La ambición de todo pensamiento
crítico es construir modelos capaces de interpretar los aspectos sometidos a
análisis. Un modelo de interpretación es un esquema dentro del cual se pueda
situar e integrar los fenómenos más representativos de la época, de la persona
o del fenómeno que se analiza. El resultado debe ser un esquema simple en
función del cual pueden entenderse aspectos muy diferentes del mismo fenómeno,
en el caso que nos ocupa, el devenir de la modernidad y el advenimiento del futuro
inmediato.
Antes hemos aludido al “proceso
de solidificación” del mundo, tal como lo interpretaba René Guénon, el maestro
del tradicionalismo integral. En menos de cien años el mundo ha evolucionado de
una forma sorprendente: de considerar que un pequeño movimiento artístico o un
grupo de activistas resueltos, o simplemente, eso que se ha dado en llamar
“voluntad popular”, podían cambiar la faz de la tierra, se ha pasado a la
sensación de que ningún esfuerzo, por titánico y amplio que sea, sirve
absolutamente para nada, todo está ya “decidido” y enfocado y nada de lo que un
individuo, un conjunto social o ni siquiera una élite puedan hacer, va a servir
para evitar que se altere el camino emprendido por la humanidad: la marcha
hacia un mundo globalizado parece hoy ineluctable, o al menos se tiene la sensación
de que así será por mucho que este destino pueda ser rechazable para la
mayoría.
Simplemente, vivimos tiempos de
crisis y de hundimiento de todos los valores que hasta ahora han acompañado la
aventura de lo humano. La historia ha dejado de ser aquella construcción
realizada por los hombres (la “crónica de las acciones de los hombres”, como
siempre se definió), para ser simplemente un devenir mecánico en el que a los
hombres solamente les queda el recurso a resignarse y seguir por el carril que se
les indica, o bien oponerse y, en consecuencia, ser destruidos. La mayoría ha
entendido hoy que no es bueno oponerse al curso de la historia y en
consecuencia callan, otorgan y se pliegan a la construcción mecánica de un
mundo inviable para lo humano.
Pues bien, en términos
geométricos, el tránsito de una civilización en la que todo es posible a una
civilización en la que nada es modificable, implica un tránsito de la movilidad
absoluta a la estabilidad más extrema, esto es, de la esfera (la más móvil de
todas las figuras geométricas) al cubo (la más estable de todas las figuras
geométricas).
Nuestro mundo está dejando de ser
“esférico” para transformarse en “cúbico”, deja atrás una estructura fluida y
fácilmente modificable y adaptable, orientable en todas las direcciones, para
adentrarse en un mundo progresivamente solidificado, difícilmente alterable y
en donde, a medida que pasan los días, la estructura cristalina en función de
la que se ha formado, cada vez resulta más rígida y difícil de penetrar y de
modificar.
Podríamos apurar el modelo en una
segunda fase aludiendo a una figura de la geometría masónica. Como se sabe en
la escala ética de la masonería, el ser humano “normal” es piedra sin desbastar
recién extraída de la mina. Hará falta que se introduzca en la Orden Masónica y
reciba la iniciación como aprendiz para que aborde su proceso de
perfeccionamiento interior que le llevará de ser piedra sin desbastar a ser piedra
cúbica y en una etapa siguiente de dominio de la maestría y del arte, en el
tercer grado de la iniciación masónica, a ser piedra puntiaguda. La piedra puntiaguda supone la superposición de
una forma piramidal a una forma cúbica. Es la forma habitual de los obeliscos
egipcios. Implica una parte subordinada (el cubo) al que se superpone la
“pirámide del poder” y ciertamente hay algo de esto en la modernidad pues, no
en vano, incluso a nivel simbólico, una élite económica y financiera parece
controlar los destinos de una gran masa de población, inmovilizada, apretujada
y bovina. Cuando un punto está en una posición más elevada dentro de la
pirámide, parece como si se ocupara un lugar de más poder (en tanto que más
alto) y de mayor exclusividad (en tanto que la altura está en razón inversa a
la cantidad situada en los escalones inferiores).
En la hermenéutica masónica la
piedra puntiaguda supone el máximo nivel de perfeccionamiento personal y de
dominio del “arte”. El cincelado de una piedra así implicaba un alto grado de
dificultad para el cantero: no solamente se le pedía que elaborara un cubo de
lados iguales y perfectamente paralelos (cuya proyección espacial le daba las
seis dimensiones del espacio) sino que además en la parte superior de ese cubo
debía cincelar cuatro vertientes con la misma inclinación que convergieran en
un único punto, la cúspide de la pirámide. Simbólicamente, la pirámide
representaba la tendencia hacia la elevación y su cúspide el punto más alto de
lo humano que tendía hacia lo que está más allá de lo humano: lo trascendente.
Es evidente que, tal como afirman
los doctrinarios del tradicionalismo integral, a nuestra época se le han
incorporado muchos símbolos tradicionales, pero invertidos. Tanto René Guénon
como Julius Evola extraen la conclusión de que la modernidad es el reflejo invertido
un “orden normal”. La pirámide en la actualidad se suele asociar a los
“iluminati”, ficción conspiranoica que encubre las mucho más reales
asociaciones de la alta finanza, la política y la comunicación que trabajan
para lo que se ha dado en llamar “Nuevo Orden Mundial”, un orden globalizado y
dirigido por una pequeña élite que no tiende hacia la “trascendencia” sino al
dominio sobre lo “contingente” y que está asociada a la imagen de la pirámide
que aparece en el billete de dólar americano.
Al igual que la piedra puntiaguda
del cantero apunta hacia lo alto y su elaboración entraña una innegable
dificultad, como difícil es también experimentar la sensación de trascendencia,
el sistema modelado por los actuales gestores del “Nuevo Orden Mundial” no está
exenta de dificultades, pero apunta en sentido contrario: a un dominio sobre
todo lo que es contingente, material, concreto, tangible y mesurable.
Antes hemos dicho que el cubo en
la geometría masónica representa el núcleo central del ser humano (microcosmos)
y del conjunto de la creación (macrocosmos)
que tiene la capacidad de expandirse, proyectando sus seis caras en las
seis direcciones del espacio (derecha, izquierda, arriba, abajo, delante,
detrás). Especificar cada uno de estos aspectos y su relación corresponde a los
tratados de simbolismo y no vamos a entrar. Sin embargo, a fin de perfilar, un
modelo de interpretación de la modernidad globalizada, vamos a intentar
trasladar el simbolismo del cubo a las principales características de este
momento de civilización. Para ello, consideraremos al cubo como una figura
geométrica compuesta por seis caras, doce aristas que unen estas caras dos a
dos y ocho vértices que unen en un solo punto a tres caras. En nuestro modelo.
Veamos el significado que podemos atribuir a cada uno de estos elementos:
– La
unidad del cubo está asegurada y reforzada por “redes”. El conjunto de estas redes, que
luego describiremos, es lo que constituye la globalización. Pueden ser
entendidas como una especie de envoltura exterior del cubo, de la que nada
puede escapar y a la que nada pueda sustraerse. El número que domina estas
redes es el 1, la unidad, en tanto que garantiza que nada de lo que está en el
interior del cubo podrá salir de él. Pero no se trata de una unidad metafísica
que remite a algo superior, trascendente, sino una unidad artificial e impuesta
asegurada y reforzada por una malla de redes que corren el cubo en todas
direcciones. Internet, por supuesto, es una de ellas y, a su vez, está
compuesta interiormente por distintas redes que juntas constituyen una malla
extremadamente tupida que en apenas 25 años se ha hecho imprescindible y de la
que nadie que aspire a tener una vida social integrada puede escapar. Pero
existen otras redes: la alta finanza, el poder económico, lo políticamente
correcto (esa especie de humanismo–universalista del que nadie puede escapar a
no ser que quiera merecer la censura universal), las leyes de la economía,
–
Este cubo está compuesto por seis caras cada una de las cuales representa uno
de los aspectos esenciales de la modernidad. Las caras están dispuestas de
una manera concreta, opuestas dos a dos: derecha–izquierda, par–impar, arriba–abajo,
bueno–malo, Dios–Diablo, espíritu–materia. El número 2 siempre ha sido el de
los conflictos que definen a la naturaleza humana: todo lo que es dualidad
mantiene una relación dialéctica con su opuesto que lleva inevitablemente a la antítesis,
la oposición, la contradicción y el conflicto. Aquí es el indicativo de las
contradicciones del sistema. Cada una de las caras, en sí misma, no es
necesariamente conflictiva, simplemente es definitoria de un momento concreto
–el nuestro– del sistema mundial. Lo que genera conflictividad es su oposición
a otra cara.
–
Las doce aristas que unen cada dos caras distintas indican líneas de evolución
por las que pueden discurrir los distintos aspectos generados por cada una de
las caras en relación a la que le es inmediata. No estamos hablando ahora de
caras opuestas, sino de caras contiguas, por tanto, de lo que estamos hablando
es de tendencias que se irán afirmando en la modernidad y de cómo será la
interrelación entre ellas. Tales aristas serán las “líneas críticas” en donde
se produzcan choques entre los distintos aspectos de la modernidad. El número 12
suele aparecer también en el simbolismo tradicional: indica el de un ciclo
completo manifestado (el ciclo de la modernidad), allí en donde ha aparecido el
número 12 ha aparecido también un centro de difusión de una cosmovisión
tradicional: habitualmente este ciclo viene presidido por el 12+1 y es ese 1 el
que da sentido al ciclo: los doce apóstoles no tienen sentido sin el Cristo que
se sitúa a su frente; los 12 caballeros de la Mesa Redonda solamente parecen
completos cuando a su frente está Arturo; los 12 signos del zodíaco son apenas
figuras arbitrarias trazadas en los cielos sin el observador. Y así
sucesivamente. En nuestro modelo las doce aristas distintas suponen doce
interrelaciones entre distintos aspectos de la modernidad.
–
Los ocho vértices se configuran como puntos de fractura. Se trata de ocho puntos débiles
del conjunto que pueden ser erosionados (o erosionarse a sí mismos por la misma
dinámica de las cosas) y determinar la desintegración total o parcial del mismo
conjunto. También aquí existe un fatum
kabalístico: el 8 es en geometría el número de lados del octógono que se
considera como la figura poligonal más próxima a la perfección del círculo. Así
pues, lo que estos ocho puntos de fractura determinan son aquellos puntos en
los que el experto puede aplicar el botador, asestar un pequeño golpe para conseguir
que explote todo el conjunto o bien para determinar su entrada en una crisis
total o parcial. El octógono aparece como la superposición de dos cuadrados
cuyos ejes están inclinados con un ángulo de 45º. El cuadrado, hay que
recordarlo, es el polígono que en la geometría plana es el centro de una cruz
cada uno de cuyos brazos es el desarrollo de cada una de las caras del polígono
y que dan lugar a la luz de los cuatro elementos (fuego, tierra, agua y aire)
cuyo movimiento genera toda la realidad para la antigua filosofía presocrática.
El hecho de que los cuadrados que forman el octógono sean dos, puede ser
entendido como una alusión a dos cruces que giran en sentidos opuestos: una
destruye un mundo, la otra crea un mundo nuevo, indicando la gran oposición, la
contradicción final que hará que de las miserias de nuestro tiempo nazca un
tiempo nuevo.
Todo esto recuerda
extraordinariamente un mito clásico, el de la Caja de Pandora. No en vano, el
cubo tiene una forma que sugiere la de una caja, es, de hecho, una caja. La
mitología griega nos presenta a Pandora como la primera mujer y cuenta que Zeus la hizo
poco después de que Prometeo robara el fuego sagrado; se trató de un castigo
para los hombres, una especie de contrapartida al don del fuego que el titán
donó a la humanidad. Pandora es, por tanto, hermana de Prometeo y constituye un
mito sombrío y siniestro que explica la presencia de fuerzas oscuras y del mal
en el mundo. Hesíodo en Los Trabajos y
los Días cuenta que Prometeo le había dicho que no aceptara ningún regalo
de Zeus, pero esta no tuvo en cuenta la advertencia y aceptó del padre de los
dioses una caja (o ánfora según otros relatos). Cuando Pandora abrió la caja
salieron de su interior todas las desgracias que desgarraron con posterioridad
el mundo de los humanos. Se suele olvidar que cuando Pandora logró cerrar la
caja, en el fondo quedó solamente la Esperanza.
Nuestro estudio concluirá –lo anticipamos ahora–
con la exposición de una necesidad: será necesario romper la globalización
(partiendo de los puntos de fractura que habremos definido) y las mallas que
cierran la caja, será necesario que cada una de las aristas del cubo vayan
haciéndose romas y recuperando la redondez originaria. Será necesario,
finalmente, que las caras del cubo vayan perdiendo y se desdibujen en su
configuración actual... y todo eso para que aparezca la Esperanza y para que a
partir de ella una nueva humanidad sea capaz de construir un mundo nuevo.
Por que a fin de cuentas la Esperanza asegura
que, como explicaba Guénon en El Reino de
la Cantidad y los Signos de los Tiempos, todo desorden parcial –y nuestra época
constituye un tiempo de caos y desorden se mire el aspecto que se mire– forma
parte de un orden total o como explicaba la Biblia, “es preciso que haya el
escándalo, pero ¡hay de quien crea el escándalo!”. Esto nos sitúa, de nuevo, en
plena metafísica de la historia, concebida no a la manera progresista –como un
proceso lineal siempre ascendente que lleva de estadios “atrasados” a estadios
“avanzados” y siempre crecientes de bienestar y progreso– sino a la manera
tradicional –como una sucesión de ciclos que alternan nacimiento – ascenso –
desarrollo – decadencia – muerte, etapa final a la que sigue un nuevo
nacimiento y una repetición del ciclo.
Tal como la conciben las viejas doctrinas de la
metafísica de la historia aparecidas en la India védica, en la Roma de los
primeros reyes, en las antiguas sagas nórdicas, entre los pieles rojas y en
infinidad de leyendas y tradiciones de los más variados horizontes geográficos
y antropológicos, no se trata de ciclos circulares,
ni siquiera de ciclos en espiral, sino de curvas asindóticas. Esta función
geométrica implica que cuando la curva está a punto de unirse en el extremo
inferior del eje y–y’ (momento máximo de la decadencia), reaparece en la parte
superior del mismo eje (momento de máximo esplendor del ciclo que se inicia en
ese momento) y que se puede representar por la siguiente imagen:
Según la ciclología tradicional
esta misma función matemática se repite en la historia: en los momentos en los
que se ha alcanzada el momento más degradado de un ciclo, quienes se oponen a
él están hechos de otra “pasta”, como si pertenecieran a otra raza de hombres
que se niegan a aceptar el destino y que luchan contra él. De la misma forma
que para neutralizar la fuerza de un vector, hace falta otro de sentido
contrario, para remontarse al momento más crítico de la decadencia –el nuestro–
hacen falta gente con un carácter y unas cualidades fuera de lo común. De ahí
que, según esta tradición, en el momento más oscuro de la noche, alguien esté
preparando ya el nuevo amanecer que, sin duda, será más radiante que cualquier
otro, por que no dependerá sólo de los ciclos del Sol y de la Tierra, sino, de
la fuerza y del vigor de quienes nieguen y se opongan al destino de la
decadencia. La historia no es mecanicista y siempre ha sido lo que son los
hombres.
En ese tránsito de un ciclo a
otro, el cubo volverá a ver como sus aristas se vuelven más romas y recuperará
la forma de la esfera originaria.
(c) Ernesto Milá - infokrisis - ernesto.mila.rodri@gmail.com