jueves, 14 de octubre de 2010

"El misterio del vino". Louis Charpentier (VIII PARTE). Traducción

22. La embriaguez sagrada

Noé, cualquiera que fuera la forma en la que realizó vino, incluso si se contentó con el mero mosto de uva, lo bebió considerándolo como un licor capaz de hacer alcanzar un estado diferente.

Para ello es preciso pues –al haber sido advertido por Dios o de cualquier otra manera– que considere que lo obtenido del fruto de la viña, dispone de un valor somático capaz de procurarle un estado de embriaguez religiosa.

Parece incluso que el valor particular de la viña haya sido conservado. Algunos fragmentos de la Thora contendrían la idea de que esta viña habría sido el famoso árbol del paraíso terrestre del cual Eva cogió, a pesar de la prohibición, el fruto que comparte con Adán.

Fruto del Arbol del Bien y del Mal

Fruto del Conocimiento

Fruto de todo Conocimiento

¿Eva había compartido con el primer hombre esta cosecha por la cual se ilustra Noé? ¿Conocieron ambos esta embriaguez que abre la Puerta de la percepción?

Haría falta saber de qué embriaguez se trata. Es difícil creer que Noé se hubiera emborrachado por azar; si lo hizo fue, más bien, porque quería hacerlo, porque seseaba alcanzar este estado de conciencia diferenciado que permite al hombre ponerse en relación con sus dioses, en este caso con Yavhé; o, si se prefiere, desearía comprender algunas cosas que permanecían ocultas cuando se encontraba en estado normal de conciencia.

Y si, estando ebrio, se ha mostrado desnudo ante de sus hijos, no es ciertamente de su desnudez física de lo que podían escandalizarse, sino más bien de que al haber puesto su pensamiento al desnudo, habría revelado secretos iniciáticos que debía conservar sólo para él, o no transmitirlos más que a quienes podían entenderlos o comprenderlos.

Dado que sus tres hijos se encontraban allí –de razas diferentes, no lo olvidemos– solo Jafet cubrió su desnudez, es decir, el de raza blanca, el único que podía comprender sus revelaciones, velándolas de nuevo. Si Cam se había burlado, es que esas palabras no tenían ningún sentido para él.

¡In vino veritas! Lo que significa, en realidad, no es en absoluto que el hombre algo ebrio dirá la verdad, sino que esta verdad se mostrará en él, y, como arrastrado por una fuerza irresistible, será, de alguna manera, obligado a reconocerla: en este estado, el espíritu estimulado por el vino se desprende de la materia y se convierte en clarividente.

Los germanos, que conocían los efectos místicos de embriaguez, habían recurrido a ella en circunstancias graves para la tribu, porque hacía de ellos seres inspirados y posesos, al facilitarles un contacto inmediato con los espíritus de los dioses, según su creencia. Bebían pues mucho, hasta embriagarse durante las grandes deliberaciones: elección de un jefe, alianza de tribus, declaración de la guerra o firma de la paz… Tomaban sus decisiones tras haber bebido y las ejecutaban luego sin cambiar nada: los dioses les habían aconsejado durante su embriaguez.

Pero beber no consiste solamente en la búsqueda de facultades superiores; para muchos, beber es olvidar. No se puede negar el papel consolador de la embriaguez. Es un medio a disposición del hombre para escapar, aunque sea durante un breve instante, a las preocupaciones y sobre todo a las fatigas de la vida cotidiana.

El bebedor se instala en un refugio donde nada, ni nadie, al parecer, puede alcanzarlo. Ama la alegría bulliciosa de los cafés o la alegría comunicativa de los banquetes, donde encuentra un auditorio al mismo tiempo que comparte las intenciones de quienes le rodean. Experimenta una agradable euforia durante la cual, separado de todo y de todos, se entrega, bajo el imperio de la bebida, al poder de las ilusiones y a las quimeras que surgen de las profundidades de su subconsciente.

En este estado, arrojado a una especie de serenidad beata, en un sueño sin fin, es liberado:

    Heme aquí libre y solitario
    Estaré esta noche ebrio y muerto… dice el poeta1

Embriagarse es una de las últimas posibilidades que le quedan al hombre cuya existencia roza el colmo de la miseria.

El alcoholismo, tal como se practica hoy por los jóvenes y la clase obrera, es una fuente constante de desesperanza; por su parte, el alcoholismo, tal como es practicado por las clases medias, con aperitivos a horas fijas, lo es igualmente; y el alcoholismo, practicado por las clases superiores, a base de mal “wisky”, no lo es menos.

No nos detendremos aquí.

Así mismo, no nos detendremos con los bebedores de cerveza. La cerveza, que ansían los melancólicos de los países brumosos, es una llave grosera del paraíso hacia el cual tiende el bebedor. Actúa sobre todo por cantidad. No se bebe cerveza en pequeños tragos, en vasos de cristal: se bebe en largos tragos y en grandes jarras.

Y, naturalmente, Dionisos, el gracioso dios del vino y de la naturaleza, coronada de sarmientos cargados, está ausente de estas bebidas. Deja la plaza a Gambrinus, uno de los groseros señores de la Fiesta, que desciende más bien de los Ases nórdicos que de los dioses griegos del Olimpo


Dejemos pues la cerveza a los bárbaros de las tribus sajonas, con su embriaguez pesada, y ved que diferencia entre las regiones donde madura el vino sagrado: Suabia, Mosela, Rhin… y demás.

Pues el vino, el verdadero, es una bebida sagrada; y la embriaguez de vino –de vino verdadero– es una embriaguez sagrada que no podría compararse con la embriaguez alcohólica que pueda procurar con extrema facilidad no importa que bebedizo y con el que no tiene nada que ver..

Cuando san Jerónimo decía: “No pertenece al mismo hombre conocer el peso de las piezas de oro y el sentido de las Escrituras, degustar los vinos y comprender a los profetas y a los apóstoles”, no parece que él mismo, obispo en alguna parte de España, lo hubiera comprendido como lo comprendieron los apóstoles a los que Cristo había ofrecía el cáliz diciéndoles: “Bebed, mi sangre”. ¿Cómo iba a poder comprender este mensaje sagrado que constituía el espíritu mismo de la religión, sin entrar en aquel santuario espiritual del que el vino es la llave?

El hombre debe conocer la embriaguez; pero no cualquier embriaguez. La mayor parte no son ni benéficas ni espirituales… Ninguna bebida sin espíritu podría provocar una embriaguez espiritualmente válida.

El vino, es nuestro sôma, para nosotros europeos nuestra bebida iniciática. Dejemos el agua para los musulmanes. Se ve muy bien a donde les ha conducido; no por culpa de los persas, responsables de toda la civilización árabe, haberlos prevenido.

Si no lo creéis, releed los encantadores poemas de Omar Khayyam que, tal como estos, celebraban el vino:

Aplícate a no permanecer ni un momento privado de vino, pues el vino
Que da reflejo a la inteligencia, en el corazón del hombre, a la religión,
Si el diablo había probado un solo instante, habría adorado Adán
Y habría hecho ante él dos mil genuflexiones.

Para producir la embriaguez que abre la Puerta, que da el espíritu, es preciso recurrir a una cantidad concreta. La dosis podría ser muy débil o demasiado fuerte. En uno o en otro caso, o bien no alcanza su fin, o lo excede. Solis dosis facit venenum, decía con razón Paracelso2.

El vino es agradable al gusto y, como la gama es casi infinita, existe vino para todos los gustos. Se les degusta más que se les bebe. Se saborea su aroma antes de degustarlos; su perfume es ya una promesa de felicidad. Es necesario que el alcohol esté allí, pues es quien proporciona este gusto particular, “el bouquet del vino”.

El vino es un presente de los dioses, que exige ser tratado según su rango. El conocedor –el que sabe estimar sus dones en todo su valor, no el que se emborracha, sino el que celebra el Misterio, que bebe precisamente lo necesario para aproximarse a los dioses– cuando levanta su copa, parece ver a lo lejos a través suyo, y cuando lo lleva a sus labios, tiene el aire de aquello que no sólo, escucha una melodía, sino que adivina, tras él, el silencio.

Incluso aun cuando el vino no embriague, realiza una imperceptible caricia en el sistema nervioso que da la seguridad de la existencia de un poder mágico muy presente. Pues su poder, efectivamente, roza la magia; vuelve al hombre mejor o peor, pero seguramente lo cambia.

Está presente en buena medida en la acción heroica. Lejos de despreciar a los héroes –los admito y los envidio demasiado para esto–, recuerdo humildemente que, por mi parte, cada vez que me fue dado realizar un acto de heroísmo durante la guerra o en la Resistencia, siempre estuve de tal manera embriagado que tomaba a las balas que silbaban cerca de mis orejas por ruidosos moscardones.

Incluso Bossuet había comprendido muy bien el efecto del vino, en un siglo que no era particularmente abierto al espíritu: “El vino, decía, es el valor, la fuerza, la alegría, la embriaguez espiritual. El vino tiene el poder de de llenar el alma de toda verdad, de todo saber y filosofía”.

Así, una mujer que ha bebido un poco –solo un poco– gana en picante y adquiere un no se qué agradable: sus ojos brillan primero, se vuelve alegre, se anima y por poco que tenga espíritu, se convierte en espiritual:

Un poco de vino vuelve más alegre;

El vino da ímpetu3…

Y Baudelaire hacía decir al vino:

Alumbraré los ojos de tu mujer arrebatada4…

Si la mujer que ha bebido un poco de vino es más encantadora, si el hombre se convierte en superior a sí mismo, hemos visto también que, por otra parte, su inteligencia se abre en un sentido oculto, en el sentido místico de las ideas: “se puede considerar la euforia de la embriaguez como un salvoconducto, en virtud del cual el espíritu libera de la naturaleza”, escribía Jünger.

La embriaguez es el estado que más se aproxima al éxtasis religioso; son dos estados del mismo orden y hay entre ellos una mayor similitud de lo que se podría pensar, semejanza que siempre ha sido conocida por los sacerdotes, los conductores de hombres y los magos. La embriaguez sigue siendo un medio para liberar los propios límites sobre el plano espiritual y entrar en comunión con lo que lo supera. Abre el alma y da acceso a un mundo sobrehumano. Crea el estado sagrado que eleva al hombre a la vida divina y lo une a sus semejantes, ebrios como él, pero lo une igualmente a los dioses.

El hombre cesa así de ser él mismo y se evade de las fronteras estrechas de la personalidad, para perderse en una especie de éxtasis.

Tal es precisamente lo que buscan los pueblos llamados primitivos, consumiendo bebidas que les hacen perder el sentido. Hemos visto lo que ocurría con los germanos que querían embriagarse; así ocurre también entre los adeptos del vudú: la unión con un espíritu o un dios, unión que llega hasta la posesión del hombre por un loa.

Es evidente que quien está bajo la influenza de un éxtasis místico y el hombre que se embriaga, pasan por las mismas fases que les permiten estar fuera de sí mismos, en un estado diferenciad de conciencia; y tanto uno como el otro experimentan las mismas dificultades para retornar a su estado de normalidad. Los relatos de Santa Teresa de Ávila y de santa Catalina de Siena lo atestiguan; y el biógrafo de esta última, Raymond de Capua, cuenta que al concluir sus éxtasis, cuando volvía a sí misma, “parecida una borracha que no puede despertarse de su sueño”.

La embriaguez, este éxtasis sin duda de un carácter inferior, no existe menos en tanto que éxtasis tal como ha escrito William James: “La atracción irresistible ejercida por el alcohol es debida sin duda a que excita las facultades místicas de la naturaleza humana, rechazadas habitualmente por la frialdad y la aridez de la vida normal”.

También es evidente que el artista sentirá la necesidad de usar e incluso de abusar de esta droga que es el vino, a fin de encontrarse, ante el arte, en un estado de gracia que le permita crear.

Tras una estancia en Holanda, Maillol decía: “No se pueden crear esculturas en un país donde no existe ni el sol ni el vino”.

Y Nietzsche proclamaba que “para que haya arte, para que haya una acción o una contemplación estética, la condición fisiológica preliminar e indispensable es la embriaguez.

Con él, ciertos autores pretenden que, si la embriaguez no ha educado los sentidos del hombre, el arte es imposible; para ellos, todos los tipos de embriaguez pueden producir arte. Sin embargo, no se puede negar que el resultado será diferente si la embriaguez se obtiene con vino antes que con cualquier otra bebida. Así el tipo de obra escrita al calor del vino, es la de Rabelais; no olvidemos que “carburaba” cuando consumía vino tinto, mientras que Verlaine daba lo mejor de sí mismo sólo en la atmósfera de las tabernas con su ambiente alcohólico.

¿Y el Greco?, ¿bebía? Se sabe que amaba la mesa y el vino; pero ¿era se trataba del vino o utilizaba cualquier otro tipo de excitante cuando pintaba durante la noche?, parece como si sus pinceladas escapasen de los rostros y las siluetas tan alargadas y tan místicas no podían ser pintadas mas que en un estado alterado. A menos que la noche y la soledad no le hayan bastado por sí mismas, pues, también ambas procuran una especie de embriaguez donde el artista extrae siempre fuerzas nuevas.

La embriaguez ¿sería pues una condición para la producción artística o literaria?

Existen un gran número de personas, cuya naturaleza exige imperiosamente el vino como alimento esencial de la vida. Iré más lejos: algunos de ellos no están verdaderamente en su estado normal más que cuando han bebido una cierta dosis de vino; están entonces alegres, encantadores, inteligentes y espirituales, abiertos a las múltiples facetas de la conversación. Es sólo gracias al vino que se muestran bajo su verdadero rostro.

Cuando por cualquier razón se priva a estos hombres de su vino, se convierten en taciturnos, sin espíritu de iniciativa, son conformistas, se contentan con todo y con todos; su personalidad queda, por todo ello, desfigurada e incolora, como la de los que, contra su voluntad, se ven privados de vino.

Uno de mis amigos, a quien la Facultad había prohibido el vino, decía hablando de la época feliz en la que vivía podía gozar con su alimento: “Era el tiempo en que yo vivía”. Para él, vivir sin vino no era vivir.

Francisco I, a quien la historia presenta como un alegre gentilhombre, amigo de Rabelais, protector de las Letras –pero que hizo cerrar escuelas e imprentas– promulgó un edicto particularmente severo para los borrachos:

“Cualquiera que sea encontrado ebrio por primera vez será preso a pan y agua. Por segunda vez será azotado. Por tercera vez, lo será públicamente. Y en caso de recaída, será castigado con la amputación de la oreja y la infamia y desterrando su persona”.

Sin embargo, dejar a las pobres gentes la facultad de alegrarse algo y la posibilidad de olvidar momentáneamente su miseria no revela solo humanidad: es sabiduría.

Los griegos, maestros de toda filosofía, lo comprendieron bien: no solamente divinizaban la belleza, el amor, la fuerza, sino que buscaron también la “embriaguez divina” en el vino, embriaguez que consideraban como sagrada. Los griegos habían divinizado todo lo que les parecía que aportaba una posibilidad de evolución para el hombre a fin de convertirse en un ser más fuerte, más hermoso, y sobre todo más lúcido.

En la Grecia antigua, la embriaguez no era escandalosa, como tampoco en Egipto: era un arte de vivir, casi una broma. El Banquete de Platón, que es un himno magnifico, muestra, al final, a Sócrates solo, perorando todavía al levantarse el sol para gentes que no lo escuchaban ya: todos los convidados estaban ebrios muertos en el trilinium donde habían bebido…

Licurgo, en Esparta, había hecho arrancar las viñas. ¿El resultado? Esparta no supo crear más que una virtud militar, dura y heroica, pero ausente de todo lo que embellece y ennoblece la vida. Mientras que en Atenas, madre de las Artes y de las Letras, Solón había simplemente prescrito beber vino con moderación.

Todos los grandes filósofos y poetas griegos cuyas obras siguen siendo modelos después de tantos siglos, amaban el vino y sabían apreciarlo. Y es de los cortejos báquicos y del delirio de las fiestas dionisíacas de donde han nacido la tragedia y de comedia.

Hoy, la verdadera virtud del vino, su fuerza mágica, su poder divino, se revelan aun en las fiestas otoñales y primaverales de los países vinícolas. El vino, entonces, fluye de los toneles, como si se tratara de fuentes; la embriaguez gana incluso a los que no suelen beber: sólo respirarlo basta para alcanzar la embriaguez que aporta la exaltación de la alegría de vivir y de amar.

Dionisos, finalmente, ha resucitado.

El hada o diosa gala Kerridwen era la personificación de la naturaleza e inspiradora de la poesía: en un caldero sagrado preparaba el brebaje de la sabiduría. Era una mixtura (gréal), compuesto, al parecer, por seis plantas mágicas que era preciso hervir durante todo un año.

Un día, mientras que iba a recoger hierbas, dejó el caldero a cargo de su enano Gwion. Pero, desgraciadamente, mientras el enano removía el precioso brebaje, le salpicaron tres gotas sobre sus dedos. Instintivamente, se llevó los dedos a la boca y así adquirió el Conocimiento.

Luego huyó. Perseguido por Kerridwen, una lucha con metamorfosis incluidas, se entabló entre ellos. Finalmente, Gwion, a fin de escapar a la magia, se transformó en grano de mijo que, ella convertida en gallina, comió; nueve meses después, tuvo un hijo, Taliesin, que más tarde sería el gran maestro de la sabiduría, un druida sabio entre todos.

Este caldero de Kerridwen, es igualmente el caldero de Lug; el caldero de la abundancia, el constructor, el mago. Es el Lug del largo brazo, el operativo. Hay un caldero en el cual hierven estas pociones que curan enfermos y heridos, que resucita a los muertos, el primero de los griales… Es médico y alquimista”1.

Al llegar el cristianismo, el caldero donde se prepara el brebaje divino se convierte en el vaso sagrado que Cristo había mostrado a sus apóstoles invitándolos a beber, “li vaissiaus u Jhesus sacrifioit”, aquel donde se ofrecía a sí mismo.

La leyenda cristiana de la Edad Media quiere que José de Arimatea haya recogido, en este mismo vaso, la sangre de Cristo que manaba del corazón traspasado por la lanza de Longinos: “Et la sanc qui en dégoutait mist en son vaisiel”.

El Grial es pues el instrumento de una comunión con el mundo sobrenatural; por otra parte, conservó los caracteres esenciales del caldero sagrado de las antiguas religiones célticas: da la sabiduría y, sobre el plano material, posee el poder de curar, así mismo apacigua la sed y el hambre. Así, cuando José de Arimatea sea encarcelado durante cuarenta y dos años sin recibir ningún alimento, le bastará contemplar el Grial que había conservado, para no tener necesidad ni de alimento ni de bebida.

“La historia de las cruzadas revela que, tras la toma de Ascalón, un vaso sagrado correspondió a los genoveses, un vaso de forma octogonal, de oro, y de este vaso nació la leyenda del Grial…2.

Por otra parte el tesoro de la catedral de Valencia, en España, dice poseer el verdadero Graal, que es igualmente un muy bello cáliz de oro adornado con piedras preciosas, que me ha sido dado admirar.

Volveremos a encontrar este vaso maravilloso a finales del siglo XII, en los relatos de Chrétien de Troyes:

Perceval, que cabalga solo en busca de aventuras, llega una tarde a orillas de un amplio río que no puede atravesar. Ve una barca sobre la que se encuentran dos hombres. Uno de ellos le ofrece hospitalidad: es el “rey pescador” o rey méhaigné (herido).

Cuando el joven caballero llega al castillo del “rey pescador” los servidores le rdciben despojándolo de su armadura y cubriéndolo con un manto escarlata. Luego, es conducido a la gran sala del castillo, en donde según nos dice Chrétien, había lugar para cuatrocientos caballeros. El señor que le ha invitado, anciano y casi enfermo, esta recostado sobre un lecho, ante una chimenea donde arde el fuego y ruega a Perceval sentarse a su lado. Y allí ocurre una escena extraordinaria:

Un valet3 entra, manteniendo por medio de un mango una lanza escarlata. En la punta de esta, una gota de sangre discurre lentamente a lo largo de la lanza, hasta la mano del valet.

Le siguen dos hermosos jóvenes llevando cada uno de ellos, candelabros de oro en los que arden gran numero de velas. Una joven les sigue detrás de ellos:

    Un graal antre ses deux mains
    Une damoiselle tenoit,
    Que avuec les valsez venoit,
    Bele et jante et bien acesmée4.
    Quant elle fut leanz antrée
    Atot le graal qu’elle tint,
    Une si granz clartez i vint
    Qu’aussi perdirent les chandoiles
    Lor charté come les estoiles
    Quant li solauz lieve ou la lune5.

Según Chétien de Troyes, el Graal era de oro puro. La joven que lo lleva es seguida de otra que sostiene una pequeña bandeja plana.

Se sirve una comida suntuosa… Y al día siguiente Perceval se pone en camino hacia la corte del Rey Arturo donde le esperan numerosas aventuras.

La muerte prematura de Chrétien de Troyes le impidió terminar el relato.

Inmediatamente tras él, a principios de siglo XIII, Wolfram von Eschenbach recuperó el mismo tema y concluyó el relato. Según la antigua leyenda germánica, Titurel habría levantado un templo al Santo Grial, en Montsalvat, y lo habría confiado a la guardia de doce caballeros templarios. Pero una tradición quiere que von Eschenbach diera como marco a su canción de gesta, el monasterio de San Juan de la Peña, cerca de Jaca, en España, morada de los templarios, guardianes del Grial, y donde aún pueden verse, esculpidos en el monasterio, sus enseñas

Para el poeta, el Grial es una piedra maravillosa “que en su esencia es toda pureza”, que sana e impide morir.

En su relato, el cortejo que recorre el castillo es mucho más fastuoso que en el de Chrétien; la reina, Repanse de Joie, está precedida por jóvenes magníficamente vestidas y “sobre un pañuelo verde esmeralda, lleva un objeto tan augusto que el paraíso no sería más hermoso. Este objeto, se llamaba el Grial”. Lo coloca sobre la mesa tallada en jacinto.

“Tres tablas han llevado al Grial. Una es redonda, la otra es cuadrada y la tercera rectangular y las tres tienen la misma superficie…”

“Y estas tres mesas están presentes en el plano de Chartres, siendo el medio de construcción más extraordinario y, por así decirlo, más extravagante que me he atrevido a describir”6.

Existe igualmente una “leyenda según la cual el Grial habría sido tallado en una esmeralda desprendida de la frente de Lucifer (Lux, lucis y fero: el que lleva la luz), al caer junto a los ángeles rebeldes a las esferas de la luz increada…”7

“De textura hialina, esta gema preciosa entre todas debe su color verde al spiritus mundi, al espíritu del mundo que se introdujo como en un vaso de elección”8.

Y esto plantea una cuestión: ¿qué era pues el Grial, este vaso misterioso del que se busca siempre su exacto significado? ¿Era el caldero sagrado donde los celtas preparaban sus “medicinas universales”? ¿O más bien era la copa que, tras haber contenido el vino de la Cena, hubo recogido la preciosa sangre de Cristo? ¿O la esmeralda, esta piedra preciosa como no hubo jamás, caía de la frente de Lucifer? ¿O según Wolfram von Eschenbach, la piedra maravillosa?

¿Continente o contenido?

Es evidente que “la leyenda cristiana del Grial no es más que la adaptación de una leyenda celta muy anterior. La palabra Graal es, en sí misma, un vocablo celta.

“Su origen no es, sin embargo, céltico. Puede ser mucho más antiguo. En mi opinión esta palabra deriva de la raíz “Car” o “Gar”, que significa “piedra”. El Gar–Al, o Gar–El, podría haber sido el vaso que contuvo la piedra, o el vaso de piedra (Gar–Al), o la piedra de Dios (Gar–El)”9.

Sea como fuere, es indudable que el símbolo es alquímico, tal como nos permiten pensar todos los poemas y leyendas que giran en torno a la preciosísima copa.

En el relato de Chrétien de Troyes, en la procesión que atraviesa la gran sala, una joven lleva el Grial de oro puro, otra sigue llevando una bandeja de plata; el sol y la luna, los dos padres herméticos de la piedra filosofal. Y la lanza, indispensable para  la obra alquímica, aún manchada con la sangre del dragón.

Y más adelante en el poema, Perceval, apoyado sobre su lanza, contempla –sin entender exactamente lo que está viendo– la sangre que ha extendido sobre la nieve blanca, una oca herida. El caballero está fascinado por estos dos colores, rotundos bajo el sol de invierno: el blanco y el rojo.

En la novela gala de Peredur, un pato había resultado muerto; sobre la nieve manchada con su sangre, se abatió un cuervo. Como Perceval, Peredur se detuvo a fin de mirar el cuervo negro, la nieve blanca y la sangre roja.

Es fácil reconocer en todo esto los tres colores alquímicos; en Chrétien, solamente aparecen dos: la obra al blanco y la obra al negro.

Para Wolfram von Eschenbach, es, como hemos visto, la piedra de “toda pureza, que cura e impide morir”, virtudes características de la piedra filosofal.

Y para nosotros cristianos, es el vaso sagrado que ha contenido el vino precioso de la Cena: la sangre de Cristo. Vino que cura el alma y le da la vida eterna.

En realidad, la solución del enigma nos es dada en el portal norte de la catedral de Chartres, el portal de los iniciados: Melquisedech lleva el Grial, el “santísimo vaso”, de donde emerge, perfectamente visible, la piedra filosofal. “Es el Santo Grial, es la gracia del Espíritu Santo”, tal como había dicho San Bernardo.

© Por el texto original en francés: Louis Charpentier

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