viernes, 15 de octubre de 2010

DUALIDADES I - EL BOSQUE Y EL JARDIN

Infokrisis.- No es por casualidad que el Paraíso Terrenal era llamado también Jardín del Edén, pues con esa denominación se quería aludir a un estado primordial de perfección y orden que luego desapareció. Desde el punto de vista del mundo vegetal la “caída" de nuestros primeros padres supuso un tránsito del Jardín al Bosque. No sabemos por qué, pero siempre que intentamos imaginar la expulsión de Adán y Eva del Paraíso imaginamos que dejan atrás un mundo idílico en el que los animales viven en comunión con los hombres y las plantas proporcionan espléndidos manjares al alcance de la mano, todo ello en un entorno luminoso; con el destierro, por el contrario, nos encontramos en un ambiente humbrío, de vegetación lujurioso y exuberante que nada ni nadie puede contener- lianas entrelazadas, espinos, piedras pútridas cubiertas de helechos ennegrecidos, todo ello circundado por horribles especies animales de inusitada fiereza. Adán y Eva han entrado en el bosque.

Casi todas las tradiciones conservan el recuerdo de un Jardín primordial situado en el centro del mundo y en cuyo centro, a su vez, mana una fuente de agua de vida bien está situado un árbol de cualidades mágicas. Alcanzar el centro del centro es llegar a la perfección; si la tradición judeo-cristiana sitúa a Adán y Eva en ese lugar privilegiado por la mera decisión de la voluntad de Jehová, el mundo clásico exigía que ese destino venturoso fuera merecido y conseguido a través de la lucha y del ascesis. Fue así como Hércules pudo llegar al Jardín de las Hespérides tras la serie de trabajos que le dieron la inmortalidad olímpica. También allí, pendían los frutos dorados de un árbol divino. La manzana, que en la tradición bíblica es fuente de pecado y condenación, en el clásico se convierte en signo de realización espiritual.

Pero si la manzana devino sagrada en la tradición clásica y maldita en la hebrea fue precisamente por su constitución interior. Realizando un corte perpendicular a su eje a la altura de su ecuador, lo que puede verse al separarse los dos hemisferios es la disposición de sus pepitas formando una estrella de cinco puntas completamente regular. Esta estrella, símbolo del hombre renovado, remite también a una vieja tradición sasánida relacionada con sus jardines. Estos, reputados de una gran belleza y esplendor y merecedores de cuidados extremos, tenían forma de cruz regular, cada uno de sus brazos simbolizaba a un elemento (Tierra, Fuego, Agua y Aire), se cuidaba particularmente que fueran plantadas flores que les correspondieran en color, aroma y propiedades, pero sobre todo, en el centro, se situaba el palacio que justificaba tanto esplendor. El quinto elemento -la quintaesencia- era la razón de ser, la síntesis y el resumen de los otros cuatro.

Al símbolo de realización espiritual que fue el jardín correspondió como antítesis el bosque desordenado y anárquico. Lo que en el jardín son armoniosos cantares de los pájaros, se transforman en los bosques en sonidos inquietantes y misteriosos presagio de cualquier presencia intranquilizadora. Los árboles inmensos de los bosques, que se alzan sin límite hacia los cielos y nublan su luz, están en el jardín sometidos a criterios estéticos, bien podados y domesticados sirven al espíritu de quien dispuso su presencia. Todo es azar y necesidad en el bosque, todo, por el contrario, voluntad realizada y disposición expresa en el jardín. Incluso cuando en algún jardín japonés se procura evitar las simetrías y dar una sensación de naturalidad, no hay que engañarse, todo ha sido colocado en su lugar con una voluntad precisa. Voluntad mucho más evidente en los jardines franceses que lucen avenidas rectilíneas, y trazados geométricos complicados, por no hablar de los laberintos vegetales de setos tan recortados que se diría que pertenecen a un mundo mineralizado y estable.

El bosque, como las aguas profundas, en tanto que sugieren terroríficas presencias, son símbolos del inconsciente; como en él, existe una floración caótica y brutalmente incontenible en que las ramas y hojas sustituyen a los pensamientos, los extraños animales salvajes a las obsesiones, los monstruos que acechan en la oscuridad, a nuestros miedos. El jardín, por el contrario, pertenece más bien al orden de lo realizado, a una mente serena que ha logrado el perfecto dominio de sí misma. Recuérdese a este respecto que uno de los atributos de la perfección espiritual es un olor específico, irresistiblemente atractivo, que muchos místicos han comparado con el que exhalaba el Jardín del Edén: el olor de santidad. Un olor carente en los bosques donde todo nace y se pudre simultáneamente: nuevas hojas buscan la luz cada día y otras tantas caen en el humus junto con miles de insectos y animales cuyo ciclo de vida termina en la putrefacción que favorecerá nueva vida.

En otro tiempo los dioses habitaron en los bosques y se decía que no había árbol alguno, por nimio que fuera, que no albergara a un genio, ni bosque que no estuviera bajo la advocación de un Dios. Hasta mediados del siglo XIX los bosques siguieron ejerciendo un atractivo mágico para los hombres. Distintas sociedades secretas, como los carbonarlos, llegaron hasta los bosques para realizar sus ceremonias iniciáticas. Juraban sobre troncos y su vocabulario estaba repleto de ideas y conceptos tomados de los oficios propios del bosque.

Por que en el fondo los hombres han considerado misterioso y sagrado al bosque. Cuando las legiones de César talaban bosques enteros para construir las empalizadas de sus campamentos, ni una sola brizna de hierba podía ser cortada sin antes realizar sacrificios expiatorios a los dioses del lugar. Y cerca de cualquier centro iniciático hubo siempre un bosque considerado sagrado. En ocasiones incluso las ceremonias de introducción de algún aspirante en cofradías secretas    concluía con una incursión del recién llegado dentro del bosque sagrado.

Se presentía que al ser morada de poderes desconocidos, quien se aventuraba en los bosques y sobrevivía a ellos, aquel que era capaz de mirar a los Ojos del misterio y seguir viviendo, había asumido la naturaleza de esos mismos genios, se había impregnado en sus cualidades y era un ser radicalmente diferente al no-iniciado.

Hoy, en nuestro maltrecho siglo, los bosques caen, la tierra se ahoga, no se alzan nuevos jardines dignos de tal nombre, sino solo plazas "duras" de hormigón y cemento, las flores artificiales causan buena impresión y, por lo demás, están tan bien imitadas... Con razón Nietzsche pronunció su oráculo: "El desierto crece". Hoy más que nunca.


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