jueves, 14 de octubre de 2010

Deslocalización alimentaria, en lugar de autosuficiencia. La perspectiva [real] del hambre

Infokrisis.- Por fuerte que sea la crisis económica se puede sobrevivir: más problemático será sobrevivir a la crisis alimentaria que se avecina. En las extrañas democracias formales los problemas de unos pocos (de la alta finanza) los compartimos todos, sin embargo los problemas de todos no interesan a nadie y mucho menos a los gobiernos que, a fin de cuentas, son responsables por su mala gestión y su ausencia completa de previsión. Elegidos por votación popular, paradójicamente gobiernan y legislan para mayor gloria de los poderosos. Todo esto, no por sorprendente, es suficientemente conocido. Lo realmente nuevo, es que esos gobiernos ineficaces –y ZP es el paradigma- vuelven la espalda y niegan el mayor problema que tenemos ante el futuro: la crisis alimentaria y el fantasma del hambre.

El hambre y la sed no son ninguna broma. En el número 15 de IdentidaD ya dedicamos un amplio estudio al fantasma de carencia de agua en amplias zonas del planeta. De manera inevitable, la crisis hídrica arrastra la crisis alimentaria: menos agua, menos cultivos; menos cultivos, más hambre. Si a esto unimos distintos factores que afectan directamente a la producción, distribución y comercialización de alimentos, veremos que aludir al “fantasma del hambre” no es ninguna gratuidad para epatar al lector o generar alarma social.

El hambre viva y activa en el planeta

Hay cifras para todos los gustos. La FAO estima que 1.500.000.000 de personas sufren hambre en el mundo, de las que 7.500.000 mueren cada año. Sin embargo, el Banco Mundial da cifras distintas: 850.000.000 en 2007, que han pasado a ser cien millones más en 2008. El Banco Mundial no da cifras de fallecimientos por esta causa. Otras fuentes elevan a 12.000.000 la cifra de muertos anuales por hambre.

¿Cómo es posible que las estimaciones de la FAO y del BM difieran en un 50%? Por que el concepto de hambre es subjetivo: para unos, hambre es simplemente el no tener el número suficiente de calorías día compatibles con la vida, para otros es correr peligro de muerte por desabastecimiento. En cualquiera de los dos casos, ambas instituciones sitúan el hambre en el antiguo Tercer Mundo. La novedad estriba en que el riesgo de hambrunas no se circunscribe solo a las zonas tradicionalmente más deprimidas del planeta, sino a todo el mundo. Y Europa, nuestro hábitat, no se ve libre de esta amenaza.

La “fiebre verde” ha servido para justificar verdaderas masacres alimentarias. En 2005 empezó la fiebre de los biocarburantes a la vista del aumento del precio del petróleo y de la disminución de las reservas mundiales de crudo, paralelas al aumento de la demanda. Entonces se juzgó que la mejor manera de evitar las peores consecuencias del problema era dedicar gigantescas extensiones de tierra (que hasta ese momento se habían dedicado a la producción de alimentos) a la producción de oleaginosas orientadas hacia la producción de biocarburantes. El resultado inmediato fue el aumento en el precio de los alimentos que ya causó a finales de 2005 los primeros problemas en México y que llevó a que en abril de 2008 se racionara el arroz en algunas cadenas de supermercados norteamericanas.

La naturaleza no da para un consumo tan elevado de biocarburantes y de alimentos: si se producen mucho de lo primero, falta lo segundo y si no se producen biocarburantes, el precio del petróleo, antes o después, se disparará a causa de la escasez creciente… y, por tanto, el mecanismo de la globalización se detendrá. Así pues, para los rectores del Nuevo Orden Mundial la producción de biocarburantes se sitúa por encima de cualquier otra exigencia.

Las revueltas del hambre

No aparecen en primera plana por que son tan breves como dramáticas, pero en los últimos dos años se han multiplicado las revueltas populares ocasionadas por el hambre, que si no han merecido la primera página de los medios se ha debido a dos motivos: son breves y todas han tenido lugar en zonas recónditas del Tercer Mundo que solamente aparecen en la prensa cuando son víctimas de catástrofes naturales y de masacres al filo del genocidio.

Esther Vivas en El Viejo Topo (mayo de 2009) daba algunas cifras: “los precios de los alimentos han subido, según el Banco Mundial, un 83% del año 2005 al 2008 y, según la FAO, han aumentado un 45% en pocos meses, entre finales de 2007 y principios del 2008”. Y más adelante: “el precio del trigo ha crecido a nivel mundial un 130%, la soja un 87% y el arroz un 74%”. Y lo que es más significativo: “Más de treinta alzamientos se han producido en pocos meses de punta a punta del planeta”.

El fondo de la cuestión no es que no exista capacidad de producir alimentos, sino la imposibilidad creciente de sectores cada vez más amplios de la población mundial para acceder a ellos a causa de sus precios. Por eso, importa poco que hoy se produzcan tres veces más alimentos que hace cuarenta años, lo que debería de servir para alimentar convenientemente a una población mundial que solamente se ha duplicado en el mismo período de tiempo.

Es cierto que, a partir de 1943 se inicio en México la “primera revolución verde” a partir de técnicas de selección genética de semillas, nuevas técnicas de agricultura intensiva y utilización masiva de productos químicos como fertilizantes y pesticidas. Veinte años después, las mismas técnicas depuradas se aplicaban a la producción de arroz y maíz especialmente en la India (uno de los países más afectados por el hambre en aquel momento). Estas técnicas de racionalidad agrícola lograron que el rendimiento por hectárea de trigo, por ejemplo, pasara de 750 kg a 3.200 kg. La “primera revolución verde” indicó las posibilidades de erradicar el hambre en el mundo.

Sin embargo, inmediatamente aparecieron los problemas:

1)    La agricultura dejó de ser una actividad tradicional para afrontar nuevos problemas derivados de la dependencia tecnológica (necesidad  de nuevos útiles y cosechadoras) y

2)    Excesivo coste de las semillas, problemas de almacenamiento de los excedentes, poca adaptación de los cultivos y aparición de nuevas plagas que solamente se pudieron afrontar mediante nuevos plaguicidas.

En los años 60, la agricultura mundial no era capaz de alimentar a una población creciente. Sin embargo, gracia a la “primera revolución verde” promovida a nivel mundial por la FAO, la situación, momentáneamente, pareció mejorar. Y siguió haciéndolo desde mediados de los 90 cuando irrumpieron los transgénicos –protagonistas de la pretendida “segunda revolución verde”- que prometían optimizar los cultivos mediante la creación de semillas genéticamente modificadas que serían invulnerables a las plagas. Monsanto y la Dupont de Nemours se hicieron con el mercado mundial de semillas modificadas, tanto como la Bayer, Yara, Sinochen o Potash Corp se apropiaron del mercado de los pesticidas… adaptados para las semillas que inicialmente no precisaban pesticidas. En España, se cultivan 80.000 hectáreas de maíz MON 810, sobre la que existen sospechas de toxicidad (los ratones alimentados con esta semilla en la Universidad de Caen mostraban signos de toxicidad en hígado y riñón. En maíz MON 603, genera, según el gobierno
austríaco, una menor descendencia en los ratones alimentados con él. Pero si todas estas variedades genéticas han sido autorizadas en la UE (a pesar de los estudios desfavorables que deberían inducir a aplicar el principio de prudencia), la variedad MON 810 rechazada por la UE, es libremente utilizado en España… tanto en el período de gobierno del PP como en el zapaterismo.

Hoy la alimentación llega más allá que en los años 60… pero también genera más enfermedades que cuando se utilizaba libre y masivamente el DDT, considerado hoy como cancerígeno. Vale la pena recordar que no somos cobayas. Pero existen otros problemas.

La deslocalización como responsable

La característica de nuestra época es la “globalización”. La producción de alimentos se ha deslocalizado como si se tratara de cualquier otra actividad industrial. Fresas cultivadas en California, tomates traídos del valle de Souss en Marruecos, brócolis de Guatemala y Nueva Zelanda, judías tailandesas, corderos australianos, trigo y arroz llegado de China, recorren cada día el mundo en dirección a Europa… ¡que está dejando de producir alimentos! España está, como siempre, en vanguardia de la deslocalización alimentaria, algo que, ayer Aznar y hoy Zapatero, consideran como un “logro”.

A finales de abril de 2009 un fantasma recorrió el mundo: la pandemia llamada “gripe porcina”. A pesar del avance de la enfermedad, no parece ni que sea particularmente peligrosa (no más peligrosa que otras formas de gripe que solamente causan estragos allí en donde no existe una sanidad digna de tal nombre), aunque tampoco da la sensación de que esté contenida. En México corrió el pánico: Francia amenazó con cortar los flujos aéreos con ese país y EEUU hizo amago de cerrar fronteras a productos aztecas.

No es la primera alarma sanitaria de este tipo: antes llegó la peste aviar y antes el mal de las vacas locas y, antes aún, el ebola nacido, como el VIH, en las selvas de África Central. De todas estas epidemias solamente la última alcanzó el nivel de pandemia. Pero es inútil olvidar que desde los años 60 se está asistiendo a una competencia entre antibióticos y microbios cada vez más fuertes. Fármacos que servían hace 40 años ya no tienen ninguna utilidad frente a microorganismo patógenos en mutación continua… y sobre todo, más resistentes.

Así pues, hay que tener presente el escenario en el que en alguna zona insalubre del planeta apareciera un nuevo virus destructivo frente al cual no se dispusiera de una vacuna para bloquearlo. La irrupción de un virus de este tipo supondría, no solamente el corte brusco en el flujo de personas, sino también la interrupción de los canales mundiales de suministro. Eso implica que los alimentos que hoy están fluyendo de todo el mundo hacia Europa se cortarían generando una hambruna de consecuencias incalculables en el viejo continente.

El modelo de circulación mundial de alimentos es erróneo y de nada sirve que unas autoridades ciegas e insensatas pretendan -¡a estas alturas!- seguir haciéndonos creer en las mieles de la globalización: gracias a la globalización las industrias europeas huyen hacia el Tercer Mundo y gracias a la globalización gentes de todo el mundo afluye hacia Europa para abaratar el precio de la mano de obra (aún más). Esa es la realidad de la globalización: un sistema insensato que considera que es más rentable producir un alimento a 25.000 km de distancia, que en el huerto situado apenas a unas decenas de kilómetros.

¿Qué supone la “globalización alimentaria”?
Cuatro fenómenos, a cual más grave:

-    Transportar implica consumir combustible y esto implica que cada vez nos precipitamos más hacia la escasez de crudo. Sin olvidar que, lo que la naturaleza ha tardado millones de años en generar, lo hemos consumido en apenas 200 años. La era del petróleo barato ha terminado: todo lo que se ahorra en mano de obra, quedará absorbido por los sucesivos aumentos en el precio del carburante. Además, ese tránsito incesante de mercancías a un lado y otro del planeta es la principal fuente de generación de CO2 que genera –y no hay estudios serios que nieguen el “efecto invernadero”- el proceso de cambio climático.

-    Abolición de la autonomía alimentaria, principio irrenunciable según el cual el ser humano debe alimentarse de productos susceptibles de ser cultivados en las proximidades de su lugar de residencia. Esto hace que exista una relación directa entre productor y consumidor y que aquel cuide la calidad de los productos que coloca en el mercado. ¿Qué interés puede tener un campesino chino en si un ciudadano español ingiere sobredosis de pesticidas que pueden generarle cánceres y neumonías? ¿Para qué sirve la cuidadosa y puntillista legislación europea sobre producción agrícola y ganadera de alimentos –la famosa “trazabilidad”- si cada vez más alimentos proceden de zonas fuera de cualquier control sanitario?

-    Desaparición de miles de variedades locales de frutas, verduras, ganados, hortalizas, que alcanza niveles incalculables y que tiende a una uniformización y simplificación mundial de las variedades en función de criterios absurdos: el tamaño, el aspecto, el color, según sean más rentables y atractivos. Siempre los valores nutricionales pasan al segundo plano en beneficio de todo lo que puede ser aspecto exterior y tamaño. No es ningún secreto que los tomates cultivados en el valle de Souss tienen de tomate la forma y el color… pero saben a cualquier cosa, menos a tomates, como máximo a agua. Lo mismo puede aplicarse a las manzanas que, hasta hace poco, cualquier región disponía de alguna variedad perfectamente aclimatada, la mayoría de las cuales han desaparecido sepultadas por criterios mercantiles y productivos que priman sobre los medioambientales y nutricionales.

-    La irrupción de las variedades genéticamente modificadas, que están suponiendo un vuelco total en la agricultura y ante las que ya se conocen los efectos sobre el sector. Contrariamente a lo que se proclamaba como justificación para su irrupción en el mercado, estas semillas consumen pesticidas, herbicidas, fungicidas y abonos en cantidades superiores a las semillas naturales… La prueba es que desde que se inició su comercialización, ha aumentado considerablemente la producción y utilización de agrotóxicos. Y, para colmo, su rendimiento es igual o menor a las variedades no transgénicas. También tienden a reducir la biodiversidad, dañar acuíferos a causa de la sobredosis de agrotóxicos y, finalmente, dañar a las especies silvestres asociados a cada ecosistema concreto.

Los gobiernos europeos –y en especial el español que alardea de una posición “progre”, pero que se niega a aplicar el principio de prudencia en materia alimentaria- evitan afrontar la realidad de la catástrofe alimentaria que se avecina. Evitan hablar del problema y miran hacia otro lugar para evitar enfrentarse a las empresas líderes del sector de semillas transgénicas y a las grandes multinacionales del sector de abonos y pesticidas a los que les costaría muy poco desestabilizar a cualquier gobierno para persistir en las políticas suicidas alimentarias que, eso sí, aumentan sus beneficios.

La peste: las cadenas de distribución y multinacionales

La deslocalización alimentaria y la supuesta “segunda revolución verde” han hecho de las compañías que tienen relación con la producción, distribución y venta de alimentos, gigantescos consorcios que detentan increíbles acumulaciones de capital y se muestran como las más seguras inversiones ante la crisis. Monsanto aumentó sus beneficios en 2007 un 44%, Sinochen, uno de los principales fabricantes de fertilizantes alcanzó un desmesurado aumento del 95% en sus beneficios en relación al año anterior. Otro tanto ocurrió con las principales procesadores de alimentos (Nestlé, aumento del 7% de beneficios) o cadenas de venta de alimentos (Carrefour, Wall-Mart, aumento del 10% de beneficios). No es raro que así sea: a fin de cuentas se trata de consorcios que se mueven ante la perspectiva de obtener los mayores beneficios posibles. El problema es que tales beneficios se anteponen a consideraciones humanitarias o medioambientales. La cuestión de fondo es: ¿hasta qué punto consorcios empresariales pueden dictar sus le yes y ser dueñas absolutas de sectores estratégicos de la economía como la alimentación?

Si estas empresas han podido obtener tales beneficios desmesurados es por el modelo globalizado y desregularizado que se ha impuesto siempre en detrimento de los pueblos y en auxilio de las grandes acumulaciones de capital. Hoy, el mercado mundial de alimentos va camino de estar controlado por 10 consorcios que en hoy controlan en 50% del sector y dentro de 6 años habrán alcanzado el 75%. En España, aquí y ahora, una decena de empresas controlan el 60% del mercado. Vivimos pues una situación de oligopolio.

Las consecuencias de este modelo son devastadoras:

-    Unas pocas empresas deciden qué comemos, de dónde procede, cuál será su precio y en qué forma ha sido elaborado, procesado, presentado y promocionado.

-    Cambio de hábitos en la cesta de la compra, basado en la búsqueda de los precios mas baratos y, especialmente, de marcas blancas (el 32% de la venta en España y que aportan mas beneficios a las cadenas alimentarias. Ya no se compra lo esencial de la cesta, ni en el mercado de abastos, ni en el barrio, sino que para ello es preciso desplazarse en coche hacia las “grandes superficies” situadas en los suburbios si lo que se aspira es a los precios más baratos.

-    Liquidación creciente del pequeño comercio de proximidad que no puede afrontar los precios impuestos por las grandes cadenas. Negocios familiares con estabilidad en el empleo y relación directa entre consumidor y “tendero” facilitaba el que solamente se comercializaran productos que no defraudarían al primero y fidelizaban la clientela. Esta destrucción ha contraído el mercado de trabajo: por cada puesto de trabajo precario generado desaparece 1,5 puestos de trabajo estables.

-    Asfixia de los pequeños agricultores a través de una disminución creciente en el precio de venta de sus productos… que, sin embargo, no nota el consumidor final a causa de que, durante el proceso de presentación en el mercado, los alimentos llegan a experimentar 11 aumentos de precio, multiplicándose su valor un 320%. Esta cadena parasitaria es la verdadera responsable del aumento del precio de los alimentos.

-    Asfixia del ecosistema mediante una agricultura ultraintensiva basada en la utilización masiva de fertilizantes que en pocos años deja absolutamente inservible, yerma e infértil la tierra que durante una década ha dado cosechas “espectaculares”.

-    Aumento desmesurado de los residuos domésticos a causa de los blisters, displays, embases y de todo aquello que se llama “packaging” que han apenas 30 años han pasado de ocupar un 10% de la bolsa de basura al 70% actual. Ningún embase es retornable, todos son de usar y tirar, lo cual es mucho más grave teniendo en cuenta que la mayoría se fabrican a partir de derivados del petróleo o de la madera, contribuyendo a acelerar el tránsito hacia el apocalipsis ecológico.

Todo esto está generando cambios radicales en los hábitos sociales y, al mismo tiempo, están generando el aumento de una mano de obra castigada por salarios de hambre (paradójicos en un sector que tiene que ver con la alimentación) y la inestabilidad laboral. La primera multinacional del sector de hipers, Wal-Mart alardea de que paga a sus empleados un 20% menos y que (al menos en EEUU) ha desalojado a los sindicatos de sus centros. Además, estos sectores sufren enfermedades profesionales nunca reconocidas y siempre presentes (estrés, dolores de espalda crónicos). Los trabajadores de estas empresas son los primeros en sufrir en su propia carne la rapacidad de las empresas para las que trabajan.

Pero, con lo grave que pueda ser todo esto no tiene punto de comparación con el riesgo principal que afrontamos a la vuelta de la esquina. La ampliación del perímetro de las grandes ciudades y la formación de “conurbaciones” que unen a varios municipios sin discontinuidades, hace que, mientras aumentan las poblaciones urbanas, las zonas con posibilidades de producir alimentos se vayan alejando más y más.

Parafraseando a Nietzsche podríamos decir que “los desiertos alimentarios crecen”. ¿Qué ocurrirá si en el futuro, una pandemia, un conflicto internacional, un parásito resistente a los pesticidas, interrumpe el flujo internacional de alimentos? ¿De qué campos, hoy abandonados, podría vivir la población europea? ¿Qué agricultores conocedores de los ecosistemas locales podrían cultivarlo si ya hoy Europa está viendo la última generación de verdaderos trabajadores del campo que hayan heredado los conocimientos de una cadena de generaciones? Si no hay quien “cree” alimentos en Europa, Europa vivirá antes o después, hambre.

Todo lo que tiene que ver con las necesidades humanas es demasiado grave como para dejarla al arbitrio de la locura del mercado, de la rapacidad de las multinacionales y de la apatía de los gobiernos cuya única ambición es salir reelegidos mientras sea posible por unos electores narcotizados. No solamente es preciso cambiar de modelo alimentario, de modelo económico, de modelo internacional, sino también y sobre todo de modelo político. Con un 30% de paro para 2011 y la espada de Damocles alimentaria sobre nuestras cabezas, Zapatero bendiciendo los transgénicos, las grandes superficies, la deslocalización alimentaria, el abandono del campo español, está diciendo lo mismo que la reina de Francia dijo cuando le explicaron que unos manifestantes parisinos estaban ante palacio gritando: “Tenemos hambre”: “¿Tienen hambre? Que coman bizcochos”.

[recuadro fuera de texto]

¿Hay soluciones? Sí hay soluciones

Cinco medidas para evitar el hambre

1)    Considerar todo lo que tiene que ver con la producción, trasformación, distribución y venta de alimentos como un sector estratégico que debe estar regulado y planificado y que, por tanto, debe situarse al margen de la economía liberal y del mercado, a la vista de que todo lo que tiene que ver con necesidades humanas o nacionales básicas, no puede estar en manos de consorcios que actúan movidos sólo por la ley del máximo beneficio.

2)    Emancipación de las líneas y políticas establecidas por los organismos impulsores de la globalización: BM, FMI, FAO y OMC. Esto implica romper la globalización alimentaria. Incluso dentro de la UE cada país debe ser autónomo en materia alimentaria y, por principio, la circulación, importación y exportación de alimentos debe reducirse al mínimo imprescindible.

3)    Retorno a la agricultura de proximidad y a un sistema emancipado de la deslocalización alimentaria, lo que implica la denuncia de los tratados firmados con la Organización Mundial del Comercio y el atenerse estrictamente al principio de “lo que aquí se come aquí se produce”. Europa puede ser autosuficiente en materia alimentaria y competitiva en cuestión de precios… a costa de que el 60% del margen de beneficio de las multinacionales alimentarias se recorte. Los circuitos alimentarios, contra más cortos y directos, mejor.

4)    Impulso a las cooperativas agrícolas de producción y de consumo, la solución en Europa para la crisis alimentaria consiste en productores y consumidores que actúen en sinergia eliminando las cadenas de intermediarios y generando un vínculo directo entre productores y consumidores a través de una pieza que puede estimularse su reaparición: el pequeño comercio de proximidad. La “santa alianza entre productores y consumidores” es fundamental para salvar la agricultura europea y eludir el fantasma del hambre.

5)    Prohibición total de las semillas transgénicas mientras no se demuestra su eficacia global en relación a las semillas tradicionales. Así mismo, es preciso revisar de nuevo los impactos de determinados pesticidas en la salud y establecer -¿por qué no hablar de “imponer”?- sistemas racionales de cultivo basados en su viabilidad a largo plazo, eludiendo los sistemas de producción intensiva y fatal para el ecosistema.

© Ernest Milà – infoKrisis – infoKrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen