. Error. Lo que ocurrió fue justamente lo contrario.
En el discurso del 27º Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética
celebrado en enero de 1987, Gorvachov presentó su programa de reformas: anunció
la introducción del mercado libre, la descentralización de la economía nacional
y reformas liberalizadoras en la vida política. Dos desastres ocurridos en
aquella época, acentuaron las dificultades del nuevo presiden soviético: el
incidente en la central nuclear de Chernóbil que demostró las deficiencias del
programa nuclear soviético y el terremoto de Armenia que causó 20.000 muertos.
Aumentó el descontento y, a pesar de que Gorvachov suscitaba simpatías en
Occidente como ningún otro dirigente soviético, lo cierto es que en su país
resultaba cada vez más impopular y apenas podía contar con partidarios. Poco a
poco, se fue organizando una oposición a su derecha y a su izquierda que llevó
al fin de la URSS y al fallido golpe de Estado que lo expulsó del poder.
Reforma necesaria y
reforma imposible
La URSS murió víctima de factores exógenos y endógenos, pero
fundamentalmente, lo que ocurrió fue una “revolución democrática” que se atuvo
en todo a las revoluciones precedentes, empezando por la francesa: los intelectuales
tomaron partido contra el régimen, éste no entendió que en los años 60 había
llegado una cita con las “reformas necesarias”; pero en aquel momento, el
régimen se sentía fuerte y no tenía por qué oír la voz del sentido común que le
sugería realizar las reformas mientras el bolchevismo aún fuera fuerte,
hegemónico y mayoritario, así que, como antes Luis XV y después Nicolás II y
muy en especial su antecesor Alejandro III. Pasó el tiempo y la “reforma
necesaria” seguía siéndolo, pero el régimen soviético ya no era tan fuerte como
antes: la población vivía en plena carestía, la cola para comprar cualquier
cosa era algo habitual, las viviendas angostas y sombrías, la burocracia
asfixiante, pero el régimen se desangraba en Afganistán (el Vietnam soviético),
sus aliados del Pacto de Varsovia empezaban a desconfiar de la vitalidad de la
URSS, el problema de las nacionalidades, la Guerra de las Galaxias y un
presupuesto militar insostenible... todo, absolutamente todo indicaba que, en
esas circunstancias, cualquier reforma llegaba tarde y sería tomada por todos
como un gesto de debilidad. Por eso fracasó la glasnost.
En cuanto a la “perestroika” fue todavía peor. En el fondo
podía pensarse que la tarea histórica del bolchevismo (como en España la del franquismo)
consistió en asumir el poder en un país atrasado que había llegado tarde a la
revolución industrial, concentrar el poder, planificar la economía y conseguir
en unas décadas recuperar el tiempo perdido. Algo de eso había, en realidad.
Contrariamente a lo que se tiene tendencia a pensar, el ideal de Lenin era
hacer de Rusia una especie de EEUU del Este de Europa: con su mismo nivel de
vida, con su misma industrialización, una especie de American way of life a la soviética. Gorvachov
recuperó ese plan. Lo que ocurrió después tiene su lógica: antes o después, una
economía autoritaria y planificada, termina generando islotes de capitalismo e
iniciativa privada que, a partir de cierta concentración económica, reivindican
no solamente libertad económica sino también libertades políticas. Desde el
momento en el que Gorvachov anunció medidas liberalizadoras de la economía, era
evidente que poco después debería acometer reformas políticas democráticas.
Y este era el problema: Gorvachov en aquellos años no tenía
intención de destruir el sistema socialista, sino que sólo aspiraba a
reformarlo. En sus primeros años de permanencia en el poder, Gorvachov no
realizó ningún cambio económico importante. Toda su actividad se centró en
tender la mano a Occidente, seguir financiando a movimientos pacifistas y
contrarios a la OTAN, tratando de capear los temporales internos que se
anunciaban en el horizonte. De hecho, la perestroika (esto es, las reformas
económicas) no habían sido diseñadas por él, sino que estaban en barbecho desde
la época de Chernenko y Andrópov, pero por distintas circunstancias, nunca se
había creído posible aplicarlas, ni siquiera impulsarlas. En realidad, la perestoika
consistía simplemente en transformar la economía soviética burocratizada en lo
que se quiso llamar “economía socialista de mercado”, la misma experiencia que
luego se realizó en China en los años 90. La “perestroika” era una verdadera
“revolución por arriba”, realizada por la nomenklatura soviética. En realidad,
cuando se aplicó no fue más que una privatización salvaje de los recursos del
Estado realizada por un Gorvachov terminal y, posteriormente, en plena anarquía
económica cuando el país sufrió el gobierno del que fue presentado en Occidente
como “héroe ruso”, cuando en realidad, no pasó de ser un individuo obtuso y
alcoholizado: Boris Eltsin.
Si tu adversario ha
caído, remátalo…
En realidad, la perestroika” se fue acelerando y resultó el
equivalente a los típicos procesos de ultraliberalismo que habían arrasado la
economía chilena (con la irrupción de los “Chicago boys”) y posteriormente en
EEUU y el Reino Unido con Ronald Reagan y Margaret Tatcher. Lejos de resolver
todos los problemas de la economía soviética, lo que ocurrió fue que en un
breve espacio de tiempo se generaron gigantescas acumulaciones de capital y de
corrupción; la agricultura que funcionaba particularmente bien (aunque tenía
problemas de distribución) quedó descoyuntada, la producción disminuyó, se
permitió la entrada de capital extranjero (sin que existiera consenso en el
gobierno soviético al respecto) y se produjo una parálisis casi inmediata
caracterizada por cierres masivos de empresas, interrupción de la investigación
científica, inflación. La pauperización y la pobreza, hasta entonces sin apenas
incidencia en el país (cuya población vivía modesta, pero no pobremente)
alcanzaron al 90% de los rusos.
La estrategia de Gorvachov era la contraria a la que habían
utilizado sus precedentes: si, para estos, había que armarse y estar preparado
con una capacidad militar convencional y nuclear para disuadir a os EEUU de
actuar contra la URSS y lograr conservar las conquistas sociales, él, Mikhail
Gorbachov tendería la mano, demostraría que la URSS no albergaba intenciones
agresivas contra Occidente, lograría un respiro para reestructurar la economía,
rebajando el presupuesto militar, accedería a reformas políticas que acercaran
a la población a su gobierno y abriría un período de estabilidad política
mundial en la que los ideales de la revolución de 1917 seguirían vivos, pero en
un marco “humano”. Lo que ocurrió fue justamente lo contrario.
Hacia el “otoño de
las naciones”
Los servicios secretos occidentales pronto advirtieron que
la URSS con Gorvachov estaba dando síntomas de debilidad. El adversario estaba
caído y, para los analistas de la inteligencia norteamericana y del
Departamento de Estado, el mejor momento para rematar a tu adversario es,
justamente, cuando está de rodillas en el suelo: entonces le puedes patear
tranquilamente la boca, el estómago, donde te plazca. Y eso fue lo que hizo la
OTAN (es decir el sistema norteamericano de alianzas) con la URSS: manipular a
la opinión pública mediante los nuevos millonarios, condicionar a la opinión
pública y apoyando, de todos los líderes posibles, al más nefasto, incapaz y
chapucero: Boris Eltsin. Bruscamente, en los medios de comunicación
occidentales, Gorvachov seguía apareciendo como el hombre que “estaba cambiando
la URSS”, pero la figura de Eltsin era tratada cada vez con más
condescendencia. Nadie recordaba que era un alcohólico empedernido, un habitual
narcisista buscador del aplauso fácil: se le presentaba como el “hombre que
sabía lo que había que hacer”, sin las dudas ni los lastres de Gorvachov.
De nada sirvió que éste reconociera perdida
la partida en Afganistán e iniciara la retirada de tropas en 1988, de nada
sirvió que anunciara distintas propuestas de desarme, de nada sirvió que la
prensa pudiera criticar, denunciar o desprestigiar (a menudo sin motivo) a
funcionarios y políticos (para aupar a otros), de nada sirvió que hiciera valer
el reconocimiento de que cualquier república soviética podía separarse de la
Unión por el acuerdo de 2/3 de sus habitantes y que se iniciara la
centrifugación de la “casa común”… Siempre alguna voz pedía “más”, siempre
algún medio de comunicación nuevo (el origen de cuyos fondos se ignoraba)
indicaba la necesidad de más y más reformas liberalizadoras…
¡Y esto a pesar de
que la transformación de la economía estatal con un sector público
omnipresente, a una privatización salvaje estaba llevando a la degradación de
los servicios públicos, a la pérdida del poder adquisitivo de los salarios y a
la depreciación de las pensiones! Hacia 1988, la prensa liberal rusa estaba de
acuerdo en que las reformas “avanzaban muy lentamente” … y que, por eso, se
estaban produciendo “reacciones perversas” en el bienestar de la población. Era
una falsedad: las reformas se estaban haciendo a prisa y corriendo, pero ya
nada podía satisfacer a la oposición. Quería, simplemente, el poder, aunque lo
que recibiera como herencia fuera un país en ruinas.
Los cambios
acelerados en los países del Este
Reagan fue recibido en Moscú y Gorvachov le ofreció una
significativa reducción de armamentos. Si el consejo de liberalizar la economía
había sido dado por Margaret Tatcher, el de dejar que cada país aliado tomara
su propio rumbo fue sugerido por Reagan. El muro de Berlín hacía caído el 9 de
noviembre de 1989. A partir de ese momento, era evidente que la URSS había
perdido la Guerra Fría y que el bolchevismo entraba en el desván de la
Historia. Lo que ocurrió en los dos años siguientes certificó este balance
final.
Ya de poco importaba el que Eltsin hubiera sido expulsado
del PCUS. En mayo de 1990 fue elegido presidente de la Duma y desde allí
aceleró las medidas que precipitaron el fin de la URSS. Las Repúblicas Bálticas
y Moldavia celebraron elecciones que dieron mayoría a los independentistas…
algo que podía esperarse después del llamado “otoño de las naciones” en 1989,
cuando se hizo evidente que la URSS apenas podía afrontar los problemas
interiores y, por tanto, ya no estaba en condiciones de atajar movimientos
liberalizantes en su cinturón de alianzas.
En Polonia, ese año, Solidarnosc
fue reconocido y legalizado; las elecciones del 4 de julio de 1989 fueron muy
adversas para el gobierno y el 24 de agosto se estableció el primer gobierno no
comunista desde 1948 que convocó elecciones presidenciales para mayo de 1990
tras las que Lech Walesa, secretario del sindicato, fue elegido presidente.
En Hungría, el régimen había sido, a partir de la revolución
de 1956, menos duro que en otros países del Este. Se le llamaba a su régimen
“comunismo goulash”. En mayo de 1989 se logró rehabilitar a la revolución de
1956 y 100.000 personas asistieron al homenaje a Imre Nagy, líder aquel
episodio. En octubre de 1989 se modificó la constitución y se permitió el
pluripartidismo. Las primeras elecciones libres tuvieron lugar en mayo de 1990.
En Berlín el muro se derrumbó metafóricamente en la noche
del 9 de noviembre de 1988. En septiembre de ese año, el levantamiento de las
restricciones en los países del Este limítrofes permitió que 13.000 alemanes
orientales pasaran a Hungría y de ahí a Occidente. En otoño comenzaron las
manifestaciones masivas contra el régimen; éste no pudo reaccionar y fue
incapaz de aplicar reformas pedidas. De todas maneras, en Alemania, el único
indicativo de la liberalización no eran las elecciones, sino el libre tránsito
entre el Este y el Oeste de Alemania. La caída del Muro de Berlín fue un
símbolo y, a partir de ese momento, ya nada podía impedir la reunificación del
país, lo que ocurrió legalmente el 3 de octubre de 1990. A partir de ese
momento, estaba claro que una época había terminado.
Los gobiernos comunistas de Checoslovaquia, Bulgaria y
Rumania, fueron arrastrados por los cascotes desprendidos del Muro de Berlín.
El 17 de noviembre de 1989, la policía checoslovaca todavía se sentía con
fuerzas de repeler a las manifestaciones estudiantiles, lo que precipitó la
unificación de la oposición y la creación del Foro Cívico dirigido con el
escritor Václac Havel, mientras que en el interior del Partido Comunista,
inmovilistas y evolucionistas se enfrentaban a muerte. El 10 de diciembre de
1989 todo se precipitó: Husak dimitió, Havel se convirtió en jefe del Estado y
Alexander Dubcek, héroe de la “primavera de Praga”, pasó a ser presidente del
Parlamento. Las elecciones de 1990 se saldaron con la victoria del Foro Cívico.
Las costuras de aquel país artificial creado por los vencedores de la Primera
Guerra Mundial y que ya se había desintegrado en el período 1938–1939, no
resistieron la oleada de libertad: checos y eslovacos, pueblos con pocos puntos
en común y muchas rivalidades ancestrales, terminaron separándose dos años
después.
Bulgaria, país pacífico y tranquilo en donde la población
había tolerado estoicamente cuarenta años de régimen comunista sin muchas
protestas, se vio arrastrado por sus vecinos. La dirección del Partido
Comunista quiso evitar manifestaciones de masas contrarias al régimen. Todo se
precipitó en el momento de escucharse la noticia de lo sucedido en Berlín: el
10 de noviembre de 1989, un golpe de Estado interno en el Partido Comunista
relevó a Tudor Zhivkov que dirigía el país desde 1954. A partir de ahí el camino
hacia la democracia resultó expedito sin grandes traumatismos.
Peor fue lo ocurrido aquel otoño en Rumania, país en donde
Nicolay Ceaucescu gobernaba desde 1974. Era un régimen que había coqueteado con
Occidente y que suponía una forma particular de comunismo. El arresto de un
predicador protestante en Transilvania marcó el inicio de la revuelta en
Timisoara que se extendió a todo el país. El 21 de diciembre de 1989 una
manifestación convocada para apoyar al régimen se transformó en un acto de
protesta que convenció a Ceaucescu de abandonar el país al día siguiente. Sin
embargo, resultó detenido y fusilado tras un simulacro de juicio. Hoy se sabe
que las fotos difundidas en Occidente sobre la “masacre de Timisoara” eran,
simplemente, falsas…
Las actos finales de
la Guerra Fría
Es evidente que todos estos regímenes del Este cayeron
porque la URSS, a diferencia de durante la revolución húngara de 1956, durante
las protestas berlinesas de 1954, durante la primavera de Praga de 1968, o
durante las reiteradas huelgas en los astilleros de Danzig a partir de 1980, ya
no se encontraba en condiciones prestar ayuda para apuntalarlos. También es
evidente –las falsedades difundidas en Occidente en torno a la citada “masacre
de Timisoara” así lo confirman– que algunos servicios de inteligencia
occidentales “ayudaron” a que se produjeran las protestas populares.
Ya solamente quedaba certificar el final de una época. La
escenificación se realizó el 3 de diciembre de 1989 en la Conferencia de Malta
que reunión a Mikhail Gorvachov y a George H. W. Bush. Unos meses después, el 1
de julio de 1991, se disolvió oficialmente el Pacto de Varsovia y la propia
Unión Soviética emitió su morituri el 25 de diciembre de 1991. Había terminado
un período y empezaba otro: la era de la globalización.
Desde el punto de vista internacional, la Guerra Fría había
sido el período del “bilateralismo”, de la misma forma que el período anterior
fue el del “multilateralismo europeo” y el posterior, el del “unilateralismo”
norteamericano… al menos hasta un período difuso comprendido entre el 11 de
septiembre de 2001 y el verano de 2007, es decir, entre el casus belli para las
intervenciones de EEUU en Afganistán e Iraq y el inicio de la gran crisis
económica. La lucha entre capitalismo, comunismo y fascismo del período
posterior a la Primera Guerra Mundial y que se prolongó hasta 1945, convertida
en lucha entre el capitalismo y el comunismo durante la Guerra Fría, pasaría a
ser la Edad de Oro y de Hielo del ultraliberalismo.