Andaba leyendo unos artículos de Julius Evola, escritos
entre 1934 y 1943 sobre el Estado. Evola tiene un doble peligro para quienes
asumen su obra de manera dogmática: el “escapismo” (utilizar sus texto para una
fuga de la realidad: “si estamos en el Kali-Yuga nada puede hacerse sino
esperar”) y la “casuística” (encontrar en cada momento la frase de Evola que
más conviene para apoyar las propias posiciones, olvidando que su obra abarca
sesenta años y situaciones muy diferentes). Pondré un ejemplo relativamente
habitual entre algunos “evolianos argentinos”: dado que Evola analiza el Islam
y tiene una opinión positiva de esta religión, eso lo entienden como una
aceptación de cualquier cosa que provenga del Islam… incluido el yihadismo que
no sería sino el peaje que debería pagar occidente por haberse separado de su
tradición. Evola, obviamente, se reiría de estas posiciones y él mismo no tuvo
ningún inconveniente en variar sus posiciones en varios momentos de su vida.
Ahora bien, en la colección de textos escritos para las revistas Lo Stato, La Vita Italiana, Il Regime
Fascista e Il Corriere Padano,
pueden verse determinadas ideas -que confrontó con Carl Schmitt- sobre la “reconstrucción de la idea del verdadero Estado”
y cómo llegar a él. Vale la pena recordar algunas ideas que plantea y que pueden
ser considerados como la “estrategia de la revolución conservadora”.
En efecto, Evola, como se sabe, era perfectamente consciente
de que el tiempo jugaba contra los principios tradicionalistas que defendía y
que experimentaron un momento de ruptura en el mismo instante de la Revolución
Francesa. La crisis se agravó con la Revolución Rusa. Por tanto, resultaba imposible
pensar en términos de “todo o nada”: resultaba evidente que una “revolución
tradicional” (es decir una re-volución que llevara al modelo ideal de los
orígenes) era imposible. Así pues, descompuso el proceso de la “revolución
conservadora” en cuatro fases que, como los peldaños de una escalera, debían
subirse ordenadamente, uno tras otro, en una sucesión inexorable hasta el
objetivo final. Los temas que debían presidir cada una de estas fases eran:
- Lucha contra el marxismo y sus distintas variedades, reconocibles todas ellas por el culto a las masas.
- Lucha contra las concepciones burguesas.
- Lucha por la formación de una “nueva aristocracia” y
- Lucha por la reinstalación en el centro del Estado de una idea superior de carácter espiritual.
El primer escalón -la lucha contra el marxismo y contra sus avatares
posteriores- parece evidente: Evola, a la vista de lo que había ocurrido en la
URSS y en los países en los que el comunismo había triunfado, antes y después
de la guerra mundial, registraba una especie de regresión final monstruosa, una
ausencia absoluta de libertades, la destrucción de cualquier residuo de
organización “tradicional”, empezando por la familia y una igualdad absoluta
que equivalía a una despersonalización total. No puede extrañar, por tanto, que
algunos artículos de Evola en la postguerra, defendieran el alineamiento de
Italia con los EEUU o a la misma OTAN. En el fondo, la política del Movimiento
Social Italiano se inspiraba en las ideas de Evola y ésta era una de ellas (lo
recuerden o no sus partidarios en la actualidad: no está incluida en sus
grandes obras de pensamiento, pero sí en los artículos que escribió para el Secolo d’Italia o para el diario Roma). Sin olvidar, claro está, que la
lucha contra el marxismo moviliza a miembros de distintos grupos sociales que “reaccionan”
ante la posibilidad de que el Estado caiga en sus manos. Hasta aquí, esta
postura no deja de ser la propia del centro-derecha y si todo terminara aquí, la
propuesta de Evola no sería muy diferentes de las que hace cada mañana Jiménez
Losantos desde sus ondas de radio. Pero Evola enunciaba un segundo peldaño.
El antiburguesismo era la segunda exigencia que habría que ondear en el momento en el que el “peligro comunista” quedara erradicado. Porque no se trataba de aceptar la instauración de unos valores burgueses y de las concepciones que, históricamente, han acompañado al nacimiento de la burguesía, del liberalismo y de las revoluciones que encabezó a partir de la Revolución Americana y de la Revolución Francesa de finales del XVIII. Es aquí en donde aparece la ruptura entre el centro-derecha liberal y las corrientes tradicionalistas: en la aceptación o no de la economía de mercado y de sus principios. Así mismo, la doctrina del burguesismo está ligada a la partidocracia y al republicanismo en lo político y en los hábitos sociales al conformismo, a la vida cómoda, al sentimentalismo y a los valores del romanticismo. Una actitud como esta no puede adoptarse en la etapa anterior: si se reconoce que el peligro más extremo es el bolchevismo, se trata de aunar fuerzas para erradicarlo, pero una vez conseguido este objetivo, se trata de tener presente que este no era el objetivo final, sino el primer objetivo intermedio: el siguiente es la lucha contra aquel elemento que ha hecho posible la existencia del bolchevismo, la burguesía industrial y su paquete de ideas.
Puede decir que el fascismo realizó estos dos objetivos e
incluso que instauró unas concepciones activistas y antiburguesas, pero no fue
mucho más allá, salvo en determinados sectores de la “revolución alemana”,
fuertemente influidos por las ideas de los “jóvenes conservadores”. Estos
sectores defendieron la creación de una nueva aristocracia para asumir las
riendas del Estado. Esa “nueva aristocracia” debía tener la forma y la ética de
una “aristocracia guerrera”, no tanto por su belicismo como por asumir y
encarnar los valores militares. Evola, en algún momento, en los años treinta y
especialmente en sus giras por Alemania y en sus conferencias en el Herrenklub, sostenía -y en esto su
posición era la misma que en España sostenía la revista Acción Española- que la
aristocracia de la sangre debía asumir de nuevo sus responsabilidades y
configurarse como nueva élite de la nación. Evola lo resume así en un artículo
publicado en Lo Stato (en febrero de
1943): “Es una nueva época aristocrática lo que debe afirmarse más allá de la
decadencia burguesa de la civilización occidental”. Para Evola, son los valores
que se enseñan en las academias militares y que permanecen recluidas en los
altos muros del ejército, los que deberían informar a una “élite” en cuyas
manos estuvieran las riendas del nuevo Estado. Aquí, la posición de Evola se
distancia del tronco central de los fascismos que, en el fondo, fueron
movimientos de masas, antidemocráticos, antiburgueses, antibolcheviques, pero
totalitarios y sin que la idea de “élite” estuviera presente en su tronco
central.
Llegamos finalmente al último punto: la finalidad de un
Estado Tradicional es la construcción del Imperio entendido como la adquisición
de una “potencia” que responda a una superioridad de carácter espiritual. Este
es quizás el gran problema del tradicionalismo: hasta los años 60, estaba claro
que cuando, en Europa, se hablaba de Tradición espiritual viva, se estaba
aludiendo al catolicismo. Tras el Vaticano II, ya no está tan claro si existe o
no esa referencia y sobre si la línea de la Iglesia la sitúa como una fuerza
más de la modernidad, ni siquiera si está en condiciones de que sus valores
sirvan para forjar una élite. No creo que en la actualidad, muchos alberguen
esperanzas sobre el magisterio de la Iglesia en materia política y no solo
política. Lo que Evola sostiene es que un Estado debe basarse en un “principio
superior” y que ese principio, en tanto que “superior” no puede salir de las
masas (porque, metafísicamente, lo superior no puede nacer de lo inferior).
Si en este último punto subsiste la “duda razonable”, se
debe a que nos encontramos en momentos de transición que se caracterizan por
una confusión de ideas, propio de tiempos de crisis, y por la persistencia de
rescoldos de las viejas tradiciones. El tiempo y el viento -como en la canción
de Bob Dylan- traerán algunas respuestas y solo el tiempo nos dirá cómo serán
las síntesis del futuro que sustituirán a los actuales valores e instituciones
espirituales periclitadas: de la misma forma que el paganismo en su ocaso fue
sustituido por el cristianismo, en el ocaso de este aparecerá alguna otra fórmula
que pueda ser tomada como referencia para coronar al “Nuevo Estado” con un
principio superior digno de tal nombre.