15. El diablo
También aquí está presente el diablo.
Es diablo es el hongo, el enemigo. El enemigo, y en ocasiones también, una especie de auxiliar. La historia de la viña, de la uva, luego del vino, se convierte necesariamente en una lucha entre lo bueno y lo malo, entre el bien y el mal; una historia, de alguna manera, religiosa. Se podría casi decir entre el ser de la luz y los demonios de las tinieblas.
El hongo pertenece a un reino particular del orden vegetal; o más bien, según la opinión que tiende a imponerse hoy, no es, hablando con propiedad, ni un vegetal, ni un animal, sino que debería ser clasificado en una categoría particular y original del mundo viviente. No es una planta, pues “se desplaza en un sentido centrífugo, libremente o sea en el interior de tubos que construye a medida de su “progresión periférica”1. Como se sabe, lo propio de una planta es no poder desplazarse por sí misma.
No es tampoco un animal, pues es incapaz de alimentarse sola y depende enteramente, para su nutrición carbonatada, de materias orgánicas preconstituidas; no puede vivir más que en parásitos sobre una sustancia ya existente. Y, aunque sea un ser vivo, no da, hasta el presente, ningún signo de sensibilidad, tal como lo hacen la mayor parte de los animales y de las plantas.
Jünger emite una idea muy original sobre el hongo que, según él, participa de una forma muy particular en el ciclo de los nacimientos y las muertes. Es más próximo de la tierra que los vegetales verdes, como la serpiente es más próxima a ella que otros animales.
En él, como en la serpiente, el cuerpo está menos diferenciado; es el pie el que domina. En compensación, la riqueza de las virtudes salvadoras o mortales es más abundante y llena de misterio2.
Mediante los microbios y las bacterias, el hongo pertenece al mundo de las tinieblas. Se desarrolla en la noche, al abrigo de los rayos luminosos, y a favor de la oscuridad que es su dominio propio. Se alimenta principalmente de electricidad terrestre y de humedad. Se puede decir que es de esencia lunar.
Además, se admite generalmente que las bacterias –u hongos microscópicos– son más activos en períodos de luna llena. Y, conociendo los efectos esterilizantes de los rayos solares, la mañana es más cargada de rayos ultravioletas que la tarde, su exposición al día podría quizás tener como efecto reducir su actividad bacteriana. Por eso, se llegaría, sin duda, a obtener un efecto de esterilización más o menos prolongada en el tiempo, en función de su exposición al sol. Y como no hay siempre equilibrio en la naturaleza, la eficacia de los rayos solares, por su parte, aumenta en el momento de la luna llena.
Esto me recuerda el nostoc, del que nos habla Fulcanelli. El nombre de este hongo viene del griego, y corresponde al latin nox, noctis, noche; “este criptograma, que conocen todos los campesinos, se encuentra especialmente en los campos, tanto sobre la hierba, como sobre el suelo desnudo, en los campos, en el borde de los caminos, en los senderos del bosque”. Estos hongos son “voluminosos, hinchados por el rocío nocturno… y se secan rápidamente bajo la acción de los rayos solares, hasta resultar imposible encontrar huellas del lugar mismo en el que se habían instalado solo unas horas antes”3.
Es una “cosa” que, como un fantasma, nace de la noche y se desvanece en las primeras horas del alba, como todo lo que procede de los poderes de las tinieblas, nos enseña la Iglesia. Y esto me hace pensar que resulta curioso que a través de las anatemas que han sido lanzadas sobre todo tipo de prácticas, nunca se haya imputado la embriaguez al diablo.
Se puede hacer aquí un paréntesis sobre la cualidad de los organismos monocelulares y de los fenómenos celulares. Se puede considerar que existen dos grandes tipos de células: las que recurren a la luz y que son organismos luminosos que deben a la luz solar los medios para crear su propia sustancia; aglutinan esta luz para hacer la síntesis, es decir, para fabricar azúcares, a fin de crear un medio celular.
Y también, existe otro tipo de células que, por sí mismas, pertenecen a las tinieblas. A este tipo pertenecen los hongos y todos los microbios que no saben utilizar la luz solar para hacer síntesis superiores, sino que se limitan a la degradación de organismos ya existentes. Se trata de los fermentos, las bacterias y los microbios, es decir los hongos microscópicos.
El hongo ataca bajo la forma de parasitismo, de tal forma que parece que estos parásitos desvían y secuestran toda la vitalidad de la planta, mientras que esta energía estaba dirigida en dirección de la flor, y más especialmente de la fecundación de la flor.
Nos podemos preguntar sobre la época en la que han comenzado las depredaciones sobre la viña. En principio, los parásitos más importantes han venido de los EEUU. Así, el mildiu y el oidium serían algo posteriores a los ataques de la filoxera.
Es probable, en efecto, y se sabe por la historia –precisamente por las cosechas que dieron los mayores cultivadores de Francia, e incluso, los mejores de Europa–, que antes del siglo X e incluso en el XII, la viña fue sido cultivada en condiciones rústicas y primitivas; formas de las que los hombres de ciencia hoy pueden burlarse, pero que permitía a la planta adquirir una resistencia natural a estos parásitos, resistencia que ha perdido con posterioridad. Y esto por diversas razones.
Se podría, en rigor, pensar que las podas sirven para algo. Pero el empleo de abonos químicos es muy nocivo para la planta, al igual que los herbicidas y demás insecticidas que, a través de la viña, rebajarán sin duda, la calidad del vino y a la salud de aquel que lo bebe.
También, durante la luna llena, la acción de los hongos se ejerce de una forma más intensa y que su esfuerzo de demolición se multiplica y la viña, agotada por los tratamientos químicos que debe sufrir, es entonces incapaz de oponerles una resistencia suficiente para vencerlos y eliminarlos.
Sin embargo, si, por ventura, la viña ha resistido a los hongos hasta el momento de la vendimia, la uva será entregada a las levaduras de la fermentación alcohólica.
Estas levaduras, que son los hongos, tienen, como estos, fobia por la luz, no crecen más que en la oscuridad, en recipiente cerrado, con una ausencia relativa de luz y poco oxígeno; es igualmente a esta especie que pertenecen los fermentos que degradan, atacan el azúcar de la uva y que van a depurar estas sustancias pesadas, este jugo de uva, para hacer, finalmente, el líquido sutil y aéreo que es el vino.
16. De la viña a la cuba
“¡Viva el rey narizotas!” gritaban en otro tiempo –y hasta hace poco a principios del siglo XX– los vendimiadores del Berry para anunciar, en las tardes, el fin de la jornada de trabajo.
Este rey de la gran nariz, era probablemente Francisco I que, en 1539, redujo considerablemente su trabajo cotidiano, haciendo obligatoria la “Costumbre del Berry”, que regula la secuencia del tiempo de trabajo de todos los vendimiadores:
“Desde el primer día de marzo hasta el primer día de octubre, los vendimiadores entrarán a trabajar a las cinco horas y trabajarán hasta las seis horas de la tarde; y, desde el primer día de octubre hasta el primer día de marzo, trabajarán hasta el punto del día y trabajarán hasta la noche”.
Pues, anteriormente, durante los “grandes días del verano”, debían trabajar desde las cuatro horas de la mañana hasta las ocho y nueve horas del atardecer y, cuando “son más cortos los días del invierno”, desde las seis de la mañana hasta las siete u ocho horas de la tarde, “estando incluso obligados para este efecto a llevar velas y linternas con ellos para iluminarlos”.
Y esto no era todo: aquellos de estos desheredados que empezaban su jornada más tarde o la terminaban antes que lo fijara el reglamento no recibían ningún salario.
Si el trabajo del vendimiador siguió siendo duro y mantuvo hasta hoy esta dureza, pero no era nada en comparación con el tiempo antiguo.
La viña francesa representa una superficie de en torno a 1.300.000 ha de producción. Lo que da un número casi incalculable de cepas de viña; y cada una de ellas deberá recibir los cuidados especiales del viticultor. Deberá primeramente ser podada, antes del invierno, según ciertas normas; recibir lo que le es necesario de estiércol –animal, si es posible– según el clima y el terreno. En las Canarias, por ejemplo, donde la lluvia es rara, al pie de cada cepa, se cava un pequeño agujero a fin de que el rocío de la noche se deposite y aporte así un poco de humedad a la planta.
Y durante el invierno, la viña, así tallada, parecerá en un amplio campo de enterrados vivos cuyas manos convulsionadas parecen salir de tierra en un gesto último de sufrimiento y de súplica.
Y nada indica que la viña no haya sufrido al ser amputada mediante la poda, pues no prolonga su vida más allá de la duración media de una vida humana, de sesenta setenta años, mientras que en estado salvaje, su longevidad –sorprendente– puede alcanzar varios siglos, y sus troncos pueden adquirir una dureza extraordinaria, cuando la planta viva en un clima y en un terreno que le conviene. Estrabón escribía que en la Margiane podían verse cepas de tal grosor que para rodear su tallo se precisaban dos hombres con sus brazos. Pocos saben que las puertas de la catedral de Rávena están construidas en madera de viña, cuyas planchas tienen en torno a tres metros de altura con seis o siete centímetros de espesor. Así mismo, pudo verse en otro tiempo, en el castillo de Versalles, grandes tablas formadas por madera extraída de una sola cepa.
Pero, podada cada año, la viña no puede expanderse según sus aspiraciones naturales; y parece que desde milenios, el hombre haya dominado a la viña y le haya impuesto su voluntad, como había hecho con la mujer, con la cual la viña tiene tantas afinidades. Hija del sol, ha sufrido el yugo del hombre, y plegándose a sus deseos, le ha dado sus frutos a costa de su fuerza de su longevidad.
Luego, del otoño a la primavera, se registra el período inactivo de la planta. Es una época también importante como el resto del año porque durante este período, almacena, si puede decirse así, las fuerzas astrales.
Es fácil facilitar un ejemplo típico: es el de las nevadas de invierno de 1969–70. La nieve permaneció durante más de quince días en zonas donde no cae prácticamente nunca, bloqueando los coches sobre las autopistas de la costa de Montélimar. Ese año, hubo una extraordinaria cosecha pletórica, verdaderamente extraordinaria en cantidad y calidad, algo muy exptraño puesto que no es frecuente que la cantidad acompañe la calidad.
Y es que la nieve está cargada de rastros de amoníaco y nitrógeno. Tal fue sin duda la principal razón de aquella feliz cosecha. También puede considerarse que la nieve está cargada de fuerzas cósmicas, al igual que la lluvia, y sobre todo la lluvia que acompaña a la tempestad. La captación de estas fuerzas por una pluviometría importante, permite a menudo determinar por anticipado el resultado de la próxima vendimia.
Finalmente, la primavera llega.
Y la viña florece.
Cuando la flor aparece, todo está dispuesto, de alguna manera, para recibirla, para fabricarla: las hojas, tal como hemos visto, han aparecido las primeras a fin de recoger el sol y de alimentar la uva; y, al mismo tiempo, para protegerla del mismo sol.
Esta vitalidad de la viña, en el momento de la floración, es muy vigorosa y se utiliza íntegramente a favor de la misma planta, y particularmente de la fecundación de la flor que debe convertirse en uva. Esta fuerza, esta vitalidad, es tal que parece aún reportarse sobre el vino que, hecho y criado, no parece, aparentemente, ligado ya a su niña materna; y sin embargo, tal como ya hemos visto, conserva con él algún lazo de una naturaleza completamente misteriosa, ya que en esta época “trabaja” en las bodegas.
A partir de ese momento, se podría casi decir que la viña no es más que el instrumento para hacer la uva, como la mujer encinta parece no tener como único fin más que llevar dar nacimiento al niño que lleva en su seno.
A finales de mayo o principios de junio tenían lugar generalmente las Rogativas. Se trataba de procesiones que celebraba el clero, seguido por la población, durante los tres días que precedían a la Ascensión, para atraer sobre las viñas y los campos la protección del Cielo. En ciertos países, el clero paseaba, el primer día, en cabeza de la procesión, un enorme dragón que era representado con la cola muy hinchada. Pero, el tercer día, esta cola estaba completamente deshinchada, y el dragón seguía piadosamente al término de la procesión. Estas Rogativas recordaban a las ambarvales romanas.
En el mes de junio, no puede hacerse absolutamente nada en la viña si no es trabajar a la propia la viña, que hace sola su trabajo de madre. Y así seguirá haciéndolo con entusiasmo durante todo el verano.
Y el ritmo solar será respetado de tal forma que la uva alcanzará su plena expansión en el corazón del verano, en el momento en que la fuerza del sol dará a la hoja la posibilidad de ofrecer zumo y azúcar en el mejor momento.
Tendrá en ese momento la edad para abandonar la viña y llevar una vida personal.
Ya que existe una coincidencia entre la floración de la viña y el solsticio de verano, existe igualmente una coincidencia –incluso aproximada– entre la época de las vendimias y el equinoccio de otoño.
En esta época se nota la aplicación de un ritmo cósmico. En efecto, si la floración tiene lugar en el solsticio de verano, el 21 de junio, el crecimiento de la uva se situará durante el signo zodiacal de Leo; la fase fructífera propiamente dicha, es decir el enriquecimiento en sustancia, se hará a lo largo del signo de Virgo, signo terrestre de acumulación y que preside las cosechas.
Es preciso no confundir estos signos astrológicos con los signos astronómicos que tienen que ver, no con los signos, sino a las constelaciones. Es evidente, por ejemplo, que el sol no entra en la constelación de Aries el 2 de marzo, en el equinoccio de primavera. Esto era cierto en tiempos de Ptolomeo, pero, luego la predecesión de los equinoccios ha hecho que el sol, en esta fecha –e incluso antes– se encuentre en la constelación de Piscis; y, en un cuarto de siglo, siempre en esta misma fecha del 11 de marzo, estará en la constelación de Acuario.
Solamente, desde Ptolomeo, hace cerca de dos mil años, se ha tomado el hábito de dividir el año terrestre según estas constelaciones que son estrellas fijas; esta costumbre se ha mantenido, sin duda, para simplificar.
Y mientras que el sol camina dulcemente bajo el signo de Virgo, la viña se cubre de tintes ocres y rojos, como una matrona orgullosa de sus hijos: la uva está madura.
Es adulta. Debe vivir su vida personal después de que haya sido arrancada de su madre. Y, tal como un dios, será sacrificada para que venga el vino, para que el vino reine sobre el mundo.
El dando de la vendimia es proclamado.
Numerosos vendimiadores invaden alegremente la viña, no sin hacer todo el estruendo posible: risas, llamadas, gritos, canciones, resuenan en el lugar en el que, hasta ese momento, la calma y la serenidad gobernaban, aplastado sobre el calor del verano.
Se vendimia como hace cien años, como hace mil años… como se ha hecho siempre la vendimia, tal como muestran los bajo relieves de las tumbas de Egipto o los tapices del Renacimiento. En las Très Riches Heures du duc de Berry, en el mes de septiembre, se representa las vendimia cerca de Saumur: vendimiadores y vendimiadoras se afanan en el trabajo; los asnos llevan los capazos repletos y una yunta de bueyes se apresta para conducir las cubas a la prensa.
Ya no hay asnos encantadores y obstinados, ni bueyes de paso lento, pero aparte de esto, el cuadro es el mismo: los vendimiadores cortas los racimos de uva y los ponen en las cestas y capazos para vaciarlos en las cubas; solamente los camiones han reemplazado a los bueyes…
De esta manera la uva será conducida al lugar del sacrificio donde cesará de existir en tanto que uva: en la prensa. Su vida personal habrá sido corta; su metamorfosis en vino va a continuar a partir de entonces.
Todas las cepas no son las mismas: en el mediodía de Francia, e igualmente en Italia y en España, van a dar un vino demasiado alcoholizado; “yo consideraré –me decía un enólogo– que extraen sobre el calor sus notas agudas, en lo alto de la octava, si se puede decir; casi un sí o un la. Mientras, otras cepas menos alcoholígenas van a dar vinos muy groseros, muy brutos al inicio, pero que se irán afinando durante el tiempo para convertirse en grandes vinos. Y entre estos extremos, hay, naturalmente, toda una gama de posibilidades que solo un iniciado sabrá apreciar.
“Se puede decir que la vinificación es un trabajo alquímico, añadía, todo lo que debe ser eliminado se encuentra rechazado: es la separación de lo puro y de lo impuro”.
17. El vino y la alquimia
Si se admite –lo que está por otra parte demostrado– que la química es especialmente el estudio de la materia, sino muerta, si al menos sin espíritu, la alquimia es, sin discusión, el estudio de la materia viviente, es decir portadora de espíritu.
Y no podríamos empezar mejor, vosotros y yo, este capítulo más que con unas líneas del maestro Eugène Canseliet, que explica magníficamente según su costumbre, a propósito de una escultura de la catedral de Amiens, la relación existente entre el vino y la alquimia:
“Henos aquí en presencia del basilisco y del áspic que reúne un pie de viña… En el centro, dispuesto en una espira ornamental sin rugosidad, la cepa, que se ramifica en sarmientos portadores de racimos y de hojas, se muestra, ciertamente, seductor y de una hermenéutica moralizante. El motivo parece aplicarse a las palabras de Cristo, referidas por San Juan, en el capítulo XV de su Evangelio:
“Yo soy la verdadera viña y mi Padre es el vendimiador. Permaneced en mí y yo permaneceré en vosotros. Como el sarmiento no puede, por sí mismo, llevar la fruta si no permanece unido a la cepa, así mismo vosotros no podéis tampoco, si no moráis en mi”.
“Parábola susceptible de una interpretación hermética, si se consulta a los antiguos autores que contemplaban a la viña como símbolo de la piedra filosofal. Designaban la gran medicina con la expresión viña de los sabios…
“La planta generosa, cuyo valor filosófico reside, primeramente, en el tártaro inestimable surgido de las heces de su licor, está acompañada de dos bestias híbridas y tradicionales, completando sobre el plano simbólico de la Gran Obra”1.
Las partes espirituales del vino, habiéndose desarrollado en la fermentación, son separadas de la materia grosera e impura. Esta queda adherida a las paredes internas de los toneles, bajo la forma de una “piedra muy dura, en ocasiones blanca y en otras roja, según el color del vino que la produce”2. Es lo que se llama el tártaro o tartrato.
Este proceso no puede dejar de atraer la atención de los amantes de la “Verdadera Ciencia”, la alquimia: este tartrato que es preciso arrancar del tonel –a menudo con dificultades– es una materia grosera, que se recoge bajo la forma de escamas, evoca la materia primera de los filósofos, esta materia vil y común, cuyos jeroglíficos presentan estrías, tales como un cesto o un cinto, o bien escamas como las de los peces3.
El tártaro no es la materia primera; es sin embargo un elemento muy importante, inestimable, tal como escribe el maestro, porque es una de las dos sales que intervienen en el matrimonio mineral que debe unir a ambos protagonistas; es necesario para hacer la conjunción de azufre y mercurio, y también para fin de separar la luz de las tinieblas, pues tal es el nombre de una de las fases de la Gran Obra
Antes, debe ser purificado y luego enriquecido por el rocío; como el acetato de potasa y el nitrato de potasa.
Pues hay dos sales que los autores alquímicos apenas han ocultado: el nitrato y el carbonato de potasa, bajo la forma de esta hermosa sal que los Antiguos llamaban cremor tártaro, “que sería lamentable confundir con la de los farmacéuticos, que es llamado tartrato ácido de potasio, o bien bitartrato de potasio”4.
“Lo que se vende actualmente bajo este nombre en las farmacias, me decía Eugène Canseliet, no vale la sal que es extraída del tártaro recogida sobre las paredes de los toneles, es decir del vino, es otra cosa completamente diferente, es bello.
“Para extraer este cremor del tartrato de los toneles, continuaba el maestro, es preciso un gran trabajo. Estas escamas, en ocasiones muy gruesas, deben separarse de las paredes de los toneles de madera, y a menudo incluso de la madera”.
De este tártaro, se extraen varios productos. Una de ellas es el ácido de tártaro, esta sal, único en su especie que, hablando con propiedad, es la sal esencial del vino, o más bien de la uva, y debe su origen a la formación de las diferentes sustancias que la componen.
Esta sal, contenida en grandes cantidades en el mosto, es volátil, y durante la fermentación realiza un esfuerzo para separarse de las partes aceitosas a las que está ligado: “Las penetra, las divide, las separa, hasta que, por sus puntas sutiles y cortantes, las haya rarificado en espíritu”5.
Este esfuerzo causa la ebullición del vino y, al mismo tiempo, su purificación. Pues, de estas partes groseras que se separan bajo forma de espuma, una parte se adhiere y se petrifica sobre las paredes del tonel: el tártaro, mientras que otra se precipita al fondo: la hez.
Así, el tártaro y la hez del vino son dos productos de la misma fermentación; y la segunda no ha fermentado más que la otra; pues la hez del vino es igualmente un “tártaro” que ha permanecido líquido al fondo del tonel.
Como si la viña no hubiera terminado jamás de sorprendernos, y permaneciera misteriosa y llena de magia, incluso en sus productos más alejados, es curioso constatar que los diversos tipos de tártaro no tienen la misma cadencia de evolución. “Su desarrollo varía, escribe Paracelso, como el de las hierbas y los árboles, y se desprenden analogías entre su ritmo y el de la floración de algunas hierbas. El conocimiento de estas correspondencias es la médula de la medicina, su teoría y su práctica”
Es pues este tártaro lo que conviene tratar y purificar tras haber arañado las pareces de los toneles. Se puede extraer el cristal de tártaro, un tartrato de blancura perfecta.
Este cristal –cuyo nombre puede descomponerse así: Kristou, de Cristo, y als: sal; es decir Sal de Cristo–, este cristal, pues, no es muy diferente del cristal común; de él se pueden extraer igualmente los cinco principios: la quintaesencia6.
Sería inútil y fastidioso enumerar las numerosas operaciones, tanto químicas como alquímicas, que puede efectuarse a partir del tártaro. Pero este tártaro, llegado directamente del vino –y que no se puede encontrar en ninguna otra parte–, está en el origen de experiencias parecen variar hasta el infinito.
Así puede tomarse la masa negra que queda en el matraz tras la destilación, para extraer una sal de tártaro que se empleará, con el concurso de aceites y grasas, para elaborar jabones. Éste no es más que un ejemplo entre tantas otras operaciones efectuadas corrientemente a partir de la sal de tártaro, que no es más que una parte ínfima de todos los productos que se puede extraer del tártaro y de la hez.
El vino, como cualquier otro licor capaz de fermentar, se convierte en agrio cuando el tártaro se disuelve en una segunda fermentación. Esta disolución tiene lugar ordinariamente cuando el vino empieza a envejecer y a fin de que se agrie más rápidamente, es bueno poner el recipiente que lo contiene en un lugar más cálido, y mezclarlo con la hez, lo que se llama madre. El tártaro, excitado por el calor, se disolverá con más facilidad: apenas se encuentra una mínima cantidad de tártaro en los barriles donde se elabora el vino agrio, el vinagre.
La producción de vinagre se debe a una nueva ordenación de los principios del vino tras la fermentación, no es pues extraño encontrar en el vinagre los mismos principios que en el vino: phlegme, ácido, aceite y un espíritu ardiente7.
Señalemos que, si el vino es frecuentemente citado en la Biblia y en los Evangelios, las representaciones de la Pasión, modelo de la Gran Obra, muestran siempre la caña a la cual estaba fijada la esponja embebida en vinagre.
Aquellos que, en los campos, destilan vino para obtener aguardiente, ignoran ciertamente que están haciendo una operación alquímica. Y sin embargo así es… pues no en vano el aguardiente es un espíritu de vino repleto de un phlegme que ha llevado con él durante la destilación; este espíritu es el primero en ascender, pues se sabe que ya no queda más en el alambique cual el líquido no se inflama.
Cuando contiene menos tártaro, el vino da más aguardiente; en efecto, los espíritus están más separados.
Pero la destilación, no es sólo la fabricación de aguardiente; es un arte olvidado, y que, en nuestros días, ya no se conoce o se conoce muy mal. Pues toda destilación alquímica exige, por parte del manipulador, una gran habilidad, y sobre todo una paciencia a toda prueba.
A este respecto, Limojon de Saint Didier escribía en su “Carta a los verdaderos discípulos de Hermes” (2ª clave):
“Aplicaros pues a conocer este fuego secreto, que disuelve la piedra de manera natural y sin violencia y la hace disolverse en agua en el gran mar de los Sabios, por la destilación que se hace de los rayos del sol y de la luna. De esta manera la piedra, que, según Hermes, es la viña de los sabios, se convierte en su vino, producido por las operaciones de su aguardiente rectificado y su vinagre muy agrio”8.
Como se ha comprendido, sin el vino, resultaría imposible realizar la piedra filosofal, ya que una de las primeras fases del trabajo alquímico –que consiste en unir estrechamente el mercurio filosofal y el azufre– necesita el empleo de una sal. Ésta sal es justamente el carbonato, que los autores antiguos llaman cremor tártaro, extraído del tártaro de los toneles convenientemente preparado.
Tal es lo que expresa Fulcanelli cuando escribe que “si tenemos necesidad de la cesta de Cibeles, de Ceres o de Baco, es solamente porque encierra el cuerpo misterioso que es el embrión de nuestra piedra”9.
Es evidente que el vino y la alquimia están muy próximas una a otra y se interpenetran: la viña de los Sabios es el emblema de la Gran Obra.
El vino pertenece pues a la filosofía hermética y pertenece incluso al esoterismo religioso, porque Cristo, lo ha dicho: “Yo soy la Viña”. Era la prensa mística, la divina prensa.
La cuarta plancha del tratado de Michael Spacher10 presenta un emparrado que, sobre tres lados, rodea “el baño del rey y de la reina, muestra la relación estrecha que existen entre el vino y la Gran Obra que no es solamente simbólica, sino de lo más positiva y concreta. En lo alto de la ilustración, a la derecha, se ve la divina prensa… Este aparato, cuyo tornillo acciona un ángel volador y sobre el cual el supliciado lleva su cruz; esta prensa, digamos, facilita el mosto que se convertirá en el santo vinagre, generador del residuo cristalizado retenido por la madera propicia. Nuestro roble, aconseja el piadoso Flamel, contempla también el muy antiguo tonel que reemplaza, hoy, la atroz cuba de cemento incapaz de soportar el tártaro inestimable”11.
Otros grabados antiguos nos muestran la imagen de la prensa con el Cristo que la rodea, que exprime la uva; es decir, es la evidencia de hasta qué punto, en el espíritu de las gentes de la Edad Media –y antes– el Hijo de Dios y el vino, hijo de la viña y del sol, estaban unidos.
Y, entre otras apelaciones, la piedra filosofal era igualmente llamada la santa viña. No se podía absorber –y con mucha prudencia dice Canseliet– la medicina universal más que disolviéndola en el vino, un buen vino: un verdadero vino, naturalmente.
También aquí está presente el diablo.
Es diablo es el hongo, el enemigo. El enemigo, y en ocasiones también, una especie de auxiliar. La historia de la viña, de la uva, luego del vino, se convierte necesariamente en una lucha entre lo bueno y lo malo, entre el bien y el mal; una historia, de alguna manera, religiosa. Se podría casi decir entre el ser de la luz y los demonios de las tinieblas.
El hongo pertenece a un reino particular del orden vegetal; o más bien, según la opinión que tiende a imponerse hoy, no es, hablando con propiedad, ni un vegetal, ni un animal, sino que debería ser clasificado en una categoría particular y original del mundo viviente. No es una planta, pues “se desplaza en un sentido centrífugo, libremente o sea en el interior de tubos que construye a medida de su “progresión periférica”1. Como se sabe, lo propio de una planta es no poder desplazarse por sí misma.
No es tampoco un animal, pues es incapaz de alimentarse sola y depende enteramente, para su nutrición carbonatada, de materias orgánicas preconstituidas; no puede vivir más que en parásitos sobre una sustancia ya existente. Y, aunque sea un ser vivo, no da, hasta el presente, ningún signo de sensibilidad, tal como lo hacen la mayor parte de los animales y de las plantas.
Jünger emite una idea muy original sobre el hongo que, según él, participa de una forma muy particular en el ciclo de los nacimientos y las muertes. Es más próximo de la tierra que los vegetales verdes, como la serpiente es más próxima a ella que otros animales.
En él, como en la serpiente, el cuerpo está menos diferenciado; es el pie el que domina. En compensación, la riqueza de las virtudes salvadoras o mortales es más abundante y llena de misterio2.
Mediante los microbios y las bacterias, el hongo pertenece al mundo de las tinieblas. Se desarrolla en la noche, al abrigo de los rayos luminosos, y a favor de la oscuridad que es su dominio propio. Se alimenta principalmente de electricidad terrestre y de humedad. Se puede decir que es de esencia lunar.
Además, se admite generalmente que las bacterias –u hongos microscópicos– son más activos en períodos de luna llena. Y, conociendo los efectos esterilizantes de los rayos solares, la mañana es más cargada de rayos ultravioletas que la tarde, su exposición al día podría quizás tener como efecto reducir su actividad bacteriana. Por eso, se llegaría, sin duda, a obtener un efecto de esterilización más o menos prolongada en el tiempo, en función de su exposición al sol. Y como no hay siempre equilibrio en la naturaleza, la eficacia de los rayos solares, por su parte, aumenta en el momento de la luna llena.
Esto me recuerda el nostoc, del que nos habla Fulcanelli. El nombre de este hongo viene del griego, y corresponde al latin nox, noctis, noche; “este criptograma, que conocen todos los campesinos, se encuentra especialmente en los campos, tanto sobre la hierba, como sobre el suelo desnudo, en los campos, en el borde de los caminos, en los senderos del bosque”. Estos hongos son “voluminosos, hinchados por el rocío nocturno… y se secan rápidamente bajo la acción de los rayos solares, hasta resultar imposible encontrar huellas del lugar mismo en el que se habían instalado solo unas horas antes”3.
Es una “cosa” que, como un fantasma, nace de la noche y se desvanece en las primeras horas del alba, como todo lo que procede de los poderes de las tinieblas, nos enseña la Iglesia. Y esto me hace pensar que resulta curioso que a través de las anatemas que han sido lanzadas sobre todo tipo de prácticas, nunca se haya imputado la embriaguez al diablo.
Se puede hacer aquí un paréntesis sobre la cualidad de los organismos monocelulares y de los fenómenos celulares. Se puede considerar que existen dos grandes tipos de células: las que recurren a la luz y que son organismos luminosos que deben a la luz solar los medios para crear su propia sustancia; aglutinan esta luz para hacer la síntesis, es decir, para fabricar azúcares, a fin de crear un medio celular.
Y también, existe otro tipo de células que, por sí mismas, pertenecen a las tinieblas. A este tipo pertenecen los hongos y todos los microbios que no saben utilizar la luz solar para hacer síntesis superiores, sino que se limitan a la degradación de organismos ya existentes. Se trata de los fermentos, las bacterias y los microbios, es decir los hongos microscópicos.
El hongo ataca bajo la forma de parasitismo, de tal forma que parece que estos parásitos desvían y secuestran toda la vitalidad de la planta, mientras que esta energía estaba dirigida en dirección de la flor, y más especialmente de la fecundación de la flor.
Nos podemos preguntar sobre la época en la que han comenzado las depredaciones sobre la viña. En principio, los parásitos más importantes han venido de los EEUU. Así, el mildiu y el oidium serían algo posteriores a los ataques de la filoxera.
Es probable, en efecto, y se sabe por la historia –precisamente por las cosechas que dieron los mayores cultivadores de Francia, e incluso, los mejores de Europa–, que antes del siglo X e incluso en el XII, la viña fue sido cultivada en condiciones rústicas y primitivas; formas de las que los hombres de ciencia hoy pueden burlarse, pero que permitía a la planta adquirir una resistencia natural a estos parásitos, resistencia que ha perdido con posterioridad. Y esto por diversas razones.
Se podría, en rigor, pensar que las podas sirven para algo. Pero el empleo de abonos químicos es muy nocivo para la planta, al igual que los herbicidas y demás insecticidas que, a través de la viña, rebajarán sin duda, la calidad del vino y a la salud de aquel que lo bebe.
También, durante la luna llena, la acción de los hongos se ejerce de una forma más intensa y que su esfuerzo de demolición se multiplica y la viña, agotada por los tratamientos químicos que debe sufrir, es entonces incapaz de oponerles una resistencia suficiente para vencerlos y eliminarlos.
Sin embargo, si, por ventura, la viña ha resistido a los hongos hasta el momento de la vendimia, la uva será entregada a las levaduras de la fermentación alcohólica.
Estas levaduras, que son los hongos, tienen, como estos, fobia por la luz, no crecen más que en la oscuridad, en recipiente cerrado, con una ausencia relativa de luz y poco oxígeno; es igualmente a esta especie que pertenecen los fermentos que degradan, atacan el azúcar de la uva y que van a depurar estas sustancias pesadas, este jugo de uva, para hacer, finalmente, el líquido sutil y aéreo que es el vino.
16. De la viña a la cuba
“¡Viva el rey narizotas!” gritaban en otro tiempo –y hasta hace poco a principios del siglo XX– los vendimiadores del Berry para anunciar, en las tardes, el fin de la jornada de trabajo.
Este rey de la gran nariz, era probablemente Francisco I que, en 1539, redujo considerablemente su trabajo cotidiano, haciendo obligatoria la “Costumbre del Berry”, que regula la secuencia del tiempo de trabajo de todos los vendimiadores:
“Desde el primer día de marzo hasta el primer día de octubre, los vendimiadores entrarán a trabajar a las cinco horas y trabajarán hasta las seis horas de la tarde; y, desde el primer día de octubre hasta el primer día de marzo, trabajarán hasta el punto del día y trabajarán hasta la noche”.
Pues, anteriormente, durante los “grandes días del verano”, debían trabajar desde las cuatro horas de la mañana hasta las ocho y nueve horas del atardecer y, cuando “son más cortos los días del invierno”, desde las seis de la mañana hasta las siete u ocho horas de la tarde, “estando incluso obligados para este efecto a llevar velas y linternas con ellos para iluminarlos”.
Y esto no era todo: aquellos de estos desheredados que empezaban su jornada más tarde o la terminaban antes que lo fijara el reglamento no recibían ningún salario.
Si el trabajo del vendimiador siguió siendo duro y mantuvo hasta hoy esta dureza, pero no era nada en comparación con el tiempo antiguo.
La viña francesa representa una superficie de en torno a 1.300.000 ha de producción. Lo que da un número casi incalculable de cepas de viña; y cada una de ellas deberá recibir los cuidados especiales del viticultor. Deberá primeramente ser podada, antes del invierno, según ciertas normas; recibir lo que le es necesario de estiércol –animal, si es posible– según el clima y el terreno. En las Canarias, por ejemplo, donde la lluvia es rara, al pie de cada cepa, se cava un pequeño agujero a fin de que el rocío de la noche se deposite y aporte así un poco de humedad a la planta.
Y durante el invierno, la viña, así tallada, parecerá en un amplio campo de enterrados vivos cuyas manos convulsionadas parecen salir de tierra en un gesto último de sufrimiento y de súplica.
Y nada indica que la viña no haya sufrido al ser amputada mediante la poda, pues no prolonga su vida más allá de la duración media de una vida humana, de sesenta setenta años, mientras que en estado salvaje, su longevidad –sorprendente– puede alcanzar varios siglos, y sus troncos pueden adquirir una dureza extraordinaria, cuando la planta viva en un clima y en un terreno que le conviene. Estrabón escribía que en la Margiane podían verse cepas de tal grosor que para rodear su tallo se precisaban dos hombres con sus brazos. Pocos saben que las puertas de la catedral de Rávena están construidas en madera de viña, cuyas planchas tienen en torno a tres metros de altura con seis o siete centímetros de espesor. Así mismo, pudo verse en otro tiempo, en el castillo de Versalles, grandes tablas formadas por madera extraída de una sola cepa.
Pero, podada cada año, la viña no puede expanderse según sus aspiraciones naturales; y parece que desde milenios, el hombre haya dominado a la viña y le haya impuesto su voluntad, como había hecho con la mujer, con la cual la viña tiene tantas afinidades. Hija del sol, ha sufrido el yugo del hombre, y plegándose a sus deseos, le ha dado sus frutos a costa de su fuerza de su longevidad.
Luego, del otoño a la primavera, se registra el período inactivo de la planta. Es una época también importante como el resto del año porque durante este período, almacena, si puede decirse así, las fuerzas astrales.
Es fácil facilitar un ejemplo típico: es el de las nevadas de invierno de 1969–70. La nieve permaneció durante más de quince días en zonas donde no cae prácticamente nunca, bloqueando los coches sobre las autopistas de la costa de Montélimar. Ese año, hubo una extraordinaria cosecha pletórica, verdaderamente extraordinaria en cantidad y calidad, algo muy exptraño puesto que no es frecuente que la cantidad acompañe la calidad.
Y es que la nieve está cargada de rastros de amoníaco y nitrógeno. Tal fue sin duda la principal razón de aquella feliz cosecha. También puede considerarse que la nieve está cargada de fuerzas cósmicas, al igual que la lluvia, y sobre todo la lluvia que acompaña a la tempestad. La captación de estas fuerzas por una pluviometría importante, permite a menudo determinar por anticipado el resultado de la próxima vendimia.
Finalmente, la primavera llega.
Y la viña florece.
Cuando la flor aparece, todo está dispuesto, de alguna manera, para recibirla, para fabricarla: las hojas, tal como hemos visto, han aparecido las primeras a fin de recoger el sol y de alimentar la uva; y, al mismo tiempo, para protegerla del mismo sol.
Esta vitalidad de la viña, en el momento de la floración, es muy vigorosa y se utiliza íntegramente a favor de la misma planta, y particularmente de la fecundación de la flor que debe convertirse en uva. Esta fuerza, esta vitalidad, es tal que parece aún reportarse sobre el vino que, hecho y criado, no parece, aparentemente, ligado ya a su niña materna; y sin embargo, tal como ya hemos visto, conserva con él algún lazo de una naturaleza completamente misteriosa, ya que en esta época “trabaja” en las bodegas.
A partir de ese momento, se podría casi decir que la viña no es más que el instrumento para hacer la uva, como la mujer encinta parece no tener como único fin más que llevar dar nacimiento al niño que lleva en su seno.
A finales de mayo o principios de junio tenían lugar generalmente las Rogativas. Se trataba de procesiones que celebraba el clero, seguido por la población, durante los tres días que precedían a la Ascensión, para atraer sobre las viñas y los campos la protección del Cielo. En ciertos países, el clero paseaba, el primer día, en cabeza de la procesión, un enorme dragón que era representado con la cola muy hinchada. Pero, el tercer día, esta cola estaba completamente deshinchada, y el dragón seguía piadosamente al término de la procesión. Estas Rogativas recordaban a las ambarvales romanas.
En el mes de junio, no puede hacerse absolutamente nada en la viña si no es trabajar a la propia la viña, que hace sola su trabajo de madre. Y así seguirá haciéndolo con entusiasmo durante todo el verano.
Y el ritmo solar será respetado de tal forma que la uva alcanzará su plena expansión en el corazón del verano, en el momento en que la fuerza del sol dará a la hoja la posibilidad de ofrecer zumo y azúcar en el mejor momento.
Tendrá en ese momento la edad para abandonar la viña y llevar una vida personal.
Ya que existe una coincidencia entre la floración de la viña y el solsticio de verano, existe igualmente una coincidencia –incluso aproximada– entre la época de las vendimias y el equinoccio de otoño.
En esta época se nota la aplicación de un ritmo cósmico. En efecto, si la floración tiene lugar en el solsticio de verano, el 21 de junio, el crecimiento de la uva se situará durante el signo zodiacal de Leo; la fase fructífera propiamente dicha, es decir el enriquecimiento en sustancia, se hará a lo largo del signo de Virgo, signo terrestre de acumulación y que preside las cosechas.
Es preciso no confundir estos signos astrológicos con los signos astronómicos que tienen que ver, no con los signos, sino a las constelaciones. Es evidente, por ejemplo, que el sol no entra en la constelación de Aries el 2 de marzo, en el equinoccio de primavera. Esto era cierto en tiempos de Ptolomeo, pero, luego la predecesión de los equinoccios ha hecho que el sol, en esta fecha –e incluso antes– se encuentre en la constelación de Piscis; y, en un cuarto de siglo, siempre en esta misma fecha del 11 de marzo, estará en la constelación de Acuario.
Solamente, desde Ptolomeo, hace cerca de dos mil años, se ha tomado el hábito de dividir el año terrestre según estas constelaciones que son estrellas fijas; esta costumbre se ha mantenido, sin duda, para simplificar.
Y mientras que el sol camina dulcemente bajo el signo de Virgo, la viña se cubre de tintes ocres y rojos, como una matrona orgullosa de sus hijos: la uva está madura.
Es adulta. Debe vivir su vida personal después de que haya sido arrancada de su madre. Y, tal como un dios, será sacrificada para que venga el vino, para que el vino reine sobre el mundo.
El dando de la vendimia es proclamado.
Numerosos vendimiadores invaden alegremente la viña, no sin hacer todo el estruendo posible: risas, llamadas, gritos, canciones, resuenan en el lugar en el que, hasta ese momento, la calma y la serenidad gobernaban, aplastado sobre el calor del verano.
Se vendimia como hace cien años, como hace mil años… como se ha hecho siempre la vendimia, tal como muestran los bajo relieves de las tumbas de Egipto o los tapices del Renacimiento. En las Très Riches Heures du duc de Berry, en el mes de septiembre, se representa las vendimia cerca de Saumur: vendimiadores y vendimiadoras se afanan en el trabajo; los asnos llevan los capazos repletos y una yunta de bueyes se apresta para conducir las cubas a la prensa.
Ya no hay asnos encantadores y obstinados, ni bueyes de paso lento, pero aparte de esto, el cuadro es el mismo: los vendimiadores cortas los racimos de uva y los ponen en las cestas y capazos para vaciarlos en las cubas; solamente los camiones han reemplazado a los bueyes…
De esta manera la uva será conducida al lugar del sacrificio donde cesará de existir en tanto que uva: en la prensa. Su vida personal habrá sido corta; su metamorfosis en vino va a continuar a partir de entonces.
Todas las cepas no son las mismas: en el mediodía de Francia, e igualmente en Italia y en España, van a dar un vino demasiado alcoholizado; “yo consideraré –me decía un enólogo– que extraen sobre el calor sus notas agudas, en lo alto de la octava, si se puede decir; casi un sí o un la. Mientras, otras cepas menos alcoholígenas van a dar vinos muy groseros, muy brutos al inicio, pero que se irán afinando durante el tiempo para convertirse en grandes vinos. Y entre estos extremos, hay, naturalmente, toda una gama de posibilidades que solo un iniciado sabrá apreciar.
“Se puede decir que la vinificación es un trabajo alquímico, añadía, todo lo que debe ser eliminado se encuentra rechazado: es la separación de lo puro y de lo impuro”.
17. El vino y la alquimia
Si se admite –lo que está por otra parte demostrado– que la química es especialmente el estudio de la materia, sino muerta, si al menos sin espíritu, la alquimia es, sin discusión, el estudio de la materia viviente, es decir portadora de espíritu.
Y no podríamos empezar mejor, vosotros y yo, este capítulo más que con unas líneas del maestro Eugène Canseliet, que explica magníficamente según su costumbre, a propósito de una escultura de la catedral de Amiens, la relación existente entre el vino y la alquimia:
“Henos aquí en presencia del basilisco y del áspic que reúne un pie de viña… En el centro, dispuesto en una espira ornamental sin rugosidad, la cepa, que se ramifica en sarmientos portadores de racimos y de hojas, se muestra, ciertamente, seductor y de una hermenéutica moralizante. El motivo parece aplicarse a las palabras de Cristo, referidas por San Juan, en el capítulo XV de su Evangelio:
“Yo soy la verdadera viña y mi Padre es el vendimiador. Permaneced en mí y yo permaneceré en vosotros. Como el sarmiento no puede, por sí mismo, llevar la fruta si no permanece unido a la cepa, así mismo vosotros no podéis tampoco, si no moráis en mi”.
“Parábola susceptible de una interpretación hermética, si se consulta a los antiguos autores que contemplaban a la viña como símbolo de la piedra filosofal. Designaban la gran medicina con la expresión viña de los sabios…
“La planta generosa, cuyo valor filosófico reside, primeramente, en el tártaro inestimable surgido de las heces de su licor, está acompañada de dos bestias híbridas y tradicionales, completando sobre el plano simbólico de la Gran Obra”1.
Las partes espirituales del vino, habiéndose desarrollado en la fermentación, son separadas de la materia grosera e impura. Esta queda adherida a las paredes internas de los toneles, bajo la forma de una “piedra muy dura, en ocasiones blanca y en otras roja, según el color del vino que la produce”2. Es lo que se llama el tártaro o tartrato.
Este proceso no puede dejar de atraer la atención de los amantes de la “Verdadera Ciencia”, la alquimia: este tartrato que es preciso arrancar del tonel –a menudo con dificultades– es una materia grosera, que se recoge bajo la forma de escamas, evoca la materia primera de los filósofos, esta materia vil y común, cuyos jeroglíficos presentan estrías, tales como un cesto o un cinto, o bien escamas como las de los peces3.
El tártaro no es la materia primera; es sin embargo un elemento muy importante, inestimable, tal como escribe el maestro, porque es una de las dos sales que intervienen en el matrimonio mineral que debe unir a ambos protagonistas; es necesario para hacer la conjunción de azufre y mercurio, y también para fin de separar la luz de las tinieblas, pues tal es el nombre de una de las fases de la Gran Obra
Antes, debe ser purificado y luego enriquecido por el rocío; como el acetato de potasa y el nitrato de potasa.
Pues hay dos sales que los autores alquímicos apenas han ocultado: el nitrato y el carbonato de potasa, bajo la forma de esta hermosa sal que los Antiguos llamaban cremor tártaro, “que sería lamentable confundir con la de los farmacéuticos, que es llamado tartrato ácido de potasio, o bien bitartrato de potasio”4.
“Lo que se vende actualmente bajo este nombre en las farmacias, me decía Eugène Canseliet, no vale la sal que es extraída del tártaro recogida sobre las paredes de los toneles, es decir del vino, es otra cosa completamente diferente, es bello.
“Para extraer este cremor del tartrato de los toneles, continuaba el maestro, es preciso un gran trabajo. Estas escamas, en ocasiones muy gruesas, deben separarse de las paredes de los toneles de madera, y a menudo incluso de la madera”.
De este tártaro, se extraen varios productos. Una de ellas es el ácido de tártaro, esta sal, único en su especie que, hablando con propiedad, es la sal esencial del vino, o más bien de la uva, y debe su origen a la formación de las diferentes sustancias que la componen.
Esta sal, contenida en grandes cantidades en el mosto, es volátil, y durante la fermentación realiza un esfuerzo para separarse de las partes aceitosas a las que está ligado: “Las penetra, las divide, las separa, hasta que, por sus puntas sutiles y cortantes, las haya rarificado en espíritu”5.
Este esfuerzo causa la ebullición del vino y, al mismo tiempo, su purificación. Pues, de estas partes groseras que se separan bajo forma de espuma, una parte se adhiere y se petrifica sobre las paredes del tonel: el tártaro, mientras que otra se precipita al fondo: la hez.
Así, el tártaro y la hez del vino son dos productos de la misma fermentación; y la segunda no ha fermentado más que la otra; pues la hez del vino es igualmente un “tártaro” que ha permanecido líquido al fondo del tonel.
Como si la viña no hubiera terminado jamás de sorprendernos, y permaneciera misteriosa y llena de magia, incluso en sus productos más alejados, es curioso constatar que los diversos tipos de tártaro no tienen la misma cadencia de evolución. “Su desarrollo varía, escribe Paracelso, como el de las hierbas y los árboles, y se desprenden analogías entre su ritmo y el de la floración de algunas hierbas. El conocimiento de estas correspondencias es la médula de la medicina, su teoría y su práctica”
Es pues este tártaro lo que conviene tratar y purificar tras haber arañado las pareces de los toneles. Se puede extraer el cristal de tártaro, un tartrato de blancura perfecta.
Este cristal –cuyo nombre puede descomponerse así: Kristou, de Cristo, y als: sal; es decir Sal de Cristo–, este cristal, pues, no es muy diferente del cristal común; de él se pueden extraer igualmente los cinco principios: la quintaesencia6.
Sería inútil y fastidioso enumerar las numerosas operaciones, tanto químicas como alquímicas, que puede efectuarse a partir del tártaro. Pero este tártaro, llegado directamente del vino –y que no se puede encontrar en ninguna otra parte–, está en el origen de experiencias parecen variar hasta el infinito.
Así puede tomarse la masa negra que queda en el matraz tras la destilación, para extraer una sal de tártaro que se empleará, con el concurso de aceites y grasas, para elaborar jabones. Éste no es más que un ejemplo entre tantas otras operaciones efectuadas corrientemente a partir de la sal de tártaro, que no es más que una parte ínfima de todos los productos que se puede extraer del tártaro y de la hez.
El vino, como cualquier otro licor capaz de fermentar, se convierte en agrio cuando el tártaro se disuelve en una segunda fermentación. Esta disolución tiene lugar ordinariamente cuando el vino empieza a envejecer y a fin de que se agrie más rápidamente, es bueno poner el recipiente que lo contiene en un lugar más cálido, y mezclarlo con la hez, lo que se llama madre. El tártaro, excitado por el calor, se disolverá con más facilidad: apenas se encuentra una mínima cantidad de tártaro en los barriles donde se elabora el vino agrio, el vinagre.
La producción de vinagre se debe a una nueva ordenación de los principios del vino tras la fermentación, no es pues extraño encontrar en el vinagre los mismos principios que en el vino: phlegme, ácido, aceite y un espíritu ardiente7.
Señalemos que, si el vino es frecuentemente citado en la Biblia y en los Evangelios, las representaciones de la Pasión, modelo de la Gran Obra, muestran siempre la caña a la cual estaba fijada la esponja embebida en vinagre.
Aquellos que, en los campos, destilan vino para obtener aguardiente, ignoran ciertamente que están haciendo una operación alquímica. Y sin embargo así es… pues no en vano el aguardiente es un espíritu de vino repleto de un phlegme que ha llevado con él durante la destilación; este espíritu es el primero en ascender, pues se sabe que ya no queda más en el alambique cual el líquido no se inflama.
Cuando contiene menos tártaro, el vino da más aguardiente; en efecto, los espíritus están más separados.
Pero la destilación, no es sólo la fabricación de aguardiente; es un arte olvidado, y que, en nuestros días, ya no se conoce o se conoce muy mal. Pues toda destilación alquímica exige, por parte del manipulador, una gran habilidad, y sobre todo una paciencia a toda prueba.
A este respecto, Limojon de Saint Didier escribía en su “Carta a los verdaderos discípulos de Hermes” (2ª clave):
“Aplicaros pues a conocer este fuego secreto, que disuelve la piedra de manera natural y sin violencia y la hace disolverse en agua en el gran mar de los Sabios, por la destilación que se hace de los rayos del sol y de la luna. De esta manera la piedra, que, según Hermes, es la viña de los sabios, se convierte en su vino, producido por las operaciones de su aguardiente rectificado y su vinagre muy agrio”8.
Como se ha comprendido, sin el vino, resultaría imposible realizar la piedra filosofal, ya que una de las primeras fases del trabajo alquímico –que consiste en unir estrechamente el mercurio filosofal y el azufre– necesita el empleo de una sal. Ésta sal es justamente el carbonato, que los autores antiguos llaman cremor tártaro, extraído del tártaro de los toneles convenientemente preparado.
Tal es lo que expresa Fulcanelli cuando escribe que “si tenemos necesidad de la cesta de Cibeles, de Ceres o de Baco, es solamente porque encierra el cuerpo misterioso que es el embrión de nuestra piedra”9.
Es evidente que el vino y la alquimia están muy próximas una a otra y se interpenetran: la viña de los Sabios es el emblema de la Gran Obra.
El vino pertenece pues a la filosofía hermética y pertenece incluso al esoterismo religioso, porque Cristo, lo ha dicho: “Yo soy la Viña”. Era la prensa mística, la divina prensa.
La cuarta plancha del tratado de Michael Spacher10 presenta un emparrado que, sobre tres lados, rodea “el baño del rey y de la reina, muestra la relación estrecha que existen entre el vino y la Gran Obra que no es solamente simbólica, sino de lo más positiva y concreta. En lo alto de la ilustración, a la derecha, se ve la divina prensa… Este aparato, cuyo tornillo acciona un ángel volador y sobre el cual el supliciado lleva su cruz; esta prensa, digamos, facilita el mosto que se convertirá en el santo vinagre, generador del residuo cristalizado retenido por la madera propicia. Nuestro roble, aconseja el piadoso Flamel, contempla también el muy antiguo tonel que reemplaza, hoy, la atroz cuba de cemento incapaz de soportar el tártaro inestimable”11.
Otros grabados antiguos nos muestran la imagen de la prensa con el Cristo que la rodea, que exprime la uva; es decir, es la evidencia de hasta qué punto, en el espíritu de las gentes de la Edad Media –y antes– el Hijo de Dios y el vino, hijo de la viña y del sol, estaban unidos.
Y, entre otras apelaciones, la piedra filosofal era igualmente llamada la santa viña. No se podía absorber –y con mucha prudencia dice Canseliet– la medicina universal más que disolviéndola en el vino, un buen vino: un verdadero vino, naturalmente.
© Por el texto original en francés: Louis Charpentier
© Ernest Milà – infoKrisis – infoKrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen