1ª FASE DE LA
GUERRA FRÍA: ANTE EL ABISMO.
1948–1962
Durante cuarenta
años la historiografía comunista ha recordado el mes de febrero de 1948 como
“el febrero victorioso”. Realmente lo fue para ellos. Por dos veces en 10
años, Checoslovaquia –país artificial, creado en 1918 y estallado en 1939,
zurcido de nuevo en 1945 y definitivamente roto desde 1992– situó al mundo al
borde de la guerra: en las dos ocasiones nos encontramos a la misma persona
ocupando las riendas del poder: Edvard Beneš. Era, seguramente, la única
persona que creía en la existencia de una nación llamada “Checoslovaquia”.
Y en ambas
ocasiones, su actitud estuvo a punto de costar una guerra: en 1938, fue el
primero en entender que la supervivencia del país solamente podía lograrse
mediante una guerra en la que ingleses y franceses demostrasen con las armas
que la región de los Sudetes, a pesar de haber sido siempre alemana y de
contener una población en un 90% germanófona, (en Versalles había sido regalada
a Praga igual que otras regiones húngaras y polacas), ahora pertenecía a
Checoslovaquia. Imperó el buen sentido y, finalmente, los aliados occidentales
(verdaderos creadores de este país) entendieron que no valía la pena morir por
algo que, en justicia, correspondía a Alemania. Los acuerdos de Munich
ratificaron que los Sudetes habían formado parte siempre de Alemania.
Perdida esta región, el país se desintegró en 1939 y tanto la parte Checa como
la Eslovaca pasaron a la órbita de influencia alemana.
Diez años
después de los Acuerdos de Múnich, en 1948, Beneš había sido de nuevo
colocado por ingleses y franceses en el puesto de mando del Castillo de Praga.
Los soviéticos lo consideraban un títere de Occidente (lo era). En 1945, el
Partido Comunista Checoslovaco lo toleró argumentando que iba a llevar a “cabo
una revolución nacional democrática muy profunda”, lo que en la jerga
comunista quería decir, “preparar la situación para la subida al poder del
Partido Comunista”. Éste era relativamente fuerte: 40.000 afiliados en 1945 y
1,35 millones en 1948. Los comunistas formaban obedientemente en el Frente
Nacional que agrupaba a todas las fuerzas democráticas. En 1946 habían obtenido
el 38% de los votos. Beneš era consciente de que, si en 1938–1939, Alemania
era el país hegemónico en Europa Central, ahora la situación había cambiado y
si quería sobrevivir no podría ya contar con la ayuda de los aliados occidentales,
sino que debía aprender a coexistir con Moscú.
El problema
era que los comunistas empezaron a granjearse enemistades: controlaban el
ministerio del interior, la policía y, por tanto, la represión. Todo aquel
que había ocupado algún cargo, incluso de jefes de negociado, durante el
período en el que el país estuvo bajo la órbita alemana, fue detenido y
encarcelado. En el campo se temía que, de un momento a otro, se iniciara la
colectivización de tierras. Para colmo, el Kominform (remedo del Komintern,
la Internacional Comunista, disuelto durante la guerra) apremió a los
comunistas checoslocavos para que aceleraran la toma del poder. Y no estaba
claro el resultado que iban a tener en las elecciones de 1948; es más, se temía
que retrocedieran, incluso que se hundieran electoralmente. De hecho, los
partidos comunistas occidentales, especialmente el francés y el italiano,
habían fracasado en las elecciones de esa época y Moscú temía que ocurriera lo
mismo en Praga. Eso llevó a los comunistas checoslovacos a hacerse con el poder
mediante un golpe de Estado.
El 21 de
febrero, los ministros comunistas dimitieron del gobierno como protesta por la
reincorporación de ocho altos oficiales de policía no comunistas, decisión que
había sido aprobada por el gobierno. Era evidente que Beneš no aceptaría la
renuncia, pero lo inesperado vino por el desencadenamiento de amplias
manifestaciones populares contra los comunistas. Beneš optó por el
eclecticismo: si se ponía del lado de los comunistas podía ser defenestrado por
la población, si lo hacía del lado de los manifestantes anticomunistas, era
probable que el ejército soviético interviniera.
Mientras, los
partidos democráticos no entendían que la dimisión de los comunistas no era
una clásica crisis de gobierno, sino la primera fase de un golpe de Estado
teledirigido desde la Embajada Soviética por el diplomático Valerian Zorin.
Éste organizó milicias armadas que actuaron contundentemente contra las
manifestaciones estudiantiles y anticomunistas, mientras organizaba manifestaciones
comunistas. Los ministerios, hasta entonces por ministro no comunistas, fueron
ocupados, los funcionarios despedidos y sus titulares encarcelados o expulsados
de sus puestos. Las milicias armadas controlaron rápidamente la calle y el
secretario general del Partido Comunista, Clement Gottwald amenazó a Beneš con
la huelga general si no accedía a un gobierno formado sólo por comunistas.
El ejército checo permaneció silencioso en los cuarteles, mientras el ejército
soviético, acantonado en el norte del país, parecía preparado para intervenir. Beneš
cedió y entregó el poder a comunistas y socialistas prosoviéticos.
Para dar una
sensación de “pluralidad”, los comunistas mantuvieron a Jan Masaryk al frente
de Asuntos Exteriores… sin embargo, dos semanas después apareció muerto
(entonces se habló de suicidio: hoy se sabe que fue asesinado). Se produjo un
verdadero éxodo de todos aquellos que habían mostrado actitudes anticomunistas
en algún momento de su vida. El 9 de mayo, el país fue declarado “república popular”.
Checoslovaquia fue el último país del Este en convertirse oficialmente en “país
comunista”. Beneš seguía, nominalmente, al frente del país, pero era evidente
que ya no controlaba nada. El 2 de junio dimitió siendo sustituido por
Gottwald. Estuvo claro desde el principio, tanto en Checoslovaquia como en los
demás países que le habían precedido en la misma senda, que los soviéticos no
permitirían allí ningún otro tipo de gobierno…
Ahora bien, cabe
preguntarse si el hecho de que los comunistas resultaran triunfantes en el Este
de Europa y derrotados en el Oeste, se debía a
circunstancias políticas nacionales o bien era un acuerdo establecido en
las últimas conferencias de los aliados antes del final de la Segunda Guerra Mundial.
No existen
seguridades, pero parece bastante claro que el “telón de acero” que cayó
sobre Europa y del que nadie dudaba en la primavera de 1948, fue bien aceptado
por unos y por otros: Occidente calló y no asumió movilizaciones ni protestas
dramáticas al conocerse el destino de los partidos no comunistas. Ni lo
hizo entonces ni pestañeó durante los incidentes de Berlín y en toda Alemania
del Este en 1953, en la revolución húngara de 1956, las protestas en Polonia
ese mismo año, en el dramático final de la Primavera de Praga en 1968…
Dio la sensación
de que uno de los acuerdos tomados al final de la Segunda Guerra Mundial era
la inamovilidad de las zonas de influencia: el Este de Europa para la URSS y el
Oeste para EEUU. Y eso era absolutamente incuestionable: de ahí que ningún
partido comunista pudiera alcanzar el poder en Europa occidental (e incluso en
Alemania el KPD estaba en el límite de la legalidad). Los métodos eran
diferentes: en el Este se machacaba la libertad de expresión y se prohibían las
actividades anticomunistas, mientras que en el Oeste se permitían elecciones
libres… pero se condicionaban los resultados ante la presunción de que los
Partidos Comunistas no eran más que quintas columnas de Moscú en cada país
(de hecho, tardíamente, a mediados de los años 70, el Partido Comunista Francés
y el Italiano, hartos de su eterno papel opositor, trataron de desvincularse
oficialmente de Moscú, acompañados por el Partido Comunista de España, en el
experimento que se llamó “eurocomunismo”… La maniobra no resultó. Hoy se sabe
que los tres partidos siguieron recibiendo ayudas económicas del Este hasta
1989).
Así pues, el
llamado “golpe de Praga” constituyó un hito: fue el último país del Este en
donde el comunismo se instaló en el poder y así seguiría en los siguientes 40
años. La línea estaba trazada: a un lado la zona de influencia
soviética, al otro la norteamericana; en medio Europa. El problema era, a
partir de entonces, si dar esa situación como intocable o cualquiera de las dos
partes realizaría movimientos que hicieran sospechar a la otra que estaba
mejorando posiciones, modificando los acuerdos alcanzados al final de la
Segunda Guerra Mundial y tratando de imponer su hegemonía. Y existían muchos
frentes abiertos.
En abril de
1949 se constituyó la Organización del Tratado del Atlántico Norte, una alianza
militar, claramente antisoviética, en la que los EEUU eran (son)
hegemónicos, y el resto de países se limitan a ir a remolque. Tras la ocupación
de Alemania Occidental, las zonas de ocupación a cargo de los tres aliados
occidentales fundaron la República Federal Alemana, a la que los soviéticos
replicaron constituyendo la República Democrática Alemana. Unos años después,
en 1955, pusieron sobre el tapete la firma del Tratado de Amistad,
Colaboración y Asistencia Mutua, más conocida como Pacto de Varsovia, en el que
formaban una cadena de alianzas militares en Europa del Este (sin Yugoslavia,
pero con China como observador) y su organismo de cooperación económica, el
COMECON.
En esa década,
la estrategia de los EEUU consistió en trenzar alianzas regionales con los
países amigos (en realidad “vasallos”): se creó la SEATO (Organización del
Tratado del Sudeste Asiático) formada por Australia, Francia, Nueva Zelanda,
Pakistán, Filipinas, Tailandia, Gran Bretaña y EEUU. La CIA provocó golpes de
Estado en algunos países (Irak, Guatemala, Argentina), mientras el Departamento
de Estado mejoraba extraordinariamente las relaciones con Persia y Arabia
Saudí.
En 1949, los
soviéticos realizaron sus primeras pruebas nucleares. Esto contribuyó a desequilibrar
la balanza. Hasta ese momento, sólo los EEUU disponían del arma nuclear entre
sus manos, el “arma definitiva”; pero cuando el 22 de agosto de 1949, en
Semipalatinsk, la URSS hizo explotar una bomba de potencia similar a la de
Hiroshima, todo cambió. En primer lugar, porque existía la sospecha en los
EEUU de que una red de espías soviéticos que actuaban en los EEUU, se habían
hecho con los planos de la bomba atómica norteamericana. Cuando el 1 de
marzo de 1950 se conoció la sentencia de culpabilidad contra el físico nuclear
Emil Julius Klaus Fuchs, ya no hubo dudas: éste y otros espías soviéticos, bien
situados dentro del proyecto nuclear norteamericano, habían estado enviando
datos a la URSS después de haber sido reclutados por la GPU. A partir de ese
momento, quedaba confirmado que la URSS era un aliado poco fiable.
En los años que
siguieron, cada parte, mejoró su arsenal nuclear, lo fue aumentando en volumen
y capacidad destructiva, se crearon vectores, fijos y móviles, para lanzar los
ingenios no sólo en cohetes sino mediante submarinos, bombarderos estratégicos
e incluso cañones de grueso calibre. Cada parte se fue armando más y mejor. A
medida que pasaban los meses resultaba cada vez más claro que la humanidad
entera podía ser destruida por los ingenios nucleares. Así pues, era
necesario elaborar una nueva doctrina estratégica que contemplara la
incorporación de este tipo de armamento. Fue así como aparecieron nuevos
conceptos. El de “guerra ABQ” y de “destrucción mutua asegurada” fueron centrales
para entender este período.
“Guerra ABQ”
indica guerra atómica, bacteriológica y química. Entre 1954 y 1989 la doctrina
de la “Destrucción Mutua Asegurada” constituyó la piedra angular de la doctrina
de defensa americana y soviética. La idea era que, ante la perspectiva de los
daños irreparables e incompatibles con la vida humana en el planeta que podía
provocar un ataque nuclear desencadenado por cualquiera de las dos partes, la
guerra termonuclear se convertía en imposible. La paradoja consistía en
que, a mayor armamento nuclear, se garantizaba una paz más estable...
Sin embargo, el teórico de esta doctrina no era ruso ni americano, sino un general francés, la tercera potencia nuclear en discordia: André Beaufré. Beaufré resumió su doctrina de la disuasión nuclear en dos obras Introducción a la Estrategia y Disuasión y Estrategia. Las malas experiencias para las armas galas que se habían iniciado con la derrota del Sedán, prosiguieron en la Primera Guerra Mundial, cuando los alemanes estuvieron a las puertas de París y durante los cuatro años siguientes, la guerra de trincheras se realizó sobre suelo francés, prosiguió en la Segunda Guerra Mundial con la derrota de mayo-junio de 1940, inapelable y total, finalizado el conflicto, perdió la guerra de Vietnam y luego la de Argelia. Era evidente que, tras tanta derrota, lo que existía en el seno del ejército francés era un déficit de doctrina. Al carecer de modelo de conflicto, sus fuerzas no estaban preparadas para responder positivamente ante ninguna crisis. Beaufré intentó superar este obstáculo ofreciendo una teoría que supuso el soporte doctrinal para la «force de frappe», la pequeña e incipiente fuerza nuclear francesa.
Beaufré
explica que el arma atómica introduce un elemento completamente nuevo. La
desproporción entre masa y energía. Mientras que antes de Hiroshima y
Nagasaki se precisaba de una altísima concentración de fuego para conseguir la
destrucción de una ciudad, a partir de ahora, para conseguir el mismo efecto
bastaba con una bomba transportada por cualquier avión o por un misil. Un
pequeño ejército, armado con tales armas, puede hacer frente a millones de
hombres bien pertrechados con armas convencionales.
La doctrina
estratégica de Beaufré parte de las dimensiones reales de Francia ante las
dos superpotencias, una dimensión pequeña, pero no desdeñable, que le
permitiría jugar un papel estratégico fundamental en una situación de
equilibrio de fuerzas. Beaufré no niega que Francia es aliada de EEUU, sólo
que reivindica para su país la categoría de aliado independiente. Estima que
Francia debe vender caro su papel de aliado, y escribe al respecto: “La
única forma de que una fuerza nuclear independiente no sea peligrosa es tenerla
como aliada”. La acción independiente debe completar la fuerza del aliado y
desequilibrar al oponente. En cierto sentido, Beaufré escribe sus libros
para que Norteamérica entienda el papel de Francia en la política mundial y sus
veleidades de independencia política respecto a EEUU. Por lo demás, llama a
la construcción de un sistema defensivo europeo en el que aspira a insertar
esta línea independiente.
Beaufré es el
primero en darse cuenta de que el arma atómica es la primera arma destinada a
no ser utilizada, sino a generar un estado psicológico de amenaza. Escribe
una frase famosa mil veces repetida: “La firmeza de Dulles, la ira y el
zapato de Kruschev, la fría obstinación de De Gaulle, corresponden a ese juego
psicológico cuya influencia puede superar todos los cálculos deducidos del
factor material. En realidad, el elemento decisivo se asienta en esa voluntad
de desencadenar el cataclismo. Hacer creer que se tiene esa voluntad es más
importante que todo lo demás. Naturalmente que cada cual farolea ¿pero hasta
qué punto?”. Y en otra de sus obras completa esta frase, añadiendo: “la
disuasión era la resultante de una comparación desfavorable entre el riesgo y
la apuesta. Matemáticamente, la disuasión comienza allí en donde el riesgo es
superior a la apuesta”, o dicho en otras palabras, la Guerra Fría no se
transformó en “caliente” gracias a que el equilibrio de fuerzas hacía que la
relación entre la apuesta y el riesgo fueran inaceptables para los dos contendientes.