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La idea de una “Europa unida” apareció tras la Primera Guerra Mundial. Aquella masacre traumatizó a las nuevas generaciones: había que evitar una futura destrucción de vidas de esas características, que, llegada la paz nadie entendía como pudo haberse iniciado. Además, la “revolución bolchevique” estaba incendiando Europa Central y algunos pensaban en una “Santa Alianza”, al estilo de Metternich, para impedir la propagación del caos comunista en Europa. Algunos jóvenes que habían estado en las trincheras (Drieu La Rochelle, por ejemplo), empezaron a pensar en términos de “dimensión europea”. Drieu se limitó a difundir sus ideas a través de novelas, ensayos y artículos periodísticos. Pero la política no era un terreno en el que se moviera bien. Las musas que lo inspiraron tendían más hacia la estética y la creación literaria y lo ignoraban todo de las categorías políticas: por eso, su obra es inclasificable, y muestra una absoluta incomprensión hacia términos como “estrategia”,
“táctica”, “objetivos políticos”, “clase política dirigente”, “amigo o enemigo”, “enemigo o adversario”, “camarada, amigo o compañero de viaje”. No puede decirse, por tanto, que su obra influyera en la “construcción de Europea”, pero si en la formación de una mentalidad europeísta que recorrió transversalmente a los movimientos fascistas de antes de la Segunda Guerra Mundial y a los grupos neo-fascistas posteriores a 1945, de los que la Jeune Europe del “primer Thiriart” serían la muestra mejor estructurada.
Algunos conservadores, con cierto afán de protagonismo y deseosos de defender a su clase (el Conde húngaro Coudenhove Kalergi) promovieron organizaciones (como el Movimiento Paneuropeo) para trabajar en dirección a la formación de un bloque continental (nada que ver con la fantasía del llamado “Plan Kalergi”). Kalergi, aprovechó los contactos que le proporcionaba su posición social y en el período de las “entreguerras” se convirtió en un activista de la “idea europea”, por mucho que su oportunismo llevara a contactar, tanto con gobiernos demo-burgueses, como con la Italia Fascista. En el fondo, su Movimiento Paneuropeo constituyó un mosaico de “notables” del mundo de la cultura, los negocios y la política que creían en el futuro de la idea europea, pero que no estaban muy dispuestos a sacrificar gran cosa por ella, salvo asistir a las cenas y cumbres convocadas por Kalergi.
Incluso dentro de los fascismos aparecieron movimientos europeístas. En Italia, el exsecretario de la Vanguardia Juvenil Fascista, Asvero Gravelli, uno de los exponentes del “primer fascismo”, intransigente y revolucionario, se mostró partidario de una “nueva Europa Fascista” y de ampliar la colaboración dentro del Eje. Él mismo, para hacer viable esta idea se presentó voluntario en la Guerra Civil Española. Por su parte, ideas análogas fermentaron en el interior del Tercer Reich en las filas personajes de la Revolución Conservadora que luego se integraron en el Ministerio de Asuntos Exteriores. De ellos surgió la idea de un “Nuevo Orden Europeo”.
La mayor oposición a la idea de un eje que recorriera Europa desde Lisboa hasta Moscú, procedía del mundo anglosajón y de su política bicentenaria de que no consentía la existencia ninguna potencia hegemónica en Europa (para así mantener abiertas las puertas a la influencia británica). Fue precisamente esta oposición, unida a la necesidad del presidente Roosevelt de compensar el fracaso de su New Deal con una guerra alejada del territorio norteamericano, lo que, esencialmente, desencadenó el segundo conflicto mundial.
Tras la etapa de reconstrucción, entre 1945 y 1950, retornaron los fervores europeístas en Europa Occidental, cuando el paraguas norteamericano ya se había abierto y Stalin había manifestado hostilidad decretando en 1948-49 el bloqueo de Berlín. Dado que buena parte del problema franco-alemán se debía a las riquezas minerales de Alsacia y Lorena, el primer ministro francés, pidió en 1950, la creación de un organismo europeo que controlara la producción del carbón y el acero. Ese fue el nacimiento de la CECA (Comunidad Económica del Carbón y del Acero) que cinco años después ya había dado buenos resultados y fue uno de los factores que impulsaron la reconstrucción de Europa Occidental.
Pero luego estaba el problema de la agricultura: los precios oscilaban extraordinariamente de un año para otro y no existían reservas alimenticias. Era necesario un organismo que estabilizara los precios de la alimentación y garantizara el establecimiento de reservas. Era necesario, por tanto, una “política verde” entre los países de Europa Occidental. Fue así como nació la idea de la CEE (Comunidad Económica Europea, también llamada Mercado Común Europeo).
Dado que la reindustrialización de Europa precisaba energía, en 1957 se creó la Comunidad Europea de la Energía Atómica (también llamado Euratom), para crear un mercado de la energía nuclear, entonces incipiente, garantizar la seguridad y proporcionar préstamos para proyectos nucleares.
En realidad, la idea de la CECA (carbón y acero para la industria pesada), de la CEE (desarrollo de la agricultura) y de la Euratom (mercado de la energía), respondían a un único proyecto: aproximar a los países de Europa, evitar un nuevo choque franco-alemán hacerlos competitivos, completar la reconstrucción y formar un bloque ante la realidad del bilateralismo propio de la Guerra Fría, capaz de desatar un nuevo conflicto, esta vez más destructivo aún que los anteriores.
Faltaba solamente un frente necesario: la cooperación europea en materia de defensa. A la vista de los buenos resultados de la CECA, en 1950 surgió la idea de una Comunidad Europea de Defensa (CED) que cristalizara en la formación de un “ejército europeo” (formado por contingentes de los seis países que habían firmado el acuerdo de la CECA: Francia, Bélgica, Holanda, Italia, Alemania Occidental y Luxemburgo. A pesar de que la OTAN se acababa de fundar, era evidente que el peso norteamericano era determinante y que contribuía a dificultar las relaciones con la URSS. La idea de la CED, excluía a los EEUU y tendía a rebajar la tensión con Moscú. El proyecto fracasó cuando los diputados gaullistas (que mantenían resquemores y rencillas en relación a Alemania) de la Asamblea Nacional francesa votaron en contra. Desde entonces, la defensa del territorio europeo se ha externalizado al Pentágono.
La idea europea era justa, el proyecto razonable, el objetivo necesario.
El problema surgió cuando se establecieron las “condiciones de acceso” a la CEE: España y Portugal resultaron excluidos, alegando que una de las bases de la nueva institución era la “defensa de los valores democráticos”. Valores que habían fracasado en los años 30 y en nombre de los cuales había estallado la Segunda Guerra Mundial. Pero la “democracia” había llegado de nuevo a Europa en los furgones de los norteamericanos desembarcados en Normandía y la ley del vencedor hace que su cultura, su economía, su producción, sus valores, se impongan sobre los vencidos. A pesar de figurar en el bando de los vencedores, pocos años después de acabado el conflicto, los “imperios” francés e inglés, ya habían desaparecido. La guerra solamente contribuyó a ocultar durante cinco años su crisis. Así pues, los EEUU, el país que resultó más beneficiado por la masacre que tuvo lugar en Europa entre 1939 y 1945, pudo imponer su sistema a los países europeos.
Así pues, la CEE nació como una idea justa, pero excesivamente dependiente de la política exterior norteamericana. En teoría, Europa era “aliada” de los EEUU, pero, en política, los “imperios” no tienen aliados: tienen vasallos. Y esa era la relación de EEUU con Europa Occidental. Para Washington, Europa debía ser lo suficientemente fuerte para garantizar el convertirse en una barricada en un eventual conflicto con la URSS, pero lo suficientemente débil como para no aspirar a ser una “tercera fuerza” en el duopolio USA-URSS.
Durante sus primeros años de existencia, la CEE fue acusada de “tecnocrática” (aunque no era rechazable el que se aplicaran soluciones “técnicas” a problemas europeos). La crítica mejor fundamentada fue elaborada por Jean Thiriart y su “Jeune Europe” que resumió así:
“La construcción europea nacida del Tratado de Roma (25 de marzo de 1957) debe conducir a Europa como Estado. Se trata de una construcción válida, indispensable y no es su carácter técnico lo que debería hacernos condenarla en nombre de un cierto sentimentalismo. La Europa del Mercado Común es una buena cosa. Pero sus ambiciones son demasiado limitadas. Tiene como objetivo la creación de estructuras estatales. Es mucho y poco a la vez. Europa sólo estará completa cuando sea al mismo tiempo Estado y nación, es decir, estructuras y conciencia. Somos históricamente los primeros y los únicos que hemos expresado la voluntad de lograrlo. Nuestra tendencia comunitaria es la fuente de la que surgió el concepto de nacionalismo europeo. Esta es esencialmente diferente, de hecho, es diametralmente opuesta, a la de las Europas hegemónicas (la Europa francesa de Bonaparte o De Gaulle y la Europa germánica de Hitler) y a la de la Europa de las patrias. La diferencia entre Europa como Estado y Europa como nación es la diferencia entre lo inorgánico y lo orgánico, entre la materia y la vida, entre la química y la biología, entre el átomo y la célula”.
Thiriart figuró entre los que se dieron cuenta de que, tras la Segunda Guerra Mundial, la “dimensión nacional” había cambiado: cada uno de los Estados europeos, por separado, jamás tendrían la fuerza ni la potencia suficiente como para poder afrontar a los dos monstruos hegemónicos que se repartían el mundo durante la Guerra Fría. Por tanto, era necesario que convergieran y formaran un nuevo sujeto histórico. Una “tercera posición” solamente podría estar al alcance de lo que Thiriart llamaba “un imperio de 400 millones de hombres: Europa”. Pero, para ello, era preciso construir una “nación”, no solo aproximar a las administraciones de los distintos Estados seleccionados como “democráticos” en Europa Occidental para asegurar a sus poblaciones alimentación, industria y energía… Hoy debemos reconocer que “el primer Thiriart”, tenía razón y que su crítica a la CEE era correcta.
Thiriart -siempre el “primer Thiriart”- terminaba afirmando que era preciso crear una “conciencia europea” en la opinión pública y, para ello, había que hacer que la idea de construir una nación, calara en la mentalidad de la población. Consideraba que la población permanecía de espaldas a la “construcción europea”, precisamente porque ésta se había reducido al campo de la economía y de las soluciones técnicas. Era, por tanto, una construcción a la que le faltaba “el alma”. Por eso proponía que el protagonismo se desplazase de la estructura tecno-burocrática existente en los años 60, a un movimiento militante unitario de dimensión europea. Fue por ello, por lo que creó Jeune Europe con secciones nacionales en prácticamente todos los países de Europa Occidental. En la óptica del “primer Thiriart”, no se trataba de crear un movimiento “federal” que abriera el camino a una “Europa federal”, sino de crear un “movimiento unitario europeo” que abriera el camino a una “Europa Nación”. El movimiento activista debía galvanizar a la opinión pública, movilizarla y generar una corriente de solidaridad, simpatía e identidad con sus objetivos finales.
En aquella primera mitad de los años 60, el movimiento Jeune Europe consiguió llamar la atención; lamentablemente, sus secciones se desarrollaron de manera muy desigual, faltaron medios económicos, cuadros capacitados (que muy frecuentemente no estaban identificados con todas las propuestas de Thiriart, sino que daban por supuesto que proponía soluciones muy parecidas a las de los grupos neo-fascistas de los que procedían), problemas de dirección, y el propio Thiriart demostró ser mejor propagandista que dirigente político. En esas condiciones, el movimiento no pudo prolongar durante mucho tiempo su actividad; Thiriart, por otra parte, fue rectificando la línea política y cada giro doctrinal, se fue saldando con un empequeñecimiento del movimiento que, finalmente, hacia el último tercio de los años 60, solamente existía como realidad operativa en Italia. Las evoluciones posteriores de Thiriart, nos lo muestran como un hombre escéptico, cansado, capaz de elaborar una teoría geopolítica nueva, pero incapaz de encontrar partidarios dispuestos a luchar por ella [ver con detalle su evolución en el número especial de la Revista de Historia del Fascismo nº 75 dedicado a Joven Europa y la crisis del neofascismo].

La actividad de Thiriart se desarrolló dentro del marco político internacional creado tras la Segunda Guerra Mundial y de la economía propia de la Tercera Revolución Industrial. En un mundo dividido entre dos imperialismos en lucha, no existía la posibilidad de que un pequeño grupo activista pudiera constituirse como tercera fuerza y mucho más si, por sus propuestas, no conseguía recibir apoyos ni del proletariado (que veía la idea de una “Nación Europea” como algo demasiado alejado de sus problemas cotidianos), ni de la burguesía (aferrada a la “dimensión nacional” propia de las Naciones-Estado existentes hasta ese momento), ni de la juventud (el único sector en el que pudo penetrar superficialmente), ni convertirse en el escudo o la espada de grupos económicos, ni siquiera generó unanimidad en el mundillo de la extrema-derecha (sus aliados ocasionales, el MSI italiano y el NPD alemán estaban poco interesados por el “proyecto europeo” y el apoyo de Oswald Mosley y de la Union Movement fue muy escaso y desde luego sin interés en la idea de un “movimiento europeo unitario”. Además, Thiriart chocó, además, con la esperanza y los primeros buenos resultados de la creación del “Mercado Común Europeo”.
En cierto sentido, Thiriart había intentado traducir el modelo leninista (“no hay revolución sin partido revolucionario”) y aprovechar que, en el ámbito neofascista, todavía existía un fuerte impulso activista (que apenas un lustro después de la creación de Jeune Europe, sería subsumido por la “nueva izquierda” y la “contestación”.
Sin embargo, ni siquiera en los medios neofascistas, sus tesis fueron aceptadas unánimemente. La crítica que le deparó Julius Evola (centrada en que al proyecto de Thiriart le faltaba una “dimensión espiritual”, mitos europeos compartidos y válidos en todos los rincones de Europa y, sobre todo, la ausencia de una élite diferenciada, espiritualmente “superior”, capaz de asumir la dirección del proceso de construcción de Europa), unida a los errores del propio Thiriart, terminaron reduciendo su movimiento a unas pocas individualidades aisladas entre sí, que veían impotentes cómo el “Mercado Común” se iba consolidando y creciendo.
