18. La cuba de vino
Tras el prensado, se coloca el vino –o más bien el mosto– en la cuba, pues todavía no es vino, sino simplemente zumo de uva.
Este proceso posterior al prensado recuerda, de alguna manera, el nacimiento de un dios.
El vino se convierte en un ser.
Experimento algún escrúpulo en llamarlo vino, pero en esta fase de transformación es un ser viviente. No es todavía, hablando con propiedad, un ser delimitado. Vive; pero no es en absoluto un ser en el sentido en que se le supone dotado de una individualidad. Y, sin embargo, por analogía, a pesar de que se trate de un líquido, se le puede igualmente considerar un elemento vivo. Un elemento viviente, es algo que puede, además, servir de soporte para la vida; es decir, que los fermentos y los microbios pueden vivir en él, tal como ocurre con el vino; Teodoro de Banville escribe con precisión: “En el fondo del vino se oculta un alma”. Entonces…
La cría del vino es un arte.
Es aquí donde el viticultor muestra a la vez su intuición, su sabiduría y su sentido de la naturaleza. O bien sirve de una receta como de una receta de cocina, aun cuando esta receta –que quizás le viene de familia– haya dado anteriormente muestras de un resultado mediocre. O bien el viticultor ama su oficio hasta el punto de hacer de él un arte; procura hacer vino por el vino mismo, lo mejor posible; ausculta su cuba cada día, con la oreja, la nariz y incluso en la mano.
En un tiempo que parece lejano –pero que no lo es exactamente– en el tiempo, los viejos viticultores tomaban la temperatura de la cuba con la mano y pegaban la oreja a la cuba escuchando la marcha de la fermentación; todo esto es relativamente fácil para los que han adquirido cierta experiencia: y luego advertían el estado de la fermentación por el olor particular que se desprendía de la cuba. Puede decirse que todos los sentidos se movilizaban para secundar de maravilla al experimentador. Y, sin duda, el sexto sentido, que llamaremos aquí “intuición” estaba también presente.
René Benjamín cuenta que apoyado sobre su tonel, un viticultor le hablaba de su vino con ternura; y añade: “Caballero, cuando Él ha lanzado su primer impulso, cuando Él no dice nada, entonces, sitúo sobre los toneles, con arena, una capa de hojas de viña.
– ¿Caramba! ¿arena y hojas?
– Si señor, para que los espíritus no se disipen”.
Hoy, todo esto parece haber concluido; los viticultores modernos lo ignoran: han perdido los secretos de los dioses. Se ha reemplazado el saber hacer y la experiencia por los termómetros, los nanómetros, y cantidades considerables de instrumentos con denominaciones frecuentemente bárbaras. Ya no hay espacio para ninguna contribución sensorial del hombre; salvo quizás en algunos viticultores. En las cavas industriales, nada de eso no existe: no hay contacto entre el hombre y la materia. Con la irrupción de la máquina de vendimiar, se puede incluso imaginar un vino en el cual la mano del hombre no haya participado en absoluto.
Y entonces, ¿qué calidad tendrá este vino del que se ha excluido todo calor humano, toda atención, e incluso toda ternura? Se podrá ciertamente obtener, gracias a la situación de los campos y al sol, un buen vino, pero ¿será un gran vino? Permítaseme dudarlo. Y, lo que es peor, se continuará llamando vino a este líquido que tendrá muy poco de vino.
La fermentación juega un papel primordial en la vinificación porque representa una especie de depuración y considero que es al mismo tiempo una operación alquímica, porque en este estadio todo lo que debe ser eliminado es separado del resto. La evacuación se hace por desprendimiento del gas carbónico y, como en toda obra alquímica, gracias al calor.
En las cubas, se elabora vino blanco prensando directamente el jugo. En cuanto al vino tinto, se hace poniendo los hollejos a macerar, de forma que se pueda extraer, no solo el color, sino también los taninos y los productos y los aromas que los acompañan. De todas formas supone un enriquecimiento considerable en sustancias minerales, enzimas, elementos nitrogenados y demás. Por ello el vino tinto, con tal de que sea de buena calidad, es excelente tanto desde el punto de vista intelectual como desde el punto de vista energético, pues fortifica magníficamente el cuerpo.
Es particularmente importante que las cubas tengan una forma circular. Es necesario –por no decir indispensable– evitar las formas angulosas y sobre todo las formas cuadradas, la circulación de las moléculas del vino se hace siempre en un sentido giratorio y siempre en el mismo sentido en relación a la rotación de la tierra. He llegado a visitar cavas de un gran vino de Borgoña: ¡las cubas eran cuadradas! Sentí un escalofrío…
Las cubas de fermentación deben pues ser redondas y lo son en general. A menudo, estos enormes cilindros se hacen con cemento, por una simple cuestión financiera, pero nada es más útil, evidentemente, que las cubas de madera: el cemento es cálido en verano y frío en invierno. Las cubas de acero inoxidable y de aluminio deberían ser igualmente eliminadas; en efecto, si se colocan las manos sobre una cuba de acero inoxidable, se percibe inmediatamente que está muy fría: es una materia muerta.
Así mismo, las cubas deberían estar separadas unas de otras a fin de permitir la libre circulación del aire.
Pero esto no es todo; la fermentación se empareja con un proceso de tal manera sensible que las precauciones se han multiplicado en el curso de los siglos: “En la generación de mi abuelo, me decía un amigo enólogo, no se dejaba nunca a una mujer entrar durante la fermentación en una cava. Jamás. En algunas se las admitía, pero nunca en sus períodos mensuales, evidentemente. Y, desde luego nunca durante la vinificación, cualquiera que fuera el período del mes y la edad de la mujer.
“Es preciso decir que en aquella época, la higiene no era lo que es hoy, y es cierto que el flujo menstrual suponía una fuente de putrefacción.
“Mis abuelos, por ejemplo, tenían una casita de campo con un vergel; había tres mujeres en la casa: mi abuela, mi tía y mi prima; ellas mismas tenían cuidado de no entrar en la bodega, ni en ir a donde se encontraban las vasijas con el salazón durante esos períodos en los que “la mujer está maldita”, como dicen los orientales; sabían que esto provocaría efectos de putrefacción sobre la leche, los quesos y sobre todo lo que se conservaba de perecedero.
”Sin embargo, añadía, pienso que hubieron abusos y exageraciones, pues conozco el caso de una explotación en Champagne mantenida solamente por mujeres. La propietaria era viuda; era una mujer todavía joven, con tres hijos estudiantes. Había perdido a su marido antes de cumplir los cuarenta y no había querido volver a casarse, así pues, asumía ella misma todos los trabajos: el podado de las viñas, la vendimia, el trabajo de vinificación, el embotellamiento del vino; todo, en definitiva.
“El producto que sale de esta casa es bueno, si no mejor que el de sus vecinos. Por tanto, existe un ostracismo que es en ocasiones exagerado. Y tal es la prueba”.
Otras tradiciones subsisten, y no puede decirse que sean erróneas pues proceden directamente de una experiencia secular de los fenómenos de la naturaleza: los viticultores no se aventurarán a embotellar un vino precioso al capricho de una luna nueva. Se abstendrán igualmente, si el viento viene del mar, o aparecen nubes densas y oscuras. Si esto les es posible, elegirán, preferentemente, el día más seco.
E incluso, a pesar del mayor cuidado que se ponga, diez botellas de vino extraídas de una misma barrica no serán completamente iguales. Un poco más de aire o un poco menos entre el tapón y el líquido, y formas de vida diferentes van a concretarse en el tiempo como en la esencia misma del vino. Si estas diez botellas son puestas en cavas diferentes, cada una de ellas tendrá una llamada misteriosa que le es propia y que el hombre no puede discernir. El vino continúa viviendo en las botellas, como ha vivido en las barricas, y se experimenta siempre en abril el crecimiento de las primeras hojas sobre las cepas. Y cuando llega junio, incluso si se transportan botellas hasta el hemisferio austral donde las estaciones están opuestas a las nuestras, estas botellas medirán el tiempo con precisión, a fin de estar al unísono de sus hermanas que han permanecido en las cavas de origen, y de su madre la viña: “trabajarán”, en la misma época y al mismo tiempo, tal como lo hemos visto, pero no ceso de maravillarme de este la
zo que nunca termina de romperse.
¿Instinto? No; conocimiento, quizás…
El vino es un líquido sagrado, dado por los dioses, y digno de los dioses. Es por ello que, en su fabricación y en el lugar donde se elabora es necesario crear –y mantener– cierto clima de pureza litúrgica, que sólo pueden producir la música y las flores. Las flores y el canto de los pájaros. No puede imaginarse a la uva madurando sin pájaros y sin flores campestres, y son el concurso del sol, casi por obligación.
Pero, el mismo, el vino que se ha convertido en un ser vivo y que desde la cuba empieza a vivir su vida, debe ser “educado” como un adolescente que intenta vivir y que se “pule” en contacto con un educador.
Conozco un joven viticultor que acude regularmente a su bodega a principio de cada estación, es decir, como mínimo, cuatro veces por año; y aquí, en un lugar preciso, emite sonidos, vocales, especies de encantaciones si se quiere, durante un rato: “Cada vez que puedo hacerlo –me dice– lo hago. Cargo el lugar de esta forma. Lo hago en la tarde o muy pronto, a primera hora de la mañana”
Y parece que esto “funciona”. ¿Por qué?
Me dice igualmente que desde que ha conducido su explotación de manera natural y cosmobiológica, hace ya varios años, hay gran cantidad de pájaros, algunos gorriones y jilgueros que hacen su nido en la misma bodega. Si sienten las corrientes –lo cual es probable– y las prefieren a las de la química industrial, sería muy posible que sus cantos tuvieran una influencia sobre el vino que se está haciendo, como la tenía sobre la viña, siendo ésta particularmente sensible a la música, con tal de que los sonidos sean armoniosos.
Los mayores cuidados deben ser aportados en la elección y en la instalación de la bodega. Se ha podido decir, con razón, que “en una cava, las botellas no meditan: trabajan”. Es preciso aportarles el mayor confort posible a fin de que el vino pueda educarse con toda tranquilidad. Algo que es más fácil decirlo que hacerlo.
No está al alcance de todos tener –como en el Clos–Vougeot– una bodega cuyos muros no tienen menos de un metro de espesor, y cuya temperatura permanece constante, entre 5 y 12º; sin embargo, hay algunas reglas que es indispensable observar, sino la bodega no será en absoluto más que una reserva de vino, y no tendrá derecho a recibir el nombre de cava.
Empecemos por el primer principio: una cava de vino no debe contener más que vino con exclusión de cualquier otra cosa que arriesgaría a darle un “gusto” y ya hemos visto la sensibilidad que le es propia, ya que conserva el perfume de las flores y de las plantas que rodean a la viña, sin hablar del olor de los conejos y de otros pequeños animales que circulan en la zona.
Una buena cava debe ser sombría: la luz es perjudicial para los fermentos de todo tipo que deben trabajar para bonificar el vino y hacer grandes vinos. Y los elementos vivientes de la botella podrían ser eliminados o atenuados por una claridad demasiado brutal.
Se sabe que toda operación alquímica debe hacerse en la oscuridad; y una gran luz no es necesaria al gourmet que va a elegir su vino; para descender a la cava, la modesta luz de una palmatoria, debería ser suficiente, y una pantalla protectora sería perfecta. Y sobre todo nada de luz de neón: los vinos blancos no la soportan.
Y también hay otros enemigos de las cavas: el ruido y la trepidación. Y en nuestra época, el ruido está por todas partes y esto constituye precisamente una mortificación para el vino.
La temperatura debe ser relativamente fresca, pero sobre todo constante y no puede obtenerse verdaderamente más que en construcciones de piedra. Esta temperatura constante es necesaria e incluso indispensable para educar el vino. Naturalmente, la cava deberá estar aireada, pero sin corrientes de aire.
Esto me hace recordar las salas hospitalarias que se habían construido hacia los siglos XII y XIII, en los hospicios y los albergues regentados por los monjes, tales como en la sala del hospicio de Beaune, o la de la Madeleine de Provins, por no citar más que a dos.
Es, en efecto, extraño que se hayan erigido estas salas con procedimientos góticos; y me parece evidente que si se ha hecho así es porque existirían razones válidas para ello, allí donde se encuentran enfermos esperando cura. No puede ignorarse que Chartres, recibía en la Edad Media durante las peregrinaciones a enormes cantidades de enfermos, a los que se les alojaba en la misma iglesia.
Sería quizás exagerado pensar –lo hago sin embargo– que lo que es bueno para el hombre es bueno también para el vino.
Un día, encontrándome en la encomienda templaria de Tours, cerca de Chartres visité, en el subsuelo de una torre, una especie de despensa, construida sobre un cruce de ojivas (cuatro ojivas) y se me afirmó que ninguna materia, legumbre o carne, ni perecía ni se enmohecía
Y sueño un lugar así done el vino, tan querido a mi corazón, se encontraría bien y se elevaría arrebatadoramente.
19. El vino médico
Noé tenía seiscientos años cuando tuvo lugar el diluvio. Anteriormente era vendimiador y su cosecha no era ciertamente la primera ni sería la última. Había plantado viña y sabía hacer vino. Dios no le había prohibido, entonces, ¿por qué no hacerlo?
Vivió aún 350 años más; lo que no está nada mal, y es prueba de que el vino no es una mala medicina, sino verdaderamente causa de longevidad.
Sin embargo, no creo que los vendimiadores, aquellos que, de la uva extraen el vino y se respetan suficientemente para no hacer cualquier bebida que contenga una suciedad química, yo no creo, decía, que ni siquiera ellos puedan batir el record de Noé.
No parece, estadísticamente, que los vendimiadores vivieron más tiempo que los demás; pero una cosa notable es que alcancen la vejez, esta sea más plena y sobre todo más equilibrada que la vejez de los demás hombres.
El vino utiliza la energía dinámica del alcohol, neutralizando sus efectos destructores. Quema los deshechos de la fatiga, azote del sistema nervioso, fortifica los músculos, vuelve el espíritu más ágil, e inclina el carácter a la simpatía y la indulgencia. También ejerce y ejercerá siempre un efecto saludable sobre las viñas dignas de este nombre; aquel que degusta su vino, lo degusta, pero raramente se embriaga. Además, es generalmente su mejor vino, el más natural, el que conserva para él y que favorece su salud.
Los pueblos de la Antigüedad que sabían de qué se trataba, consideraban el vino como una bebida muy agradable para beber, comunicaba cierta euforia digna de los dioses, pero también era considerado como un remedio. Así un papiro del Antiguo Egipto nos trasmite un remedio médico a base de vino.
Homero indica una receta particularmente eficaz contra las heridas; cuando Macaon fue herido en el hombro derecho, Néstor le aconsejó comer queso de cabra regado con vino de Pramma: “Siéntate, bebe, mezcla queso de cabra con vino, tras haber comido cebolla para excitarte a beber más”.
El remedio no dejó ciertamente de dar felices efectos, pues Macaon se sirve de él más tarde para curar sus heridas.
También en la Ilíada se relata que “la rubia Hecamedes vierte un brebaje reparador para Néstor y Macaon, compuesto por vino, harina y queso”.
Se conocen igualmente otras recetas, tales como un colirio empleado por los griegos, y en el cual entraba el vino de Chios. Y Phanias de Atenas escribe que los médicos regaban sus cepas con un zumo de elaterium, para dar al vino una virtud laxante.
Pero en absoluto era necesario cuidar de una forma especial todas las viñas, pues el vino maerótico de las proximidades de Alejandría, era blanco, ligero, con gran bouquet, considerado como diurético, mientras que los de las orillas del Nilo y de Tebaida eran ligeros, digestivos y recomendados para los que tuvieran fiebre.
Así incluso hoy ocurre lo mismo con nuestras cepas: los vinos de Borgoña no tendrán los mismos efectos sobre la salud que los vinos de Burdeos, de Champagne o de Anjou.
“El vino, decía Hipócrates, es algo excelente para el hombre, tanto en la salud como en la enfermedad, cuando se usa a propósito, de una manera moderada y conforme a su temperamento”. Pero no puede emplearse cualquier vino para no importa que uso; desde antiguo se le ha utilizado en masajes para fortificar los músculos de los niños, de los atletas del circo y de los soldados en la guerra.
Para este uso externo, se empleaban los vinos pesados y aromatizados; eran particularmente eficaces para cicatrizar las llagas y evitar que se infectaran. El vino cálido con canela reconfortaba las fiebres; y, mezclado con algunos productos, era utilizado para combatir la anemia y la clorosis. Numerosos escritos de literatura antigua hacen mención a él
Platón mismo, el hombre más sabio de la Antigüedad, miraba el vino como el mejor presente que los dioses pudieron regalar a los hombres. En cuando al médico griego, Asclepios, afirmaba que el vino, por su utilidad, tiene un poder casi igual a estos mismos dioses. Así no es extraño que Grecia hiciera del vino un Dios, personificándolo en Dionisos y haciendo, al mismo tiempo, de él un dios curandero.
Catón, que vivió en Roma hacia el 200 a. JC y cuya casa era renombrada por su frugalidad –por no decir por su “economía”–, hacía distribuir, cada día, tres medidas de vino (cuatro quintas partes de litro) a cada uno de sus esclavos. Quizás era por humanidad, pero lo más probablemente es que fuera para obtener mejores resultados en el trabajo, y sin duda también, porque un esclavo costaba muy caro y debía hacerse todo lo posible para conservar su buena salud.
En las Geórgicas, Virgilio llega incluso hasta a aconsejar consolar a los “moribundos introduciéndoles con un embudo de cuerno, el jugo de la prensa”1. No se sabe lo que opinaba el moribundo en ese trance… Beber vino, de acuerdo, pero con un embudo…
San Lucas, el patrón de los médicos, creó el famoso bálsamo de Tarnamira, a base de aceite y de vino con objeto de curar y cerrar las llagas; y dejó la fórmula que siguió en vigor durante los siglos siguientes.
Y San Pablo, ¿acaso no escribía a Timoteo, obispo de Éfeso: “Me comunican, amigo mío, que no tomáis más que agua. Os habéis equivocado. Tomad pues un poco de vino a causa de vuestro estómago y de vuestras múltiples enfermedades”.
Así mismo, mucho más tarde, Montaigne recomendaba el vino a La Boétie que estaba enfermo, como un remedio soberano.
Antes suyo, la medicina medieval consideraba el vino como uno de los principales brebajes curativos, al mismo tiempo que una fuente de salud, y entraba en la composición de numerosos remedios.
Los vinos de Francia (de Ile–de–France) eran más renombrados que los de Auxerre; lo que no impedía al duque de Borgoña, Felipe el Atrevido, proclamar en su edicto de 1395, que los vinos de la Côte–d’Or no tenían igual en todo el reino “para el alimento y la sustentación de la criatura humana”
Por el contrario, en Orleáns, se señalaba en el siglo XV, los vinos del crudo “como los mejores y los más propios para el cuerpo humano que pudieran encontrarse.
Y era hasta tal punto era evidente que el vino “confortaba” que en la Edad Media, cuando se conducía a París un condenado a la horca de Monfaucon, el cortejo se detenía en la calle de las Hijas de Dios y, allí, ante el convento, se le daba a beber dos copas de vino. Por la misma razón, sin duda, se servía también a los jueces que debían asistir a la ejecución y que acompañaban al desgraciado.
La farmacopea abunda en recetas a base de vino; cada hospital tenía sus remedios particulares: existía el vino de la Caridad, del Hotel–dieu, de Trousseau; e igualmente el vino de Cólquida, el vino de pozal, el vino de cebolla, del que disponemos la fórmula en la obra del doctor Eylaud: cebolla cruda, 200 g de miel líquida, 100 gr, y vino blanco, 700 grs. Tres vasos de vino de Burdeos por día extraña recomendación… contra las cirrosis2…
En Francia, muchos médicos y entre ellos los más célebres, han expuesto los méritos del vino y lo han preconizado para los enfermos como un excelente remedio.
Arnau de Vilanova, alquimista y médico de la escuela de Montpellier, escribía a principios del siglo XIV que “algunos pretenden que es bueno para la salud embriagarse con vino una o dos veces por mes…”.
Y el médico Jean Cuba abundaba escribiendo en 1539 que: “El vino conforta la digestión del estómago y también hace la segunda digestión que se realiza en el hígado”.
Pero nadie mejor que Rabelais que ha hablado del vino y, pareciendo que bromeaba, ha aludido a sus virtudes médicas:
Cuando Panurgo quiere volver a unir la cabeza al cuerpo de Epistemon: “Entonces limpia muy bien con buen vino blanco el cuello y luego la cabeza, y espolvorea con polvo de Diaderdis que lleva siempre en una de sus bolsas, luego únelos con no sé qué ungüento y ajusta vena contra vena, nervio contra nervio, músculo contra múlculo, a fin de que no tenga tortícolis… para acabar dándole quince o dieciséis puntos de aguja para evitar que caiga a la derecha…”.
Epistemon “se da un gran pedo, dice Panurgo, y en este momento queda definitivamente curado»; e le invita a beber un gran vaso de vino blanco»3.
Pero no sería necesario citar a Rabelais, al que es mejor leerlo, vaso en mano, por supuesto... para conservar la salud.
No hay pues que extrañarse que tras una enfermedad que le había debilitado particularmente, Luis XIV tomó, por orden de su médico Fagon, vino de Nuits, a fin de recuperar fuerzas. Naturalmente, enfermo o no, toda la corte siguió este régimen, desde luego muy placentero para quien conozca las virtudes del vino de Borgoña; y que –os lo puedo jurar– no son solamente médicas.
Gracias al vino el rey fue en parte curado también de su fístula: había sido tratada con una decocción de absenta, cortezas de granada, rosas de Provins y musgo hervidas en vino tinto.
Bajo Luis XV, el mariscal de Richelieu, llamado gobernador de Aquitania, llega enfermo a Burdeos. Se le prescribe baños de leche, cosa que, naturalmente, no le reportó ningún bien. Entonces, no se sabe bien qué doctor, le aconsejó beber vino; el mariscal estuvo pronto en pie e incluso, dice la crónica, conoció una nueva juventud. A partir de entonces se llamó al vino de Burdeos tisana de Richelieu.
Encantado, el mariscal propuso con tanto entusiasmo el burdeos que la corte se aficionó a beberlo, mientras por iniciativa del rey no se bebía más que borgoña y champagne.
En esa misma época los Château–Carbonnieux, habían pasado en 1741 a las manos de los benedictinos de la abadía de la Santa Cruz, que los habían vendido a los turcos bajo la denominación de agua mineral de Carbonnieux; la Turquía, musulmana, lo compraba y degustaba sin recato. Todo consiste en ponerse de acuerdo con las palabras…
Mientras que la Gazette de la Santé recordaba a sus lectores que “si el vino que se destina a nuestro uso fuera siempre puro y natural, sin mezclas, si se toma con moderación, lejos de acortar los días, será capaz de prolongarlos…”
En este punto reside todo el problema: es preciso que el vino sea bueno y que sea respetada su misma cualidad.
El vino es un elemento viviente, y es preciso que lo sea para ser eficaz, pues es el vino natural, el vino puro y no falsificado, quien facilita al organismo lo que le es necesario, es decir elementos de mineralización de suplencia y de mantenimiento. Además, es rico en vitaminas que son absolutamente indispensables para el buen funcionamiento de la máquina humana.
“Es, en efecto, fácil, escribe el doctor Maury, proclamar la nocividad del zumo fermentado de la viña, cuando precisamente este elemento vegetal está ausente en el seno de este, o más bien de su sustituto bautizado como tal”4.
Sin embargo, el vino, el verdadero, es un medicamento cuya acción tónica es tan notable que sería preciso reinventarlo como agente terapéutico si no existiera ya como bebida habitual, decía un doctor amigo. Pues hay un efecto importante que procura el vino–remedio, y que ningún otro medicamento aportará y no puede aportar: la alegría. Su influencia sobre la moral es muy grande, tanto que resulta ser un remedio soberano contra la neurastenia y contra todas las enfermedades psicosomáticas actualmente tan de moda.
La prueba es que son las regiones donde se bebe más vino, al menos en Francia, las que registran el porcentaje de longevidad más elevado.
El vino es, no solamente un verdadero alimento, un fortificante y un medicamento de uso externo e interno, ejerce también una acción bactericida muy eficaz contra todos los microbios de nuestro organismo sean cual sean, e incluso contra el bacilo tan temible de la fiebre tifoidea, el bacilo de Ebert.
Por ello, desde la antigüedad, es de usual beber vino blanco acompañando a las ostras, sano precepto alimentario, de hecho, necesario con todos los mariscos, al igual que el vinagre en la ensalada y acompañando a todos los vegetales crudos, es un excelente bactericida.
Uno de mis amigos, el doctor español Félix Mocoroa, ha hecho un estudio muy interesante sobre la acción bactericida de los vinos de la Rioja, estudio muy válido para los vinos franceses. Señala que estos vinos tintos son tanto más activos cuando más viejos, y tanto mejores son, más fuerte es su acción5.
El doctor Mocoroa estima que se pueden extraer diversas conclusiones de sus experimentos. Primeramente, si se añade vino rojo –o una sangría muy fuerte– con agua sospechosa de estar contaminada, se verá libre de infecciones enterobactericidas. Y piensa que sería muy placentero poder curar y sanar unas fiebres tifoideas gracias a una botella de vino de Rioja puesto en la cabecera del enfermo.
El doctor Eylaud, de la facultad de Burdeos, acepta estas constataciones y nos enseña que en caso de epidemia, un volumen de vino, mezclado con un volumen de agua, es un excelente desinfectante; y sería bueno emplear vino contra los microbios que pueden desarrollarse en el intestino o el estómago6.
Vino blanco… vino tinto… el resultado es siempre el mismo: es indispensable, que el vino sea viviente y natural, que haya sido bien tratado, bien “educado”. Y si esto es así, es pues capaz de defender al hombre contra sus enemigos internos, fortificándolo y aportándose salud y alegría.
Un médico londinense, Edward Bach, inspirándose en los métodos de Paracelso y de su doctrina de las “semejanzas específicas, enseñaba que todas las plantas muestran su utilidad particular a través de su estructura, su forma, su color y su aroma.
El doctor Bach cura a su clientela con hierbas y plantas de forma que no se aminore su principio viviente. Pretendía que los medicamentos modernos inflingen a menudo dolores inútiles al paciente y le hacen más mal que bien; mientras que, siguiendo en esto el pensamiento de Paracelso: “todo lo que vive irradia luz”; y las plantas, con sus radiaciones elevadas, insuflan por sí mismas su energía a las vibraciones declinantes del hombre.
¿Qué mejor planta que la viña, que fruto más que la uva impregnada de sol, podrían transmitir al hombre las vibraciones que momentáneamente le faltan? La viña no vive más que con un fin muy preciso: hacer y llevar a la madurez a su hijo, la uva que, a su vez, será sacrificada para que nazca el vino; y todo esto para el hombre, para su alegría y su salud.
20. Esos malditos taberneros
Es preciso hablar en términos “sociales” porque, por una parte, tal es la moda y, sobre todo, porque lo que cuenta para los hombres es, ante todo, los hombres. Lo que no está hecho para ellos no vale la pena alcanzarlo…
El vino es un elemento social desde el primer momento. Es bueno, es loable, es “social” buscar para los hombres lo mejor. Es bueno desembarazarlos mediante la máquina de las tareas que los limitan y que hasta hace poco debían realizar si quieren progresar. Es igualmente loable procurarles distracciones.
Pero ¿para qué puede servir todo esto si al final todo se termina haciéndoles tragar alimentos y bebidas insanas, a quienes respiran ya, desde hace tiempo, el aire de los tubos de escape y el aire no menos puro del metropolitano?
Quizás haya algo peor: el vino que debería seguir siendo un producto natural, este brebaje divino así como lo llama Homero, este don de los dioses, que es a la vez hijo de la tierra madre e hijo del sol, este vino, que es la vida misma, está hoy falsificado, muerto por los fabricantes o los vendedores sin conciencia.
Si deseáis plantad unas capas en una tierra que no sea completamente estéril, tenéis muchas posibilidades de que estas cepas prosperen lo suficiente para facilitar hojas y, cuando toque, racimos y uvas.
Si el tiempo es suficientemente cálido en estos tiempos señalados, es igualmente probable que las uvas lleguen a cierta madurez.
Si cogéis las uvas maduras, las prensáis, os saldrá el zumo y abandonando este jugo a sí mismo, se generará una fermentación alcohólica y obtendréis lo que se llama vino…
Lo que se llama vino…
Lo que la costumbre quiere que se le llame vino, esto es: que sea vino…
Pero a lo largo del tiempo y, especialmente hoy, se ha creado una de las mayores estafas de la Historia, que consiste en atribuir el nombre de vino a todos los zumos de uva fermentados; por costumbre se llama vino tanto al Château–Yquem, el Nuits–Saint–George como al bebedizo de bajo nivel que se comercializar elaborado por la gran industria de las adulteraciones, los azucaramientos y las manipulaciones químicas.
No es posible ninguna posibilidad de comparar todos estos vinos sino es mediante el alcoholímetro que, desgraciadamente, no estando dotado de virtudes gustativas y tiende a nivelar democráticamente por lo bajo, en valor de grados, el Ponard de l’Herault y el Château–Lafitte.
A fuerza de nivelar tanto, el fabricante de este veneno logra venderlo al buen pueblo, no como la bebida sagrada que debería ser, sino atendiendo a sus diez grados, once grados, doce grados… Tanto que el buen pueblo, de gusto extraviado, se deleita, no con el vino, sino con el grado.
Y el buen pueblo se emborracha con este veneno.
Los moralistas que, como se sabe, tienen ciencia infusa de las cosas que es preciso hacer y de las que no puede usarse, crean las ligas anti–alcohólicas y, también inteligentemente utilizando el alcoholímetro, condenan el vino al por mayor y en detalle, en beneficio de bebidas menos alcoholizadas, pero igualmente nocivas: zumos de frutos químicamente conservados, cocas u otras colas…
El vino, el verdadero, no merece esto.
Desgraciadamente, en todos los tiempos, en todos los pueblos, se ha falsificado el vino, a pesar de las sanciones: Plinio se lamentaba en una de sus cartas de no poder encontrar vino natural; entonces se falsificaban los vinos con cal, yeso, mármol, arcilla, pez y resina. Y, sin embargo, en su época, se tenía costumbre de mezclar agua de mar y otras aromas del mismo tipo en los que no quiero siquiera pensar.
Es cierto que la pena de muerte, ha sido en varias ocasiones pronunciada y aplicada contra los falsificadores, estos envenenadores públicos, tanto en la Edad Media como en el Renacimiento. Un cierto Michel Bernard Valentín escribe que en 1706 que: “En Stouttfard, un tonelero llamado J.–J. Ehrni, fue decapitado por crimen de falsificación de vino y todos los libros que se encontraban en el reino enseñando la naturaleza de estos infames procedimientos fueron, tras la pronunciación de esta sentencia, quemados en la plaza pública por la mano de un verdugo; los vinos fueron así mismo derramados ante los ojos del pueblo que aplaudía este acto de justicia”.
No se podían hacer bromas con este tema en aquella época y, cuando se trata de vino, lo comprendemos perfectamente …
Rabelais tenía razón cuando escribía:
¿Por qué es preciso que se castigue
a los ladrones y a los aaseinos
y no hacer justicia
con quienes envenenan el vino?
En las épocas en las que aparecían los azotes destructores de la viña, cuando el vino escaseaba, la falsificación y los fraudes se multiplicaron hasta el punto de que productos penosos e incluso tóxicos, se vendían en grandes cantidades bajo el nombre de vino.
Durante estos años se notaron un recrudecimiento de las neurastenias, un avance del artritismo, las afecciones enterogástricas, las colitis e incluso los casos de apendicitis.
¿Se debía a la falta de vino? Es muy posible. O bien es posible que se debiera a los elementos que se utilizaban en la elaboración de estos sucedáneos del vino; el vino malo era frecuentemente generador de todos los males.
Hace más de un siglo, cuando la filoxera había destruido la casi totalidad de las viñas de Francia, se llegó a hacer vino sin utilizar ningún grano de uva. Sí, habéis leído bien: vino sin emplear uva. Se hacía con alcohol de remolacha y de patata. La amapola, las malvarrosas, los arándanos, empleados en ocasiones para realzar el color algo debilitado de algunos vinos, fueron reemplazados por colorantes químicos que debían ocasionar efectos deplorables sobre el organismo.
En nuestra época, el vino no falta; sin embargo, el sentido de la pureza del vino no ha sido tan ignorado nunca como hoy; es un concepto que ha nacido del sistema de denominaciones de origen y del territorio mismo en el que se planta la viña. Pues la autenticidad del vino consiste en esto: es la parcela de tierra donde el vino ha sido recogido; no la región, no el país, sino este pequeño rincón; y es también la sustancia misma del vino: su fabricación o, por decirlo más exactamente, su educación.
Lo que no impide que en Béziers o en Sète por ejemplo, se fabriquen renombrados vinos extranjeros a gran escala, tomando como base los vinos del país.
¿Dudáis que un vino de Banyuls, viejo o muy viejo, se pueda fabricar a partir de los vinos de Alicante o de Málaga, de Chipre e incluso del Tokai y del Lacryma Christi? ¿Qué el Jerez y el Madeira están en la base del vino de Picardon seco y que el Oporto se fabrique con vino de Colliure? ¿Lo ignoráis? Lamento destruir vuestras ilusiones; la región de Oporto, por ejemplo, no produce ni la vigésima parte de los vinos que se venden en el mundo bajo esta denominación. Otro tanto ocurre con el Jerez. Y si se prueba uno verdadero, auténticamente verdadero, ¡qué diferencia!
Es frecuente también –y siempre lo ha sido– que se venda vino mediocre etiquetado como un vino de gran calidad. En el siglo XV, el famoso predicador Maillard no dudaba en tronar desde el púlpito de Saint–Jean en Brève: “Mercaderes de vino, ¿acaso no vendéis como Orleáns o Anjou, vino de vuestro cosecha?
Dos siglos después, otro predicador, Boileau condenaba a los taberneros que, con una etiqueta elegante, adulteran cualquier vino. Invitado a comer, fulmina:
Un lacayo desvergonzado me ha traído vino tinto
Un auvernés espirituoso, con el linaje mezclado
Se vendía en Crenet como vino del Ermitage
No hay falsificación del vino que no sea deplorable, y igualmente deplorable es colocar una etiqueta tan falsa como engañosa, pero también existen los malditos taberneros que “nublan” nuestro vino; poner agua al vino –tal como decía una canción– es como falsificar moneda.
Quizás es menos grave, al menos para la salud, que fabricar mal vino, pero no es menos cierto que esos malditos taberneros fueron vilipendiados por todos los verdaderos amantes del vino:
Que la rígida muerte le alcance el corazón,
A quien altere tan humano licor
Como es el vino…
Escribía un poeta contemporáneo de Villon.
San Vicente, un diácono español mártir en el 304, se convirtió en patrono de los viticultores, sin duda a causa del juego de palabra al cual se prestaba su nombre, que desafiaría a un cabalista: en español Vincenzo, vino sin agua. No es raro que sea uno de lo santos más populares del Berry1.
Se le atribuyen numerosos milagros; entre otros éste: San Vicente no quería que el bautismo se convirtiera en algo grotesco y quería que estuviera reservado solamente a los humanos, así se convirtió en el terror de los taberneros demasiado inclinados a extender este sacramento al vino. Gran viajero, pasando un día en Mallorca, un tabernero se le quejó de que sus clientes no le pagaban: el diácono le hizo traer vino y ordenó derramarlo sobre su escapulario. El tabernero vio entonces con estupor que el vino se separaba en dos partes: el vino de una y el agua de otra…
Por mi parte no puedo sino aplaudir con ambas manos a François Villón que, con justicia, no tiene contemplaciones con estos imprudentes mercaderes de vinos:
Príncipe de Dios, sean malditos sus intestinos
Y revienten por la fuerza del veneno,
Estos falsos ladrones malditos y desleales
Los taberneros que nublan nuestro vino.
21. El vino poético
Era imprevisible que las cepas que Noé llevó consigo durante el diluvio universal y que plantó luego y del que enseñó a los hombres a hacer el vino, fueran cantadas tan reiteradamente a través de los siglos, y con ellas la viña y el vino.
Son célebres las loas que aparecen a lo largo de las Escrituras, especialmente en el Cantar de los Cantares de Salomón; allí se canta la historia de las viñas de este rey:
Yo soy negra, pero hermosa…
Dice la Sulamita, y luego se lamenta:
Me han hecho guardar las viñas,
¡Pero mi viña, no la he guardado!
Y el Esposo con todo su humor, dice a su bienamada:
Celebraremos tus caricias antes que el vino
¡Que tus caricias sean dulces, hermana, esposa mía!
¡Como su dulzura supera la del vino!
Y le propone:
Iremos de buena mañana a las viñas;
Veremos si la viña tiene brotes,
Si las cepas están en flor.
La higuera muestras sus frutos nacientes,
La viña en flor da su perfume…
Y ¿quien no conoce las rubbayats del delicioso poeta Omar Khayyam, matemático, algebrista, astrónomo, alquimista, amoroso de la rosa y de lo divino, uno de los mayores hombres que el mundo haya conocido?
Un sorbo de vino vale más que el reino de Kavous;
Es preferible al trono de Kobad, al imperio de Thous.
Cuando yo esté muerto, lávame con el mosto de las pa
[rras;
En lugar de oraciones,
cantad sobre mi tumba las alabanzas de la copa y del
[vino…
Luego el amoroso ser todo el año embriaga, loco,
¡Absorbido por el vino, cubierto de deshonor!
Pues cuando hemos tenido la sana razón,
La pena viene a asaltarnos por todas partes;
Pero apenas estamos ebrios, naturalmente, que suceda
[ lo que pueda!
El poeta persa se extrañaba de que un vendimiador pudiera vender su vino, pues con el dinero, ¿qué podría comprar mejor?
En el sufismo, los místicos buscan obtener, mediante diversos ejercicios, la unión perfecta con la divinidad; la viña, el vino, la copa, son palabras que se repiten sin cesar en sus poemas:
Bebe con largos tragos el vino de la aniquilación.
Escribe uno de ellos.
Bebe el vino que te liberará de ti mismo,
haz caer en el Océano del ser la gota de agua.
Ibn al Farid, un poeta sufí árabe, compuso incluso un poema en honor del vino: Al Khamriya. Y en otro de sus poemas místicos, escribe:
Cuando está ausente, mis ojos Le ven en todo
lo que es hermoso, gracioso y encantador,
…………
Y cuando mi boca roza con los labios la copa
aspira la saliva del vino en un lugar pintoresco.
Los habitantes de las Galias, amantes del vino y buenos conocedores, no han sido los últimos en celebrarlo; sabemos, por los romanos, que los galos tenían canciones para acompañar la bebida. Desgraciadamente, no han llegado hasta nosotros.
Empecemos pues por el “pobre” Villon, que quizás fuera algo “travieso”, pero si era, en cambio, un buen poeta. Sí, el “pobre” Villon debió sufrir la cuestión del agua –él que tanto amaba el vino– que consagra a los Infiernos y a la execración:
… Jacques Thibaut
Que tanta agua fría me ha hecho beber.
Escribía la Balada de la memoria de un tal Jehan Cotard, ciertamente gran bebedor ante el Eterno:
Padre Noé, que plantaste la viña,
Tu también, Lot, que tropiezas en el pedregal,
………
Antiguamente extraño fue vuestro linaje,
El que bebía lo mejor y lo más caro…
Y la estrofa:
Príncipe, tuvo sed hasta escupir;
Siempre gritó: ¡Haro, la garganta me arde!
Y si no hubiera sellado su boca, su sed no hubiera aca-
[bado
Y con ella el buen fuego alma del maestro Jehan Co-
[tard
No olvidemos a Clemente Marot y su Letanía de los buenos compañeros:
De la poca comida y del mal cocido
De la mala cena y del mal vino,
Y de beber vino cortado
Líbranos Señor.
Ronsard que canta a Helena en el tiempo en que era bella, tampoco olvida en absoluto que el vino formaba parte de las «rosas de la vida»:
Pongamos las rosas cerca de vino,
Cerca de este vino vertamos estas rosas
Y bebamos uno al otro, al fin
Que en el corazón de nuestras tristezas encerradas
Tome bebiendo un buen fin.
En la época de las vendimias, se iba a Gentilly, en Arcueil o a Vanves, ciudades rodeadas de viñas y situaba el paraíso terrestre en el Valle del Loira porque bebía:
… el néctar divino
que ha hecho famoso a Anjou…
Muy divertido es el epitafio que compone para el célebre cura de Meudon:
Una viña nacerá
Del estómago y de la panza
Del buen Rabelais que bebía
Siempre sin embargo el vive
Pues de un solo rasgo su gran boca
Hubo bebido más vino solo…
Sacerdote y médico, Rabelais era igualmente filósofo en un sentido más amplio del término y, escribe E. Canseliet, “un gran iniciado además de un cabalista de primer orden”. Lo que no le impedía ser muy amante del bendito piot, y poner en boca de su Gargantúa “que no existe brebaje mejor para aturdir a los espíritus amistosos, abrir el apetito, regocijar al palacio y mil otras raras ventajas”.
En efecto, una parte de la obra de Rabalais honra a la divina botella. Elogia los vinos de Grava, de Orleáns, de Beaulne, de Meyrevaulx; le gustaban todos con tal de que fueran buenos: “¿Qué fue antes, la sed o la bebida? – La sed, pues ¿quien bebe sin sed durante el tiempo de inocencia? – la Bebida… – Nosotros, inocentes, no bebemos demasiado sin sed – … Bebo para protegerme de la sed que vendrá – Bebo eternamente. Esta es mi eternidad de bebida y la bebida de mi eternidad”.
Ante el palacio del duque de Jean de Berry, en Bourges, había una gran cuba de piedra que servía una vez al año para contener el vino que se distribuía a los pobres; se llamaba “escudilla del Gigante”. Rabelais hizo un gran vaso, como un timbal para el Gargantúa niño. Pero, sin duda, no era demasiado grande para la alimentación de un recién nacido tan voraz que, tras salir del útero materno., gritó: “¡A beber! ¡A beber! ¡A beber!”
Ya vez adulto, su hijo Pantagruel viaja en compañía del hermano Jean des Entommeures y de Panurgo; visitan una prensa: “Cuando nos lleva a una pequeña prensa… Una pequeño botellero viendo que el hermano Jean había dado una ojeada amorosa a una botella que descansaba en un aparador, separado de la tropa alcohólica, dice a Pantagruel: “Señor, veo que uno de vosotros hace el amor y acaricia la botella; yo os suplico que no la pruebe, pues es para los Señores” – Como, dice Panurgo, ¿hay pues señores cerca? Lejos y venganza a los que veo”.
Si en su obra, Rabalais no cesa de celebrar “el néctar, delicioso, alegre y deificado licor” que se llama vino, Cervantes no priva de él a Sancho Panza que, habiendo llevado a su boca un buen vaso de vino, miraba extasiado las estrellas engulléndolo. Cuando, tras un cuarto de hora, hubo terminado, Sancho inclina la cabeza sobre su hombro, y con un gran suspiro exclama: “Oh, hijo de la miseria, que católico es”.
En cuanto a Shakespeare, otro titán de este Siglo de Oro, crea al alegre, guasón e inimitable Falstaff y hace morir al duque que Clarence en un tonel de Malvasía.
Si Luis XIV mezclaba agua con su Chambertin, y si el siglo XVII se cantó poco al divino brebaje, estaba sin embargo muy lejos de ser desdeñado por los franceses: Moliere, introdujo dos canciones de taberna en el Burgués Gentilhombre; y en El Médico, a pesar suyo, Scagnarelle habla con su botella:
Que dulce eres
Alegre botella
Que dulces son
Tus pequeños gluglús!
La Fontaine escribió poco sobre el vino, pero este oriundo de champagne lo amaba mucho y no lo ocultaba en absoluto:
El otro día, se bebió veinte botellas;
…
La noche estaba declinando,
Cuando hube vaciado la última copa1
Se le debe una fábula llena de espíritu, El borracho y su mujer:
¿Qué persona eres? Dice a este fantasma
– el bodeguero del reino
De Satán responde ella; y lo lleva a comer
A los que encierra la tumba negra
El marido replica sin pensar:
– ¿No les llevas también a beber?
Boileau –incluso él– era un alegre juerguista que frecuentaba las tabernas literarias donde se bebía, y, entre dos cantos del Arte poético, no dudaba en escribir que
Se es sabio cuando se bebe bien
Quien no sabe beber no sabe nada2
Dejemos el siglo XVIII a sus filósofos que, sin duda, amarán el vino, pero que lo han cantado poco. Aunque estos versos de Voltaire resultaran divertidos:
Del vino de Ay el mosto espumoso
Y del Takau el licor amarilleante,
Atornasolando las fibras de los cerebros
Y lleva un fuego que se exhala en buenas palabras
Tan brillantes como el licor ligero
Que sube y salta, y espumea al borde de la copa3.
Verlaine, pobre abatido, muere por haber amado excesivamente la absenta, lo que no le impedirá alabarla:
El honesto vaso donde rie un poco de olvido divino.
Musset amaba también la absenta, pero no desdeñaba el vino, lejos de allí, y en Les Caprices de Marianne, Octavia pródiga alabanzas al lácrima–christi. Sin embargo, Musset, ecléctico, amaba todos los vinos y demostrando verdadera inspiración:
Estimo el burdeos sobre todo en su vejez,
Amo a todos los vinos francos, porque hacen amar4
E, igualmente, Baudelaire buscaba su inspiración en el vino y quizás también el olvido: el olvido de sus desesperados hijos, el olvido de sus temores de hombre enfermo e incomprendido, no comprendiéndose sin duda a sí mismo. ¿Quién no conoce el Alma del vino? Para él, el vino es un refugio:
Una tarde, el alma del vino cantaba en las botellas:
Hombre, hacia ti me vuelvo, o querido desheredado,
Bajo mi prisión de vasos y mis ceras rojizas,
Un canto lleno de luz y de fraternidad5
El vino consuela al solitario:
Todo esto no vale, oh botella profunda,
Los bálsamos penetrantes que tu seno fecundo
Espera en el corazón alterado del poeta piadoso6.
Es el entusiasmo de los amantes:
Partamos a caballo sobre el vino
Por un cielo mágico y divino7
Reconforta:
… estas gentes acosadas por penas cotidianas,
Molidos por el trabajo y atormentados por la edad…
Y:
Para ahogar el rencor y suprimir la indolencia
De todos estos viejos malditos que mueren en silencio
Dios, tocado de remordimientos, había dormido;
El hombre se une al Vino, ¡hijo sagrado del Sol!8
Es incluso el vino del asesino:
Mi mujer ha muerto, ¡soy libre!
Puedo pues beber completamente solo.
…..
Nada puede comprenderme. Uno solo
Entre estos borrachos estúpidos
¿Sueña en las noches mórbidas
Con hacer del vino una sábana?
Para Beaudelaire, el vino es un refugio, un consolador, un amigo, un hermano, el otro, el mismo que le es necesario; con su compañía, es también solitario, ya que dirá:
Sé encantador y calla…
Pero –y es consciente– el vino, es también un espejo, y no es quizás más que esto, sino este espejismo, lo desea, le hace falta, cualquiera que pueda ser la fatal salida:
El vino sabe revestir el más sórdido movimiento
De un lujo milagroso
Y hace surgir más de un pórtico fabuloso
En el oro de su vapor rojo,
Como un sol levante en un cielo nublado9.
Ilusión. Naturalmente; pero qué importa, ya que se trata del vino:
Que nos vuelve triunfantes y semejantes a los dioses10.
Lamartine, por su parte, es sabio; Bourguignon, canta la viña y la naturaleza:
Escucha el grito de estas viñas
Que sube la presión próxima;
Ve los senderos rocosos de las granjas
Enrojecidas por la sangre de la uva11.
Y luego, hay tantos y tantos poetas que han sido inspirados por la viña, la uva, el vino, que nunca terminaríamos de citarlos, incluso si nos limitamos a los mejores. También Raouol Ponchon:
El bonito vino de mi amigo
No es un gallardo adormecido12…
Apollinaire, que nos transporta con el vino a los extremos límites del sueño y nos lleva en el plano superior de otra dimensión, de otro planeta, escribió:
Mi vaso está lleno de un vino temblón como una llama…
…………………
El Rhin, el Rhin está ebrio donde las viñas se miran
Todo el oro de las noches cae temblando se refleja
La voz canta siempre en un estertor de muerte
Estas hadas con caballos verdes que encarnan el verano
Mi vaso es roto como una carcajada13
© Por el texto original en francés: Louis Charpentier
© Ernest Milà – infoKrisis – infoKrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen
Tras el prensado, se coloca el vino –o más bien el mosto– en la cuba, pues todavía no es vino, sino simplemente zumo de uva.
Este proceso posterior al prensado recuerda, de alguna manera, el nacimiento de un dios.
El vino se convierte en un ser.
Experimento algún escrúpulo en llamarlo vino, pero en esta fase de transformación es un ser viviente. No es todavía, hablando con propiedad, un ser delimitado. Vive; pero no es en absoluto un ser en el sentido en que se le supone dotado de una individualidad. Y, sin embargo, por analogía, a pesar de que se trate de un líquido, se le puede igualmente considerar un elemento vivo. Un elemento viviente, es algo que puede, además, servir de soporte para la vida; es decir, que los fermentos y los microbios pueden vivir en él, tal como ocurre con el vino; Teodoro de Banville escribe con precisión: “En el fondo del vino se oculta un alma”. Entonces…
La cría del vino es un arte.
Es aquí donde el viticultor muestra a la vez su intuición, su sabiduría y su sentido de la naturaleza. O bien sirve de una receta como de una receta de cocina, aun cuando esta receta –que quizás le viene de familia– haya dado anteriormente muestras de un resultado mediocre. O bien el viticultor ama su oficio hasta el punto de hacer de él un arte; procura hacer vino por el vino mismo, lo mejor posible; ausculta su cuba cada día, con la oreja, la nariz y incluso en la mano.
En un tiempo que parece lejano –pero que no lo es exactamente– en el tiempo, los viejos viticultores tomaban la temperatura de la cuba con la mano y pegaban la oreja a la cuba escuchando la marcha de la fermentación; todo esto es relativamente fácil para los que han adquirido cierta experiencia: y luego advertían el estado de la fermentación por el olor particular que se desprendía de la cuba. Puede decirse que todos los sentidos se movilizaban para secundar de maravilla al experimentador. Y, sin duda, el sexto sentido, que llamaremos aquí “intuición” estaba también presente.
René Benjamín cuenta que apoyado sobre su tonel, un viticultor le hablaba de su vino con ternura; y añade: “Caballero, cuando Él ha lanzado su primer impulso, cuando Él no dice nada, entonces, sitúo sobre los toneles, con arena, una capa de hojas de viña.
– ¿Caramba! ¿arena y hojas?
– Si señor, para que los espíritus no se disipen”.
Hoy, todo esto parece haber concluido; los viticultores modernos lo ignoran: han perdido los secretos de los dioses. Se ha reemplazado el saber hacer y la experiencia por los termómetros, los nanómetros, y cantidades considerables de instrumentos con denominaciones frecuentemente bárbaras. Ya no hay espacio para ninguna contribución sensorial del hombre; salvo quizás en algunos viticultores. En las cavas industriales, nada de eso no existe: no hay contacto entre el hombre y la materia. Con la irrupción de la máquina de vendimiar, se puede incluso imaginar un vino en el cual la mano del hombre no haya participado en absoluto.
Y entonces, ¿qué calidad tendrá este vino del que se ha excluido todo calor humano, toda atención, e incluso toda ternura? Se podrá ciertamente obtener, gracias a la situación de los campos y al sol, un buen vino, pero ¿será un gran vino? Permítaseme dudarlo. Y, lo que es peor, se continuará llamando vino a este líquido que tendrá muy poco de vino.
La fermentación juega un papel primordial en la vinificación porque representa una especie de depuración y considero que es al mismo tiempo una operación alquímica, porque en este estadio todo lo que debe ser eliminado es separado del resto. La evacuación se hace por desprendimiento del gas carbónico y, como en toda obra alquímica, gracias al calor.
En las cubas, se elabora vino blanco prensando directamente el jugo. En cuanto al vino tinto, se hace poniendo los hollejos a macerar, de forma que se pueda extraer, no solo el color, sino también los taninos y los productos y los aromas que los acompañan. De todas formas supone un enriquecimiento considerable en sustancias minerales, enzimas, elementos nitrogenados y demás. Por ello el vino tinto, con tal de que sea de buena calidad, es excelente tanto desde el punto de vista intelectual como desde el punto de vista energético, pues fortifica magníficamente el cuerpo.
Es particularmente importante que las cubas tengan una forma circular. Es necesario –por no decir indispensable– evitar las formas angulosas y sobre todo las formas cuadradas, la circulación de las moléculas del vino se hace siempre en un sentido giratorio y siempre en el mismo sentido en relación a la rotación de la tierra. He llegado a visitar cavas de un gran vino de Borgoña: ¡las cubas eran cuadradas! Sentí un escalofrío…
Las cubas de fermentación deben pues ser redondas y lo son en general. A menudo, estos enormes cilindros se hacen con cemento, por una simple cuestión financiera, pero nada es más útil, evidentemente, que las cubas de madera: el cemento es cálido en verano y frío en invierno. Las cubas de acero inoxidable y de aluminio deberían ser igualmente eliminadas; en efecto, si se colocan las manos sobre una cuba de acero inoxidable, se percibe inmediatamente que está muy fría: es una materia muerta.
Así mismo, las cubas deberían estar separadas unas de otras a fin de permitir la libre circulación del aire.
Pero esto no es todo; la fermentación se empareja con un proceso de tal manera sensible que las precauciones se han multiplicado en el curso de los siglos: “En la generación de mi abuelo, me decía un amigo enólogo, no se dejaba nunca a una mujer entrar durante la fermentación en una cava. Jamás. En algunas se las admitía, pero nunca en sus períodos mensuales, evidentemente. Y, desde luego nunca durante la vinificación, cualquiera que fuera el período del mes y la edad de la mujer.
“Es preciso decir que en aquella época, la higiene no era lo que es hoy, y es cierto que el flujo menstrual suponía una fuente de putrefacción.
“Mis abuelos, por ejemplo, tenían una casita de campo con un vergel; había tres mujeres en la casa: mi abuela, mi tía y mi prima; ellas mismas tenían cuidado de no entrar en la bodega, ni en ir a donde se encontraban las vasijas con el salazón durante esos períodos en los que “la mujer está maldita”, como dicen los orientales; sabían que esto provocaría efectos de putrefacción sobre la leche, los quesos y sobre todo lo que se conservaba de perecedero.
”Sin embargo, añadía, pienso que hubieron abusos y exageraciones, pues conozco el caso de una explotación en Champagne mantenida solamente por mujeres. La propietaria era viuda; era una mujer todavía joven, con tres hijos estudiantes. Había perdido a su marido antes de cumplir los cuarenta y no había querido volver a casarse, así pues, asumía ella misma todos los trabajos: el podado de las viñas, la vendimia, el trabajo de vinificación, el embotellamiento del vino; todo, en definitiva.
“El producto que sale de esta casa es bueno, si no mejor que el de sus vecinos. Por tanto, existe un ostracismo que es en ocasiones exagerado. Y tal es la prueba”.
Otras tradiciones subsisten, y no puede decirse que sean erróneas pues proceden directamente de una experiencia secular de los fenómenos de la naturaleza: los viticultores no se aventurarán a embotellar un vino precioso al capricho de una luna nueva. Se abstendrán igualmente, si el viento viene del mar, o aparecen nubes densas y oscuras. Si esto les es posible, elegirán, preferentemente, el día más seco.
E incluso, a pesar del mayor cuidado que se ponga, diez botellas de vino extraídas de una misma barrica no serán completamente iguales. Un poco más de aire o un poco menos entre el tapón y el líquido, y formas de vida diferentes van a concretarse en el tiempo como en la esencia misma del vino. Si estas diez botellas son puestas en cavas diferentes, cada una de ellas tendrá una llamada misteriosa que le es propia y que el hombre no puede discernir. El vino continúa viviendo en las botellas, como ha vivido en las barricas, y se experimenta siempre en abril el crecimiento de las primeras hojas sobre las cepas. Y cuando llega junio, incluso si se transportan botellas hasta el hemisferio austral donde las estaciones están opuestas a las nuestras, estas botellas medirán el tiempo con precisión, a fin de estar al unísono de sus hermanas que han permanecido en las cavas de origen, y de su madre la viña: “trabajarán”, en la misma época y al mismo tiempo, tal como lo hemos visto, pero no ceso de maravillarme de este la
zo que nunca termina de romperse.
¿Instinto? No; conocimiento, quizás…
El vino es un líquido sagrado, dado por los dioses, y digno de los dioses. Es por ello que, en su fabricación y en el lugar donde se elabora es necesario crear –y mantener– cierto clima de pureza litúrgica, que sólo pueden producir la música y las flores. Las flores y el canto de los pájaros. No puede imaginarse a la uva madurando sin pájaros y sin flores campestres, y son el concurso del sol, casi por obligación.
Pero, el mismo, el vino que se ha convertido en un ser vivo y que desde la cuba empieza a vivir su vida, debe ser “educado” como un adolescente que intenta vivir y que se “pule” en contacto con un educador.
Conozco un joven viticultor que acude regularmente a su bodega a principio de cada estación, es decir, como mínimo, cuatro veces por año; y aquí, en un lugar preciso, emite sonidos, vocales, especies de encantaciones si se quiere, durante un rato: “Cada vez que puedo hacerlo –me dice– lo hago. Cargo el lugar de esta forma. Lo hago en la tarde o muy pronto, a primera hora de la mañana”
Y parece que esto “funciona”. ¿Por qué?
Me dice igualmente que desde que ha conducido su explotación de manera natural y cosmobiológica, hace ya varios años, hay gran cantidad de pájaros, algunos gorriones y jilgueros que hacen su nido en la misma bodega. Si sienten las corrientes –lo cual es probable– y las prefieren a las de la química industrial, sería muy posible que sus cantos tuvieran una influencia sobre el vino que se está haciendo, como la tenía sobre la viña, siendo ésta particularmente sensible a la música, con tal de que los sonidos sean armoniosos.
Los mayores cuidados deben ser aportados en la elección y en la instalación de la bodega. Se ha podido decir, con razón, que “en una cava, las botellas no meditan: trabajan”. Es preciso aportarles el mayor confort posible a fin de que el vino pueda educarse con toda tranquilidad. Algo que es más fácil decirlo que hacerlo.
No está al alcance de todos tener –como en el Clos–Vougeot– una bodega cuyos muros no tienen menos de un metro de espesor, y cuya temperatura permanece constante, entre 5 y 12º; sin embargo, hay algunas reglas que es indispensable observar, sino la bodega no será en absoluto más que una reserva de vino, y no tendrá derecho a recibir el nombre de cava.
Empecemos por el primer principio: una cava de vino no debe contener más que vino con exclusión de cualquier otra cosa que arriesgaría a darle un “gusto” y ya hemos visto la sensibilidad que le es propia, ya que conserva el perfume de las flores y de las plantas que rodean a la viña, sin hablar del olor de los conejos y de otros pequeños animales que circulan en la zona.
Una buena cava debe ser sombría: la luz es perjudicial para los fermentos de todo tipo que deben trabajar para bonificar el vino y hacer grandes vinos. Y los elementos vivientes de la botella podrían ser eliminados o atenuados por una claridad demasiado brutal.
Se sabe que toda operación alquímica debe hacerse en la oscuridad; y una gran luz no es necesaria al gourmet que va a elegir su vino; para descender a la cava, la modesta luz de una palmatoria, debería ser suficiente, y una pantalla protectora sería perfecta. Y sobre todo nada de luz de neón: los vinos blancos no la soportan.
Y también hay otros enemigos de las cavas: el ruido y la trepidación. Y en nuestra época, el ruido está por todas partes y esto constituye precisamente una mortificación para el vino.
La temperatura debe ser relativamente fresca, pero sobre todo constante y no puede obtenerse verdaderamente más que en construcciones de piedra. Esta temperatura constante es necesaria e incluso indispensable para educar el vino. Naturalmente, la cava deberá estar aireada, pero sin corrientes de aire.
Esto me hace recordar las salas hospitalarias que se habían construido hacia los siglos XII y XIII, en los hospicios y los albergues regentados por los monjes, tales como en la sala del hospicio de Beaune, o la de la Madeleine de Provins, por no citar más que a dos.
Es, en efecto, extraño que se hayan erigido estas salas con procedimientos góticos; y me parece evidente que si se ha hecho así es porque existirían razones válidas para ello, allí donde se encuentran enfermos esperando cura. No puede ignorarse que Chartres, recibía en la Edad Media durante las peregrinaciones a enormes cantidades de enfermos, a los que se les alojaba en la misma iglesia.
Sería quizás exagerado pensar –lo hago sin embargo– que lo que es bueno para el hombre es bueno también para el vino.
Un día, encontrándome en la encomienda templaria de Tours, cerca de Chartres visité, en el subsuelo de una torre, una especie de despensa, construida sobre un cruce de ojivas (cuatro ojivas) y se me afirmó que ninguna materia, legumbre o carne, ni perecía ni se enmohecía
Y sueño un lugar así done el vino, tan querido a mi corazón, se encontraría bien y se elevaría arrebatadoramente.
19. El vino médico
Noé tenía seiscientos años cuando tuvo lugar el diluvio. Anteriormente era vendimiador y su cosecha no era ciertamente la primera ni sería la última. Había plantado viña y sabía hacer vino. Dios no le había prohibido, entonces, ¿por qué no hacerlo?
Vivió aún 350 años más; lo que no está nada mal, y es prueba de que el vino no es una mala medicina, sino verdaderamente causa de longevidad.
Sin embargo, no creo que los vendimiadores, aquellos que, de la uva extraen el vino y se respetan suficientemente para no hacer cualquier bebida que contenga una suciedad química, yo no creo, decía, que ni siquiera ellos puedan batir el record de Noé.
No parece, estadísticamente, que los vendimiadores vivieron más tiempo que los demás; pero una cosa notable es que alcancen la vejez, esta sea más plena y sobre todo más equilibrada que la vejez de los demás hombres.
El vino utiliza la energía dinámica del alcohol, neutralizando sus efectos destructores. Quema los deshechos de la fatiga, azote del sistema nervioso, fortifica los músculos, vuelve el espíritu más ágil, e inclina el carácter a la simpatía y la indulgencia. También ejerce y ejercerá siempre un efecto saludable sobre las viñas dignas de este nombre; aquel que degusta su vino, lo degusta, pero raramente se embriaga. Además, es generalmente su mejor vino, el más natural, el que conserva para él y que favorece su salud.
Los pueblos de la Antigüedad que sabían de qué se trataba, consideraban el vino como una bebida muy agradable para beber, comunicaba cierta euforia digna de los dioses, pero también era considerado como un remedio. Así un papiro del Antiguo Egipto nos trasmite un remedio médico a base de vino.
Homero indica una receta particularmente eficaz contra las heridas; cuando Macaon fue herido en el hombro derecho, Néstor le aconsejó comer queso de cabra regado con vino de Pramma: “Siéntate, bebe, mezcla queso de cabra con vino, tras haber comido cebolla para excitarte a beber más”.
El remedio no dejó ciertamente de dar felices efectos, pues Macaon se sirve de él más tarde para curar sus heridas.
También en la Ilíada se relata que “la rubia Hecamedes vierte un brebaje reparador para Néstor y Macaon, compuesto por vino, harina y queso”.
Se conocen igualmente otras recetas, tales como un colirio empleado por los griegos, y en el cual entraba el vino de Chios. Y Phanias de Atenas escribe que los médicos regaban sus cepas con un zumo de elaterium, para dar al vino una virtud laxante.
Pero en absoluto era necesario cuidar de una forma especial todas las viñas, pues el vino maerótico de las proximidades de Alejandría, era blanco, ligero, con gran bouquet, considerado como diurético, mientras que los de las orillas del Nilo y de Tebaida eran ligeros, digestivos y recomendados para los que tuvieran fiebre.
Así incluso hoy ocurre lo mismo con nuestras cepas: los vinos de Borgoña no tendrán los mismos efectos sobre la salud que los vinos de Burdeos, de Champagne o de Anjou.
“El vino, decía Hipócrates, es algo excelente para el hombre, tanto en la salud como en la enfermedad, cuando se usa a propósito, de una manera moderada y conforme a su temperamento”. Pero no puede emplearse cualquier vino para no importa que uso; desde antiguo se le ha utilizado en masajes para fortificar los músculos de los niños, de los atletas del circo y de los soldados en la guerra.
Para este uso externo, se empleaban los vinos pesados y aromatizados; eran particularmente eficaces para cicatrizar las llagas y evitar que se infectaran. El vino cálido con canela reconfortaba las fiebres; y, mezclado con algunos productos, era utilizado para combatir la anemia y la clorosis. Numerosos escritos de literatura antigua hacen mención a él
Platón mismo, el hombre más sabio de la Antigüedad, miraba el vino como el mejor presente que los dioses pudieron regalar a los hombres. En cuando al médico griego, Asclepios, afirmaba que el vino, por su utilidad, tiene un poder casi igual a estos mismos dioses. Así no es extraño que Grecia hiciera del vino un Dios, personificándolo en Dionisos y haciendo, al mismo tiempo, de él un dios curandero.
Catón, que vivió en Roma hacia el 200 a. JC y cuya casa era renombrada por su frugalidad –por no decir por su “economía”–, hacía distribuir, cada día, tres medidas de vino (cuatro quintas partes de litro) a cada uno de sus esclavos. Quizás era por humanidad, pero lo más probablemente es que fuera para obtener mejores resultados en el trabajo, y sin duda también, porque un esclavo costaba muy caro y debía hacerse todo lo posible para conservar su buena salud.
En las Geórgicas, Virgilio llega incluso hasta a aconsejar consolar a los “moribundos introduciéndoles con un embudo de cuerno, el jugo de la prensa”1. No se sabe lo que opinaba el moribundo en ese trance… Beber vino, de acuerdo, pero con un embudo…
San Lucas, el patrón de los médicos, creó el famoso bálsamo de Tarnamira, a base de aceite y de vino con objeto de curar y cerrar las llagas; y dejó la fórmula que siguió en vigor durante los siglos siguientes.
Y San Pablo, ¿acaso no escribía a Timoteo, obispo de Éfeso: “Me comunican, amigo mío, que no tomáis más que agua. Os habéis equivocado. Tomad pues un poco de vino a causa de vuestro estómago y de vuestras múltiples enfermedades”.
Así mismo, mucho más tarde, Montaigne recomendaba el vino a La Boétie que estaba enfermo, como un remedio soberano.
Antes suyo, la medicina medieval consideraba el vino como uno de los principales brebajes curativos, al mismo tiempo que una fuente de salud, y entraba en la composición de numerosos remedios.
Los vinos de Francia (de Ile–de–France) eran más renombrados que los de Auxerre; lo que no impedía al duque de Borgoña, Felipe el Atrevido, proclamar en su edicto de 1395, que los vinos de la Côte–d’Or no tenían igual en todo el reino “para el alimento y la sustentación de la criatura humana”
Por el contrario, en Orleáns, se señalaba en el siglo XV, los vinos del crudo “como los mejores y los más propios para el cuerpo humano que pudieran encontrarse.
Y era hasta tal punto era evidente que el vino “confortaba” que en la Edad Media, cuando se conducía a París un condenado a la horca de Monfaucon, el cortejo se detenía en la calle de las Hijas de Dios y, allí, ante el convento, se le daba a beber dos copas de vino. Por la misma razón, sin duda, se servía también a los jueces que debían asistir a la ejecución y que acompañaban al desgraciado.
La farmacopea abunda en recetas a base de vino; cada hospital tenía sus remedios particulares: existía el vino de la Caridad, del Hotel–dieu, de Trousseau; e igualmente el vino de Cólquida, el vino de pozal, el vino de cebolla, del que disponemos la fórmula en la obra del doctor Eylaud: cebolla cruda, 200 g de miel líquida, 100 gr, y vino blanco, 700 grs. Tres vasos de vino de Burdeos por día extraña recomendación… contra las cirrosis2…
En Francia, muchos médicos y entre ellos los más célebres, han expuesto los méritos del vino y lo han preconizado para los enfermos como un excelente remedio.
Arnau de Vilanova, alquimista y médico de la escuela de Montpellier, escribía a principios del siglo XIV que “algunos pretenden que es bueno para la salud embriagarse con vino una o dos veces por mes…”.
Y el médico Jean Cuba abundaba escribiendo en 1539 que: “El vino conforta la digestión del estómago y también hace la segunda digestión que se realiza en el hígado”.
Pero nadie mejor que Rabelais que ha hablado del vino y, pareciendo que bromeaba, ha aludido a sus virtudes médicas:
Cuando Panurgo quiere volver a unir la cabeza al cuerpo de Epistemon: “Entonces limpia muy bien con buen vino blanco el cuello y luego la cabeza, y espolvorea con polvo de Diaderdis que lleva siempre en una de sus bolsas, luego únelos con no sé qué ungüento y ajusta vena contra vena, nervio contra nervio, músculo contra múlculo, a fin de que no tenga tortícolis… para acabar dándole quince o dieciséis puntos de aguja para evitar que caiga a la derecha…”.
Epistemon “se da un gran pedo, dice Panurgo, y en este momento queda definitivamente curado»; e le invita a beber un gran vaso de vino blanco»3.
Pero no sería necesario citar a Rabelais, al que es mejor leerlo, vaso en mano, por supuesto... para conservar la salud.
No hay pues que extrañarse que tras una enfermedad que le había debilitado particularmente, Luis XIV tomó, por orden de su médico Fagon, vino de Nuits, a fin de recuperar fuerzas. Naturalmente, enfermo o no, toda la corte siguió este régimen, desde luego muy placentero para quien conozca las virtudes del vino de Borgoña; y que –os lo puedo jurar– no son solamente médicas.
Gracias al vino el rey fue en parte curado también de su fístula: había sido tratada con una decocción de absenta, cortezas de granada, rosas de Provins y musgo hervidas en vino tinto.
Bajo Luis XV, el mariscal de Richelieu, llamado gobernador de Aquitania, llega enfermo a Burdeos. Se le prescribe baños de leche, cosa que, naturalmente, no le reportó ningún bien. Entonces, no se sabe bien qué doctor, le aconsejó beber vino; el mariscal estuvo pronto en pie e incluso, dice la crónica, conoció una nueva juventud. A partir de entonces se llamó al vino de Burdeos tisana de Richelieu.
Encantado, el mariscal propuso con tanto entusiasmo el burdeos que la corte se aficionó a beberlo, mientras por iniciativa del rey no se bebía más que borgoña y champagne.
En esa misma época los Château–Carbonnieux, habían pasado en 1741 a las manos de los benedictinos de la abadía de la Santa Cruz, que los habían vendido a los turcos bajo la denominación de agua mineral de Carbonnieux; la Turquía, musulmana, lo compraba y degustaba sin recato. Todo consiste en ponerse de acuerdo con las palabras…
Mientras que la Gazette de la Santé recordaba a sus lectores que “si el vino que se destina a nuestro uso fuera siempre puro y natural, sin mezclas, si se toma con moderación, lejos de acortar los días, será capaz de prolongarlos…”
En este punto reside todo el problema: es preciso que el vino sea bueno y que sea respetada su misma cualidad.
El vino es un elemento viviente, y es preciso que lo sea para ser eficaz, pues es el vino natural, el vino puro y no falsificado, quien facilita al organismo lo que le es necesario, es decir elementos de mineralización de suplencia y de mantenimiento. Además, es rico en vitaminas que son absolutamente indispensables para el buen funcionamiento de la máquina humana.
“Es, en efecto, fácil, escribe el doctor Maury, proclamar la nocividad del zumo fermentado de la viña, cuando precisamente este elemento vegetal está ausente en el seno de este, o más bien de su sustituto bautizado como tal”4.
Sin embargo, el vino, el verdadero, es un medicamento cuya acción tónica es tan notable que sería preciso reinventarlo como agente terapéutico si no existiera ya como bebida habitual, decía un doctor amigo. Pues hay un efecto importante que procura el vino–remedio, y que ningún otro medicamento aportará y no puede aportar: la alegría. Su influencia sobre la moral es muy grande, tanto que resulta ser un remedio soberano contra la neurastenia y contra todas las enfermedades psicosomáticas actualmente tan de moda.
La prueba es que son las regiones donde se bebe más vino, al menos en Francia, las que registran el porcentaje de longevidad más elevado.
El vino es, no solamente un verdadero alimento, un fortificante y un medicamento de uso externo e interno, ejerce también una acción bactericida muy eficaz contra todos los microbios de nuestro organismo sean cual sean, e incluso contra el bacilo tan temible de la fiebre tifoidea, el bacilo de Ebert.
Por ello, desde la antigüedad, es de usual beber vino blanco acompañando a las ostras, sano precepto alimentario, de hecho, necesario con todos los mariscos, al igual que el vinagre en la ensalada y acompañando a todos los vegetales crudos, es un excelente bactericida.
Uno de mis amigos, el doctor español Félix Mocoroa, ha hecho un estudio muy interesante sobre la acción bactericida de los vinos de la Rioja, estudio muy válido para los vinos franceses. Señala que estos vinos tintos son tanto más activos cuando más viejos, y tanto mejores son, más fuerte es su acción5.
El doctor Mocoroa estima que se pueden extraer diversas conclusiones de sus experimentos. Primeramente, si se añade vino rojo –o una sangría muy fuerte– con agua sospechosa de estar contaminada, se verá libre de infecciones enterobactericidas. Y piensa que sería muy placentero poder curar y sanar unas fiebres tifoideas gracias a una botella de vino de Rioja puesto en la cabecera del enfermo.
El doctor Eylaud, de la facultad de Burdeos, acepta estas constataciones y nos enseña que en caso de epidemia, un volumen de vino, mezclado con un volumen de agua, es un excelente desinfectante; y sería bueno emplear vino contra los microbios que pueden desarrollarse en el intestino o el estómago6.
Vino blanco… vino tinto… el resultado es siempre el mismo: es indispensable, que el vino sea viviente y natural, que haya sido bien tratado, bien “educado”. Y si esto es así, es pues capaz de defender al hombre contra sus enemigos internos, fortificándolo y aportándose salud y alegría.
Un médico londinense, Edward Bach, inspirándose en los métodos de Paracelso y de su doctrina de las “semejanzas específicas, enseñaba que todas las plantas muestran su utilidad particular a través de su estructura, su forma, su color y su aroma.
El doctor Bach cura a su clientela con hierbas y plantas de forma que no se aminore su principio viviente. Pretendía que los medicamentos modernos inflingen a menudo dolores inútiles al paciente y le hacen más mal que bien; mientras que, siguiendo en esto el pensamiento de Paracelso: “todo lo que vive irradia luz”; y las plantas, con sus radiaciones elevadas, insuflan por sí mismas su energía a las vibraciones declinantes del hombre.
¿Qué mejor planta que la viña, que fruto más que la uva impregnada de sol, podrían transmitir al hombre las vibraciones que momentáneamente le faltan? La viña no vive más que con un fin muy preciso: hacer y llevar a la madurez a su hijo, la uva que, a su vez, será sacrificada para que nazca el vino; y todo esto para el hombre, para su alegría y su salud.
20. Esos malditos taberneros
Es preciso hablar en términos “sociales” porque, por una parte, tal es la moda y, sobre todo, porque lo que cuenta para los hombres es, ante todo, los hombres. Lo que no está hecho para ellos no vale la pena alcanzarlo…
El vino es un elemento social desde el primer momento. Es bueno, es loable, es “social” buscar para los hombres lo mejor. Es bueno desembarazarlos mediante la máquina de las tareas que los limitan y que hasta hace poco debían realizar si quieren progresar. Es igualmente loable procurarles distracciones.
Pero ¿para qué puede servir todo esto si al final todo se termina haciéndoles tragar alimentos y bebidas insanas, a quienes respiran ya, desde hace tiempo, el aire de los tubos de escape y el aire no menos puro del metropolitano?
Quizás haya algo peor: el vino que debería seguir siendo un producto natural, este brebaje divino así como lo llama Homero, este don de los dioses, que es a la vez hijo de la tierra madre e hijo del sol, este vino, que es la vida misma, está hoy falsificado, muerto por los fabricantes o los vendedores sin conciencia.
Si deseáis plantad unas capas en una tierra que no sea completamente estéril, tenéis muchas posibilidades de que estas cepas prosperen lo suficiente para facilitar hojas y, cuando toque, racimos y uvas.
Si el tiempo es suficientemente cálido en estos tiempos señalados, es igualmente probable que las uvas lleguen a cierta madurez.
Si cogéis las uvas maduras, las prensáis, os saldrá el zumo y abandonando este jugo a sí mismo, se generará una fermentación alcohólica y obtendréis lo que se llama vino…
Lo que se llama vino…
Lo que la costumbre quiere que se le llame vino, esto es: que sea vino…
Pero a lo largo del tiempo y, especialmente hoy, se ha creado una de las mayores estafas de la Historia, que consiste en atribuir el nombre de vino a todos los zumos de uva fermentados; por costumbre se llama vino tanto al Château–Yquem, el Nuits–Saint–George como al bebedizo de bajo nivel que se comercializar elaborado por la gran industria de las adulteraciones, los azucaramientos y las manipulaciones químicas.
No es posible ninguna posibilidad de comparar todos estos vinos sino es mediante el alcoholímetro que, desgraciadamente, no estando dotado de virtudes gustativas y tiende a nivelar democráticamente por lo bajo, en valor de grados, el Ponard de l’Herault y el Château–Lafitte.
A fuerza de nivelar tanto, el fabricante de este veneno logra venderlo al buen pueblo, no como la bebida sagrada que debería ser, sino atendiendo a sus diez grados, once grados, doce grados… Tanto que el buen pueblo, de gusto extraviado, se deleita, no con el vino, sino con el grado.
Y el buen pueblo se emborracha con este veneno.
Los moralistas que, como se sabe, tienen ciencia infusa de las cosas que es preciso hacer y de las que no puede usarse, crean las ligas anti–alcohólicas y, también inteligentemente utilizando el alcoholímetro, condenan el vino al por mayor y en detalle, en beneficio de bebidas menos alcoholizadas, pero igualmente nocivas: zumos de frutos químicamente conservados, cocas u otras colas…
El vino, el verdadero, no merece esto.
Desgraciadamente, en todos los tiempos, en todos los pueblos, se ha falsificado el vino, a pesar de las sanciones: Plinio se lamentaba en una de sus cartas de no poder encontrar vino natural; entonces se falsificaban los vinos con cal, yeso, mármol, arcilla, pez y resina. Y, sin embargo, en su época, se tenía costumbre de mezclar agua de mar y otras aromas del mismo tipo en los que no quiero siquiera pensar.
Es cierto que la pena de muerte, ha sido en varias ocasiones pronunciada y aplicada contra los falsificadores, estos envenenadores públicos, tanto en la Edad Media como en el Renacimiento. Un cierto Michel Bernard Valentín escribe que en 1706 que: “En Stouttfard, un tonelero llamado J.–J. Ehrni, fue decapitado por crimen de falsificación de vino y todos los libros que se encontraban en el reino enseñando la naturaleza de estos infames procedimientos fueron, tras la pronunciación de esta sentencia, quemados en la plaza pública por la mano de un verdugo; los vinos fueron así mismo derramados ante los ojos del pueblo que aplaudía este acto de justicia”.
No se podían hacer bromas con este tema en aquella época y, cuando se trata de vino, lo comprendemos perfectamente …
Rabelais tenía razón cuando escribía:
¿Por qué es preciso que se castigue
a los ladrones y a los aaseinos
y no hacer justicia
con quienes envenenan el vino?
En las épocas en las que aparecían los azotes destructores de la viña, cuando el vino escaseaba, la falsificación y los fraudes se multiplicaron hasta el punto de que productos penosos e incluso tóxicos, se vendían en grandes cantidades bajo el nombre de vino.
Durante estos años se notaron un recrudecimiento de las neurastenias, un avance del artritismo, las afecciones enterogástricas, las colitis e incluso los casos de apendicitis.
¿Se debía a la falta de vino? Es muy posible. O bien es posible que se debiera a los elementos que se utilizaban en la elaboración de estos sucedáneos del vino; el vino malo era frecuentemente generador de todos los males.
Hace más de un siglo, cuando la filoxera había destruido la casi totalidad de las viñas de Francia, se llegó a hacer vino sin utilizar ningún grano de uva. Sí, habéis leído bien: vino sin emplear uva. Se hacía con alcohol de remolacha y de patata. La amapola, las malvarrosas, los arándanos, empleados en ocasiones para realzar el color algo debilitado de algunos vinos, fueron reemplazados por colorantes químicos que debían ocasionar efectos deplorables sobre el organismo.
En nuestra época, el vino no falta; sin embargo, el sentido de la pureza del vino no ha sido tan ignorado nunca como hoy; es un concepto que ha nacido del sistema de denominaciones de origen y del territorio mismo en el que se planta la viña. Pues la autenticidad del vino consiste en esto: es la parcela de tierra donde el vino ha sido recogido; no la región, no el país, sino este pequeño rincón; y es también la sustancia misma del vino: su fabricación o, por decirlo más exactamente, su educación.
Lo que no impide que en Béziers o en Sète por ejemplo, se fabriquen renombrados vinos extranjeros a gran escala, tomando como base los vinos del país.
¿Dudáis que un vino de Banyuls, viejo o muy viejo, se pueda fabricar a partir de los vinos de Alicante o de Málaga, de Chipre e incluso del Tokai y del Lacryma Christi? ¿Qué el Jerez y el Madeira están en la base del vino de Picardon seco y que el Oporto se fabrique con vino de Colliure? ¿Lo ignoráis? Lamento destruir vuestras ilusiones; la región de Oporto, por ejemplo, no produce ni la vigésima parte de los vinos que se venden en el mundo bajo esta denominación. Otro tanto ocurre con el Jerez. Y si se prueba uno verdadero, auténticamente verdadero, ¡qué diferencia!
Es frecuente también –y siempre lo ha sido– que se venda vino mediocre etiquetado como un vino de gran calidad. En el siglo XV, el famoso predicador Maillard no dudaba en tronar desde el púlpito de Saint–Jean en Brève: “Mercaderes de vino, ¿acaso no vendéis como Orleáns o Anjou, vino de vuestro cosecha?
Dos siglos después, otro predicador, Boileau condenaba a los taberneros que, con una etiqueta elegante, adulteran cualquier vino. Invitado a comer, fulmina:
Un lacayo desvergonzado me ha traído vino tinto
Un auvernés espirituoso, con el linaje mezclado
Se vendía en Crenet como vino del Ermitage
No hay falsificación del vino que no sea deplorable, y igualmente deplorable es colocar una etiqueta tan falsa como engañosa, pero también existen los malditos taberneros que “nublan” nuestro vino; poner agua al vino –tal como decía una canción– es como falsificar moneda.
Quizás es menos grave, al menos para la salud, que fabricar mal vino, pero no es menos cierto que esos malditos taberneros fueron vilipendiados por todos los verdaderos amantes del vino:
Que la rígida muerte le alcance el corazón,
A quien altere tan humano licor
Como es el vino…
Escribía un poeta contemporáneo de Villon.
San Vicente, un diácono español mártir en el 304, se convirtió en patrono de los viticultores, sin duda a causa del juego de palabra al cual se prestaba su nombre, que desafiaría a un cabalista: en español Vincenzo, vino sin agua. No es raro que sea uno de lo santos más populares del Berry1.
Se le atribuyen numerosos milagros; entre otros éste: San Vicente no quería que el bautismo se convirtiera en algo grotesco y quería que estuviera reservado solamente a los humanos, así se convirtió en el terror de los taberneros demasiado inclinados a extender este sacramento al vino. Gran viajero, pasando un día en Mallorca, un tabernero se le quejó de que sus clientes no le pagaban: el diácono le hizo traer vino y ordenó derramarlo sobre su escapulario. El tabernero vio entonces con estupor que el vino se separaba en dos partes: el vino de una y el agua de otra…
Por mi parte no puedo sino aplaudir con ambas manos a François Villón que, con justicia, no tiene contemplaciones con estos imprudentes mercaderes de vinos:
Príncipe de Dios, sean malditos sus intestinos
Y revienten por la fuerza del veneno,
Estos falsos ladrones malditos y desleales
Los taberneros que nublan nuestro vino.
21. El vino poético
Era imprevisible que las cepas que Noé llevó consigo durante el diluvio universal y que plantó luego y del que enseñó a los hombres a hacer el vino, fueran cantadas tan reiteradamente a través de los siglos, y con ellas la viña y el vino.
Son célebres las loas que aparecen a lo largo de las Escrituras, especialmente en el Cantar de los Cantares de Salomón; allí se canta la historia de las viñas de este rey:
Yo soy negra, pero hermosa…
Dice la Sulamita, y luego se lamenta:
Me han hecho guardar las viñas,
¡Pero mi viña, no la he guardado!
Y el Esposo con todo su humor, dice a su bienamada:
Celebraremos tus caricias antes que el vino
¡Que tus caricias sean dulces, hermana, esposa mía!
¡Como su dulzura supera la del vino!
Y le propone:
Iremos de buena mañana a las viñas;
Veremos si la viña tiene brotes,
Si las cepas están en flor.
La higuera muestras sus frutos nacientes,
La viña en flor da su perfume…
Y ¿quien no conoce las rubbayats del delicioso poeta Omar Khayyam, matemático, algebrista, astrónomo, alquimista, amoroso de la rosa y de lo divino, uno de los mayores hombres que el mundo haya conocido?
Un sorbo de vino vale más que el reino de Kavous;
Es preferible al trono de Kobad, al imperio de Thous.
Cuando yo esté muerto, lávame con el mosto de las pa
[rras;
En lugar de oraciones,
cantad sobre mi tumba las alabanzas de la copa y del
[vino…
Luego el amoroso ser todo el año embriaga, loco,
¡Absorbido por el vino, cubierto de deshonor!
Pues cuando hemos tenido la sana razón,
La pena viene a asaltarnos por todas partes;
Pero apenas estamos ebrios, naturalmente, que suceda
[ lo que pueda!
El poeta persa se extrañaba de que un vendimiador pudiera vender su vino, pues con el dinero, ¿qué podría comprar mejor?
En el sufismo, los místicos buscan obtener, mediante diversos ejercicios, la unión perfecta con la divinidad; la viña, el vino, la copa, son palabras que se repiten sin cesar en sus poemas:
Bebe con largos tragos el vino de la aniquilación.
Escribe uno de ellos.
Bebe el vino que te liberará de ti mismo,
haz caer en el Océano del ser la gota de agua.
Ibn al Farid, un poeta sufí árabe, compuso incluso un poema en honor del vino: Al Khamriya. Y en otro de sus poemas místicos, escribe:
Cuando está ausente, mis ojos Le ven en todo
lo que es hermoso, gracioso y encantador,
…………
Y cuando mi boca roza con los labios la copa
aspira la saliva del vino en un lugar pintoresco.
Los habitantes de las Galias, amantes del vino y buenos conocedores, no han sido los últimos en celebrarlo; sabemos, por los romanos, que los galos tenían canciones para acompañar la bebida. Desgraciadamente, no han llegado hasta nosotros.
Empecemos pues por el “pobre” Villon, que quizás fuera algo “travieso”, pero si era, en cambio, un buen poeta. Sí, el “pobre” Villon debió sufrir la cuestión del agua –él que tanto amaba el vino– que consagra a los Infiernos y a la execración:
… Jacques Thibaut
Que tanta agua fría me ha hecho beber.
Escribía la Balada de la memoria de un tal Jehan Cotard, ciertamente gran bebedor ante el Eterno:
Padre Noé, que plantaste la viña,
Tu también, Lot, que tropiezas en el pedregal,
………
Antiguamente extraño fue vuestro linaje,
El que bebía lo mejor y lo más caro…
Y la estrofa:
Príncipe, tuvo sed hasta escupir;
Siempre gritó: ¡Haro, la garganta me arde!
Y si no hubiera sellado su boca, su sed no hubiera aca-
[bado
Y con ella el buen fuego alma del maestro Jehan Co-
[tard
No olvidemos a Clemente Marot y su Letanía de los buenos compañeros:
De la poca comida y del mal cocido
De la mala cena y del mal vino,
Y de beber vino cortado
Líbranos Señor.
Ronsard que canta a Helena en el tiempo en que era bella, tampoco olvida en absoluto que el vino formaba parte de las «rosas de la vida»:
Pongamos las rosas cerca de vino,
Cerca de este vino vertamos estas rosas
Y bebamos uno al otro, al fin
Que en el corazón de nuestras tristezas encerradas
Tome bebiendo un buen fin.
En la época de las vendimias, se iba a Gentilly, en Arcueil o a Vanves, ciudades rodeadas de viñas y situaba el paraíso terrestre en el Valle del Loira porque bebía:
… el néctar divino
que ha hecho famoso a Anjou…
Muy divertido es el epitafio que compone para el célebre cura de Meudon:
Una viña nacerá
Del estómago y de la panza
Del buen Rabelais que bebía
Siempre sin embargo el vive
Pues de un solo rasgo su gran boca
Hubo bebido más vino solo…
Sacerdote y médico, Rabelais era igualmente filósofo en un sentido más amplio del término y, escribe E. Canseliet, “un gran iniciado además de un cabalista de primer orden”. Lo que no le impedía ser muy amante del bendito piot, y poner en boca de su Gargantúa “que no existe brebaje mejor para aturdir a los espíritus amistosos, abrir el apetito, regocijar al palacio y mil otras raras ventajas”.
En efecto, una parte de la obra de Rabalais honra a la divina botella. Elogia los vinos de Grava, de Orleáns, de Beaulne, de Meyrevaulx; le gustaban todos con tal de que fueran buenos: “¿Qué fue antes, la sed o la bebida? – La sed, pues ¿quien bebe sin sed durante el tiempo de inocencia? – la Bebida… – Nosotros, inocentes, no bebemos demasiado sin sed – … Bebo para protegerme de la sed que vendrá – Bebo eternamente. Esta es mi eternidad de bebida y la bebida de mi eternidad”.
Ante el palacio del duque de Jean de Berry, en Bourges, había una gran cuba de piedra que servía una vez al año para contener el vino que se distribuía a los pobres; se llamaba “escudilla del Gigante”. Rabelais hizo un gran vaso, como un timbal para el Gargantúa niño. Pero, sin duda, no era demasiado grande para la alimentación de un recién nacido tan voraz que, tras salir del útero materno., gritó: “¡A beber! ¡A beber! ¡A beber!”
Ya vez adulto, su hijo Pantagruel viaja en compañía del hermano Jean des Entommeures y de Panurgo; visitan una prensa: “Cuando nos lleva a una pequeña prensa… Una pequeño botellero viendo que el hermano Jean había dado una ojeada amorosa a una botella que descansaba en un aparador, separado de la tropa alcohólica, dice a Pantagruel: “Señor, veo que uno de vosotros hace el amor y acaricia la botella; yo os suplico que no la pruebe, pues es para los Señores” – Como, dice Panurgo, ¿hay pues señores cerca? Lejos y venganza a los que veo”.
Si en su obra, Rabalais no cesa de celebrar “el néctar, delicioso, alegre y deificado licor” que se llama vino, Cervantes no priva de él a Sancho Panza que, habiendo llevado a su boca un buen vaso de vino, miraba extasiado las estrellas engulléndolo. Cuando, tras un cuarto de hora, hubo terminado, Sancho inclina la cabeza sobre su hombro, y con un gran suspiro exclama: “Oh, hijo de la miseria, que católico es”.
En cuanto a Shakespeare, otro titán de este Siglo de Oro, crea al alegre, guasón e inimitable Falstaff y hace morir al duque que Clarence en un tonel de Malvasía.
Si Luis XIV mezclaba agua con su Chambertin, y si el siglo XVII se cantó poco al divino brebaje, estaba sin embargo muy lejos de ser desdeñado por los franceses: Moliere, introdujo dos canciones de taberna en el Burgués Gentilhombre; y en El Médico, a pesar suyo, Scagnarelle habla con su botella:
Que dulce eres
Alegre botella
Que dulces son
Tus pequeños gluglús!
La Fontaine escribió poco sobre el vino, pero este oriundo de champagne lo amaba mucho y no lo ocultaba en absoluto:
El otro día, se bebió veinte botellas;
…
La noche estaba declinando,
Cuando hube vaciado la última copa1
Se le debe una fábula llena de espíritu, El borracho y su mujer:
¿Qué persona eres? Dice a este fantasma
– el bodeguero del reino
De Satán responde ella; y lo lleva a comer
A los que encierra la tumba negra
El marido replica sin pensar:
– ¿No les llevas también a beber?
Boileau –incluso él– era un alegre juerguista que frecuentaba las tabernas literarias donde se bebía, y, entre dos cantos del Arte poético, no dudaba en escribir que
Se es sabio cuando se bebe bien
Quien no sabe beber no sabe nada2
Dejemos el siglo XVIII a sus filósofos que, sin duda, amarán el vino, pero que lo han cantado poco. Aunque estos versos de Voltaire resultaran divertidos:
Del vino de Ay el mosto espumoso
Y del Takau el licor amarilleante,
Atornasolando las fibras de los cerebros
Y lleva un fuego que se exhala en buenas palabras
Tan brillantes como el licor ligero
Que sube y salta, y espumea al borde de la copa3.
Verlaine, pobre abatido, muere por haber amado excesivamente la absenta, lo que no le impedirá alabarla:
El honesto vaso donde rie un poco de olvido divino.
Musset amaba también la absenta, pero no desdeñaba el vino, lejos de allí, y en Les Caprices de Marianne, Octavia pródiga alabanzas al lácrima–christi. Sin embargo, Musset, ecléctico, amaba todos los vinos y demostrando verdadera inspiración:
Estimo el burdeos sobre todo en su vejez,
Amo a todos los vinos francos, porque hacen amar4
E, igualmente, Baudelaire buscaba su inspiración en el vino y quizás también el olvido: el olvido de sus desesperados hijos, el olvido de sus temores de hombre enfermo e incomprendido, no comprendiéndose sin duda a sí mismo. ¿Quién no conoce el Alma del vino? Para él, el vino es un refugio:
Una tarde, el alma del vino cantaba en las botellas:
Hombre, hacia ti me vuelvo, o querido desheredado,
Bajo mi prisión de vasos y mis ceras rojizas,
Un canto lleno de luz y de fraternidad5
El vino consuela al solitario:
Todo esto no vale, oh botella profunda,
Los bálsamos penetrantes que tu seno fecundo
Espera en el corazón alterado del poeta piadoso6.
Es el entusiasmo de los amantes:
Partamos a caballo sobre el vino
Por un cielo mágico y divino7
Reconforta:
… estas gentes acosadas por penas cotidianas,
Molidos por el trabajo y atormentados por la edad…
Y:
Para ahogar el rencor y suprimir la indolencia
De todos estos viejos malditos que mueren en silencio
Dios, tocado de remordimientos, había dormido;
El hombre se une al Vino, ¡hijo sagrado del Sol!8
Es incluso el vino del asesino:
Mi mujer ha muerto, ¡soy libre!
Puedo pues beber completamente solo.
…..
Nada puede comprenderme. Uno solo
Entre estos borrachos estúpidos
¿Sueña en las noches mórbidas
Con hacer del vino una sábana?
Para Beaudelaire, el vino es un refugio, un consolador, un amigo, un hermano, el otro, el mismo que le es necesario; con su compañía, es también solitario, ya que dirá:
Sé encantador y calla…
Pero –y es consciente– el vino, es también un espejo, y no es quizás más que esto, sino este espejismo, lo desea, le hace falta, cualquiera que pueda ser la fatal salida:
El vino sabe revestir el más sórdido movimiento
De un lujo milagroso
Y hace surgir más de un pórtico fabuloso
En el oro de su vapor rojo,
Como un sol levante en un cielo nublado9.
Ilusión. Naturalmente; pero qué importa, ya que se trata del vino:
Que nos vuelve triunfantes y semejantes a los dioses10.
Lamartine, por su parte, es sabio; Bourguignon, canta la viña y la naturaleza:
Escucha el grito de estas viñas
Que sube la presión próxima;
Ve los senderos rocosos de las granjas
Enrojecidas por la sangre de la uva11.
Y luego, hay tantos y tantos poetas que han sido inspirados por la viña, la uva, el vino, que nunca terminaríamos de citarlos, incluso si nos limitamos a los mejores. También Raouol Ponchon:
El bonito vino de mi amigo
No es un gallardo adormecido12…
Apollinaire, que nos transporta con el vino a los extremos límites del sueño y nos lleva en el plano superior de otra dimensión, de otro planeta, escribió:
Mi vaso está lleno de un vino temblón como una llama…
…………………
El Rhin, el Rhin está ebrio donde las viñas se miran
Todo el oro de las noches cae temblando se refleja
La voz canta siempre en un estertor de muerte
Estas hadas con caballos verdes que encarnan el verano
Mi vaso es roto como una carcajada13
© Por el texto original en francés: Louis Charpentier
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