Infokrisis.- A pesar de lo que digamos en
las líneas que siguen, nos gustaría que quedara claro que, desde muy pequeños,
hemos tenido distintos animales y conocemos perfectamente lo que es el noble
arte de la ganadería que nosotros mismos hemos practicado. Así que tenemos
“títulos de nobleza” suficientes como para afrontar uno de los fenómenos más
curiosos que ha llegado con la moderna civilización de masas: un gremio extraño
y exótico autotitulado “amantes de los animales”, que se permiten dar lecciones
de ética y moralidad... a los que tenemos cayos de tratar con animales. Va
siendo hora de denunciar que este “amor a los animales” oculta solamente
problemas interiores de quienes lo ostentan.
Memorando personal a
modo de exorcismo
He tenido perros de todas las
razas. En Francia viví durante un año en el Château de Reveillon acompañado por
ocho perros de raza Leomberg. En España he tenido perros pastores belgas,
mastines españoles y mastines daneses. ¿Por qué perros siempre tan grandes? Por
que he vivido en el campo y un caniche estaría fuera de lugar.
probablemente un conejo le asustaría. Los perros se han de adaptar al
medio en el que van a vivir. Campo grande, perro grande de grandes colmillos.
Eso, o muere.
Item mas. He tenido rebaños de
ovejas y granjas de pollos. He rechazado las técnicas modernas de estabulación
porque desvirtuaban el noble arte de la ganadería. Si quiere que una costilla
de cordero sepa a costilla de cordero y la lana de oveja huela a lana, sus
ovejas deben estar libres por los prados. El rebaño de 200 ovejas que tuve en
el Marne pastaba libre en los campos que la climatología volvía exuberantes
durante la primavera y el verano y volvía solo –son animales pero su instinto
es superior a su estupidez- al establo que cada noche cerraba. En invierno y en
parte del frío otoño del Marne, tenía que “acolchar” la “cama” de los corderos
con paja y darles de comer heno. Pero incluso en esos meses, la puerta del
establo estaba abierta para que pudieran recorrer el prado. Sólo una se perdió
en el curso de una tormenta.
En ese período de mi vida, dos
vacas alimentadas de la misma manera más el grano necesario para que abrieran
sus ubres y permitieran ser ordeñadas, me permitió alimentarme con leche
natural (nada que ver con ese líquido teñido de blanco) que al desnatarla tenía
el mismo sabor y textura que la leche que hoy se vende en los supers como
"entera”, fabricar queso con la nata y, por supuesto, mantequilla, pues en
Francia es frecuente freír con mantequilla. De todos estos derivados de la vaca
debo decir que no tenían competencia en sabor y matices con los comprados en
los comercios. De hecho, la mantequilla que con la que untaba pan en los hoteles
de París sabía a parafina comparado con “mi” mantequilla, hecha por
"mí" mismo.
Nunca he practicado la crueldad
con los animales. Naturalmente, he matado animales (corderos, pollos, cabras)
porque desde los albores de la civilización, el ser humano fue pastor y comió
para sobrevivir. Debo confesar que no he experimentado una sensación particular
al degollar a un carnero, colgarlo por los tendones, despellejarlo, abrirlo en
canal, quitarle las vísceras, vaciar sus tripas y trocear los restos. He sentido,
eso sí, cierta ternura al tener que hacer otro tanto con el único cerdo que he
tenido en mi vida y que dio dos jamones de singular sabor. Sobre jamones,
también debo decir que he curado jamones de pato que gozaron de cierta fama en
la comarca.
Como ven, conozco el asunto de la
ganadería, la he practicado y si algún día puedo volver a permitírmelo, mi vida
ideal sería en una propiedad de 4-8 hectáreas, rodeado por dos perros de gran
tamaño, una vaca, dos cerdos, cincuenta gallinas, treinta patos y seis ocas no
para sacrificarlas sino como alarmas, seguramente más eficaces que cualquira de
las electrónicas en venta.
Nosotros y los
animales
No puedo decir que “ame a los
animales”: los conozco, sin embargo, y considero que tienen una función
ecológica y social. Por lo demás, comparto la opinión que me transmitió lama
Chongyan Tsulstrin de que lo que caracterizaba a los animales era, simplemente,
la estupidez. Puedes “querer” a tu perro, pero no puedes evitar la sensación de
que su fatum es la estupidez cuando recorre las calles
orinando en un árbol y en el siguiente y así hasta regresar al hogar, o cuando
mira con cara de fascinación la comida que está en tu plato. Si tienes la
tentación de hablarles, verás que en su rostro está grabada la expresión
de “No entiendo nada, coño” o "Me importa un higo
lo que puedas decirme". En efecto, la vida de un perro se resume en el
paradigma 2P: "Pis y Papeo" y contra más, mejor.
Es lógico que sea así: nosotros,
humanos –y no todos, lo puedo asegurar- somos la especie superior que puebla el
planeta. No hay punto de comparación entre nosotros y los animales. Los únicos
puntos de contacto son dos: la biología y el instinto.
La biología nos hace hijos de un
padre remoto: el carbono. Lo que es malo para un organismo animal, es malo para
el ser humano, de ahí que, puestos a experimentar nuevos fármacos o nuevas
técnicas quirúrgicas sea bueno experimentar con primates antes que con el
vecino del quinto por muy capullo que sea. Las ratas de laboratorio son
contaminadas con las enfermedades más extrañas, no para que los
experimentadores desahoguen un impulso sádico, sino porque las ratas sirven así
a la humanidad. Y lo mismo cabe decir de los primates empleados en experimentos
análogos.
Luego está el instinto: en los
animales el instinto ocupa todo el cerebro. Si lamen la mano del amo y lo
defienden es por instinto, si se unen a la hembra es por instinto y si atacan
es para sobrevivir, es ecir, por instinto de supervivencia. Es falso que el
hombre sea el único que mata a otros de su especie: he visto batallas entre dos
hormigueros distintos y como ha quedado el “campo de batalla” después de estos
choques, sembrado de fragmentos arrancados del adversario, que me han recordado
los campos de batalla del Marne o de Verdún después de insensatas cagas a la
bayoneta ante los nidos de ametralladora del adversario. Y, he visto como
el macho-alfa de mis caballos –sí, también he convivido con
ocho caballos y he aprovechado su mierda mezclada con paja para cultivar los
mejores champiñones que he comido jamás y que perfumaban todo el sótano con un
olor genuino que no encontraréis jamás en los champiñones del súper- perseguía
a su propio hijo, lo agotaba, lo arrinconaba y le rompía la columna golpeándolo
con sus cascos… El animal mata por instinto de supervivencia. Si mi macho-alfa lo
hacía era para no tener competencia a la hora de reproducirse con las yeguas
del grupo. Y no sólo matan a los de su especie, sino que no dudan en
matar a sus hijos.
En el ser humano, biología e
instintividad existen como en los animales, pero modulados por la inteligencia.
Esa es la diferencia. No busquéis inteligencia en los animales (ni siquiera en
la clase política): encontraréis sólo instintos. Y el de supervivencia el
primero de todos (este instinto está presente en la clase política y se llama
"lucha por la poltrona").
Los gorilas y cualquier otro
primate superior pueden manejar un palito, pueden incluso resolver problemas
propios de un niño de tres meses. Poco más. Solamente hay una especie, extraña,
anómala en la fauna en donde hay algo que va más allá: los delfines. Hay “algo”
en los delfines que va más allá de lo animal. Los he visto seguir a los barcos,
acercarse a las lanchas con el motor parado en pleno Mediterráneo. Y cuando los
he tenido cerca he percibido algo que me ha estremecido: de alguna manera, os
puedo asegurar, que están más cerca de lo humano que cualquier primate
superior. Casi diría que el ser humano es el rey de la superficie y análogo
título le corresponde al delfín como rey de las aguas. Pero esta es otra
historia que nada tiene que ver con lo que nos proponíamos en estas líneas:
estudiar la psicología de los amantes de los animales.
Qué entendemos por
amar a los animales
¿De qué está hecha la psicología
de la estirada fémina que pasea por los bulevares acompañada de una mascota
ridículamente atusada con lacitos que hace juego con el bolso o con los
zapatos? ¿Y en qué tienen la cabeza esas chicas que anteayer, en Bruselas,
mostraron su exultante anatomía a pelo, tiradas en el suelo con banderillas de atrezzo
sobre el lomo protestando contra las corridas de toros? ¿Y qué me dicen de los
que responden a la llamada de la ONG “Adopt an Orangután” o de
Jane Goodall que prefiere la compañía de qué se yo que especie de primates? He
conocido a mujeres maduras que tenían hasta 12 gatos en su propia casa que
destilaba un insoportable hedor… a gato. Y también he conocido a una escultural
vedette de El Molino alimentar cada mañana con la “cordilla” de los años 60 a
una treintena de gatos del barrio (santa mujer, ésta). Finalmente, he conocido
a algún propietario de perros que se esforzaba en mantener una postura tan
fiera como su mascota, hasta el punto de que se sabía quien era el ser humano
por los ojos de inteligencia del perro… ¿Cuál es la psicología de toda esta
gente?
Hemos buscado en Internet y no
hemos encontrado ninguna referencia válida que nos ayude en estas líneas, así
que lo fiaremos todo a nuestras observaciones empíricas.
Lo primero sería definir
exactamente cuál es el objeto de este artículo: definir la psicología y
las motivaciones profundas de los amantes de los animales. Ya… ¿y qué es un
“amante de los animales”? Es alguien que se siente más próximo a los
animales de lo que es normal en su entorno cultural y antropológico. Si yo
alimento a mis gallinas con pan mojado, hierba verde primorosamente cortada por
mí mismo, maíz molido, y algo de pienso… estoy haciendo lo normal. Sé que así
darán huevos grandes, de cáscara resistente y yema casi impenetrable de color
amarillo rojizo, de lo contrario pondrán una especie de cagarro ovoide que
dentro contiene algo parecido a una yema que suerte hay si no se rompe al
abrirlo. Se que cuando, incubada por la gallina o salida de la incubadora,
aparece el poyuelo, tengo que apresurarme a colocarlo bajo una lámpara de calor
o sucumbirá y debo hacerlo sea que sea la hora del día o de la noche, y si
quiero que sobreviva la mayoría deberé cuidarlo yo, en lugar de su propia
madre. Esto es lo que he aprendido y que me han enseñado otros campesinos.
Ahora bien, si por una irreprimible
tendencia a “amar a mis gallinas” las alimento con paella y puré de patatas
enriquecido con queso fundido y si coloco a los poyuelos sobre un lecho de
rosas y cubiertas con palio de seda, no estaré demostrando el amor hacia mis
gallinas sino una anormalidad similar a la de aquellos que prefieren que a su
compañera las monte en mastín que un amigo o, sin ir más lejos, él mismo.
Las condiciones
antropológicas y culturales son las que definen el comportamiento “normal” con
los animales. Las corridas de
toros son propias de nuestra cultura mediterránea, pero no pidamos a un
finlandés o a un negrito del Ngoron-goro que las ame con locura, ni siquiera
que las entienda. Una filia normal puede pasar a ser fobia en otro
marco antropológico. Dicen que los árabes –así lo he oído desde pequeño
pero nunca he tenido ocasión de experimentarlo- muestran su satisfacción por
una comida eructando, algo que sería una guarrada de tomo y lomo en nuestro
marco geográfico.
La normalidad es lo que da el
tono y hace que un comportamiento sea “normal” o neurótico.
El problema es que en estos tiempos de multiculturalidad, mestizaje y demás chorraditas telecomandadas en estos tiempos de buen rollito y originalidades varias, la noción de “normalidad” está más que desvirtuada. De ahí que la recuperación de un paradigma de normalidad sea la más alta tarea a la que puede aspirar nuestra generación en estos tiempos de crisis generalizada.
© Ernesto Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.es –
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