jueves, 14 de octubre de 2010

La yihad no es como para tomársela a broma (I de II)

Infokrisis.- El problema con algunas concepciones religiosas del Islam es que no son tan terribles como habíamos imaginado, sino frecuentemente mucho más terribles de lo que éramos capaces de imaginar. Todo esto viene a cuento de la concepción islámica de la yihad (que nos resistimos a llamar “guerra santa”) y de sus implicaciones. Conocer el fondo de la concepción islámica de la guerra supone alertar sobre lo que significa el Islam y sobre su incompatibilidad, no solamente con las sociedades europeas, sino con cualquier otra forma de sociedad no islámica.

La guerra santa en el Islam. Matices. Detalles. Distinciones

¿Tiene algo que ver con la milicia el hecho de que alguien suficientemente estúpido como para ponerse un arnés lleno de explosivos se haga picadillo en el interior de un autobús en Israel o en el interior de un mercado en Bagdad? No, desde luego, se hará llamar “fedayín”, “yihadista” o “muyahidín”, pero no pasa de ser un estúpido con el cerebro tan absolutamente lavado que no le queda ni rastro de neuronas. O, quizás de alguien lo suficientemente desesperado por este valle de lágrimas (la vida en Palestina, Afganistán o Irak, tres países ocupados, no es, desde luego, ninguna ganga) que su última esperanza sea acelerar el tránsito hacia el paraíso de Alá. No se muere porque se renuncia o por distanciamiento de la vida (tal como predicaba el estoicismo romano), sino que se muere por ambición en alcanzar el paraíso sensualista en el más allá que compense de las privaciones en el más acá. Nada que ver con el estilo del guerrero europeo.

Sería hoy imposible eludir que la guerra está hoy presente en la modernidad, en buena medida, acompañada por el término “santa”. Y esto nos lleva, desde luego, al Islam. Sólo el Islam alardea de tener un concepto sagrado de la guerra que, en el fondo, no sería sino un último eco de la tradición guerrera ancestral. Pero hay que tener en cuenta con los equívocos: el terrorista actual no tiene nada de santo y quien mueve los hilos mucho menos. Un atentado suicida no suele ser un acto de heroísmo, sino un crimen detestable realizado habitualmente contra civiles indefensos. Vale la pena calibrar exactamente cuál era la noción de “guerra santa” en el Islam a la vista del uso abusivo del término que hacen algunos de sus actuales intérpretes.

La guerra santa es, en efecto, algo que está imbricado en la doctrina coránica… pero que también encuentra cierta resonancia con otros temas propios del catolicismo y del judaísmo, pues no en vano las tres religiones surgen del común tronco abrahámico. Israel combate en guerras ofensivas allí donde Yavhé se lo ordena. Otro tanto ocurre con el “deus vult” (Dios lo quiere) propio de la Edad Media europea. Existe en las tres religiones un común fatalismo que hace del ser humano una especie de elemento sometido a lo divino: si combate, es porque “lo quiere Alá”, Yavhé o Dios Padre. Si vence es porque el dios personal y único está con él. La guerra es pues algo en lo que se intuye un trasfondo sagrado.

A diferencia de las religiones no abrahámicas, el combate no es algo que compete en especial a una casta, la casta guerrera, sino que es la vía a través de la cual, en determinados momentos, el Dios hace cumplir a los hombres su voluntad. Las trompetas de Jericó, el asedio de Damieta y el cerco de Montsegur han sido ordenados por Dios. Los guerreros que participan en estas acciones lo hacen siguiendo la orden divina expresada a través de los mediadores entre lo trascendente y lo contingente, la casta sacerdotal. Basta con cumplir el mandato divino para hacerse acreedor de indulgencias o ganarse una plaza en el Paraíso situado más allá de la vida. Y luego, para algunos guerreros judíos, moros o cristianos, claro, está también la posibilidad de botín: si se muere en combate se alcanzará el paraíso y la recompensa infinita, si se sobrevive al acero se regresará a casa con un abundante botín que habrá justificado las penalidades, los miedos y las angustias de los combates.

Todo esto no parece demasiado edificante. Se lucha por la ambición, por el ego, por obtener algún beneficio e importa muy poco que sea material o espiritual. No es la idea que encontramos en la antigua romanidad, ni mucho menos la que está presente en el Bhagavad Gitta, el libro sagrado del khsatriya hindú, ni en el antiguo guerrero nórdico germánico, ni en la casta de los samuráis, cuyas vías se basaban en la renuncia absoluta, en un –como decía Cortázar en su Rayuela- “tirarlo todo por la ventana y luego en tirar la ventana por la ventana”. Es cierto que los teólogos católicos y musulmanes establecieron algunas correcciones en relación a la doctrina originaria y en determinadas órdenes militares que estaban presentes en ambos campos (especialmente durante las cruzadas) se alcanzó una visión incomparablemente más elevada que el binomio “muerte-recompensa”.

Resulta sorprendente advertir que el término “guerra santa” es, además, “reciente y foráneo” tal como explica Bernard Lewis en su obra El Pensamiento Político del Islam. El islam reconoce que hay “lugares” santos, “personas” santas, pero frecuentemente con connotaciones diferentes al concepto occidental: La Meca y Medina son “ciudades santas”, pero la palabra que se les aplica no deriva de la raíz qds, sino de la raíz hrm, cuyo significado básico es “prohibido” y remite a algo que inspira temor y que se considera inviolable. En cuanto a los “santos” islámicos, tampoco se utiliza la raíz qds sino el término wali que implica “estar cerca” (cerca de Alá, naturalmente). Así pues lo que en Occidente se llama “guerra santa” no es lo precisamente lo mismo que entiende el Islam. El concepto de santidad es muy diferente como veremos.

¿Dos “guerras santas”?

Todo el Islam descansa en el concepto de Sharia: la Ley. En tanto que escrito en mayúsculas implica que es la única ley que merece ser asumida y respetada: emana de Dios, no hay otra superior a ella. En esto el Islam sigue a cualquier otra civilización tradicional que solamente reconoce a leyes que tengan la sanción divina, no las que hayan emanado de los hombres. La diferencia entre las religiones abrahámicas y otras (indoeuropeas y orientales) estriba en que en éstas cada casta tenía su propia ley: la ley del guerrero no era la misma que la del sacerdote y la del artesano no era igual a la del campesino; sin embargo, el monoteísmo que acompaña a las religiones abrahámicas –y de manera mucho más especial al Islam-  introduce en el interior de cada una el elemento reduccionista. Sólo hay una única ley: la del Dios único. En el Islam uno de los preceptos de esa ley es precisamente la yihad.

Desde el punto de vista lingüístico yihad implica solamente “combate”, “batalla”, “esfuerzo” y habitualmente la palabra va seguida por la frase “en la senda de Dios”, esto ha permitido traducirlo de manera abusiva como “guerra santa”. Y no hay duda de que se trata a la guerra convencional. Sin embargo, algunos tratadistas han sugerido que la alusión a la “guerra” podría ser entendida como algo espiritual mucho más que militar.

Julius Evola, por ejemplo, comenta a este respecto:

“… Se basa en un hadith del Profeta, el cual, llegado de una expedición guerrera había dicho: "Hemos vuelto de la pequeña guerra santa para la gran guerra santa". La "pequeña guerra" corresponde a la guerra exterior, a la que, siendo sangrienta, se hacía con armas materiales contra el enemigo, contra el "bárbaro", contra una raza inferior frente a la cual se reivindicaba un derecho superior o en fin, cuando la empresa estaba dirigida por una motivación religiosa, contra el "infiel". Por terribles y trágicas que puedan ser las incidencias, por monstruosas como sean las destrucciones no deja de ser menos cierto que esta guerra, metafísicamente, es siempre la "pequeña guerra". La "Gran Guerra Santa" es, al contrario, de orden interior e inmaterial, es el combate que se libra contra el enemigo, el "bárbaro" o el "infiel" que cada uno abriga en sí mismo y que ve aparecer en sí mismo en el momento en que ve sometido todo su ser una ley espiritual: tal es la condición para esperar la liberación interior, la "paz triunfal" que permite participar en ella a aquel que está más allá de la vida y de la muerte, pues en tanto que deseo, tendencia, pasión, debilidad, instinto y lasitud interior, el enemigo que está en el hombre debe ser vencido, quebrado en su resistencia, encadenado, sometido al hombre espiritual”.

Evola añade en defensa de su tesis que “en el Islam, "guerra Santa", “yihad” y "Vía de Dios" son utilizados indiferentemente. Y añade:

“Quien combate lo hace sobre la "Vía de Dios". Un célebre hadith característico de esta tradición dice: "La sangre de los Héroes está más cerca del Señor que la tinta de los sabios y las oraciones de los devotos". Aquí también, como en las tradicionales de las que ya hemos hablado, la acción asume el exacto valor de una superación interior y de acceso a una vida liberada de la obscuridad, de lo contingente, de la incertidumbre y de la muerte. En otros términos, las situaciones y los riesgos inherentes a las hazañas guerreras provocan la aparición del "enemigo interior", el cual, en tanto que instinto de conservación, dejadez, crueldad, piedad o furor ciego, sirve como aquello que es preciso vencer en el acto mismo de combatir al enemigo exterior. Esto muestra que el aspecto central está constituido por la orientación interior, la permanencia inquebrantable de aquello que es espíritu en la doble lucha: sin participación ciega, ni transformación en una brutalidad desencadenada, sino, por el contrario, dominio de las fuerzas más profundas, control para no estar jamás arrastrado interiormente sino permaneciendo siempre como dueño de sí mismo, lo que permite afirmarse más allá de cualquier límite. Abordaremos ahora una imagen de otra tradición en donde esta situación está representada por un símbolo característico: un guerrero y un ser divino impasible, el cual, sin combatir, sostiene y conduce al soldado junto al cual se encuentra sobre el mismo carro de combate. Es la personificación de la dualidad de los principios que el verdadero héroe posee, ya que las emanaciones tienen siempre algo de eso sagrado de lo que es portador. En la tradición islámica, se lee en uno de sus textos: "El combate es la vía de Dios (es decir, la guerra santa) aquel que sacrifica la vida terrestre por la del más allá, combate por la vía de Dios, ya resulte muerto o vencedor y recibirá una inmensa recompensa". La premisa metafísica según la cual se prescribe: Combatid según la guerra santa a aquellos que hagan la guerra", "matadles donde los encontréis y aplastadlos", "no os mostréis débiles, no les invitéis a la paz", pues "la vida terrestre es solamente fuego que se extingue" y "quien se muestra avaro no es avaro más que consigo mismo". Este último principio evidentemente puede compararse a aquel otro evangélico: "El que quiere salvar su propia vida la perderá y quien la pierda obtendrá la vida eterna", confirmado por este texto: "¿Qué hicisteis vosotros que creéis cuando se os ordenó: descended a la batalla para la guerra santa? Os quedasteis inmóviles. Habéis, pues, preferido este mundo a la vida futura" por lo tanto "vosotros ¿esperáis de nosotros recompensa y no las dos supremas, victoria o sacrificio?"

Por mucho que admiremos y sigamos a Evola (y lo seguiremos siempre), en este punto su planteamiento es frágil pues deriva de una selección incorrecta de fuentes En la doctrina de Julius Evola esta noción de “pequeña” y “gran guerra santa” tiene un lugar central en su consideración del Islam… si bien es algo que el Islam prácticamente desconoce y de lo que Bernard Lewis nos dice apenas que “la inmensa mayoría de los teólogos, juristas y tradicionalistas clásicos, entendieron la obligación de la yihad en un sentido militar y así lo han estudiado y expuesto”. Lewis sostiene que las afirmaciones de las que se hace eco Evola “fueron defendidos por los teólogos chiítas de la época clásica y con mayor frecuencia por los modernistas y reformistas de los siglos XIX y XX”.

Por la época en que se introdujo este concepto, es posible que esta traslación del concepto de “guerra santa” priorizando su carácter “interior” y místico fuera un producto de la colonización europea y que los teólogos islámicos quisieran quitar hierro a la idea de “guerra santa” en un momento en el que tenían todas las de perder. Además, el concepto hubiera alertado a los colonizadores sobre el carácter permanente de la guerra considerada en el sentido islámico. A pesar de que el Islam chiíta enlace con el planteamiento que tanto Evola como su maestro inspirador, René Guénon, se hacen de la “tradición”, lo cierto es que en la corriente mayoritaria del Islam, es difícil reconocer aquello que está presente en otras tradiciones guerreras indoeuropeas u orientales.

Por que, en efecto, dejando aparte que escuelas místicas de ayer y de hoy, e incluso pequeño grupos sufíes, hayan aprovechado el concepto de guerra como una especie de perífrasis simbólica para aludir a una forma de ascesis interior, lo cierto es que en los textos islámicos existe una superabundancia de citas que indudablemente aluden a la guerra en el sentido militar del término y sólo a él recomendando, además, estrategias y normativas para el desarrollo de las operaciones; tal como dice Lewis: “normas que gobiernan el inicio, el desarrollo y el fin de las hostilidades y que tratan cuestiones tan específicas como el comportamiento con los prisioneros y con las poblaciones conquistadas, el castigo a los espías, la utilización de los bienes del enemigo y la adquisición y distribución del botín. Aunque las disposiciones muestran una clara preocupación por los valores y normas morales, es difícil conciliarlas con una interpretación moral y espiritual de la yihad como tal”. Así pues de lo que estamos hablando –y de lo que hablan los islamistas- es de guerra en el sentido contingente de la palabra, no en el sentido trascendente.

La yihad es una obligación en el islam, un mandamiento básico que forma parte de su “revelación”. La yihad no es una guerra ofensiva en la que se pretende derrotar a un enemigo, sino que lo que aspira es a extender la fe islámica. El “misionero” islámico no es aquel que lleva el Corán bajo el brazo e intenta convencer a unos o a otros para la nueva fe con la palabra al estilo del predicador cristiano, sino el yihadista que en otro tiempo llevó cimitarra, luego espingarda y hoy AK-47 o lanzagranadas RPG. Y no es una obligación restringida a una casta concreta, sino de toda la comunidad islámica.

Dado que el mensaje de Mahoma (como el del catolicismo) tiene un carácter universal, de lo que se trata para sus partidarios es para extenderlo a todo el mundo… mediante la yihad (a diferencia del catolicismo que opta por la palabra de sus predicadores y misioneros). No hay otro medio para el Islam de propagar la buena nueva más que la yihad. Y no importa si se trata de un comerciante, de un meditador o de un artesano, la yihad es propia de cualquier varón de la comunidad musulmana. No hay límite temporal para la yihad: durará todo el tiempo en el que tarde el Islam en extenderse a todo el orbe.

Mientras esto no ocurra, el mundo estará dividido entre “caos” y “orden”, esto es entre el mundo de los infieles y el mundo islámico, el dar al-harb y el dar al-Islam. No hay término medio en este combate, lo único que existen son “zonas de combate”, zonas grises en donde ninguna el Islam no tiene fuerza suficiente para imponerse sobre la otra parte; el concepto de “Alianza de Civilizaciones” si se aplica entre el Islam y Europa, no es ni asumible, ni concebible para la otra parte. Durante la trasformación del dar al-harb en dar al-Islam, si en algún momento se establece una tregua o un alto el fuego, siempre será inestable y temporal, aceptado sólo en la medida en que beneficia al Islam, no por afán de “paz”. En rigor será una verdadera “tregua trampa”.

La “Paz”, en mayúsculas, solamente sobrevendrá cuando se haya producido la victoria definitiva del Islam sobre sus enemigos, esto es, sobre todo lo que no es Islam. La guerra para el Islam es pues –en palabras de Lewis: algo “moralmente necesaria, legal y religiosamente obligatoria, hasta el final e inevitable triunfo del Islam sobre los no creyentes (…) No puede acabar con una paz, sino sólo con la victoria final”.

De la razzia y de los distintos nombres del guerrero islámico

En la estricta ortodoxia islámica el fiel musulmán tiene está siempre sometido –y recalcamos lo de “siempre”- a la obligación de practicar la guerra santa. Imaginemos lo que podría suponer para un católico, siempre y en todo momento tener presente que debe de combatir contra los infieles para extender su propia fe hasta bautizar al último de todos ellos y quizás podamos comprender mejor lo que supone este pilar de la doctrina islámica.

Los viejos tratadistas insisten en que esa obligación se mantiene en el momento en el que cambia un gobierno y un califa belicoso es sustituido por otra manso, o cuando un califa prudente y mesurado sucede a otro ambicioso y arrojado, o simplemente psicópata… en todos estos casos, la obligación del musulmán es la misma: practicar la yihad hasta el punto de que Al-Muttaqi explica: “La yihad te incumbe bajo cada emir, tanto si es piadoso como impío y aunque cometa los peores pecados”. Y Lewis, comentando este texto añade: “En la yihad el deber normal de obediencia del súbito se convierte en un poyo armado activo”.

En el lenguaje pre-islámico de la península arábiga hay una palabra, gaziya, que implicaba una incursión en un territorio hostil. Cuando los franceses conquistaron Argelia en 1830 esta misma palabra pasó a ser utilizada en francés y por medio de una alteración fonética perfectamente estudiada se transformó en razzia, prácticamente sin alterar su significado. En árabe y en turco, el participante en una gaziya es el gazi que también se aplicó a los soldados que defendían las fronteras del Islam y que, por tanto, eran los que solían participar en incursiones en territorio enemigo. El gazi (o yahzi) es uno de los nombres con los que se conocen a los guerreros islamistas, lo que los medios occidentales llaman hoy “yihadistas”. Pero hay otros.

La palabra gazi fue utilizada en vida de Mahoma para llamar a quienes le acompañaron en sus expediciones militares. Luego se utilizó para designar a los participantes de las expediciones que irradiaron en los primeros siglos de expansión del islam. Algunos sultanes turcos utilizaron el término casi como título nobiliario el gazi era el “señor de la frontera del horizonte” queriendo significar con ello a los que se encontraban en permanente lucha para extender las fronteras del Islam. Y en una época tardía, hacia el siglo XV, Ahmedi, un poeta otomano, escribe que el gazi es “el instrumento de religión de Dios, el siervo de Dios que limpia la tierra de la inmundicia del politeísmo, la espada de Dios”.

Fedayin, por su parte, es un término con el que los europeos se familiarizaron en los años 60 cuando la resistencia palestina (la Organización para la Liberación de Palestina) empezó a multiplicar sus comandos y sus operaciones en territorio judío. Cada combatiente palestino era un fedayín, un término que había surgido en las cruzadas. Etimológicamente sugiere a “aquel que abandona su vida por una vida mejor” y está ligado a las corriente ismaelitas y, en concreto a los famosos “hashshashín” controlados por Hassan i Sabbah (1034-1124) instalado con sus fieles en la fortaleza de Alamut y conocido como el “Viejo de la Montaña”.

Tras la destrucción de la fortaleza de Alamut y de la liquidación de los “hashshashín”, el término fedayín fue prácticamente desterrado de la lengua árabe y sobrevivió sólo como culteranismo hasta que en el siglo XIX un grupo de conspiradores otomanos lo recuperó. En cuanto a la palabra “hashshashín”, como se sabe, ha pasado a nuestro idioma en el término “asesinos”. En realidad, los hashshashín fueron solamente los guerreros ismaelitas y el término desapareció cuando los mongoles destruyeron Alamut.

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