El arsenal
mundial llegó a alcanzar los 12.000 megatones de poder explosivo, concentrados
en 45.000 bombas. En 1979, la Oficina de Evaluación Tecnológica de los Estados
Unidos estudió las consecuencias de un ataque soviético contra 250 ciudades
norteamericanas en que se detonaran un total de 7.800 megatones. Se concluyó
que las víctimas fatales serían entre 155.000.000 y 165.000.000 de
norteamericanos, además de unas decenas de millones de heridos graves. Un
ataque similar contra la Unión Soviética se saldaría con entre 50.000.000 y
100.000.000 de muertes.
Un estudio
diferente fue publicado en 1982 por la Real Academia Sueca de Ciencias. El
estudio supone 4.970 bombas dirigidas contra ciudades (125 de ellas hacia el
hemisferio sur), totalizando 1.941 megatones. Otros 700 megatones se dirigen
contra refinerías de petróleo, plantas de energía eléctrica, industrias y
pozos petroleros alejados de los centros poblados. Finalmente, 6.641 bombas
con un rendimiento total de 3.100 megatones atacarían blancos militares, como
aeropuertos, puertos navales, submarinos nucleares y mísiles balísticos
intercontinentales. El resultado final de este escenario en que se detonan
5.741 megatones —apenas la mitad del arsenal total actual— es la muerte de 866.000.000
de seres humanos además de 280.000.000 de heridos que morirían a los pocos días
debido a la imposibilidad de recibir ayuda médica. En total, algo más de 1.000
millones de víctimas fatales a causa de los efectos directos de las explosiones.
Las
consecuencias físicas de un conflicto de este tipo serían devastadoras. Se
lanzaría un total de 255.000.000 de toneladas de humo en pocas horas que,
suspendido en la atmósfera, atenuaría la luz del Sol. Esto provocaría una
bajada de la temperatura normal hasta 20°C bajo cero que se prolongarían durante
tres meses. Otros análisis concluyen que la temperatura de la superficie del
hemisferio sur bajaría unos 8°C a las pocas semanas y permanecería durante ocho
meses unos cuatro grados bajo lo normal. El invierno nuclear se extendería
sobre todo nuestro planeta. La capa de ozono se vería disminuida por la producción
de óxidos de nitrógeno expulsados por la bola de fuego. En todas las zonas del
hemisferio Norte incluido el ecuador, la radiación pasaría a ser 100 veces
superior a la normal, mientras que en el hemisferio sur, a las pocas semanas
se alcanzaría una radiactividad 80 veces superior. Las explosiones causarían
cambios radicales en la climatología. Se iniciaría un invierno que duraría
varios años.
Las bajas
temperaturas y la oscuridad ambiental destruirían la vegetación en el hemisferio
norte (donde los efectos físicos serán mayores) y de las zonas tropicales,
(menos resistentes a una disminución de la temperatura ambiental). Grandes
cantidades de animales perecerían a causa del frío, escasez de agua fresca
(estaría congelada) y oscuridad. Cuando se disiparan las sombras, los altos
niveles de radiación ultravioleta causarían daño en las hojas de las plantas,
debilitándolas aún más, y en la córnea del ojo de los animales causando ceguera
generalizada. No habría recursos alimenticios para los vertebrados. Las aguas
poco profundas se congelarían y la oscuridad destruiría el fotoplancton
eliminando la base alimentaria de muchas especies marinas y de agua dulce. Los
peces que sobrevivieran (una de las pocas fuentes alimentarias para los
humanos), estarían contaminados por las sustancias radiactivas precipitadas en
el agua.
No lograría
sobrevivir a las explosiones más del 50% de la población mundial actual.
Los supervivientes afrontarían la gran mortalidad provocada por epidemias a
causa de la baja resistencia inmunológica y por la destrucción de la
infraestructura sanitaria. Finalmente, la tensión psicológica por la
experiencia vivida continuaría afectando gravemente a los supervivientes y a
las generaciones futuras.
Ningún gobernante quiso ser recordado como el verdugo de la humanidad. La magnitud del posible desastre evitó su desencadenamiento, especialmente en los teatros principales –Europa, el territorio norteamericano y el soviético– pero no pudo evitar que durante toda la segunda mitad del siglo XX, las diferencias entre las superpotencias pasaran a ser dirimidas en teatros secundarios y a través de peones interpuestos. No chocarían los EEUU y la URSS directamente, sino a través de peones interpuestos, en guerras periféricas que afectaban a zonas que habían quedado al margen de los acuerdos adoptados por ambas potencias al final de la Segunda Guerra Mundial y nunca en el teatro europeo.
Esto explica los
conflictos que estallaron o que se resolvieron en aquellos años de la
postguerra: tuvieron que ver con la descolonización (guerra de Indochina),
luego, una vez desposeídos los Estados europeos de sus colonias, aparecieron
guerras para decantar a estas ex-colonias a favor de alguna de las dos
superpotencias (USA y URSS) frecuentemente bajo el aspecto de guerras civiles
en las que cada fracción miraba hacia un bloque concreto y, finalmente, guerras
entre naciones vecinas. La descolonización y lo que sucedió después, fue
importante para ver quién ganó verdaderamente la Segunda Guerra Mundial: cinco
años después de concluida, ya estaba claro que las potencias europeas (Francia
e Inglaterra) habían pasado a ser potencias de segunda categoría.
El proceso
siempre era el mismo y se repitió en Indochina, en Argelia, en las colonias belgas,
inglesas y portuguesas desde 1950 hasta 1975: una serie de movimientos (muchos
de los cuales habían tenido inspiración fascista antes de 1945) reclamaban la
independencia, la ONU la impulsaba y las potencias coloniales la retrasaban lo
máximo posible, especialmente si eran colonias estratégicas por las materias
primas o por las bases militares que albergaban. Luego, tras un simulacro
electoral, se producía la entrega del poder al gobierno improvisado entre los
más partidarios de la potencia colonial (o simplemente, estallaba el conflicto
armado en caso de que la potencia colonial se negara a conceder la
independencia) y se formaba una guerrilla o una fuerza política “de
izquierdas”, en cualquier caso, que declaraba su simpatía a la URSS… que, a partir
de ese momento, ofrecería su apoyo, asesoramiento y abastecimiento de armas y
municiones.
Los dirigentes más responsables de estos nuevos países independizados, entendieron pronto que, o sea agrupaban o deberían afrontar un neo–colonialismo y el encuadramiento en uno de los bloques… y si esos países habían nacido era para ser independientes, no para cambiar de potencia colonial.
Los dirigentes más responsables de estos nuevos países independizados, entendieron pronto que, o sea agrupaban o deberían afrontar un neo–colonialismo y el encuadramiento en uno de los bloques… y si esos países habían nacido era para ser independientes, no para cambiar de potencia colonial.
La Guerra de
Corea había sido una advertencia para los nuevos países que estaban alcanzando
la independencia. En efecto, en 1949, el Partido Comunista Chino venció
completamente al Kuomintang que huyó para refugiarse en Formosa (Taiwan),
mientras que en el continente se constituía la República Popular China. Era
el desquite de Stalin a la humillación que había sufrido cuando decretó el
bloqueo de Berlín y no pudo evitar que la ciudad en su parte occidental fuera
abastecida por un puente aéreo continuo. Se quitaba también la espina
yugoslava y a la disidencia titoista. La victoria comunista en China era el
primer paso, para avanzar un segundo paso: la unificación de las dos Coreas,
manu militari.
Nueve meses
después del establecimiento del gobierno comunista en China, las tropas de
Corea del Norte, cruzaron el paralelo 38 que les separaba del Sur y arrasaron
las débiles defensas del ejército de este país. Pero la URSS no había calculado
la reacción norteamericana. Los EEUU pidieron la convocatoria del Consejo de
Seguridad de la ONU y obtuvieron el mandato para ponerse al frente de una
fuerza internacional que restableciera la normalidad. La ofensiva norcoreana
que se había adueñado de Seul fue cortada en seco y el 19 de octubre, las
tropas norteamericanas dirigidas por el general Douglas McArthur alcanzaban la
capital del norte, Pyongyang. Pero unos días antes de alcanzar ese objetivo,
las tropas chinas con apoyo soviético, cruzaban la frontera y obligaban de
nuevo a surcoreanos y norteamericanos a retirarse. El 4 de enero, los chivos
llegaban a Seul de nuevo.
Llegados a este
punto, McArthur llegó a proponer el bombardeo de China con bombas atómicas.
Sin duda no fue por falta de ganas que el presidente Truman (que seis años
antes había dado el visto bueno al innecesario bombardeo de Hiroshima y
Nagasaki) se negó ahora a tan enérgica y expeditiva medida: en efecto,
hubiera entrañado el riesgo de una reacción nuclear rusa, cuya potencia nuclear
efectiva se desconocía en ese momento.
El conflicto
de Corea fue la primera ocasión en la que se comprobó que el arma nuclear, a
diferencia de cualquier otra arma anterior, se tenía pero no se utilizaba,
servía solamente como factor de amenaza y chantaje, pero su potencial
destructivo la hacía poco efectiva ante reacciones impulsivas. Ya hemos visto
la reflexión estratégica de Beaufré que, según confesión propia, se inició en
los días de Corea.
Pero este
conflicto tuvo muchos más efectos: el primero de todos fue que las nuevas
naciones que iban accediendo a su independencia eran pobres, con recursos pero
con escasa industrialización, así pues, no podían disponer de ejércitos muy
fuertes, ni comprar armamentos de manera ilimitada. Se trataba de
independencias ficticias, esto es, lo que se llamó neo–colonialismo. Debían
afrontar amenazas exteriores y riesgos de satelización por parte de las grandes
potencias. Así pues, no les quedaba más remedio que optar por una “tercera
vía”, agruparse, compartir sus problemas, garantizar mutuamente su defensa y
proclamar su camino ante la URSS y los EEUU.
En 1955, tuvo
lugar en Bandung, Indonesía, la conferencia de jefes de gobierno de India,
Egipto e Indonesia (Nerhu, Nasser, Sukarno) y de otros veinticuatro países que,
por primera vez lanzaron la idea de crear una organización que agrupara a lo
que a partir de ese momento se llamaría “países no alineados”.
El camino fue
largo y difícil y solamente en 1961 pudo celebrarse la Conferencia de Belgrado
a la que asistieron 28 países (Cuba fue el único país iberoamericano que
asistió en un momento en que todavía no estaba claro si se había alineado
completamente con la URSS. Sin embargo, esta presencia demuestra que la no–alineación,
en realidad no era completamente equidistante de Washington y de Moscú. Era una
“intención”, indicaba una “voluntad”, pero se mostraba ligeramente escorada
hacia Moscú, quizás por buenas razones (entre otras, la náusea que produjo en
el mundo árabe el ataque anglo–francés a Suez en 1956, con el apoyo de Israel),
pero que fue aprovechado por Moscú, para seguir manteniendo relaciones
cordiales con algunos países díscolos hacia su influencia (Yugoslavia),
mantener buenas relaciones con otros (la República Árabe Unida) y evitar que
otros cayeran en el área de influencia occidental (Argelia). A esto se unía
el hecho de que los nuevos países nacían con rechazos más o menos acusados
hacia las antiguos potencias coloniales, todas ellas occidentales y, por tanto,
estaban más predispuestos a aproximarse a la política exterior soviética que a
la occidental.
El “movimiento
de la no alineación” sigue todavía vivo en la actualidad, pero con un espíritu
y unos objetivos muy diferentes a los fundacionales. La orientación actual es
indigenista, bolivariana, favorable al chiismo iraní. Tras su última reunión en
septiembre de 2016 en Isla Margarita, Venezuela, fue elegido presidente Nicolás
Maduro. En la actualidad cuenta con 128 países y 15 observadores, pero es cosa
del pasado, de un pasado vinculado a la Guerra Fría.
Como hemos
dicho, uno de los hitos que impulsaron la no–alineación fue el ataque
franco–inglés al Canal de Suez, desencadenando, junto con Israel, la Segunda
Guerra Árabe–Israelí, llamada también “Guerra del Sinaí” que se prolongó entre
el 29 de octubre y el 7 de noviembre de 1956 (y que fue aprovechada por los
soviéticos como telón para aplastar a la revolución húngara). En realidad, Francia
e Inglaterra aspiraban a cortar la popularidad creciente de Gamal Abdel Nasser,
presidente egipcio, en todo el mundo árabe. Cuando las potencias occidentales
se negaron a financiar la construcción de la presa de Assuán (tras haberse
comprometido), Nasser respondió nacionalizando el canal de Suez por donde,
en aquella época, circulaba el mayor flujo de petroleros que seguían la
ruta del Golfo Pérsico al Mediterráneo.
En combinación
con los paracaidistas anglo–franceses, las tropas mecanizadas judías ocuparon
la península del Sinaí. El 5 de noviembre la ONU dispuso el alto el fuego y
posteriormente ordenó la retirada israelí de Gaza y del Sinaí, mientras que los
EEUU se desentendían de la operación y la URSS amenazaba a Francia e Inglaterra
con “armas modernas de destrucción” en caso de que se negaran a retirarse de la
zona. Al hacerlo unas semanas después, ambos países quedaron apeados
completamente de Oriente Medio. Anthony Eden dimitió como primer ministro
inglés y las opiniones públicas de ambos países comprendieron que habían dejado
de ser fuerzas hegemónicas, no solamente en Europa, sino en todo el mundo.
Si bien en la
primera conferencia de Bandung, no había asistido ningún país iberoamericano,
en la de Belgrado ya estaba presente Cuba. Pero éste país, poco a poco fue
concibiendo un proyecto apoyado por la URSS: la creación de la Organización
de Solidaridad de los Pueblos de África, Asia y América Latina (OSPAAAL),
fundado en 1966 y surgida de la Primera Conferencia Tricontinental celebrada en
La Habana. A pesar de sus ideales humanitarios y pacifistas, destinadas a
cultivar una imagen democrática y tolerante, lo cierto es que la OSPAAAL
participó decididamente en todas las guerrillas que surgieron especialmente en
Iberoamérica durante los años 60 a imitación de la experiencia cubana. El
símbolo mismo de la organización era elocuente: un globomundi acompañado de un
brazo armado con un fusil...
En realidad, el
gobierno cubano, inicialmente nacionalista, luego neutralista y, finalmente,
alineado con la URSS, había surgido de una experiencia guerrillera irrepetible.
Los “barbudos” de Fidel Castro, realmente, estuvieron aislados en la montaña
durante la mayor parte de tiempo que duró la campaña, mientras que el peso del
deterioro del gobierno del general Batista, tenía lugar por presión en las
ciudades y, especialmente, por parte de las movilizaciones estudiantiles. Una
vez en la Habana, los propios guerrilleros se fueron autoengañando sobre su
papel en el conflicto, magnificándolo e induciendo al error a toda una
generación de militantes de la izquierda iberoamericana, cuyas guerrillas nunca
llegaron a prosperar y prolongarse en el tiempo (salvo quizás en Colombia y por
razones muy diferentes). Pero, poco después de la llegada de Castro a la
capital cubana, se creía (y aquí los intelectuales occidentales tuvieron
también su parte de culpa, teorizando absurdos y magnificando estrategias que
apenas conocían por los folletos de propaganda difundidos por los consulados
cubanos) que el desarrollo de “focos guerrilleros” podían desencadenar
movimientos rurales capaces de tomar el poder, aunque no existieran
“condiciones objetivas” para ello: la guerrilla, por su mera presencia, creaba
tales condiciones (Regis Debray)…