Se ha llamado
“guerra fría” al conflicto que enfrentó a los Estados Unidos con la Unión
Soviética y que abarcó oficialmente desde 1948 (cuando tuvo lugar el llamado
“Golpe de Praga”) hasta 1989 (caída del Muro de Berlín). Sin embargo, el
conflicto tenía antecedentes lejanos e incluso Alexis de Tocqueville fue capaz
de preverlo algo más de un siglo antes de que se iniciara. Escribe Tocqueville
en La democracia en América:
“Hay hoy en la Tierra dos grandes pueblos que, habiendo partido de
puntos diferentes, parecen avanzar sobre un mismo fin. Son los rusos y los angloamericanos.
Los dos han crecido en la oscuridad, y mientras las miradas de los hombres
estaban ocupadas en otra parte se colocaron de golpe en la primera fila de las
naciones, y el mundo conoció al mismo tiempo su crecimiento y su grandeza.
Todos los demás pueblos parecen haber llegado, poco más o menos, a los límites
que fijó la Naturaleza, y no tener ahora otra cosa que conservar. Aquellos, en
cambio, están en crecimiento. Rusia es, de todas las naciones europeas, aquella
cuya población aumenta proporcionalmente de modo más rápido. Para alcanzar su
fin, el pueblo norteamericano descansa en el interés personal y deja obrar, sin
dirigirlas, la fuerza y la razón de los individuos. El ruso concentra de alguna
manera en un hombre todo el poder de la sociedad. El uno tiene como principal
medio de acción la libertad; el otro la servidumbre. Su punto de partida es
diferente, sus caminos son diversos; sin embargo, los dos parecen llamados por
un secreto designio de la Providencia a tener en sus manos los destinos de la
mitad del mundo”.
Tocqueville no
se equivocaba, pero para que fuera posible ese enfrentamiento debían de
producirse distintos cambios en ambos países.
EEUU primero
amplió su espacio territorial, hacia el Oeste con la “nueva frontera” y hacia
el sur con la guerra contra México de 1846 a 1858 que le proporcionó los
Estados de Arizona Nuevo México, Nevada, Colorado y Utah, después de
anexionarse Texas y adquirir California, como resultado de las políticas
expansionistas que venía practicando desde 1809 con la compra de Florida a
España y Luisiana a Francia. En 1860 resolvió su problema interior con la
Guerra de Secesión, haciendo triunfar el espíritu del Norte. Menos de cuarenta
años después se apropiaba de aquellos mares que consideraba su “patio trasero”,
a costa de una España debilitada y disminuida en la guerra de 1898 que
proporcionó a EEUU Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Poco después consiguió poner
un pie en Europa durante la Primera Guerra Mundial y salir beneficiada en el
Tratado de Versalles, mientras mantenía rigurosamente la “doctrina Monroe”
(América para los americanos… del Norte). Todo esto se interrumpió con la
crisis de 1929 que se mantuvo viva durante diez años. Sin embargo, el
estallido de la Segunda Guerra Mundial (de la que el gobierno de los EEUU fue
uno de los instigadores a partir de finales de 1938) le permitió poner de nuevo
en marcha las fábricas y enviar ayuda militar a ingleses y soviéticos. A la
vista de que, de todos los contenientes, los EEUU fueron el único país que no
sufrió destrozos, era evidente en 1945 que ya era primera potencia mundial.
La historia rusa
desde mediados del siglo XIX hasta 1945 fue mucho más azarosa. El Imperio Ruso,
junto con el Segundo Reich y el Imperio Austro-húngaro constituían los últimos
bastiones del “antiguo régimen” que habían sobrevivido a las revoluciones
liberales de finales del siglo XVIII y del siglo XIX. Cuando estalló la Primera
Guerra Mundial, la posición de la dinastía zarista era precaria. Habían
fracasado las reformas políticas y el imperio ruso se veía enfrentado al
Imperio Otomano, al Imperio Austro–Húngaro y al Reich alemán. De no participar
en el conflicto hubiera garantizado la hegemonía alemana en Europa. Cuando el
ejército alemán liquidó completamente a dos ejércitos rusos en Tannenberg en
agosto de 1914, la posición rusa se mostró insostenible. La victoria alemana en
los Lagos de Mansuria consiguió expulsar a los rusos de territorio prusiano. La
posterior victoria rusa sobre las tropas austro-húngaras en Lvov apenas compensó
la derrota. Pero el descontento alimentado por los intelectuales y los partidos
de izquierda debilitó la posición del zar que optó por entregar el poder,
después de la llamada “revolución de febrero” de 1917, a Aleksandr Kérenski
el cual se vio incapaz de restablecer el orden en el país y se vio obligado a
huir ante la llegada de los soviéticos. Éstos, una vez en el poder,
firmaron la paz con Alemania y debieron afrontar unos años de guerra civil
hasta que el régimen de estabilizó completamente e inició un período expansivo
y revolucionario utilizando como instrumento al Komintern, esto es, a la
Tercera Internacional o Internacional Comunista.
Lenin percibió
pronto que era preciso abordar la reconstrucción del país y abandonar
determinadas veleidades revolucionarias presentes en los tres primeros años de
gobierno soviético. La Nueva Política Económica destinada a transformar a Rusia
en un “capitalismo de Estado” (que permitía la existencia de pequeñas empresas
privadas, mientras el Estado tenía el control del comercio exterior, la banca y
la gran industria) se promulgó en 1921 y vino en sustitución del llamado
“comunismo de guerra”.
La muerte de
Lenin y la llegada de Stalin trastocaron todo este planteamiento que corría el
riesgo de dejar que se filtraran de nuevo criterios capitalistas y burgueses.
Stalin sustituyó esta política por los Planes Quinquenales, colectivizó a los
kulaks (campesinos “ricos”) y el país se hubiera desmoronado por los efectos de
estas políticas y de la oposición interna que generaron incluso entre la vieja
guardia bolchevique, de no ser por la instauración de una dictadura
centralizada. Los cambios de rumbo de Stalin desorientaron al Komintern que
no pudo aprovechar el éxito de los Frentes Populares que triunfaron en Francia
y en España en 1936 y que compensaban la destrucción del Partido Comunista
Alemán, tres años antes.
Tras un breve
romance germano–soviético en 1939 que permitió la liquidación de Polonia por
parte del Reich y de la URSS (pero, así como Francia e Inglaterra declararon la
guerra a Hitler, no hicieron lo mismo con Stalin), las reivindicaciones de ésta
sobre territorios de Rumania (Besarabia y Bucovina), y de Finlandia, hicieron
temer a los alemanes que la URSS se preparaba para atacarles y se adelantaron
en la Operación Barbarroja. Después de éxitos iniciales, los soviéticos,
ayudados por el clima y por los envíos de armas y pertrechos norteamericanos
que empezaron a llegar incesantemente, lograron recuperarse y en 1945 se habían
convertido en el ejército más fuerte del mundo, punta de lanza de un espacio
territorial inmenso, parte del cual había resultado indemne de las
destrucciones de la guerra (en las zonas de Moscú hacia Siberia).
El 25 de abril
de 1945, las tropas rusas y norteamericanos se encontraron a orillas del Elba.
Parecía que la guerra había terminado y que la creación de las Naciones Unidas,
así como los procesos de Núremberg, garantizaban que no habría una nueva
conflagración. Sin embargo, desde finales de 1944, algunos estrategas
ingleses y norteamericanos confirmaron que “algo no iba bien”. En efecto, los
rusos estaban actuando de manera salvaje y brutal, no solamente en los
territorios de Prusia Oriental que empezaban a ocupar, sino especialmente en
las naciones que iban ocupando progresivamente (Polonia, Rumanía, Hungría,
Bulgaria…). No solamente procedían a ejecuciones masivas, sino que no
respetaban lo acordado: celebración de elecciones democráticas. Simplemente,
llegaban y colocaban una administración soviética apoyada por los miembros del
Partido Comunista local que habían llegado en los furgones con la hoz y el
martillo. Y lo que era peor: no se tenía constancia de si se detendrían al
llegar al Elba o proseguirían su avance.
De hecho, si
Alemania resistió hasta lo indecible en 1944 y 1945 fue con la esperanza de
poder negociar con los aliados occidentales un alto el fuego, trastocar las
alianzas y lanzarse junto a ingleses y norteamericanos contra los bolcheviques.
Esta esperanza estuvo viva en la cúpula del Tercer Reich hasta el inicio de la
primavera de 1945. Mientras, algunos militares norteamericanos –el general
Patton especialmente, pero no sólo él– advertían que los soviéticos habían
acumulado 300 divisiones en el frente del Este, mucho más de lo que necesitaban
para ocupar Alemania y vencer las últimas resistencias. Los EEUU
respondieron con una exhibición de fuerza sobre la ciudad de Dresde que
demostró de que estaban en condiciones de convertir en cenizas a cualquier
fuerza que se atreviera a cruzar el Elba. Stalin comprendió perfectamente el
aviso y se atuvo al pacto, pero no consintió en renunciar al dominio sobre
Europa del Este.
A pesar de que
en las conferencias de Teherán (noviembre de 1943), Yalta (febrero de 1945) y
Postdam (agosto de 1945), se intentaron establecer las líneas de referencia
para la postguerra, lo cierto es que, siempre, los acuerdos fueron precarios y
ambiguos. En Yalta, Stalin dominó ampliamente ante un Churchill alcoholizado
y un Roosevelt enfermo (moriría poco después).
En el curso de
estas conferencias, Churchill siguió defendiendo el principio que constituía el
axioma inglés desde principios del siglo XIX: “no dejar que ninguna potencia
dominara el continente europeo”. Durante ese siglo y medio, Londres
había tratado por todos los medios de impedir un eje París–Berlín–Moscú que
hubiera implicado apearla de la política europea, y ahora seguía en la misma
línea… sin darse cuenta de que las bases del Imperio Británico estaban siendo
socavadas en esos mismos momentos por los movimientos anticolonialistas
que, inicialmente habían sido estimulados por las potencias del Eje.
Tampoco advertía
Churchill que las Islas Británicas habían quedado deshechas por la guerra y
que EEUU se había convertido en la nueva potencia oceánica y comercial.
Sería vano y
superficial afirmar que la Guerra Fría fue un conflicto entre el “Este” y el
“Oeste”: en realidad, se dirimía en un gran tablero mundial. Es cierto que
Europa estuvo en el centro y fue el continente en el que pudo estallar un
conflicto “caliente”. Europa era todavía tras la Segunda Guerra Mundial, “el
centro de la civilización”, pero no hay que olvidar que existieron “frentes
secundarios” en la –Guerra Fría en Asia, África y América Latina– y que, en
estos, frecuentemente, el conflicto pasó a ser “caliente”. Se trató de un
conflicto mundial en el que dos naciones luchaban por la hegemonía.
Tampoco es
cierto que se tratara de un conflicto ideológico: la Segunda Guerra Mundial
había demostrado que todos podían pactar con todos, sin atender a sus
orientaciones ideológicas. Los nacionalsocialistas lo hicieron con los
soviéticos en 1939 y estos pactaron con los países capitalistas en 1941 para
derrotar a los nazis, con la misma frialdad con la que en algunos medios
aliados, a partir de 1944, se consideró la posibilidad de cambiar de alianzas y
pactar con los nazis para oponerse a la embestida soviética… No, el conflicto
ideológico existió, ciertamente, pero atenuado: no fue ni el principal factor,
ni el decisivo. Se tomó en consideración en tanto que factor diferenciador,
pero la “ideología” ocupó un aspecto muy secundario en el desarrollo de los
acontecimientos: los “imperialistas norteamericanos” fueron bien recibidos
en Pekín en 1973, los países “neutralistas”, frecuentemente eran dictaduras
inmisericordes, en absoluto diferenciadas de los peores gobiernos autocráticos,
en África, los gobiernos occidentales y la URSS apoyaron y mantuvieron en el
poder a verdaderos sátrapas sedientos de sangre, simplemente porque beneficiaba
a sus intereses y sin que mediara la más mínima consideración ideológica.
Es cierto, de todas formas, que tanto en el Este como en el Oeste, existían
quienes creían firmemente en la justeza de los ideales comunistas o en las
bondades del libremercado y, esos eran, naturalmente, los enfoques que mantenía
la propaganda de cada bloque para cubrir con una patina idealizada lo que no
dejaba de ser un choque geopolítico de dimensiones mundiales.
La Guerra
Fría fue, en definitiva, una simple guerra de influencias entre dos potencias
que aspiraban a la hegemonía mundial, la URSS y los EEUU, que revistió y se
rigió especialmente por las leyes de la geopolítica y que dispuso de un “frente
principal” (Europa) y de “frentes secundarios” (Asia, África y América Latina)
en los que existía la posibilidad de que la Guerra Fría de volviera “caliente”.
Quedaba por
definir quién tuvo la razón y quién fue más honesto y digno en sus
posiciones. No es asunto del historiador
plantearse tal problema. Pero hay que estar atentos: ambos bloques luchaban
por ganar influencia y someter a la otra parte, simplemente porque no se fiaban
de las intenciones del bando contrario. Cuando se escuchan los argumentos
de las dos partes, se ve que ambos tienen cierta razón: unos percibían como
ofensivos, movimientos que para los otros eran defensivos en la medida en que creían
que estaban siendo atacados por el enemigo. ¿Cuál era la diferencia entre ambos
bloques? ¿Las libertades públicas? ¿la asistencia social? ¿el bienestar? Todos
estos elementos son muy secundarios y se prestan a argumentaciones poco
veraces. La diferencia entre ambos bloques, en este terreno, la expuso
perfectamente Alexandr Solzhenitzin: “En Rusia no puede decirse nada y en
Occidente puede decirse todo, pero no sirve para nada”.
Todo lo que
ocurre en una guerra suele ser manipulado y tergiversado por la propaganda.
Luego, el vencedor escribe el relato en el que da su versión “políticamente
correcta”. Es el tiempo el que se encarga de desvirtuar los argumentos de
la propaganda: hoy se sabe que la versión dada durante 100 años sobre el
estallido de la Primera Guerra Mundial era falso. Pero han hecho falta que
pasara un siglo para ver más allá. Cuando dentro de 30 ó 40 años se reescriban
los motivos que llevaron a la Segunda Guerra Mundial seguramente muchos se
sorprenderán. Y otro tanto puede decirse sobre la Guerra Fría.
Lo cierto es
que el universo soviético se sintió, desde 1945, condenado por Occidente y
Stalin respondió tratando de no dejarse avasallar: en Corea, parece
evidente la responsabilidad comunista en el inicio del conflicto, de la misma
forma que en Vietnam los EEUU fueron, indiscutiblemente, los instigadores.
No hubo
inocentes en la Guerra Fría, esa es la triste y terrible realidad. Cada parte
actuaba en función de sus propios intereses; nada más. Hay que agradecer a
las clases políticas de aquellas épocas que fueran lo suficientemente lúcidas
como para entender que, con armas nucleares en las manos, una chispa podía
hacer desaparecer la vida sobre la tierra y midieran mucho sus iniciativas y
sus pasos. Pero no fueron lo suficientemente inteligentes para establecer
calendarios de desarme ni para lograr climas de apaciguamiento.