Tal como hemos visto en la
introducción, la aceleración de la historia
tiene como efecto la contracción del espacio. Así mismo, en la modernidad, la
irrupción de nuevos fenómenos tecnológicos y económicos ha producido el
fenómeno del “aplanamiento” del mundo. Y todo eso, operado en apenas doce años,
ente 1989 y 2001, es considerado por algunos como extraordinariamente
“positivo”. Es el tiempo en el que las nuevas tecnologías han pasado de su
utilización incipiente a convertirse en completamente imprescindibles; el
tiempo en el que muy pocos valores de los que subsistían procedentes de otro
tiempo, ha podido sobrevivir a duras penas, algunos tan importantes como la
“nación”, la pérdida de influencia de la Iglesia Católica o de la familia, la
aceleración en la concentración de capital y de corporaciones, el inicio de las
migraciones masivas, el tránsito del bilateralismo propio de la Guerra Fría al
unilateralismo indiscutible (el Nuevo Orden Mundial para George Bush era,
fundamentalmente, un “orden americano”), se impuso la teoría del “fin de la
historia”, etc, etc.
Indudablemente, los procesos
que se dieron en esos doce años tenían unas raíces mucho más profundas que se
remontaban a finales de la Segunda Guerra Mundial, cuando se hizo evidente que
el boom de
las comunicaciones había “empequeñecido” al mundo. Si en los años 20 y 30,
cruzar el Atlántico en avión era una aventura problemática, si las tecnologías
incipientes que ya se conocían, como la TV o el radar, empezaban a
desarrollarse o incluso la energía nuclear era solamente mera teoría, a partir
de 1945, era posible que aviones de bombardeo y de carga, recorrieran grandes
espacios, que fuera extremadamente fácil comunicarse de manera inmediata de un
extremo a otro del planeta y que ya fuera posible salir al espacio exterior
mediante cohetes sobre los que en pocos años se podrían armar bombas atómicas
capaces de estallar a miles de kilómetros de distancia con precisión
milimétrica. Fueron las tecnologías
bélicas desarrolladas por ambos bandos durante la Segunda Guerra Mundial las
que operaron esta mutación en apenas seis años. El mundo que salió de la guerra
más destructiva de la historia fue completamente diferente al que la había
iniciado.
Desde entones y a lo largo de
la los años de la Guerra Fría, el mundo se fue “solidificando” según el proceso
que hemos descrito antes: ha pasado de la forma esférica a la forma cúbica.
Pero, al mismo tiempo, se ha fragilizado adoptando una estructura casi
diamantina: extraordinariamente dura y difícil de modificar, pero fácilmente
estallable a condición de encontrar el punto de ruptura. De ahí que aludamos a
que el mundo moderno es tan “sólido” como “frágil”. Esta es, precisamente, la
característica más destacable de nuestra época, por contradictoria que parezca.
Cualquier gemólogo sabe que solidez y fragilidad no están en contradicción,
sino que frecuentemente, minerales extremadamente sólidos, pueden estallar en
mil pedazos con un pequeño golpe, de la misma forma que determinados cristales
sintéticos están diseñados para resistir golpes en superficie pero no pequeños
picotazos con la fuerza concentrada en un solo punto. Sólo entonces estallan en
mil pedazos. Tales son las imágenes que podemos retener porque son aplicables a
la modernidad. El “principio de Peter” explica no sin cierta ironía que “todo
lo que puede estropearse, se estropea” y tiene, así mismo, un corolario
aplicable a este orden de ideas: “cuanto más complejo es un mecanismo, más
tiende a estropearse”. Difícilmente, en el mundo inorgánico encontraríamos un
mecanismo tan complejo como el actual sistema mundial y, precisamente por eso,
podemos definirlo como un sistema “sólido”, pero, al mismo tiempo,
extremadamente “frágil” en razón de su complejidad y de la consiguiente
multiplicidad de posibles fallos que se puedan producir.
Lo que sí es rigurosamente
cierto es que se ha producido un “morfing”
geométrico, la esfera se ha transformado en cubo), y en un “mundo cúbico”, cada
una de las seis caras, de las doce aristas y de los cuatro vértices, tiene
significados muy concretos, gracias a los cuales puede entenderse perfectamente
el momento que estamos viviendo.
Cara
Superior
Representa los intereses de las
élites dominantes y de los grupos económicos más favorecidos por el proceso de
globalización.
Se trata de un grupo
extraordinariamente reducido pero que, sin embargo, acapara una parte
desmesurada de la renta y de los ingresos mundiales. Numéricamente aumenta en
muy escasa medida, aun a pesar de que otros países se vayan integrando al
pelotón del desarrollo y de la globalización, en la que sigue ineluctablemente
la tendencia a la concentración del capital. Estamos hablando de unos pocos
miles de individuos, extraordinariamente poderosos, verdaderas máquinas de
mover dinero y multiplicar beneficios, casi con una energía inhumana. Una clase
que jamás ha existido antes en la historia, y que ha surgido directamente como producto
de la tendencia a la acumulación del capital. Su endeblez numérica es
compensada por sus extraordinarios recursos económicos y tecnológicos. Menos
demografía, más recursos.
Carecen de otra ideología
política que no sea la del lucro y el beneficio y sería absurdo vincularlos a
las doctrinas neoliberales: se sirven de estas en este momento histórico,
simplemente para dar una cobertura doctrinal a lo que no es más que una
tendencia innata a la acumulación de beneficios, a la obsesión por el lucro y a
la usura. Los más cultivados y preocupados por dar un sentido a su vida son
lectores empedernidos de Ayn Rand, o bien pertenecen a la élite de los círculos
neo–conservadores y evangélicos norteamericanos que unen consideraciones
económicas a preocupaciones de carácter místico-religioso vinculadas
especialmente a interpretaciones evangélicas (“cristianos renacidos”).
Si bien estas élites económicas
nacieron en el antiguo Primer Mundo, en la actualidad están extendidas también
a lo que hemos dado en llamar “actores geopolíticos emergentes” y constituyen
una casta en sentido propio: se trata de un universo cerrado, cuyo ingreso se
produce cuando el aspirante tienen un nivel de patrimonio personal
suficientemente amplio y comparable al de cualquier otro de sus miembros. Se
transmite por herencia dando lugar a las “dinastías capitalistas” que ya
aparecieron en el siglo XVIII y XIX y que se prolongan hasta nuestros días, lo
que implica cierto grado de endogamia.
Desde el punto de vista de las
actividades que desarrollan puede decirse que habitualmente se dedican al
ejercicio de la banca y de la especulación financiera, ganando esta actividad
cada vez más protagonismo. Su interés por el comercio, en otro tiempo
importante, tiene ahora un papel mucho menor: comprar barato y vender caro ha
pasado de ser una actividad realizada sobre “productos” tangibles a desempeñarse
casi exclusivamente sobre “productos financieros”. No tienen un teatro preferencial de
operaciones: su escenario es todo el mundo. Están allí en donde hay
posibilidades de obtener los mayores beneficios y abandonan un territorio
después de haberlo esquilmado o simplemente cuando contemplan que otro puede
ofrecer mejores rendimientos Así pues, la inestabilidad acompañará a un mundo
globalizado en la medida en que los capitales no estarán fijados ni ligados a
un horizonte geográfico concreto.
¿Qué niveles de renta son los
que dan acomodo en esta casta? Imposible expresarlos en términos cuantitativos.
No se trata solamente de acumular capital y de beneficiarse con él en primera
fila del proceso de la globalización, se trata de ser “admitido” en la casta.
Porque es de “casta”, mucho más que de clase social de lo que debemos hablar.
Una casta propia de la globalización, de la misma forma que la sociedad
trifuncional indo-europea estuvo dividida en tres castas (sacerdotal, guerrera
y función productiva), el actual momento histórico registra una división de la humanidad en dos
castas: los beneficiarios de la globalización y los damnificados por la
globalización. Una pequeña cúspide piramidal y una gran masa cuadrangular sobre
la que insistiremos más adelante. Es “casta” en la medida en que se trata de un
organismo social restringido y cerrado en la que se entra cuando la acumulación
de capital ha superado determinadas cantidades y por aceptación de otros
miembros de la casta. A partir de ahí, el derecho se transmite por herencia.
Se exige inicialmente al
aspirante que participe en las aventuras económicas de otros similares a él,
mediante la asociación a fondos de inversión en las que se jugará su dinero. O
bien mediante la propuesta de invertir en tales o cuales escenarios que
prometen buenos beneficios. Los miembros de la casta comparten no solamente
intereses, sino también riesgos. Esto les proporciona un alto grado de
solidaridad. Todos buscan preservar los intereses de todos porque también son
los propios. Ofrecer una fisura, una grieta en la solidaridad o simplemente
cuestionarse la moralidad de algunas operaciones implicaría poner en peligro
los intereses del conjunto: si el gobierno de los Estados Unidos abandona a un
banco ante su quiebra (Lehman Brothers), esto no podrá volver a producirse, así
que habrá que presionar para que salve a los siguientes (Fanny Mae, Freddy Mac)
y esta práctica será recogida y estimulada en todo el mundo (Italia, Holanda,
Irlanda, Grecia, España). Para ello habrá que recurrir a transmitir esa
decisión los medios de comunicación:
serán ellos quienes intenten convencer a las masas de la justeza de la medida
(“la crisis bancaria acarreará la ruina del sistema económico mundial” que es
como decir: “si los Estados no salvan a los bancos, los banqueros lo pasaremos
mal y posiblemente venga un nuevo orden mundial en el que las prerrogativas de
la banca estén limitadas”).
Aquí entra en juego otro
elementos: lo que podemos llamar “sociedades del nuevo orden económico
mundial”: se trata de organizaciones de intercambio de estudios, foros de
discusión, elaboración de estudios, promovidas por los gestores del nuevo orden
mundial en la que anualmente se reúnen sus representantes más conspicuos para
deliberar, conocer las nuevas orientaciones y sondear opiniones. La más
conocida, sin duda, es el Club de Bildelberg, cuyos miembros proceden de los
tres sectores clave: una dirección, el poder económico, y dos servidores
subordinados, el mundo de la política y el mundo de la comunicación. Opinan
todos, pero solamente tiene capacidad de decisión el poder económico: el poder
político se limita a cumplir las órdenes recibidas y el poder mediático sabe
hacia donde tiene que conducir la industria de la comunicación y del entertaintment para que las decisiones
del poder económico sean aceptables o simplemente no generen resistencias
apreciables. Así pues, la pirámide que corona el obelisco tiene esta base común
con el cubo, la cara que representa los intereses de las élites dominantes y
los beneficios de la globalización. Pero, a la vez, esta pirámide, está formada
por cuatro triángulos, a los que aludiremos más adelante, cada uno de los
cuales tiene en su vértice superior al poder económico y en sus vértices
inferiores subordinados al poder político y al poder mediático, simples
servidores del primero, pero sin los cuales, sería imposible que el primero
cumpliera sus designios: no puede olvidarse que dentro del mundo globalizado,
todavía existen rastros del “viejo orden” internacional articulado en torno al
“concierto de Estados”. Los viejos Estados surgidos de las revoluciones
liberales del siglo XIX, han ido perdiendo poco a poco poder y soberanía en un
mundo globalizado: no solamente a causa de la influencia creciente del poder
económico mundial, sino también a causa del resultado de la Segunda Guerra
Mundial. Cuando callaron las armas se constituyeron una serie de organismos
internacionales (ONU, UNESCO, etc.), cortes internacionales de justicia que
articularon un nuevo derecho internacional cuya interpretación quedaba en manos
de los vencedores del conflicto (Tribunal de Nuremberg, derecho de Nuremberg,
tribunales penales internacionales). A partir de ese momento, los Estados
carecieron de plena soberanía para adoptar decisiones, incluso las que solamente
a ellos, les competían. Sin embargo, setenta años después de iniciado ese
proceso, todavía los Estados Nacionales disponen de un entramado de leyes e
instituciones y sistemas constitucionales en los que se atribuyen al electorado
capacidad de decisión y los gobiernos que surgen de los procesos electorales,
todavía disponen de un margen de maniobra y de recursos institucionales como
para retrasar las consecuencias últimas de la globalización o bien para
conculcar sus principios. De ahí la importancia que tiene para las élites
económicas el controlar la política de las Naciones, el sentir de la opinión
pública y la orientación del derecho al voto. Y esto se hace mediante las dos
piezas subordinadas: el control sobre la clase política y el control sobre los
medios de comunicación. Así la armonía del conjunto es perfecta: determinadas
críticas nunca pasan del nivel de pura marginalidad, lo absurdo pasa a ser lo
único digerible, se “entretiene” por un lado, se suscita esperanza por otro, se
convierten problemas secundarios en cuestiones capitales en la vida de los
pueblos y, sobre todo, se presenta a la globalización como nuestro destino
ineluctable. Ni poder, ni oposición, en cada Estado, entran a criticar los
fundamentos de la globalización, ni los medios de comunicación –a los que la
crisis del papel y de la transformación tecnológica del sector sitúan en
posición de debilidad y completamente dependientes de los apoyos de los
gobiernos en forma de subsidios y de las inversiones de capitales- se preocupan de otra cosa que convencer a la
opinión pública de que todo está en buenas manos y de que se están sufriendo
solamente problemas de asentamiento del nuevo orden mundial que pronto
concluirán.
No es por casualidad que esta
cara del cubo se sitúe en la parte superior del mismo y en ella se asiente la
pirámide que corona el obelisco, la antigua piedra puntiaguda de los canteros.
Cara inferior
Es el reflejo especular de la
anterior. En ella están incluidos todos aquellos que no extraen beneficios
directos de la globalización y cuyos niveles de renta y capacidad adquisitiva
tienden a disminuir, mientras que aumenta su grado de alienación.
En el otro extremo del cubo se
encuentran los damnificados por la globalización. Si la anterior cara tiene una
densidad demográfica ínfima y, además, la pirámide que se superpone, registra
aún menos densidad numérica de población, por el contrario, en esta otra cara,
la densidad es extrema y puede decirse que es su peso brutal sobre el que se
asienta en conjunto. No tiene una renta per cápita homogénea, oscila entre
empleados y profesionales que gozan de cierto nivel de vida especialmente en el
Primer Mundo, hasta poblaciones con apenas un dólar de renta al día y que
todavía son mayoría en algunas zonas del Tercer Mundo. Es una masa inorgánica,
pesada, caótica e informe, extraordinariamente densa: la gente que sufre, que
aguanta sobre sus hombros el peso de todo el conjunto. Por eso, por su peso y
porque el “nuevo orden mundial” se apoya sobre la economía, pero ésta a su vez,
se apoya sobre hombres y mujeres, es por lo que en la base se encuentra el
mayor número de población. Más demografía, menos recursos.
El principal problema de la
globalización es que parte de situaciones regionales e históricas extraordinariamente
diferenciadas y, por tanto, difícilmente equiparables. De ahí la importancia de
los “reajustes”: sirven para homogeneizar los salarios y las rentas entre el
Primer Mundo y el Tercer Mundo. Es evidente, por ejemplo, que en un mundo
globalizado, la producción industrial migrará hacia aquellos lugares en donde
los salarios sean más reducidos, las coberturas sociales menores y estén más
próximos a las fuentes de materias primeras. Será de esos horizontes de los que
partirá una “oferta” más ventajosa de estos productos con la que no podrán
competir los países que hasta ahora han sido tradicionalmente productores de
los mismos.
Esto explica el porqué los
salarios tienden a disminuir su peso real en los países occidentales: es un
simple “reajusta” a la vista de que en un mundo globalizado la persistencia de
diferencias salariales tan abismales como las que se cobran en Canadá, por
ejemplo, y en China o España. En el primer país la renta per cápita en 2013 era de 4.622 €, mientras que en España era de
22.300 € y en China de 4.720 €. Los “reajustes” consisten en tratar de
disminuir las rentas en los países que constituyen los eslabones más débiles
para que así tales países ganan “competitividad” y no queden completamente al
margen del proceso globalizador. Se trata de países con unas estructuras
políticas débiles, un modelo económico caído durante la última crisis económica
y que no ha podido ser reemplazado todavía por otro, en donde los niveles de
aceptación de las imposiciones de los rectores del Nuevo Orden Económico
Mundial son recogidos sin gran resistencia por parte de los partidos y de los
sindicatos y en donde se carece de tradición de protesta y un fuerte sentido
individualista e inorgánico, con grandes dosis de apatía y desinterés por la
cosa pública.
España es el paradigma de estos
países y, año tras año, desde hace más de dos tres décadas aumenta la presión
fiscal sobre las rentas procedentes del trabajo, disminuyendo la presión sobre
las rentas procedentes del capital. Lo que equivale a decir, que la presión
fiscal se realiza sobre las clases medias en beneficios de la aristocracia
económica. Tal es la tendencia en los países del primer mundo: machacar a las
clases medias (las que habitualmente disponen de una mejor formación cultural,
son capaces de interpretar lo que les está ocurriendo y de diagnosticar los
remedios y, generalmente, de ellas han partido los movimientos revolucionarios,
de ahí la importancia en minimizar su influencia y su poder).
Sin embargo, fuera de algunas
élites intelectuales, el papel de la gran masa de población situada en esta
cara inferior del cubo no pasa de ser pasivo: soporta lo que las élites
económicas le designan como destino y que les llega a través de las élites políticas
locales y de los medios de comunicación. Por sí mismos, no tienen absolutamente
ninguna posibilidad de salir de su estado de postración y marginación. Crecen
numéricamente a la misma velocidad que decrece su capacidad económica. Están
ubicados en la inmensa mayoría de África negra, en buena parte de los países
árabes, son los contingentes indígenas y mestizos de Iberoamérica, son los
campesinos chinos y las legiones de parias hindúes, pero también las clases
europeas empobrecidas, la inmensa mayoría de negros norteamericanos y los
blancos pobres, los inmigrantes en el Primer Mundo. Ni tienen sentimiento de
“clase” como se les atribuía a los antiguos proletarios, ni mucho menos tienen
opciones políticas. Los movimientos antiglobalización, en realidad, apenas son
otra cosa que la iniciativa de pequeños núcleos de intelectuales y jóvenes
pertenecientes a las clases medias del Primer Mundo.
La demografía hace que exista
un crecimiento asimétrico en esta cara: mientras que en los países con más alto
nivel económico y cultural, la demografía se ha detenido y ni siquiera cubre la
tasa de reposición, en el tercer mundo sigue disparada: especialmente en el
mundo islámico, en África y en China. Un mundo así es inviable y está muy por
encima de las posibilidades reales de sostenimiento del planeta. Ante el
aluvión demográfico (generado especialmente por la mejora de las condiciones
sanitarias y por el mantenimiento de la costumbre atávica de no utilizar
medidas contraceptivas) no hay defensa posible y tal es el talón de Aquiles del
Nuevo Orden Mundial: o se habilitan rápidamente medidas para estabilizar
primero y disminuir después la población global (algo que parece difícil a
tenor de que el “creced y multiplicaros” está implícito en varias religiones y,
por tanto, en la forma de ser de los pueblos, o bien aparecerá una
inestabilidad creciente en esta cara inferior.
Tal inestabilidad puede ser
comparada a un crecimiento anómalo y desordenado de las células del cuerpo
humano que aparece en procesos cancerígenos. Imaginemos en esta cara inferior
del cubo a un aumento de la población que excede las posibilidades el planeta:
al aumentar la densidad de población, las generaciones siguientes llegarán al
“amontonamiento”. La cara inferior dejará de ser plana y se convertirá en
irregular con zonas de crecimiento espectacular que restarán estabilidad al
conjunto.
Hay otro factor a considerar:
algunos demógrafos y economistas suscitan la esperanza entre las poblaciones,
uno de los principales instrumentos esgrimidos por la clase política para
solicitar el voto para su partido o la paciencia ante la crisis. La palabra
clave de nuestro tiempo, del mundo globalizado, es Esperanza. Los demógrafos
sostienen que habrá esperanza en la medida en que una vez los pueblos árabes,
africanos y asiáticos mejores sus niveles de vida y su capacidad adquisitiva,
operarán automáticamente una reducción en sus tasas de natalidad. Los
ecologistas aluden a la Esperanza con el concepto de “crecimiento sostenible” y
afirman que basta con fijar los criterios de sostenibilidad para alejar los
riesgos que el crecimiento desordenado de la población y de la producción,
podrían conllevar. En cuanto a los economistas, suscitan así mismo la Esperanza
presentando los dolores actuales de la economía globalizada, como los normales
que acompañan a todo nacimiento y que desaparecerán en cuanto el recién nacido
empiece a crecer. Por su parte, en el salario de los políticos parece implícito
el que aludan a un futuro esperanzador.
Hay que desconfiar
extraordinariamente de todos estos juicios: no está claro que lo que los
demógrafos han estudiado detalladamente en Europa entre las comunidades
inmigrantes procedentes del tercer mundo, se cumpla en los países de origen. Si
China ha crecido a menor velocidad desde la política del “hijo único”, no se ha
debido a que la sociedad se auto-regule según su capacidad adquisitiva, sino
porque un Estado fuerte se ha encargado de imponer una ley de manera rígida y
sin contemplaciones. En cuanto a la esperanza ecológica resulta evidente que no
hay “crecimiento sostenible” e ilimitado, para un planeta de posibilidades
limitadas. En cuanto a los criterios de los economistas no está claro si los
dolores de la economía mundial son los dolores del parto o los estertores de la
muerte. La economía mundial entró en la recta del proceso globalizador en el ya
lejano 1989 y desde entonces ha llovido mucho: a partir de 2001 –los doce años
que cambiaron la geopolítica- la globalización puede considerarse como mayor de
edad. Harina de otro costal es que su ciclo vital esté siendo
extraordinariamente breve y la crisis iniciada en 2007 y que no ha remitido en
el momento de escribir estas líneas, sea una crisis terminal. Una agonía.
Nosotros, hoy estamos en esa agonía: por mucho que el sistema quiera “homogeneizar”
a todos los pueblos y reducir asimetrías, amparado en criterios humanistas y
universalistas, existen elementos culturales, étnicos, antropológicos y
religiosos que todavía tienen una iniciativa y una fuerza extraordinaria y que
dificultad extraordinariamente la vía hacia la homogeneización de la gran masa
mundial de población.
Primera Cara Lateral.
Aquí están situados los actores
geopolíticos tradicionales y las zonas que satelizan.
Entendemos por “actores
geopolíticos tradicionales” aquellos que habían sido hegemónicos en el ciclo
histórico anterior. En 1945 emergieron dos potencias internacionales
indiscutibles situadas en solitario y en cabeza por delante de cualquier otra,
los Estados Unidos y la Unión Soviética. Durante los años de la Guerra Fría
consiguieron mantener su hegemonía en lo que constituyó un “duopolio” mundial.
Esta situación terminó en 1989, cuando se produjo la caída del Muro de Berlín y
culminó el sistema de alianzas defensivas que había labrado la URSS dentro de lo
que se llamó el Pacto de Varsovia. Por su parte, los EEUU habían trenzado
también su propio sistema de alianzas: reforzó en primer lugar sus relaciones
con el Reino Unido, debilitado a lo largo del proceso de descolonización y cuyo
presencia militar al Este de Suez quedó liquidada en los años 60; satelizó
Europa Occidental esgrimiendo el riesgo de la “amenaza soviética”, después de
comprar a golpe de talonario a los gobiernos europeos durante el período de
reconstrucción iniciado en 1945 y propició gobiernos anticomunistas y aliados
en todo el mundo.
No se trataba de que los EEUU
mantuvieran “aliados”, en realidad, ellos mismos se veían a sí mismos como
“imperio” (reflejo voluntariamente inspirado en el Imperio Romano) y eran
conscientes de que los imperios no tienen aliados, sino vasallos. Esto les
llevó a ser hostiles hacia los gobiernos nacionalistas que fueron surgiendo en
Iberoamérica (peronismo), en Asia (Go dim Diem en Vietnam) y en África (Tsombé
en el Congo). Se trataba de promover gobiernos lo suficientemente
anticomunistas que no tuvieran obstáculos en alinearse con la superpotencia
anticomunista por excelencia, los EEUU, pero no excesivamente nacionalistas que
los harían ansiosos de independencia y autonomía. De ahí que los EEUU
contemplaran con malos ojos a gobiernos formados por militares nacionalistas
por muy anticomunistas que fueran y trataron siempre de promover, fuera de su
territorio nacional, no un nacionalismo, sino más bien ideas de tipo liberal y
democrático.
Por otra parte, los satélites
de la URSS solían ser gobiernos en los que se había impuesto –a menudo por la
fuerza- gobiernos en los que el Partido Comunista era hegemónico, o bien
gobiernos que aceptaban un mayor o menor grado de socialización de la economía,
especialmente aquellos situados en su área geopolítica de expansión. La
característica de todos estos regímenes era su estabilidad política garantizada
por un sistema policial y de represión de las libertades públicas. Esto podía
entenderse en la URSS, país que era una economía agraria y subdesarrollada
cuando se produjo la revolución rusa y debió concentrar el poder, orientarlo
hacia el crecimiento económico y la industrialización, renunciando a las
libertades políticas (como por lo demás ocurrió durante la España de Franco),
pero era mucho menos comprensible en países que antes de la Segunda Guerra
Mundial gozaban de un aceptable nivel de vida y de desarrollo de las fuerzas
tecnológicas y productivas (países de Europa Central, en especial, Alemania del
Este, Hungría o Checoslovaquia). Pronto
se asoció la falta de libertades políticas, al comunismo y a la alineación con
la URSS, mientras que la democracia, el liberalismo económico parecían
asociarse con los EEUU. En realidad, la URSS se vio forzada durante el
stalinismo a pisar el pedal del desarrollo económico y para eso debió contar
con recursos, tecnología y mercados que se encontraban en ese momento en Europa
Central.
Además, a esta situación se
unía la presión que añadían los EEUU. Desde el principio de la guerra fría, los
presidentes de los EEUU actuaron despóticamente y concentraron visiblemente sus
esfuerzos bélicos contra la URSS: se colocaron misiles en las puertas mismas de
Rusia, los situados en Europa Occidental apuntaron contra Moscú, el Mando
Estratégico de Bombardeo mantuvo siempre en vuelo B-52 cargados con bombas
nucleares dispuestas a descargarse en cualquier momento sobre la URSS. Por su
parte, los soviéticos respondieran iniciando una carrera armamentística que
solamente concluyó a mediados de los años 80, cuando Gorbachov reconoció la
imposibilidad de aumentar el presupuesto militar para alcanzar el listón
armamentístico al nivel en el que lo había colocado el presidente Reagan con su
Iniciativa de Defensa Estratégica o Guerra de las Galaxias.
Cuando se produjo esta
situación, la URSS se estaba desangrando en su aventura en Afganistán iniciada
para avanzar sus fronteras hacia los “mares cálidos” del Sur; la revuelta
iniciada en diciembre de 1980 en los astilleros de Danzig y el hecho de que en
ese momento ocupara la silla de San Pedro en el Vaticano un papa polaco y
anticomunista, inició el desmoronamiento de la cadena de alianzas de la URSS en
Europa. Finalmente, los vicios internos de la URSS, el proceso de
burocratización del régimen, la falta de entusiasmo que generaba especialmente
entre los jóvenes que miraban a Occidente como meca del estilo de vida al que
ansiaban, el descenso de los nacimientos entre la etnia rusa, inversamente
proporcional al aumento de los nacimientos entre las etnias no rusas que componían
la URSS, todo ello, unido, precipitó el colapso de la URSS.
A partir de ese momento, cuando
los EEUU –que habían reforzado especialmente sus vínculos con el Reino Unido y
actuaban prácticamente como un bloque “atlántico” ligado por vínculos económicos
y bursátiles extremadamente densos- percibieron que la URSS había caído, lejos
de ofrecer un acuerdo honroso que garantizara un siglo de estabilidad mundial,
asestaron patadas en el estómago del gigante caído: reforzaron su presencia en
el mundo árabe, movieron los hilos para situar al frente del nuevo Estado Ruso
a personajes indeseables y nefastos, como Boris Eltsin, y por incorporar los
antiguos miembros del Pacto de Varsovia a una OTAN que, a partir de ahora, ya
no tenía enemigo pero que inexplicablemente seguía existiendo y seguía siendo
aceptada acríticamente por los Estados Europeos como una forma de delegar su
defensa al poder militar americano.
El tiempo que fue entre la
caída del Muro de Berlín y los extraños atentados del 11-S supuso el de hegemonía
unilateral norteamericana. Tal era el Nuevo Orden Mundial al que se refirió
George W. Bush al concluir la Segunda Guerra del Golfo (Kuwait) reclamando para
su país el derecho al liderazgo mundial. Fue también el inicio de la
globalización y del “fin de la historia”. Pero era una ficción. La
contradicción se manifestó a poco de irrumpir la globalización: el riesgo del
unilateralismo y del poder militar absoluto es la ausencia de enemigos y, por
tanto, el descenso de la tensión militar. De ahí que, a partir de finales del
milenio se ensayara la “creación” de un enemigo más o menos ficticio: el
“terrorismo internacional” que nadie conoce exactamente, nadie sabe donde está,
ni cuáles son sus planes, un terrorismo que no está asociado a ningún espacio geográfico
y del que se desconoce todo… salvo su rostro: el de un antiguo colaborador de
la CIA durante la guerra de Afganistán contra los soviéticos, Osama Bin Laden.
Gracias a este enemigo, más o
menos ficticio, insistimos, los EEUU estuvieron en condiciones de establecer
pactos “antiterroristas” en las zonas geo-económicas que les interesaban,
reforzaron los gobiernos que les eran fieles (Marruecos) e hicieron todo lo
posible por derribar a aquellos otros que, aún domesticados, seguían
manteniendo posiciones nacionalistas (Milosevic, Irak, Libia, Siria…). Sin
embargo, en aquellos años, los expertos en política internacional de los
EEUU trataron con demasiada ligereza
–presos de la absurda doctrina del fin de la historia- a Rusia. El caos
interior en el que cayó Rusia durante el período Eltsin impulsó a los sectores
más conscientes de lo que estaba en juego a reagruparse y plantear batalla con
dos objetivos: frenar la ofensiva mundial norteamericana, acabar con su
unilateralismo, reconstruir el Estado ruso liquidando la oligarquía que se
había formado al calor de la debilidad de Gorbachov y de la estupidez
alcohólica de Eltsin, reconstruir las Fuerzas Armadas y pagar a los EEUU con la
misma moneda.
La excusa con la que Vladimir
Putin accedió al poder fue el terrorismo checheno y la incapacidad de Eltsin
para liquidar los conflictos del Cáucaso. Si en los EEUU, el 11-S sirvió para
poner las libertades públicas bajo caución y justificar una nueva política
internacional, en Rusia, la “lucha contra el terrorismo checheno”, sirvió,
simplemente, para cambiar el régimen. La deriva insegura, oscilante y caótica
de Eltsin fue sustituida por la implacabilidad de Putin decidido a que Rusia
fuera una parte importante en un futuro mundo multipolar. Frente a este
recurso, la democracia limitada rusa, justifica con elecciones cada cuatro
años, la presencia del mismo líder en el poder.
Amparado en sus recursos
energéticos, en su amplia extensión territorial, en su tecnología y su poder
económico, Rusia sigue siendo un actor geopolítico de primer orden. El haber
resuelto su conflicto con la República Popular China y el hecho de que este
país aspire también a un papel relevante en el mundo multipolar, han generado
una sinergia entre ambos países que evita la posibilidad de una lucha en dos
frentes.
Por su parte, los EEUU vivieron
su momento de unilateralismo indiscutible entre 1989 y 2001, pero los
conflictos en los que se embarcó a partir de esa fecha, en Afganistán e Irak,
al mismo tiempo que los bombardeos de la OTAN sobre Serbia, demostraron la
incapacidad del aparato militar norteamericano para controlar mediante la
infantería y el ejército de tierra zonas de conflicto, fuera de los bombardeos
a gran altura o del lanzamiento indiscriminado de mísiles
"inteligentes". Las dudas sobre la efectividad del poder militar
norteamericano, unido a la deriva que adoptó la globalización (ese sistema
mundial imposible en su actual configuración) coincidiendo con el inicio del milenio,
junto a la crisis económica mundial iniciada en 2007 y a las migraciones
masivas que están alterando a marchas forzadas el sustrato étnico de los EEUU y
sus valores tradicionales, hacen que hoy más que nunca los EEUU aparezcan como
un “gigante con pies de barro”.
Hoy, en el momento de escribir
estas líneas la situación hace que sea imposible prescindir en un modelo de
interpretación global del papel de las dos superpotencias tradicionales, cuyos
caminos son asimétricos: Rusia se reconstruye cada día y se refuerza,
demostrándose inmune a los intentos de desestabilización abordados por la
inteligencia norteamericana y basándose en la reconstrucción de un “poder
fuerte”, mientras que los EEUU declinan inevitablemente.
Segunda
Cara Lateral
Los nuevos actores geopolíticos
emergentes que día a día van ganando peso pueden situarse en esta cara.
Durante los años 70, los EEUU
para mantener su posición en la lucha por la hegemonía mundial pensaron en la
creación de una red de “gendarmes regionales” que mantuvieran su influencia en
sus respectivas zonas geográficos, una especie de “superpotencias” de carácter
regional aliadas a Washington. Pronto empezaron a manifestarse los conflictos y
la imposibilidad de tal estrategia: los militares brasileños en los que
confiaban los EEUU para mantener el control de América del Sur demostraron su
nacionalismo y sus veleidades de convertirse en superpotencia regional… no al
servicio de los EEUU, sino dentro de un mundo multipolar. En Persia, el
gobierno del Sha, que igualmente mantenía veleidades nacionalistas, cayó en
manos de los ayatolahs sin que los EEUU le prestaran absolutamente ninguna
ayuda. Lo mismo ocurriría años después en Sudáfrica cuando el gobierno debió de
renunciar, no solamente al apartheid
sino especialmente a la hegemonía blanca.
La creación de la Comisión
Trilateral teorizada por Zbigniew Brzezinsky y constituida en 1973 con
personalidades procedentes del mundo de la política, los negocios y la
comunicación, tenía entre otras funciones el mantener vivos los vínculos
económico-políticos con Europa y Japón y, de alguna manera, servía a los
intereses de la política anglosajona tal como había sido concebida desde
principios del siglo XX por el Consejo de Relaciones Exteriores (CFR)
norteamericano y por el Instituto Internacional de Relaciones Exteriores
inglés.
Pensar que era posible
eternizar un mundo unipolar era solamente un efecto de la resaca aportada por
casi cuarenta años de Guerra Fría. A poco que quedó atrás este período, se hizo
evidente que un mundo unipolar solamente sería posible si el resto del mundo
renunciaba voluntariamente a jugar un papel en la construcción del futuro y si
todos aceptaban de buen grado desempeñar un papel secundario y subordinarse a
las exigencias del unilateralismo norteamericano que se basaban
fundamentalmente en garantizar para ese país el suministro de recursos
energéticos, incluso antes que para sí mismos. Por degeneradas y corruptas que
fueran algunas élites políticas de todo el mundo, en países dotados de tecnología,
masa de población y recursos energéticos suficientes y capacidad para el
transporte, fue cobrando forma la ambición de ir aumentando el propio poder
económico y la influencia en el mundo, sin dar muestras de oponerse
inicialmente a los designios del unilateralismo norteamericano.
A partir de finales de los años
70, el déficit presupuestario norteamericano implicaba que cada día la
supervivencia económica de ese país requiriera la llegada a las bolsas de los
EEUU de dinero procedente de todo el mundo. Inicialmente ese dinero procedía de
los petrodólares y de los excedentes económicos del Japón, pero a medida que se
entró en los años 90 y especialmente en la primera década del milenio, afluyó
también dinero europeo y chino. La doctrina oficial que imperaba en los EEUU
era que la interrelación económica garantizaba la “paz mundial”. Ningún país
cometería la locura de iniciar una guerra contra otro, si peligraban sus
inversiones. Quien recibía el dinero –los EEUU- garantizaban que ese dinero
seguiría rindiendo intereses y que no se procedería a devaluaciones, mientras
que quienes aportaban ese dinero, en la práctica, quedaban comprometidos a no
intentar aventuras bélicas ni iniciativas contra los EEUU. Luego empezó la
crisis económica y todo este panorama aparentemente idílico quedó
desestabilizado.
China entendió que sus
inversiones en los EEUU eran excesivas y que estaba literalmente en manos del
humor del presidente norteamericano de turno, y lo supo en las jornadas en las
que George Bush pensó en dejar caer a los dos grandes bancos hipotecarios de
los EEUU en los que los chinos habían invertido medio billón de dólares. La
amenaza de cortar bruscamente toda inversión en bolsas norteamericanas bastó
para que en horas, Bush inyectara fondos a estas entidades. Pero, a partir de
entonces quedó clara la debilidad del sistema mundial.
Por otra parte, la idea básica
de la globalización pronto se demostró falsa: una economía mundial globalizada
no iba a contribuir a la “especialización” industrial, sino a la concentración
de las manufacturas en una sola región del planeta (aquella que garantizara los
costes de producción más bajos, esto es, China en primer lugar y luego Vietnam)
desindustrializando progresivamente (esto es, empobreciendo) a todos los demás.
La globalización, finalmente,
no contribuyó a hacer simétricas las interrelaciones económicas mundiales: unos
países crecieron más rápidamente que otros (especialmente aquellos que contaban
con los cinco elementos básicos de todo desarrollo: población, recursos,
tecnología, territorio y transporte) con lo que en la actualidad se está
llegando a una situación similar a la teorizada por los estrategas
norteamericanos en los años 60: aparecían, efectivamente, actores geopolíticos
regionales, solo que no estaban incorporados a la estrategia unilateralista de
los EEUU, sino que aspiraban a convertirse en potencias regionales, hegemónicas
en su área, pero en absoluto subordinadas a lo que podíamos definir como un
“centro imperial”.
Estos países son, desde luego,
Brasil en Latinoamérica y Venezuela en la misma zona y en el caso de que logre
sustraer a aquel país algunas de sus áreas de expansión e incorporarlas a la
suya. En este sentido, la estrategia de Hugo Chávez se demostró
excepcionalmente lúcida haciendo que países como Ecuador, Bolivia hicieran
causa común con Venezuela y Cuba, alejándose de la órbita brasileña que los
había cortejado desde los años 60. El Irán de Ahmadinehyah recuperó el proyecto
del Sha, consciente de que el armamento atómico garantizaría su hegemonía en
Oriente Medio y contribuiría a doblegar al Estado de Israel, convirtiéndolo en
polo de agregación de todo el mundo islámico. Por su parte, la Indica, amparado
en su extraordinaria masa de población de convirtió en otro polo regional
contentándose con contener a Pakistán, su rival regional, y no aumentar las
tensiones con China, la otra potencia emergente. Éste país, por su parte, es de
manera inapelable otra potencia mundial, económica y militar y supone un caso
inédito en la historia reciente: su consigna de “un país, dos sistemas”, hasta
ahora ha garantizado la prosperidad de las exportaciones y la estabilidad
interior.
Estos países son, en rigor,
“nuevas potencias”, o “actores geopolíticos emergentes”. No se contentan con un
papel pasivo y receptivo a las orientaciones de los “actores geopolíticos
tradicionales”, reclaman para sí un protagonismo que garantizará bienestar para
su población y buenos negocios para sus élites. Están ahí y es inútil negar su
existencia o pretender que su crecimiento pueda ser subordinado a los intereses
del unilateralismo norteamericano.
Queda aludir a Europa, o más
bien a la Unión Europea. En la actualidad cada vez es más evidente que la UE no
es más que una superestructura burocrática destinada a garantizar, no tanto la
“unidad europea” y la existencia de un “mercado común europeo”, sino la
hegemonía franco-alemana sobre el continente, una hegemonía que tiende a ser
fundamentalmente económica. Pero desde 1945, Europa no existe políticamente, ni
siquiera existe una Unión Europeo con voluntad política. Sin olvidar que los
países europeos tampoco están dispuestos a subordinarse a los intereses del
Bundesbank y que la crisis de la deuda soberana (que siguió al estallido de la
burbuja inmobiliaria han generado en el interior de Europa heridas que tardarán
en olvidarse y generado la aparición de bolsas de protesta que difícilmente
podrán ser integradas por los partidos tradicionales, no sólo en la periferia
europea, sino también en el eslabón más débil del eje impulsor de la UE,
Francia.
Al referirnos a Europa
deberíamos puedes hablar de una incógnita: Europa es un mercado de casi 500
millones de habitantes, pero salvo su élite económica, está sufriendo un
proceso de desindustrialización y empobrecimiento que le inhabilita para jugar
un papel determinante en el futuro. El hecho de haber renunciado en 1945 a la
existencia de ejércitos europeos fuertes y de aceptar la subordinación de su
defensa a los EEUU dentro del marco de la OTAN, hace que desde el punto de
vista militar, Europa sea un enano insignificante incapaz incluso de asegurar
su defensa. Europa no es pues un “actor geopolítico emergente”, sino más bien,
en los momentos actuales, un actor cuya importancia no deriva de sus objetivos
actuales, sino de las “rentas” históricas que se han ido acumulando en los
últimos 2.000 años de historia. Dentro de la Unión Europea coexisten distintas
sensibilidades (unos países aliados incondicionales de los EEUU, otros que han
constituido la UE para generar un mercado preferencial para sus productos y
aspiran a la hegemonía económica en su interior, otras que por oportunismo se
han adherido al a UE y al euro, simplemente para beneficiarse de los “fondos
estructurales” sin pensar en lo que ocurrirá más allá de los años en los que
concluya su recepción…) y quizás sea la única área geográfica del mundo en el
que los valores del liberalismo siguen siendo una práctica política cotidiana.
El humanismo universalista destilado en los laboratorios doctrinales de la
globalización que operan desde 1945 (UNESCO, ONU), solamente son tomados en
serio en Europa que cree verdaderamente y asume la doctrina que apareció justo
cuando fue derrotada: porque la Segunda Guerra Mundial constituyó la derrota de
Europa y la aparición de un bilateralismo para el que Europa no era más que un
futuro teatro de operaciones, y lo que siguió luego, el unilateralismo
norteamericano no fue percibido como una amenaza por Europa sino como una
oportunidad… oportunidad que se perdió cuando asoma el multilateralismo y ni
siquiera esta clara la posibilidad de que Europa tenga un lugar en ese nuevo
marco histórico.
Tercera Cara Lateral
Recursos energéticos y progreso
científico.
En una civilización
desarrollada las distintas formas de energía son lo único que garantiza el
desarrollo. Durante un siglo, la economía mundial ha dependido especialmente de
hidrocarburos, pero esta situación no podrá prolongarse más allá de treinta
años. Y eso no es todo: a partir de 2001–2002 ha quedado patente que las
prospecciones petrolíferas y las escasas nuevas reservas encontradas ya no
están en condiciones de compensar los aumentos en la demanda. Así pues, la era
del petróleo barato ha concluido. Y las consecuencias del fin de esta era se
mantendrán mientras no se encuentren fuentes energéticas alternativas (energía
de fusión), se tenga el valor de recurrir a fuentes hoy demonizadas (energía
nuclear) o el precio del petróleo aumente hasta el punto de hacer rentables
nuevamente la explotación de recursos hoy secundarios (carbón).
La globalización de las
manufacturas se basa en la optimización de la producción y de la distribución.
Ambas actividades dependen del consumo de energía. A medida que crece la
actividad industrial crecen también las necesidades de consumo. Esto genera una
contradicción porque hasta ahora las fuentes energéticas hasta ahora utilizadas
son todas limitadas. En lo que se refiere a la energía solar, siendo ilimitada
en sí misma, los mecanismos de transformación que requiere hasta ahora son caros
y… limitados. La misma energía nuclear deriva de una serie de isótopos
radioactivos cuya presencia en el planeta es extremadamente limitada.
Pero, sin duda, el problema más
dramático y acuciante lo constituye la escasez de petróleo que se hará dramática
en las próximas décadas y que difícilmente llegará hasta 2050. A nadie se le
escapan los problemas que esto está generando: las cuencas petroleras se han
convertido en un foco de tensión y las guerras que se están desarrollando en
este ciclo histórico iniciado el 11-S de 2001 son precisamente guerras por el
petróleo. De hecho, en una civilización que depende de los carburantes, el
poder militar es la herramienta que garantiza el acceso a las fuentes
energéticas. Pero llegará un momento en el que aunque un solo actor posea todas
las fuentes energéticas (algo difícil en un mundo multipolar) el combustible se
agotara, de la misma forma que se agotarán las pizarras asfálticas que permiten
fabricar gasolina sintética. Así mismo, los isótopos radiactivos tampoco
durarán mucho más allá de 2050, con lo que las utilizaciones pacíficas de la
energía nuclear tampoco podrán prolongarse. Y en la actualidad se ignora si la
energía de fusión es viable o se trata de una superchería similar al movimiento
continuo de otra época.
Podemos imaginar lo que será la
globalización en el momento en el que desaparezca uno de sus pilares (el
petróleo barato que permite trasladas ingentes cantidades de manufacturas de un
lugar a otro del planeta. Las plantas de ensamblaje de manufacturas se habrán
trasladado a unos emplazamientos alejados de los escaparates de consumo, pero
en apenas unos años volverán a ser tan caros como si estuvieran fabricados en
el Primer Mundo a causa del sobrecosto de los transportes. Pero eso no es todo:
la supervivencia misma de la civilización moderna es inviable sin la inyección
creciente de energía.
Por todo ello, otro de los
aspectos a tener en cuenta a la hora de diseñar un modelo de análisis de la
modernidad, es el energético y su problemático futuro. Sin embargo, en el mismo
plano podemos situar otro frente íntimamente vinculado a éste y hasta cierto
punto inseparable: el progreso científico. Cuando se alude a la crisis
energética y a la escasez del petróleo, la realidad nunca termina de
proyectarse con todos su dramatismo porque siempre se piensa que, finalmente,
la ciencia resolverá la papeleta y conseguirá sacarnos del ato. Hay en ello
algo de razón unido a un optimismo desmesurado.
En efecto, la fe en el progreso
de las ciencias parece justificada en los inicios del siglo XXI, pero tal
optimismo no debe de eludir el problema de que la ciencia avanza de manera
desigual e incluso de manera. En los próximos años asistiéremos a un despliegue
extraordinario de la ingeniería genética, la criogenia y la nanotecnología,
aplicadas especialmente a las ciencias de la salud. La salud se convertirá en
un gran negocio desconocido hasta ahora. No la vida eterna, pero sí un
sucedáneo estará al alcance de unos cuantos cientos de miles de dólares. Pero
habrá que tenerlos. Será posible regenerar organismos, proceder a trasplantes
de órganos sin necesidad de recurrir a fármacos anti-rechazo, anticiparse al
desarrollo de enfermedades… y todo esto costará caro. Se entenderá ahora mejor
el interés por la privatización de la medicina y la restricción de los
tratamientos ofrecidos por la Seguridad Social a los más básicos y elementales.
Se entenderá también mucho mejor el porqué los fondos de inversión presionan
para que la sanidad sea privatizada al máximo.
Esto será otra nueva fuente de
desigualdades y conflictos sociales: ¿hasta qué punto los “damnificados por la
globalización” aceptarán el triste destino en el que se les encarrila al
permanecer fuera de la medicina gratuita tratamientos de vanguardia para la
prevención y superación de determinadas enfermedades? ¿Podrá hablarse entonces
de sanidad pública cuando se restrinja solamente a tratamientos clásicos y los
nuevos fármacos y tecnologías permanezcan fuera del alcance de la inmensa
mayoría de la población?
En otros terrenos, las ciencias
avanzan con mucha más lentitud, incluso diríamos con desesperante lentitud. Los
ensayos de nuevos motores no prosperan y, prácticamente, desde hace casi medio
siglo los únicos avanzas en este terreno no son científicos sino técnicos:
mejoran las prestaciones y el rendimiento de los nuevos motores, pero no su
concepción. Lo mismo ocurre con la aeronáutica y con la astronáutica: después
de décadas de avances vertiginosos, a partir de los años 80 parece como si se
hubiera producido un frenazo. Otro tanto ocurre con la investigación sobre
combustibles: no da la sensación de que avance según aumentan las necesidades
de la población.
Estamos asistiendo, por tanto,
a un desarrollo asimétrico de las ciencias.
La energía y la ciencia, a fin
de cuentas, se han convertido en sectores económicos. Los grandes fondos de
inversión apuestan por las tecnologías de la salud o por cualquier otro avance
científico, siempre y cuando queden garantizados sus beneficios. ¿Es posible la
irrupción de una ciencia que ayude a la humanidad pero no devengue “royalties”? Imposible,
quienes invierten en proyectos científicos lo hacen previendo un escenario de
beneficios incalculables, en absoluto por altruismo o filantropía. De ahí la
asimetría del desarrollo científico y sus riesgos.
Si hemos englobado ambos
aspectos de la modernidad en una sola cara se debe a que está implícito en las
masas, e incluso en la mayor parte de las élites, la idea de que, aunque
mengüen los recursos energéticos, en última instancia no hay nada que perder
porque la Ciencia (con mayúsculas) proveerá, como en otro tiempo se atribuía a
la Providencia. La sensación más arraigada entre las masas, como resultado de
doscientos años de modelo de civilización “progresista” que preveía estadios
cada vez más avanzados y lineales de progreso científico y técnico, es que los
problemas que el desarrollo pueda generar (problemas ecológicos, alteraciones
sociales, agotamiento de recursos), todos ellos sin excepción serán resueltos y
superados por nuevos hallazgos científicos: la ciencia resolverá los problemas
que se vayan planteando y responderá puntualmente a las nuevas exigencias. No
es del todo evidente.
Esta concepción deriva de un
momento histórico que ya pertenece a un pasado remoto que había entronizado una
nueva trinidad mística formada por el evolucionismo, el marxismo y el progreso
como nuevo Espíritu Santo. Nadie cree hoy en este mito trinitario que, sin
embargo, fue indiscutible para muchos espíritus hasta los años 80 del siglo XX.
Primero cayó el marxismo, el evolucionismo se reinventó a sí mismo y se
encomendó a nuevos hallazgos de la paleontología, mientras que el progresismo
sobrevivió a falta de un mito mejor y como esperanza para desesperados, papel
que en otro tiempo ocupó el cristianismo. Pero esta supervivencia no implica
que haya que aceptar sus juicios como ciertos. Nada garantiza que el progreso
será continuo y que la ciencia tendrá todas las respuestas que precisa la
humanidad.
Cuarta
Cara Lateral
A partir de los años 80, con el
paso del narcotráfico de la etapa artesanal a la industrial y, especialmente,
con el derrumbe del bloque soviético, se forma un nuevo poder que, por primera
vez, no es un actor estatal ni político, sino mafioso: la neodelincuencia.
A partir de los años 80 la
acumulación de capital que se genera en torno al tráfico de drogas empieza a
revestir caracteres espectaculares. La droga que hasta mediados de los años 60
había ocupado un lugar completamente marginal en la sociedad, empieza a
extenderse cada vez más convirtiéndose en un problema de masas. Pronto
aparecieron las interrelaciones entre el mundo de la droga y el mundo de la
política: los servicios de inteligencia norteamericanos para financiar
operaciones ilegales recurren a la facilidad para recaudar fondos a través de
las actividades ilegales relacionadas con el narcotráfico. En el caso
Irán-Contras, la CIA permite que aviones pilotados por mercenarios lleven a
territorio norteamericano grandes cantidades de cocaína que serán distribuidas
en los guetos negros, para comprar armas destinadas a la guerrilla
anticomunista nicaragüense (“la Contra”). Veinte años antes, la misma CIA había
facilitado el tráfico de LSD y obtenido fondos abundantes de este comercio y en
aquellos mismos años 60, cuando se desarrollaba la guerra del Vietnam, esos
mismos servicios de inteligencia no tuvieron el más mínimo reparo en financiar
sus operaciones especiales mediante el tráfico de heroína en el llamado
Triángulo del Oro, a pesar de que el principal consumidor fueran las tropas
norteamericanas destacadas en el Sudeste Asiático. Más aún: después de la
invasión norteamericana de Afganistán, el cultivo de adormideras que había sido
arrinconado y convertido en testimonial por parte del gobierno talibán,
reverdeció con la presencia norteamericana y, dos años después, ya se había
restablecido la “ruta de la seda” como vía para la introducción de heroína en
Europa a través del “corredor turco de los Balcanes”. Cuando los EEUU apoyaron
la creación de un Estado mafioso en Kosovo, lo que estaban haciendo era
entregar las riendas de una región de Europa a una banda de delincuentes
comunes que habían utilizado para desmembrar Yugoslavia y justificar los
bombardeos de la OTAN sobre Serbia: la UÇK. Kosovo es, pues, el primer Estado
mafioso de Europa.
Todos estos ejemplos y otros
muchos que no costaría encontrar, demuestran que los beneficios reportados por
el tráfico de drogas son tales que llegan incluso a ser utilizados en
operaciones encubiertas programadas por servicios de seguridad de determinados
Estados. Estas iniciativas forman parte de lo que hemos dado en llamar
“neo-delincuencia”, otro de los rasgos de la modernidad. Pero este aspecto del
“mundo cúbico” tiene otras implicaciones no menos graves.
En primer lugar, las bandas
mafiosas que han visto en el narcotráfico y en actividades similares de
carácter delictivo, un lucrativo medio de acumulación de capital, han alcanzado
en muy poco tiempo fabulosas sumas que le han permitido abandonar lo que
podríamos llamar un “estadio artesanal” de la delincuencia, para pasar a un
“estadio industrial”. El primer síntoma de lo que podía suceder se dio en
Bolivia a principios de los años 80, cuando el narcotráfico (la “pizzicato”) se convirtió en un “actor
social” de carácter local: era ilegal, pero había que tenerlo en cuenta para
cualquiera que pretendiera actuar en aquel país. El narcotráfico boliviano
condicionaba la vida social y política de aquel país: se le podía ignorar,
combatir o intentar ganárselo, pero el hecho irremediable es que estaba
presente de manera determinante en la sociedad.
Poco más tarde, el problema de
la cocaína se desplazó de Bolivia a Colombia cristalizando en el “Cartel de
Medellín” cuya brutalidad ensombreció la vida en aquel país en los años 80 y
90, desarrollando un terrorismo que superaba en violencia al de cualquier banda
de carácter político. La capacidad de atracción del narcotráfico colombiano y
su acumulación de capital, generó incluso el que movimientos guerrilleros de
izquierdas (FARC) y movimientos de contra-insurgencia (Defensas Cívicas de
Colombia), pasaran a tener vínculos estrechos con el mundo de los “cárteles”.
Así mismo, los “cárteles” de la
droga, pronto entendieron que podían negociar de igual a igual con Estados
sobornando simplemente a algunos responsables de la seguridad pública. Y lo que
era peor, precisaban obtener garantías en otros Estados de que los dineros
procedentes del narcotráfico podrían invertirse y blanquearse en negocios e
inversiones lícitas sin riesgo. Esto implicaba una interrelación entre el mundo
de la droga, el de las grandes inversiones y el de los Estados.
La existencia de paraísos
fiscales, de zonas en las que es público y notorio que la inusitada expansión
deriva de la llegada masiva de dinero procedente de actividades ilícitas, se ha
convertido en algo habitual. Los paraísos fiscales existen no solamente para
eludir impuestos, sino muy especialmente para reciclar dinero negro procedente
del narcotráfico. Desde la reunión del G-20 en noviembre de 2008, justo en el
momento más grave de la crisis bancaria, quedó establecido que los paraísos
fiscales eran uno de los factores que habían contribuido al estallido de la
crisis inmobiliaria iniciada en el verano de 2007. Sin embargo, desde entonces,
no se ha hecho absolutamente nada para liquidarlos. El dinero procedente de la
delincuencia, allí va a parar junto a capitales huidos de la presión fiscal de
los Estados, se entremezcla con él y se reorienta hacia bolsas, fondos de
inversión legales, etc. En una sociedad como la actual en la que el poder del
dinero determina la solvencia de las personas, los nuevos delincuentes figuran
entre sus exponentes más respetados. No en vano su capital genera rendimientos
espectaculares.
Todo esto forma parte también
de lo que hemos dado en llamar neo-delincuencia. Pero aún hay más.
Un poco por todo el mundo,
variando su intensidad y profundidad, se va afianzando el fenómeno de la
corrupción. En los países del Tercer Mundo siempre han existido niveles de
corrupción exorbitantes para los estándares europeos, la novedad estriba en que
desde hace un cuarto de siglo la corrupción ha desembarcado en el Primer Mundo
convirtiéndose en endémica. En países como España, el rasgo más característico
del momento actual es la contaminación de todos los niveles administrativos por
el virus de la corrupción, de tal manera que ésta se ha convertido en el rasgo
más significativo de la época, como el caciquismo lo fue de la restauración, y
como éste, nadie lo reconoce en toda su extensión e importancia.
Llama, así mismo, la atención
el escaso interés con el que se persigue la corrupción en estos países y el
hecho de que no se presenten iniciativas legales para combatirlo con más
decisión. Es evidente, como decía Platón en La
República, que ningún político ha adoptado jamás una decisión que pudiera
perjudicarle. En los últimos 2.500 años de historia nada ha cambiado pues,
salvo la intensidad del fenómeno. También la corrupción político-administrativa
forma parte de la “neo-delincuencia”.
En consecuencia, uno de los
rasgos más característicos de nuestro tiempo es que cada vez más franjas de
población viven vinculadas a fenómenos relacionados con la “neo-delincuencia”,
como si se hubiera retrocedido en la historia y sumido en aquella época (el
siglo XVII) en donde el 25% del oro extraído por España en las colonias caía en
manos de la piratería. Hoy resulta imposible saber qué porcentaje de la
economía mundial tiene relación con la “neo-delincuencia”, pero todo induce a
pensar que mueven un dinero similar al de cualquier gran corporación
industrial.
Queda hablar, finalmente, de
otro proceso que se va haciendo cada vez más palpable a pesar de que siempre ha
estado próximo a las democracias pluralistas: se trata de las prácticas gansteriles
de los servicios de recaudación de impuestos de los Estados e incluso de las
organizaciones económicas mundialistas (Banco Mundial y Fondo Monetario
Internacional). El principio con el que trabaja todo este sector es: privatizar
los beneficios, socializar las pérdidas. Y es que, la práctica evidencia que
los grandes negocios se realizan a la sombra del poder. Es a través de la
administración que se estimulan las grandes “burbujas” de las que se beneficia
especialmente un pequeño número de especuladores e inversores, todos ellos
“amigos” de los gestores del poder (incluso aun cuando no exista inversión
real, los procedimientos de ingeniería financiera permiten trabajar con dinero
inexistente con la única condición de que exista la posibilidad de futuros
beneficios). Esta práctica se justifica argumentando que “el movimiento
económico es beneficioso para toda la sociedad”, lo que se evita decir es que
mientras unos ganan lo suficiente como para sobrevivir, otros generan en pocos
meses capitales desmesurados que quedan en sus menos.
En el momento en el que se
produce el estallido de todas estas burbujas (frecuentemente asociadas a
sectores especulativos), el hueco económico generado es cubierto por toda la
sociedad en forma de aportaciones prácticamente incondicionales de dinero
público. Así las “burbujas” se transforman en aumento de la deuda soberana de
los Estados. El pago de esa deuda lo realiza la sociedad de manera forzada
mediante la presión fiscal. De ahí que hayamos aludido a “socialización de las
pérdidas”. El caso extremo se ha produjo en Argentina en 2001-2 durante el
periodo de “el corralito”, en Chipre se ha vuelto a intentar dentro del marco
de la UE en 2013 y, finalmente, el Fondo Monetario Internacional, aludió en
enero de 2014 a “la confiscación del ahorro privado para reducir la deuda
pública”.
Quienes sufren la presión
fiscal no son, desde luego, los beneficiarios de la globalización amparados en
sistemas invulnerables de ingeniería financiera, ni tampoco los sectores
sociales precarizados por la crisis, sino las clases medias, profesionales y
funcionarios, a las que les resulta imposible enmascarar sus ingresos y eludir
el racket practicado por la Hacienda pública. A nadie se le escapa lo que estos
procesos suponen para la composición de la sociedad y para su configuración en
el futuro. Sin embargo, esta práctica del Estado (de Estados gestionados por
clases políticas en permanente entendimiento con la corrupción) permanece muy
alejada de la legítima colaboración en el mantenimiento de los servicios del
Estado realizada a través de contribuciones de los particulares: está mucho más
cerca de las prácticas mafiosas que de una Hacienda Pública digna de tal
nombre. Por eso entra también dentro de la “neo-delincuencia”.
(c) Ernesto Milá - infokriris - ernesto.mila.rodri@gmail.com