Hace ahora cien años, en la Alemania derrotada y en la que
se producían convulsiones revolucionarias y se organizaban los Freikorps, fue
cobrando forma la teoría de la “puñada por la espalda” que, habitualmente, se sitúa
en el paquete de forma conspiranoica. Pero lo cierto es que, buena parte de
Alemania compartió esta teoría, especialmente en toda la franja no marxista y
fue uno de los elementos esenciales que acompañaron a los primeros pasos del
pequeño “Partido Obrero Alemán” al que se había terminado afiliando Hitler por
esas fechas. Las dos principales diferencias de la “teoría de la puñalada por
la espalda” con otras tesis conspirativas de la historia es que éste tenía
visos de verosimilitud y fue compartida por millones de alemanes. De hecho, si
14 años después, Hitler llegaba al poder era porque en sus primeros años, esta
temática supo enlazar con la psicología profunda y el sentimiento del pueblo alemán.
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Alemania, ni siquiera en 1933 asumió su derrota en la
Primera Guerra Mundial. Era imposible
que un ejército que había doblegado al Imperio Ruso, que lo había derrotado
militarmente y obligado a capitular, que tenía ocupada parte de Francia y casi
toda Bélgica, con la escuadra completamente intacta, sin haber conocido la
derrota, bruscamente, veía como el frente del Oeste se derrumbaba, las tropas
regresaban en desorden y el gobierno pedía la paz. Si se consideran tales
circunstancias era evidente que muchos alemanes no tuvieron en cuenta que la
llegada de millones de soldados procedentes de los EEUU, la alta capacidad
industrial de aquel país, el desgaste de cuatro años de guerra, el
empantanamiento de los frentes en el Marne y en Flandes, la carestía endémica
que se estaba produciendo en la retaguardia, finalmente operaran un efecto
sinérgico que destrozó la moral de resistencia poco antes de que resultase
imposible reponer las reservas de armamento que se iban a agotando. Existieron
causas muy objetivas para justificar la derrota alemana en 1918, pero difíciles
de asumir para un nacionalista, especialmente si tendía a atribuir mayor
importancia de la que tuvieron las circunstancias de política interior. La suma
de estas circunstancias dio nacimiento a la doctrina de la «puñalada por la
espalda» (Dolchstoß), según la cual
la victoria alemana y el esfuerzo en los frentes habría sido saboteado
deliberadamente por grupos políticos (la izquierda marxista) y sociales (los
judíos, especialmente, pero no sólo ellos, también se atribuía responsabilidad
a los masones).
En ciencia se dice que es mejor tener una teoría errónea que no tener teoría. Es posible que, de la crítica al error, pueda surgir una nueva teoría más veraz o, al menos, que la presencia de una doctrina equivocada pero que aporta una respuesta, contribuya a estimular los debates y la investigación. Sin embargo, buena parte de la sociedad alemana se negó a admitir las causas que habían llevado a la derrota de 1918. La derecha, el ejército y, especialmente, el nacional–socialismo, consiguieron convertir esta doctrina en su más formidable ariete ofensivo. La derecha no podía admitir otra explicación a causa de su nacionalismo chauvinista; el ejército debía encontrar necesariamente una justificación a lo que había sucedido; y en cuanto al NSDAP, que, en gran medida, como veremos, tradujo, especialmente en sus primeros pasos, los intereses y las opiniones políticas de amplias franjas de excombatientes, lo utilizó simplemente como banderín de enganche. No es que, por sí misma, la doctrina de la Dolchstoß pueda explicar el vertiginoso ascenso del NSDAP, especialmente a partir de 1922, pero si es rigurosamente cierto que, entre sus consignas más populares y, sin duda, la que generó más adhesiones, fue la denuncia de esta presunta o real traición.
Tras el fracaso de la última ofensiva en el frente del
Oeste, las reservas alemanas se agotaron. La industria ya no estuvo en
condiciones de seguir suministran-do municiones a los frentes y se extinguió la
última esperanza de la población. El gobierno que desde el inicio del conflicto
había sido detentado por los militares, con Paul von Hindenburg al frente,
cedió el poder a un gabinete civil que se preparó para negociar la paz.
Para estar en condiciones de obtener un mejor acuerdo, la Kriegsmarine que después de la batalla
de Jutlandia (que quedó en tablas con pérdidas simétricas por ambas partes), se
encontraba anclada en los puertos del norte de Alemania sin haber participado apenas
(salvo unidades ligeras) en el conflicto, recibió la orden de salir a mar
abierto para enfrentarse a la escuadra británica y obtener una victoria que
hacer valer en el tablero de las negociaciones. Aquella marinería que se sentía
afortunada por no haber participado en la carnicería de las trincheras y haber
permanecido alejada de los combates, bruscamente advirtió que iba a ser
sacrificada en el último momento. Estallaron violentos incidentes en los
puertos de Kiel y en las demás bases de la flota para evitar salir a alta mar.
Los marineros de los grandes acorazados apagaron las calderas y se produjeron
manifestaciones, disturbios e intercambios de disparos en los puertos. La
revuelta estaba instigada por los soldados pertenecientes a las distintas formaciones
de izquierda y extrema–izquierda. En varios puertos y sobre algunas naves
pesadas ondeó durante varios días la bandera roja.
Como apoyo a estos disturbios e insubordinaciones en los
puertos del Norte de Alemania, estalló un movimiento huelguístico en el resto
del país que provocó confusión en el frente y desmoronó lo poco que quedaba ya
de combatividad en las unidades que habían sido castigadas de manera
inmisericorde duran-te cuatro años. La noticia de que se habían iniciado
negociaciones para alcanzar la paz desintegró a unidades enteras, disolvió la
disciplina y socavó la posibilidad de continuar la guerra. El 11 de noviembre
de 1918, un gobierno compuesto por civiles, firmó el Armisticio en el bosque de
Compiègne. El Tratado de Versalles que siguió adquirió los rasgos de una
verdadera venganza (a pesar de que la responsabilidad del conflicto no recaía
sobre Alemania, se daba por sentado que la derrota implicaba, casi
automáticamente, el reconocimiento de la voluntad agresiva del Kaiser y del «cuerpo
de oficiales», esto es, del «militarismo prusiano»).
La cuantía de las reparaciones era tan absolutamente elevada que resultaba difícil de satisfacer; las pérdidas territoriales hacían que el Reich se viera merma-do en casi un tercio de su territorio; finalmente, las limitaciones impuestas al ejército de la nueva República implicaban, no solamente dejar a la nación en un estado de indefensión frente a agresiones extranjeras o incluso a disturbios civiles, sino que también suponía un torpedo en la línea de flotación del «federador» de Alemania, Prusia. Miles de oficiales de carrera, pero también decenas de miles de oficiales ascendidos por méritos de guerra, destinados a las «unidades de asalto», quedaron bruscamente fuera de las fuerzas armadas y sin posibilidades de reinsertarse en la vida civil: jóvenes de 22 años con los grados de teniente y capitán, que estaban en filas desde los 18 años y habían fraguado fuertes lazos de camaradería con sus subordinados, no recordaban otra cosa de su vida anterior más que las trincheras, el rumor continuo de los bombardeos, la exaltación de los combates, el olor a pólvora y la vinculación con su unidad. Les habían robado la juventud nada más salir de la adolescencia; el destino de su patria hizo de ellos soldados. En quienes vivieron con más intensidad los combates, no quedó nada de su vida anterior. Apenas vagos recuerdos de banalidades.
De estos soldados nacieron los Freikorps de los que el NSDAP
fue, en la práctica, su expresión política. Y fue en esos sectores en donde
prosperó con más vigor una interpretación no del todo errónea sobre la guerra
perdida basada en que el heroísmo de los soldados del frente y la victoria
cierta les había sido sustraída mediante la famosa «puñalada por la espalda».
La interpretación nació y prosperó a lo largo de 1919. Se han dado distintos
momentos para situar al «autor» de la afortunada expresión (que, por sí misma,
hizo imposible la existencia de la República de Weimar y fue tenida siempre por
los combatientes como «hija de la traición»).
Se ha dicho, por ejemplo, que fue un militar británico, el
general sir Neil Malcolm quien, comiendo un día con Ludendorff, le preguntó a
qué atribuía la derrota. El militar alemán le respondió que todo se había
debido a problemas en la retaguardia, al llamado «frente interior», a lo que
Malcolm contestó: «Eso suena como si les hubieran asestado una puñalada por la
espalda». La expresión llamó la atención a Ludendorff el cual, a partir de
entonces, la difundió hasta la saciedad en los medios de excombatientes.
Existen otras interpretaciones que remontan el nacimiento de esta doctrina un
año antes cuando todavía los frentes estaban en activo. El historiador Boris
Barth rastreó el origen del término ubicando su primera aparición el 2 de
noviembre de 1918 pronunciado por Ernst Müller–Meiningen, un diputado del
Reichstag partidario de continuar la resistencia:
Mientras el frente se mantenga, nosotros tenemos la obligación de seguir resistiendo en nuestra patria. Nos avergonzaremos delante de nuestros hijos y nietos si le caemos al frente (de batalla) por la espalda y le asestamos la puñalada. («...wenn wir der Front in den Rücken fielen und ihr den Dolchstoß versetzten.»)
A pesar de que los datos aportados por Barth no son
concluyentes, su estudio pormenorizado hasta lo neurótico, consigue desmontar
el origen ludendorffiano del término y evidencia que la expresión (no
particularmente sofisticada) estaba en uso y abundantemente difundida entre los
medios alemanes partidarios de proseguir la guerra.
Al margen de su origen –hasta cierto punto incierto pero
irrelevante para nuestro estudio– lo interesante es constatar que, a partir de
ahí, asumiendo la realidad de «la puñalada por la espalda» se generaron
determinadas «certidumbres» sin las cuales es imposible interpretar lo que
ocurrió después. El antisemitismo, por ejemplo. La interpretación de la derrota
apuntaba al papel de determinados judíos (Kurt Eisner especialmente) en la
traición. El hecho de que la inmensa mayoría de líderes bolcheviques que
surgieron en aquellos últimos meses de 1918 y durante 1919 fueran de origen
judío, contribuyó todavía más a hacer «digerible» dicha interpretación (que,
por cierto, olvidaba que también otros judíos, Walter Rathenau, por ejemplo,
habían contribuido al es-fuerzo bélico, como muchos soldados del frente del
mismo origen étnico).
Otro de los objetivos a los que apuntaba esta interpretación
era contra el SPD, los socialdemócratas de la mano de los que se estableció la
República de Wei-mar, en tanto que políticamente fueron los grandes
beneficiarios de la derrota. Los socialdemócratas rechazaron vivamente tales
acusaciones llegando incluso a los tribunales para dejar bien salvaguardado su
honor.
Hitler solía referirse habitualmente a esta temática y así
lo reflejó en su obra Mi Lucha:
“¿Sería que no se iban a abrir las tumbas de los cientos de miles que antaño habían partido con fe en la Patria para no regresar? ¿No se abrirían esas tumbas, para enviar a la Nación a los héroes mudos llenos de barro y ensangrentados, como espíritus vengativos, por la traición del mayor sacrificio que un hombre puede ofrecer en este mundo? ¿Acaso habían muerto para eso los soldados de agosto y septiembre de 1914 y, luego, seguido su ejemplo, en aquel mismo otoño los bravos regimientos de jóvenes voluntarios? ¿Acaso para eso cayeron en la tierra de Flandes aquellos muchachos de 17 años? ¿Pudo ésa haber sido la razón de ser del sacrificio ofrendado a la Patria por las madres alemanas, cuando con el corazón sangrante despedían a sus más queridos hijos, para jamás volverlos a ver? ¿Debió suceder todo eso para que ahora un montón de miserables se apoderase de la Patria? ¿Fue para eso que el soldado alemán había resistido, al sol y a la nieve, sufriendo hambre, sed, frío y cansancio en las noches sin dormir y en las marchas sin fin? ¿Fue para eso que él, siempre con el pensamiento en el deber de proteger a la Patria contra el enemigo, se expuso sin retroceder al infierno del fuego de las baterías y a la fiebre de los gases asfixiantes?
En verdad, aquellos héroes merecen una lápida en la que se escriba: «Caminante que vas a Alemania, cuenta a la Nación que aquí reposan los fieles a la Patria, obedientes al deber.»
¿Y la Patria? ¿Sería ése el único sacrificio que tendríamos que soportar? ¿Valdría Alemania en el pasado menos de lo que suponíamos? ¿No tenía ésta obligaciones para con su propia Historia? ¿Éramos nosotros todavía dignos de cubrirnos con la gloria de su pasado? ¿Cómo podríamos justificar a las generaciones futuras ese acto del presente? ¡Miserables y depravados criminales!
Cuanto más me empeñaba en aquella hora por encontrar una explicación para el fenómeno operado, tanto más me ruborizaban la vergüenza y la indignación. ¿Qué significaba para mí todo el tormento físico en comparación con la tragedia nacional?”
Estas sentidas líneas no son las de un demagogo decidido a
encandilar a un pueblo y ejercitar su tarea de flautista de Hamelin. Son las de
un hombre que se ha sentido traicionado, como millones de soldados, que no se
resigna a olvidar a sus camaradas muertos, ni la situación de postración de la
patria que no hacía mucho había vencido a Rusia y ocupaba territorios
extranjeros. Son las líneas escritas por un patriota al que le duele la derrota
de la patria y que asume como explicación una traición llegada de los más bajos
fondos de la sociedad alemana.
La conclusión a la que inevitablemente se llegaba partiendo
de estos presupuestos la enuncia también Hitler: “Hoy en día el poder se encuentra en las manos de los mismos hombres que
en su tiempo hicieron la revolución, y esa Revolución representa el más
miserable y vil acto de la Historia alemana, la más baja traición a la Patria”.
Esos hombres eran «los traidores de noviembre» (el mes de la
derrota en 1918). El nacional–socialismo les declaró la guerra. No contempló
otro enemigo más que a quienes señalaba como traidores. El encono con el que el
NSDAP combatió contra la socialdemocracia alemana derivaba precisamente de
atribuirle una responsabilidad especial en la derrota y en el saboteo del
esfuerzo bélico. Así mismo, si los comunistas eran observados con ópticas bien
distintas según los momentos se debía a que, por una parte, eran considerados
como cobardes y emboscados en la retaguardia (los marineros de Kiel, los
primeros en sublevar-se al recibir la orden de encender las calderas de los
acorazados que habían permanecido en puerto casi toda la guerra), pero también
al hecho de que existía excombatientes del KDP que habían cumplido con su
deber. Hitler consideraba que un comunista podía convertirse en «un buen
nacional–socialista», un socialdemócrata, en cambio, nunca.