domingo, 17 de octubre de 2010

Psicopatología del amor a los animales y otras neurosis (I de II)

Infokrisis.- A pesar de lo que digamos en las líneas que siguen, nos gustaría que quedara claro que, desde muy pequeños, hemos tenido distintos animales y conocemos perfectamente lo que es el noble arte de la ganadería que nosotros mismos hemos practicado. Así que tenemos “títulos de nobleza” suficientes como para afrontar uno de los fenómenos más curiosos que ha llegado con la moderna civilización de masas: un gremio extraño y exótico autotitulado “amantes de los animales”, que se permiten dar lecciones de ética y moralidad... a los que tenemos cayos de tratar con animales. Va siendo hora de denunciar que este “amor a los animales” oculta solamente problemas interiores de quienes lo ostentan.

 


 

Memorando personal a modo de exorcismo

He tenido perros de todas las razas. En Francia viví durante un año en el Château de Reveillon acompañado por ocho perros de raza Leomberg. En España he tenido perros pastores belgas, mastines españoles y mastines daneses. ¿Por qué perros siempre tan grandes? Por que he vivido en el campo y un caniche estaría fuera de lugar. probablemente  un conejo le asustaría. Los perros se han de adaptar al medio en el que van a vivir. Campo grande, perro grande de grandes colmillos. Eso, o muere.

Item mas. He tenido rebaños de ovejas y granjas de pollos. He rechazado las técnicas modernas de estabulación porque desvirtuaban el noble arte de la ganadería. Si quiere que una costilla de cordero sepa a costilla de cordero y la lana de oveja huela a lana, sus ovejas deben estar libres por los prados. El rebaño de 200 ovejas que tuve en el Marne pastaba libre en los campos que la climatología volvía exuberantes durante la primavera y el verano y volvía solo –son animales pero su instinto es superior a su estupidez- al establo que cada noche cerraba. En invierno y en parte del frío otoño del Marne, tenía que “acolchar” la “cama” de los corderos con paja y darles de comer heno. Pero incluso en esos meses, la puerta del establo estaba abierta para que pudieran recorrer el prado. Sólo una se perdió en el curso de una tormenta.

En ese período de mi vida, dos vacas alimentadas de la misma manera más el grano necesario para que abrieran sus ubres y permitieran ser ordeñadas, me permitió alimentarme con leche natural (nada que ver con ese líquido teñido de blanco) que al desnatarla tenía el mismo sabor y textura que la leche que hoy se vende en los supers como "entera”, fabricar queso con la nata y, por supuesto, mantequilla, pues en Francia es frecuente freír con mantequilla. De todos estos derivados de la vaca debo decir que no tenían competencia en sabor y matices con los comprados en los comercios. De hecho, la mantequilla que con la que untaba pan en los hoteles de París sabía a parafina comparado con “mi” mantequilla, hecha por "mí" mismo.

Nunca he practicado la crueldad con los animales. Naturalmente, he matado animales (corderos, pollos, cabras) porque desde los albores de la civilización, el ser humano fue pastor y comió para sobrevivir. Debo confesar que no he experimentado una sensación particular al degollar a un carnero, colgarlo por los tendones, despellejarlo, abrirlo en canal, quitarle las vísceras, vaciar sus tripas y trocear los restos. He sentido, eso sí, cierta ternura al tener que hacer otro tanto con el único cerdo que he tenido en mi vida y que dio dos jamones de singular sabor. Sobre jamones, también debo decir que he curado jamones de pato que gozaron de cierta fama en la comarca.

Como ven, conozco el asunto de la ganadería, la he practicado y si algún día puedo volver a permitírmelo, mi vida ideal sería en una propiedad de 4-8 hectáreas, rodeado por dos perros de gran tamaño, una vaca, dos cerdos, cincuenta gallinas, treinta patos y seis ocas no para sacrificarlas sino como alarmas, seguramente más eficaces que cualquira de las electrónicas en venta.

Nosotros y los animales

No puedo decir que “ame a los animales”: los conozco, sin embargo, y considero que tienen una función ecológica y social. Por lo demás, comparto la opinión que me transmitió lama Chongyan Tsulstrin de que lo que caracterizaba a los animales era, simplemente, la estupidez. Puedes “querer” a tu perro, pero no puedes evitar la sensación de que su fatum es la estupidez cuando recorre las calles orinando en un árbol y en el siguiente y así hasta regresar al hogar, o cuando mira con cara de fascinación la comida que está en tu plato. Si tienes la tentación de hablarles, verás que en su rostro está grabada la expresión de “No entiendo nada, coño” o "Me importa un higo lo que puedas decirme". En efecto, la vida de un perro se resume en el paradigma 2P: "Pis y Papeo" y contra más, mejor.

Es lógico que sea así: nosotros, humanos –y no todos, lo puedo asegurar- somos la especie superior que puebla el planeta. No hay punto de comparación entre nosotros y los animales. Los únicos puntos de contacto son dos: la biología y el instinto.

La biología nos hace hijos de un padre remoto: el carbono. Lo que es malo para un organismo animal, es malo para el ser humano, de ahí que, puestos a experimentar nuevos fármacos o nuevas técnicas quirúrgicas sea bueno experimentar con primates antes que con el vecino del quinto por muy capullo que sea. Las ratas de laboratorio son contaminadas con las enfermedades más extrañas, no para que los experimentadores desahoguen un impulso sádico, sino porque las ratas sirven así a la humanidad. Y lo mismo cabe decir de los primates empleados en experimentos análogos.

Luego está el instinto: en los animales el instinto ocupa todo el cerebro. Si lamen la mano del amo y lo defienden es por instinto, si se unen a la hembra es por instinto y si atacan es para sobrevivir, es ecir, por instinto de supervivencia. Es falso que el hombre sea el único que mata a otros de su especie: he visto batallas entre dos hormigueros distintos y como ha quedado el “campo de batalla” después de estos choques, sembrado de fragmentos arrancados del adversario, que me han recordado los campos de batalla del Marne o de Verdún después de insensatas cagas a la bayoneta ante los nidos de ametralladora del adversario. Y, he visto como el macho-alfa de mis caballos –sí, también he convivido con ocho caballos y he aprovechado su mierda mezclada con paja para cultivar los mejores champiñones que he comido jamás y que perfumaban todo el sótano con un olor genuino que no encontraréis jamás en los champiñones del súper- perseguía a su propio hijo, lo agotaba, lo arrinconaba y le rompía la columna golpeándolo con sus cascos… El animal mata por instinto de supervivencia. Si mi macho-alfa lo hacía era para no tener competencia a la hora de reproducirse con las yeguas del grupo. Y no sólo matan a los de su especie, sino que  no dudan en matar a sus hijos.

En el ser humano, biología e instintividad existen como en los animales, pero modulados por la inteligencia. Esa es la diferencia. No busquéis inteligencia en los animales (ni siquiera en la clase política): encontraréis sólo instintos. Y el de supervivencia el primero de todos (este instinto está presente en la clase política y se llama "lucha por la poltrona").

Los gorilas y cualquier otro primate superior pueden manejar un palito, pueden incluso resolver problemas propios de un niño de tres meses. Poco más. Solamente hay una especie, extraña, anómala en la fauna en donde hay algo que va más allá: los delfines. Hay “algo” en los delfines que va más allá de lo animal. Los he visto seguir a los barcos, acercarse a las lanchas con el motor parado en pleno Mediterráneo. Y cuando los he tenido cerca he percibido algo que me ha estremecido: de alguna manera, os puedo asegurar, que están más cerca de lo humano que cualquier primate superior. Casi diría que el ser humano es el rey de la superficie y análogo título le corresponde al delfín como rey de las aguas. Pero esta es otra historia que nada tiene que ver con lo que nos proponíamos en estas líneas: estudiar la psicología de los amantes de los animales.

Qué entendemos por amar a los animales

¿De qué está hecha la psicología de la estirada fémina que pasea por los bulevares acompañada de una mascota ridículamente atusada con lacitos que hace juego con el bolso o con los zapatos? ¿Y en qué tienen la cabeza esas chicas que anteayer, en Bruselas, mostraron su exultante anatomía a pelo, tiradas en el suelo con banderillas de atrezzo sobre el lomo protestando contra las corridas de toros? ¿Y qué me dicen de los que responden a la llamada de la ONG “Adopt an Orangután” o de Jane Goodall que prefiere la compañía de qué se yo que especie de primates? He conocido a mujeres maduras que tenían hasta 12 gatos en su propia casa que destilaba un insoportable hedor… a gato. Y también he conocido a una escultural vedette de El Molino alimentar cada mañana con la “cordilla” de los años 60 a una treintena de gatos del barrio (santa mujer, ésta). Finalmente, he conocido a algún propietario de perros que se esforzaba en mantener una postura tan fiera como su mascota, hasta el punto de que se sabía quien era el ser humano por los ojos de inteligencia del perro… ¿Cuál es la psicología de toda esta gente?

Hemos buscado en Internet y no hemos encontrado ninguna referencia válida que nos ayude en estas líneas, así que lo fiaremos todo a nuestras observaciones empíricas.

Lo primero sería definir exactamente cuál es el objeto de este artículo: definir la psicología y las motivaciones profundas de los amantes de los animales. Ya… ¿y qué es un “amante de los animales”? Es alguien que se siente más próximo a los animales de lo que es normal en su entorno cultural y antropológico. Si yo alimento a mis gallinas con pan mojado, hierba verde primorosamente cortada por mí mismo, maíz molido, y algo de pienso… estoy haciendo lo normal. Sé que así darán huevos grandes, de cáscara resistente y yema casi impenetrable de color amarillo rojizo, de lo contrario pondrán una especie de cagarro ovoide que dentro contiene algo parecido a una yema que suerte hay si no se rompe al abrirlo. Se que cuando, incubada por la gallina o salida de la incubadora, aparece el poyuelo, tengo que apresurarme a colocarlo bajo una lámpara de calor o sucumbirá y debo hacerlo sea que sea la hora del día o de la noche, y si quiero que sobreviva la mayoría deberé cuidarlo yo, en lugar de su propia madre. Esto es lo que he aprendido y que me han enseñado otros campesinos.

Ahora bien, si por una irreprimible tendencia a “amar a mis gallinas” las alimento con paella y puré de patatas enriquecido con queso fundido y si coloco a los poyuelos sobre un lecho de rosas y cubiertas con palio de seda, no estaré demostrando el amor hacia mis gallinas sino una anormalidad similar a la de aquellos que prefieren que a su compañera las monte en mastín que un amigo o, sin ir más lejos, él mismo.

Las condiciones antropológicas y culturales son las que definen el comportamiento “normal” con los animales. Las corridas de toros son propias de nuestra cultura mediterránea, pero no pidamos a un finlandés o a un negrito del Ngoron-goro que las ame con locura, ni siquiera que las entienda. Una filia normal puede pasar a ser fobia en otro marco antropológico. Dicen que los árabes –así lo he oído desde pequeño pero nunca he tenido ocasión de experimentarlo- muestran su satisfacción por una comida eructando, algo que sería una guarrada de tomo y lomo en nuestro marco geográfico.

La normalidad es lo que da el tono y hace que un comportamiento sea “normal” o neurótico.

El problema es que en estos tiempos de multiculturalidad, mestizaje y demás chorraditas telecomandadas en estos tiempos de buen rollito y originalidades varias, la noción de “normalidad” está más que desvirtuada. De ahí que la recuperación de un paradigma de normalidad sea la más alta tarea a la que puede aspirar nuestra generación en estos tiempos de crisis generalizada.

© Ernesto Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com - Prohibida la reproducción del presente texto sin indicar origen.