jueves, 14 de octubre de 2010

La yihad no es como para tomársela a broma (II de II)

Infokrisis.- Ofrecemos la segunda parte de este pequeño estudio sobre la yihad y que, en realidad, se trata de un capítulo de una obra mayor, exactamente de la II Parte de nuestro libro "Milicia" que está en fase de ampliación y revisión. Algunos de los comentarios y contenidos de este pequeño ensayo tiene, pues, más lógica y son más fácilmente comprensibles en el contexto de esta obra de la que todavía quedan seis capítulos más por completar.


¿A quién hacer la guerra y cómo hacerla?

En sus primeras décadas, como toda religión joven, el Islam se mostraba excepcionalmente optimista en relación a su destino. Existían tradiciones islámicas –incluso atribuidas a Mahoma- que aseguraban que pronto caerían Constantinopla y la odiada Roma (justo en esas mismas centurias oscuras los rapsodas que caminaban por Europa cantaban a “Roma La Grande”). La situación anímica de estos islamistas era muy parecida a la de los cristianos en tiempos de Nerón cuando estaban persuadidos de que en breve caería la “gran prostituta del Apocalipsis” y quisieron ver en el incendio de Roma (si no lo provocaron ellos) una confirmación de la profecía.

Mahoma no previó todos los tipos de conflictos. Se limitó a proponer la guerra contra los infieles y a considerar ese “modelo bélico” como obligación de todos los musulmanes. Pero había otros tipos de conflictos que Mahoma no había previsto: revueltas interiores, guerras civiles, y episodios de lucha contra los infieles que no estaba claro cómo debían afrontarse: ¿qué hacer, por ejemplo, con los emisarios de los infieles, infieles a su vez? ¿Habría que degollarlos como enemigos que eran? ¿Debía respetárseles la vida en virtud de la hospitalidad? Los tratadistas islámicos desde el siglo VII emplearon buena parte de sus energías en discutir sobre esta materia.

Abu Bekr fue el primer en imponer algo de claridad cuando en el 632 escribía: “Os impongo diez normas ¡Aprendedlas bien! No prevariquéis ni os apropiéis de ninguna parte del botón, no practiquéis la traición ni la mutilación. No matéis a niños, ancianos, ni mujeres. No arranquéis ni queméis palmeras, ni cortéis árboles frutales. No degolléis ovejas, vacas o camellos si no es para comer. Encontraréis gente que se ha retirado a ermitas, dejadles cumplir el propósito para el que han hecho esto. Encontraréis personas que os dan fuentes con distintos tipos de comida. Si las aceptáis, pronunciad el nombre de Dios sobre cuanto comáis. Encontraréis gente que se ha afeitado la coronilla, dejando un poco de pelo a su alrededor. Golpeadles con la espada. Id, en nombre de Dios, y que Dios os proteja de la espada y de la peste”. Contradicciones aparte, el texto es una especie de “ley islámica de la guerra”, una “convención de Ginebra” que intentaba reglamentar la forma de hacer la guerra en relación al ganado y a los civiles infieles. A medida que pasó el tiempo y que la nueva religión se enfrentó cada vez ante más problemas, tuvo que aumentar sus escenificaciones.

Pronto apareció la teoría de los “cuatro enemigos” que es importante para considerar los deberes y las obligaciones de los islamistas ante sus enemigos. Estos cuatro enemigos son: infieles, bandidos, rebeldes y apóstatas. El tratamiento que el islam les depara es completamente diferente en cada caso y las leyes de la guerra empleadas son en cada uno diferente.

De estos tipos de conflicto, la guerra contra los infieles era la única sobre la que Mahoma había dicho algo y la que, en rigor, era considerada yihad. Desde la perspectiva de la ortodoxia islámica todo infiel es, por definición un enemigo y ante todo enemigo la obligación del islam es combatirlo. Este concepto no ha cambiado desde los tiempos de Mahoma y genera extraordinarias dificultades en los regímenes islamistas para explicar sus relaciones diplomáticas con regímenes infieles. En Irán, los musulmanes ortodoxos tienden a criticar al gobierno de la República Popular China simplemente porque es “ateo”, por mucho que éste país sea el único en el que se puede apoyar para contrarrestar el belicismo intervencionista norteamericano.

A pesar de que los tratadistas islámicos reconocen que el estado normal entre fieles e infieles es la guerra, se vieron forzados a reconocer que, en determinados momentos podía llegarse a acuerdos y pactos temporales, especialmente si permitían mejorar las propias posiciones. Lewis recuerda que los dos términos equivalentes a “pacto” son hudna (calma, tranquilidad) y sulh (pacto, armisticio). Pero, con todo, la palabra mejor conocida y más extendida que sugiere “paz” es salam. Al saludarle los musulmanes suelen utilizar la frase salam aleykum (la paz esté contigo)… pero vale la pena realizar una matización sobre esta expresión fraternal y hospitalaria. Es más, es un tipo de saludo que hoy podría entenderse como xenófobo en la medida en que solamente podía utilizarse entre musulmanes, pero no con infieles: con estos se utilizaban otras expresiones de saludo, pero nunca el deseo de “paz” pues, no en vano, el estado normal de las relaciones con infieles era –y sigue siendo- la guerra. Hay algo de cinismo en todo esto. Por ejemplo, en el Islam se suele utilizar esta fórmula de salutación dirigida a los infieles con los que se relaciona: “¡La paz sobre quien siga el camino de Dios!”… “camino” que es evidentemente el Islam, luego la fórmula solamente puede ser felizmente acogida por el islamista aun cuando el destinatario de la salutación aparentemente cordial no sea islamista. Era una fórmula cortés y remilgada que evitaba decir: “La paz sea contigo si sigues el camino del Islam y si no lo sigues esa paz no es para ti”… Las sutilezas islámicas son así.

Finalmente están los apóstatas y la guerra contra ellos. Para todas las religiones abrahámicas la apostasía figura como el peor delito, pero así como en el judaísmo moderno implica apenas el alejamiento de la sinagoga y solamente entre judíos integristas supone una especie de repudio social, y en el catolicismo es algo que ha terminado por ser intrascendente, el islamismo sigue manteniendo el mismo fanatismo del período coránico.

De hecho el mundo no islámico es el Dar al-harb, literalmente “el Territorio de la Guerra” en donde al no creyente se le llama harbi, forma adjetival de la palabra guerra. El harbi no es lo mismo que el dimmi, o no creyente sometido a un gobierno musulmán (acepta la protección musulmana y paga impuesto al Estado islámico). La misma palabra dimmi implica “contrato”: derechos reconocidos a cambio de deberes hacia la autoridad musulmana. Existe un tercer tipo de “ciudadano” desde el punto de vista islámico, el mustam’min, que equivale al ciudadano no musulmán de paso por tierra islámica. A éste es al único que se le permite practicar su religión y está exento del pago de impuestos, pudiendo asociarse junto a otros como él en comunidades con leyes propias, sujetas al poder islámico. Un salvoconducto le permite que su condición sea reconocía.

Pronto la realidad situó a los islamistas ante algo que no habían prevista: deberían enfrentarse tanto a bandidos como a rebeldes de confesión islamista. Contra ellos no podía decretarse una movilización general ya que no se trataba de yihad. Los enemigos no eran infieles, sino islamistas y las leyes de la guerra no podían ser, pues, las mismas. En 1058 aparecen algunas normativas para el conflicto contra los bandidos. En efecto, al.Mawardi, un jurista musulmán de la época explica que “es lícito matarlos mientras van o vienen”, pero no se les puede perseguir… Si han asesinado se les puede exterminar, pero si no lo han hecho pueden salvar la vida. Son responsables de los daños materiales causados en el curso del conflicto. Pueden ir a la cárcel si son capturados y están a la espera de juicio. Si los bandidos recaudan impuestos el dinero recaudado tendrá la misma consideración como si hubiera sido robado y será reembolsado a quienes lo entregaron.

El islamismo distingue entre el grupo de bandidos (piratas, corsarios, salteadores) y rebeldes (golpistas, disidentes políticos, fracciones dinásticas). Se les combate con la misma intensidad pero con algunos matices. Al rebelde islámico, otro musulmán solamente puede matarlo en el campo de batalla, pero nunca será ejecutado por un brazo islámico. Tampoco pueden ser esclavizados (los infieles, en cambio, sí), ni ser secuestrados a la espera de un rescate (los infieles, sí) y las propiedades de que disponga solamente puede confiscarse si antes hubiera pertenecido al Estado; se les puede dar hospedaje (a los apóstatas, en cambio, no se les puede dar y a los infieles ni se considera la posibilidad de que algún islamista los aloje). Si los rebeldes recaudan impuestos, se consideran legítimos y no deben devolverse, ni volverse a recaudar. Con ellos pueden, finalmente, firmarse pactos.

La guerra contra rebeldes o los bandidos no era considerada yihad. Así como a los bandidos y a los rebeldes la legislación islámica los ve como a musulmanes que, por algún motivo, se han opuesto a la autoridad, pero que siguen siendo musulmanes y, por tanto, la guerra contra ellos nunca puede ser declarada “santa”. Algo que no se aplica en el caso de los apóstatas. En efecto, la lucha contra quienes han nacido en el Islam y han renunciado a él, no solamente adquiere ese carácter de yihad sino que suele revestir la mayor crudeza. Algunos tratadistas islámicos consideran que durante la lucha contra otros musulmanes se pueden firmar pactos y es necesario respetarlos, no así los que se firman con los gobernantes de los “territorios de guerra” (esto es con gobiernos no islámicos), ni con los apóstatas.

La lucha contra el apóstata es, en sentido propio, yihad. A diferencia del no creyente (kafir) que jamás ha aceptado al Islam, el apóstata ha conocido el Islam y ha renunciado a él, adquiriendo por eso mismo la consideración de enemigo; para el islamismo quién tiene la oportunidad de “conocer la verdad” y rechazarla, tiene olor azufre y un aroma satánico; hacerle la guerra es lícito y necesario.

A la hora de combatir contra el apóstata se emplearán normas de guerra mucho más duras incluso que contra el no creyente o el bandido. Nadie le podrá dar alojamiento, ni autoridad alguna lo dotará de salvoconductos; ningún pacto o armisticio podrá firmarse con él. Si resulta capturado jamás será considerado prisionero de guerra. Ni puede convertirse en dimmi, ni seguir el destino de los capturados en la yihad: ser esclavo. Sus únicas posibilidades son retractarse o morir. Si se retracta se le perdonará por los delitos cometidos durante el tiempo que duró su apostasía y se le devolverán las propiedades confiscadas. Si se niega resultará decapitado. El problema que ya denunció al-Gahiz en el siglo IX es que para los teólogos cualquiera que está en desacuerdo con ellos pasa a ser un apóstata…

En la práctica, la legislación islámica considera al apóstata como el peor de los delincuentes y, por tanto, en los países islámicos se procura que ningún ciudadano tenga la posibilidad de abandonar su religión secular y sumarse a otra. Y esto explica suficientemente porqué la libertad religiosa es completamente inaceptable en países como Marruecos y porqué se reprimen con singular dureza las muestras de proselitismo realizadas por otras religiones entre la población marroquí, íntegramente islámica (salvo la minoría judía).

El islam no es como otras religiones

En la historia del Islam aparecen figuras de una indudable talla guerrera y militar. Ahí está el piadoso Almanzor que llevó sus razzias desde Santiago de Compostela a Barcelona y, sin duda, la imagen de Saladino, cuyo sentido del honor caballeresco era, como mínimo, tan elevado como el de sus ponentes en las cruzadas. A fin de cuentas todo guerrero de raza termina siguiendo el mismo camino que cualquier otro distante en el espacio, en el tiempo, y compartiendo los mismos valores. La esencia de la tradición guerrera es la impersonalidad activa y poco importa si el vehículo es el islamismo, el cristianismo o el shinto. Pero, dejando aparte, la valoración extremadamente positiva de algunos guerreros islámicos en el trasfondo de esta religión se percibe un elemento problemático ya desde su origen.

¿Por qué una religión debería extenderse hasta el infinito? ¿Por qué todo lo que encierra es “orden” y lo que está fuera de ella “caos”? ¿No hay en todo ello un reduccionismo implícito? Y lo que es todavía peor, ¿por qué una religión debería propagarse mediante la guerra y no mediante la predicación y el convencimiento, o simplemente con el ejemplo?

Para responder a todo esto hay que tener en cuenta algunos elementos que se remontan al origen del islamismo. El Islam es la última religión “revelada”. Todo lo que ha seguido después apenas han sido sectas o confesiones minoritarias, irrelevantes en el devenir histórico. Es la única religión que se ha generado en el ciclo histórico que los clásicos llamaron “edad de hierro” y que corresponde a la misma época que los redactores de las sagas nórdicas titularon “edad del lobo” o que la india de los Brahamanes bautizó como “kalí-yuga”, la última de las edades, la más decadente, la edad de la disolución y el caos… nuestra “época”, en definitiva, un ciclo vital que según algunos historiadores de las religiones abarca entre 2.225 años y 2.500 y que en Europa debió iniciarse en el siglo VI a. JC tal como sostiene Guénon en La crisis del mundo moderno, situándose el año 0 de la Hégira (632) prácticamente en la mitad de ese ciclo “oscuro”.

El Islam es la religión más simple que jamás pueda concebirse en sus preceptos y en su práctica. Exige poco, pero exige sobre todo algo que no es propio del guerrero: la sumisión. Si el yihadista muere en combate es por “sumisión a Dios”, si la mujer lleva velo lo hace también por “sumisión”. Todo en el Islam es “sumisión” hasta el punto de que puede afirmarse que la sumisión es la ley interior del Islam y supone la imposición, por un poder exterior al guerrero, la obligación de luchar y morir para propagar su fe.

No hay en el Islam diferencias de casta. Y esto es muy importante. En todo el ámbito indo-europeo, la sociedad trifuncional definida por Dumezil reconocía que el combate y la guerra eran la función, no de toda la sociedad, sino solamente de una casta: la función guerrera. El islam carece de castas (que en Europa prolongaron su existencia hasta finales del siglo XVIII), en tanto que su foco originario partió de un sustrato etno-cultural diferente al de los pueblos indo-europeos. Su monoteísmo extremo (y absoluto en relación al cristianismo que concibe a Dios como “uno y trino” y reemplaza a las antiguas deidades romanas de las ciudades y de las corporaciones, por los santos específicos a cada una de ellas) lo confirma como “hijo del desierto” y de la monotonía del un paisaje sin matices y sin variaciones.

El Islam, promovido por Mahoma como forma de legislación para disciplinar a pueblos nómadas con rasgos primitivos e incluso salvajes, experimenta la contradicción entre lo que ha nacido para nómadas pero que aspira a imponerse como religión única y universal gracias a la yihad. Esto hace que muy frecuentemente hayan aparecido en el seno del Islam tendencias desconocidas en las sociedades guerreras: el guerrero indo-europeo asume la defensa de su comunidad, pero nunca está obligado a combatir permanentemente para ampliarla; en la sociedad islámica, la inexistencia de una división trifuncional hace que asuman la condición de guerreros gentes con una constitución interior diferente: artesanos enrolados como guerreros, gentes llamadas a la vía de la contemplación embarcados en razzias sin fin… gentes que se ven sometidas a tensiones muy superiores a las que su constitución interior soportaría y que no reaccionan como guerreros tal como evidencian episodios como la llamada Noche del Foso de Toledo y que repugnan a las tradiciones guerreras.

El episodio ha pasado a nuestra historia en la frase todavía hoy utilizada “pasar una noche toledana”. Ocurrió en el 797, cuando reinaba en Córdoba el emir Al Hakam I quien destinó a Amrus al Lleridi como gobernador de Toledo. Cuando, unos años después, A Hakam anunció que visitaría Toledo su gobernador supo qué presente le entregaría. Amrus convocó a toda la nobleza visigoda a un banquete y a medida que iban llegando, tras cruzar la puerta del alcázar, uno a uno fueron degollados y arrojados a un foso cavado al efecto. Según la leyenda, la masacre continuo hasta que alguien grito: “¡Toledanos, es la espada, voto a Dios, la que causa ese vapor [de la sangre] y no el humo de las cocinas!”. Sólo unos pocos nobles consiguieron sucumbir a la masacre que según algunos autores alcanzo a varios cientos de visigodos toledanos y otros a varios miles. Aún hoy, “pasar una noche toledana” significa en román paladino una noche desapacible de terror e inquietud. La narración envuelta en la bruma de leyenda oculta una verdad histórica estudiada por Levi Provençal sobre la que no hay ninguna duda.

Entre episodios como éste y episodios de fanatismo que todavía hoy siguen apareciendo en el Islam con inusitada frecuencia y manifestándose en lugares de fuerte tensión política, todo absolutamente contribuye a que se tienda a considerar al Islam como una religión diferente a cualquier otra. No hay absolutamente ninguna otra que haga de la guerra una obligación, ni de las armas la forma de realizar su tarea misional. No hay absolutamente ninguna religión que justifique el suicidio de sus miembros en lamentables atentados criminales. No hay gentes dispuestas a matar por su fe, salvo en el Islam.

Cuando se produjo el derrocamiento del Sha de Persia y la instauración de la República Árabe de Irán pudimos ver a masas de islamistas, absolutamente histéricos, manifestándose por las calles de Teherán. Era evidente que estaban sometidos a un proceso de despersonalización en el que se cumplían las leyes de Gustav Le Bon sobre la psicología de masas. Aquellos cientos de miles de individuos que se manifestaban parecían presas de un estado de posesión colectivo que hubiera injertado una sola voluntad. Y es que el Islam es una religión de masas y la única capaz en suscitar hoy el fanatismo de esas masas.

La religión que Mahoma ideó para disciplinar a las primitivas y atrasadas tribus de la península arábiga, sigue anclada en el siglo VII, incapaz de evolucionar e incluso incapaz de entender lo que representa el devenir histórico y la modernidad. La obligación de la yihad, como precepto religioso, ya no tiene cabida en nuestro siglo, ni justificación en el nuevo milenio. Cuando el Islam sigue actualizando su precepto de la yihad no tiene cabida en el siglo XXI. Y si algún día renuncia a él, también habrá dejado de ser Islam. Y este es el gran drama: que el Islam tal como fue concebido en la época originaria es incompatible con cualquier otro pueblo no islámica, y especialmente dentro de pueblos no islámicos (fenómeno de la inmigración). Pero el Islam es un sistema religioso “cerrado” en el cual la reforma de una de sus partes es literalmente imposible. Es lo que tiene el desierto: si insertas en su centro un bosque, deja de ser desierto e incluso puede ser que arraigue la vida.

De los complejos y problemas del Islam en Europa

El guerrero es aquel ser que se mueve con una ley interior que le sitúa como baluarte de su comunidad, como defensor de la misma y como garante de la seguridad de todos. El guerrero no tiene más que fe que su código implícito casi en sus genes. El yihadista es un modelo anómalo de guerrero que no corresponde a la tradición indo-europea, sino más bien al hombre surgido del desierto y que quiere dejarlo atrás, alguien que por una especie de síndrome de fuga aspiró a huir de él, tanto en su expansión por el Mediterráneo hacia la Península Ibérica, como en su expansión en dirección al Este, hacia la Península Indostánica.

Para ese tipo humano, el incumplimiento de la sharia es el peor de los pecados; pero la dureza de la sharia es tal que él mismo, inevitablemente, no puede sino sentirse culpable. Si Mahoma estableció, nítida e inequívocamente, la obligación de la yihad, no practicarla implica sentirse culpable y la única manera de superar esta sensación trágica es encontrando a otro más culpable que él: al infiel, por ejemplo. En su odio hacia el infiel el islamista se reconcilia de nuevo con Mahoma y supera su complejo de culpabilidad: no está en guerra santa con el infiel, pero lo odia, y cuando las circunstancias estén lo suficientemente maduras para ello, se alzará contra el infiel. La yihad se retrasa pero no se olvida, se aparca momentáneamente pero no se destierra para siempre. Pero ¿es esa la yihad que predicó Mahoma o es más bien un sentimiento de venganza y la sublimación de otro complejo peor que el de culpabilidad: el complejo de inferioridad surgido en las últimas décadas?

Este complejo de inferioridad no es gratuito, está ahí y es fácilmente perceptible: la doctrina islámica y su imposibilidad para evolucionar con el paso de la historia (a causa de su rígida e inamovible simplicidad y del encuadre histórico-cultural en el que nació y del que siempre ha sido tributario) ha llevado a los países islámicos a quedar entre 300 y 400 años por detrás de la evolución de la historia; a esto se une el complejo de inferioridad propio de todo antiguo colonizado.

El complejo de inferioridad islámico se agrava además en algunos ambientes sociales islámicos: entre los jóvenes inmigrantes, por ejemplo, que acuden a escuelas europeas. ¿Qué puede pensar un joven de origen magrebí cuando, salvo Mahoma, aparecen muy pocos islamistas en la historia de las ideas o en la historia de la ciencia? ¿Qué puede pensar cuando en la historia de España, el Islam solamente aparece como adversario y enemigo constante desde Tariq y Muza hasta Lepanto, luego con la lucha contra los piratas berberiscos en el siglo XVIII y finalmente con Abdel Krim en el siglo XX? ¿Qué puede pensar cuando los escaparates de lujo españoles o las mujeres en topless que ha visto gracias a una parabólica en los arrabales de Casablanca o de Tánger, no están a su alcance una vez se encuentra a este lado de Gibraltar? Algo peligroso y visceral se revuelve dentro de él. Y ahí vuelve a encontrar al Islam para liberarle de todos estos complejos: y el Islam le dice, “el no islamista es tu enemigo”, “contra el no islamista el único estado amado por Alá es la yihad”.

Al atraso propio del Islam se une el resentimiento del colonizado que se agrava todavía más con el nacimiento de una sensación de frustración social del inmigrante islámico que llega a Europa y no tiene acceso a la mayoría de las excelencias del consumo europeo. En África negra, en gran medida islámica, se tiene tendencia a creer que todo europeo conduce un Porsche y tiene a una mujer con las característica de Claudia Schiffer… y en el Magreb el ídolo es Zinedine Zidan que ha llegado a vivir como cualquier potentado europeo; luego, una vez aquí, descubren que todo esto era falso: que solo hay un Zinedine Zidan y que no todas las mujeres son como Claudia Schiffer… y que a la mayoría de ellos todo esto les estará vetado durante toda su vida. El resentimiento del colonizado, agravado por el resentimiento social, tiende a generar un formidable potencial explosivo que estalló en noviembre de 2005 en toda su virulencia en los arrabales franceses y que, sin duda, volverá a estallar en otros muchos puntos de Europa a lo largo de esta década. Ese resentimiento social hace que muchos inmigrantes se vuelvan hacia la religión islámica que es la única que da forma a su comunidad (comunidad en el exilio económico) y que le da objetivos y metas a alcanzar: dominar al infiel, sublimando y liberando todos esos resentimientos en la realización de un plan divino.

Si a esto se le añaden problemas coyunturales (lo inadecuado del velo islámico para la mujer en Europa, el choque entre la tendencia europea a la igualdad y la integración de la mujer y la imposibilidad para el Islam de aceptar estas líneas), problemas banales de convivencia (la música árabe interminable y radiada a volúmenes extremadamente altos, los altos tonos de voz con los que hablan y discuten en los zocos, tradición trasladada a nuestros barrios de inmigrantes, las costumbres y festividades religiosas incompatibles con los ritmos europeos) todo ello lleva inevitablemente al conflicto y a aumentar las dosis de resentimiento contra las sociedades de acogida.

Además, en el caso español, todo esto se agrava aún más dado que para los imanes que instruyen en las madrassas y dirigen las mezquitas de este lado de Gibraltar, Al-Andalus (España) es tierra sagrada del Islam (aquí están enterrados sus muertos durante ocho siglos de conquista) que ha sido usurpada por “infieles y cruzados”.

No hay, ni puede haber, punto de encuentro posible porque el Islam no es una filosofía que se pueda discutir y con la que se puedan aceptar acuerdos, es una religión que hoy está prácticamente en el mismo estadio que cuando Mahoma la elaboró en el desierto arábigo en el siglo VII. Ellos no van a cambiar (cambiar supondría abjurar) y nosotros no podemos aceptar que una cultura que ha quedado atrás en el decurso los siglos se trasplante a la modernidad europea, condicionándola, amenazándola o atemperándola.

El conflicto está servido, y hay muchas posibilidades de que ese conflicto sirva para reavivar en Europa a la figura del “guerrero” (no del soldado, sino del hombre que asume libremente el papel de defensor de la comunidad) y la sitúe en el centro del protagonismo social.

© Ernest Milà – infoKrisis – infoKrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen