Solamente los independentistas
tienen aprecio por la bandera “estelada”. Para los demás mortales, catalanes o
no, es un trozo de tela teñido de colores que no encajan muy bien y con un
diseño poco original. Para la mayoría, la “estelada” no significa nada. Ni es
una bandera autonómica, ni tiene historia, ni tradición, ni siquiera estilo, ni
mucho menos imaginación. Después de años de ver como pierde los colores colgada
indefinidamente de algunos balcones, ese desteñido –propio de todos los
productos vendidos en tiendas chinas de Todo a Cien- es la perífrasis simbólica
del independentismo entendido como “historia interminable”.
Está muy claro que la vía
autonómica ha llegado al límite y que más allá lo que existe es un “proyecto
federal” (intolerable para los nacionalistas en tanto que simétrico e inviable
para todo el Estado si se intenta configurar como asimétrico) que solo convence
a los socialistas que lo llevan proponiendo (y perdiendo votos) desde hace
veinte años. Más allá de todo ello, existe el independentismo. Pero éste
contiene un drama en sí mismo: no soplan buenos tiempos para crear nuevas
naciones, la época de la globalización tiende a la eliminación de fronteras, no
a la creación de otras nuevas, pero los nacionalistas han terminado por no
conformarse con menos. De hecho, la fórmula federalista era ya una propuesta
independentista sin independentismo. Es así como el nacionalismo
independentista se ve enfrentado a un proyecto inviable pero, a la vez,
irrenunciable para ellos.
No querer reconocer la
inviabilidad del proyecto equivale a la misma actitud psicológica que se impuso
durante treinta años entre los partidos no nacionalistas: confundir sin deseos
con la realidad. Porque, en efecto, PP y PSOE, creyeron durante décadas que un
CiU sería un partido “leal” a sus compromisos y que la reivindicación
autonómica marcaría el límite de su nacionalismo, cuando, en realidad el
nacionalismo no tiene sentido si no tiende, finalmente, a la creación de una
nación. Ahora, lo que el nacionalismo independentista se niega a ver es que el “procés”
ha fracasado: no se ha podido convocar un referéndum, ni el mundo se ha hundido
porque ello; en ningún país europeo se ha generado un interés y un apoyo hacia
el independentismo o el “derecho de autodeterminación del pueblo catalán”, ni
la UE ha expresado el más mínimo interés por el soberanismo catalán (ni por
cualquier otro proceso soberanista); ni siquiera en las pasadas elecciones
autonómicas el soberanismo ha tenido mayoría; y, finalmente, el apoyo popular
va decreciendo, entre otras cosas, al ver como sus exponentes son capaces de
convertir la política catalana en una olla de grillos. No se ha celebrado la
ceremonia fúnebre oportuna, porque el cadáver no se ha enterado de que ha
fallecido. Pero hay algunos síntomas que así lo evidencian.
El primero de todos es que los
gestos del gobierno Puigdemont (que empezó su gestión con un programa de “independencia
en dieciocho meses”) parece cada vez menos interesado por el proyecto
soberanista. Que una persona como Junqueras –que a la mera alusión de que la
independencia es inviable y el referéndum ilegal, irrumpe en un desconsolado
llanto- se haya hecho cargo del departamento económico, igual está
contribuyendo a demostrar que, más allá de las declaraciones triunfantes de
autosuficiencia, la independencia, desde el punto de vista económico, es
imposible.
El segundo que ayer domingo, la
CUP reunida en asamblea aconsejaba a sus diputados que rompieran con Junts pel
Sí y votaran contra los presupuestos elaborados por Junqueras (251 votos contra
184). Para la CUP, “la hoja de ruta” ya no tiene sentido. Los borrokas
catalanes tuvieron que rendirse a la evidencia de que Puigdemont no está dando
pasos que conduzcan a la “desconexión” y que medio año de apoyo no ha servido para
gran cosa.
Y el último dato que hace pensar
en que el independentismo está desfondado es, paradójicamente, la presencia de
miles de banderas esteladas en la final de fútbol del domingo. El nacionalismo
catalán, desde hace décadas y desde que el fútbol es fútbol, ha estado presente
en los estadios. Pero ahora lo está de manera masiva. Más que nunca. Eso, lejos
de mostrar la pujanza de un movimiento político, lo único que demuestra en el
momento actual es que el independentismo, se está refugiando en los estadios a
fuerza de intuir la inviabilidad de su proyecto político.
No es un fenómeno nuevo: los
procesos de fuga política siempre se dan en tres direcciones. Cuando un área
política empieza a intuir que el terreno de la política le resulta vedado,
tiende siempre a fugarse en tres direcciones: la “lucha cultural”, el “misticismo”
o la “primitivización”. Le ha pasado al neo-fascismo y le está pasando al
independentismo. En la “derecha radical” estas tres tendencias estuvieron
claras: “nueva derecha”, “nazismo ocultista” y
“holliganismo skin”.
Yo no sabría decir si pretender
que Cervantes, Colón o Teresa de Jesús fueron catalanes, pertenece a la “lucha
cultural” como pretenden sus promotores, al “misticismo” de más bajo nivel o a
la payasada pura y simple. Pero de lo que estoy seguro es que la transformación
de un movimiento político en un movimiento de hooligans futbolísticos, si
tenderá a la “primitivización” del independentismo. Es cierto que, desde
siempre, las banderas esteladas eran llevadas al estadio por el Boixos Nois a
los estadios… pero también es cierto que el independentismo, especialmente a
partir de 2004 y mucho más desde 2008, con el inicio de la crisis económica y
el debate sobre el “nuevo estatuto”, hizo que el independentismo tuviera la
iniciativa política. Hoy la ha perdido y el signo de los tiempos (contrario a
la creación de nuevas naciones como efecto de la globalización) sugiere a las
claras que no lo recuperará jamás. De ahí que las esteladas en los estadios
sean la válvula de escape para un proyecto político que siempre fue inviable y
que hoy, tras el fracaso del “procés”, muere en la política real para ser un
fuego fatuo presente de manera creciente en los estadios.