Este artículo
me llamó la atención al traducirlo por su primer párrafo que, a pesar de estar
escrito en 1943, parece retratar nuestro tiempo: “Hoy más que nunca sería
preciso comprender, que incluso los problemas sociales, en su esencia, siempre
remiten a problemas problemas éticos y de visión general de la vida. Quien aspira
a solucionar los problemas sociales sobre de un plano puramente técnico, sería
como si un médico únicamente se dedicara a combatir los síntomas epidérmicos de
un mal, en lugar de indagar y llegar hasta la raíz profunda del problema. La mayor
parte de las crisis, de los desórdenes, de los desequilibrios que caracterizan a
la sociedad occidental moderna si bien, en parte, dependen de factores materiales,
al menos en la misma medida también dependen de la silenciosa sustitución de
una visión general de la vida a otra, de una nueva aptitud con respecto a sí
mismos y a la propia suerte, celebrada como una conquista, cuando en realidad
supone una desviación y una degeneración”. El resto del artículo ofrece una
interesante reflexión sobre lo que es la “propia naturaleza” y como la
modernidad deforma y adultera incluso la percepción que tenemos de nosotros
mismos.
III
FIDELIDAD A LA PROPIA NATURALEZA
Hoy más que nunca sería preciso
comprender, que incluso los problemas sociales, en su esencia, siempre remiten
a problemas problemas éticos y de visión general de la vida. Quien aspira a
solucionar los problemas sociales sobre de un plano puramente técnico, sería
como si un médico únicamente se dedicara a combatir los síntomas epidérmicos de
un mal, en lugar de indagar y llegar hasta la raíz profunda del problema. La mayor
parte de las crisis, de los desórdenes, de los desequilibrios que caracterizan a
la sociedad occidental moderna si bien, en parte, dependen de factores materiales,
al menos en la misma medida también dependen de la silenciosa sustitución de
una visión general de la vida a otra, de una nueva aptitud con respecto a sí
mismos y a la propia suerte, celebrada como una conquista, cuando en realidad
supone una desviación y una degeneración.
En el orden de cosas que aquí queremos
tratar, tiene un relieve particular la oposición existente entre la ética “activista”
e individualista moderna y la doctrina tradicional y su espacio dedicado a la
“propia naturaleza".
En todas las civilizaciones tradicionales
-aquéllas que la vacua presunción "historicista" considera
"superadas" y que la ideología masónica juzga "obscurantista"-
el principio de la igualdad de la naturaleza humana siempre fue ignorado y considerada
como una visible aberración. Cada ser tiene, con el nacimiento, una
"naturaleza propia", lo que equivale a decir un rostro, una cualidad,
una personalidad, siempre, más o menos, diferenciada. Según las más antiguas
enseñanzas arias y también clásicas, esto no fue “casual”, sino que se
consideba como efecto de una especie de elección o determinación anterior al
mismo estado humano de existencia. La constatación de la "propia naturaleza"
no fue nunca el producto de la suerte o del azar. Se nace incontestablemente con
ciertas tendencias, con ciertas vocaciones e inclinaciones, en ocasiones sin
que sean patentes ni precisas, pero que afloran y salen a la superficie en
determinadas circunstancias o pruebas. Frente a este elemento innato y distinto
en cada uno de nosotros, ligado al nacimiento, si no incluso -como sugieren las
enseñanzas ya señaladas- a algo que viene de más lejos, e incluso que precede
el mismo nacimiento, cada uno tiene un margen de libertad.
Y está aquí que se presenta la oposición
entre las “vías” y las “éticas”: las primeras son tradicionales, las segundas
son "moderna". El punto esencial de la ética tradicional es “ser uno mismo y permanecer fiel a uno mismo”.
Es preciso reconocer y querer lo qu se es, en vez de intentar realizarse de
manera diferente a lo que se es. Eso no significa para nada pasividad y
quietismo. Ser uno mismo siempre es, en cierta medida, una tarea, una forma de
"mantenerse firme". Implica una fuerza, una determinación, un desarrollo.
Pero esta fuerza, esta determinación, este desarrollo, tiene una base, amplía
las predisposiciones innatas, se relaciona con un tipo de carácter, se manifiesta
con rasgos de armonía, de coherencia consigo mismo. de organicidad, en
definitiva. El hombre se va construyendo, es decir, va pasando a ser “de una
pieza”. Sus energías son dirigidas a potenciar y refinar su naturaleza y su
carácter, a defenderlo contra cada tendencia extraña, contra cada influencia
que pretenda alterarlo.
Así la antigua sabiduría formuló
principios como éste: "Si los hombres
hacen una norma de acción no conforme a su naturaleza, no deberá ser
considerada como norma de acción". Y tambiéna: "Mejor cumplir el propio deber aunque de forma imperfecta, que el
deber de otro bien ejecutado. La muerte en cumplir del propio deber es preferible;
el deber de otro tiene grandes peligros". Esta fidelidad al propio
modo de ser ascendió hasta alcanzar un valor religioso: "El hombre alcanza la perfección –se dice en un antiguo texto
ario- adorando a aquel del cual proceden todo
los vivientes y que penetra todo el universo, a través del cumplimiento del
propio modo de ser". Y, finalmente: “Siempre haz lo que tenga que ser hecho, de conformidad con tu propia naturaleza,
sin experimentar apego, porque el hombre que actúa con desinterés activo alcanza
al Supremo".
Todo esto se ha convertido en horrible e
insoportable para la civilización moderna, especialmente cuando se hace alusión
al régimen de castas. Pero se elude completamente hablar de castas y casi no se
habla siquiera de "clases" y apenas se realizan alusión a
"categorías sociales". Hoy se hacen saltar los "compartimentos estancos"
y se "va hacia el pueblo"... Tales prejuicios son el fruto de la ignorancia
y a lo sumo se explican por el hecho que, en lugar de considerar los principios
de un sistema, se pasa a formas extraviadas, vacías o degeneradas del mismo. Hay
que recordar que la "casta", en sentido tradicional, no tiene
absolutamente nada a ver con las "clases"; la clase es una
distribución completamente artificiales realizada sobre una base esencialmente
materialista y economicista, mientras que las castas se relacionan con la
teoría de la “propia naturaleza” y la ética de la fidelidad a la naturaleza
propia.
Por esta razón -en segúndo lugar- frecuentemente
aparece un régimen de castas de hecho, sin fundamentación doctrinal y, por lo
tanto, sin tampoco que fuera usada la palabra "casta" o una palabra
parecida: como en cierta medida ocurrió durante la Edad Media.
Reconociendo la misma naturaleza, el
hombre tradicional también reconoció su "lugar", su función y las
justas relaciones de superioridad e inferioridad. Las castas o los equivalente
de las castas, antes de definir grupos sociales, definieron funciones, modos
típicos de ser y de actuar. El hecho de que la casta correspondiera a las tendencias innatas y aceptadas
y a la naturaleza propia de los individuos a estas funciones, determinó su
pertenencia a la casta correspondiente, de modo que, en los deberes propios a
su casta, cada uno pudo reconocer el cumplimiento normal de su propia naturaleza.
Por eso, en el mundo tradicional, el régimen de las castas tuvo una calma y una
serenidad institucional, evidente a los ojos de todo, y no se asentó sobre ningún
exclusivismo, sobre abusos de aujtoridad o sobre la voluntad de unos pocos. En
el fondo, el principio romano bien conocido “suum
cuique tribuere” remite exactamente a la misma idea: a cada uno el suyo. En
tanto que los seres eran considerados fundamentalmente desiguales, resulta absurdo
que todo fuera accesible a todos y a cada uno; se consideraba que cada casta
tenía sus elementos y leyes adecuadas a su función específica. No tenerlas
implicaba una desnaturalización y una deformación.
Las dificultades que surgen en quienes viven
en las condiciones actuales -muy diferentes del sistema que estamos describien-
se relaciones con individuos que manifiestan vocaciones y dotes diferentes a
las del grupo en el que se encuentran por nacimiento y tradición. En un mundo “normal”,
esto es, tradicional, tales casos son una excepción y ello por una razón
precisa: porque en aquellos tiempos los valores de sangre, de raza y de familia
fueron reconocidos de forma natural y por ello se realizaba, en gran medida,
una continuidad biológico hereditaria, vocacional, de cualificaciones y de
tradiciones. Precisamente, ésta es la contrapartida de la ética del ser uno
mismo: reducir a lo mínimo la posibilidad de que el nacimiento sea verdaderamente
una casualidad y que el individuo se encuentre desarraigado, en disonancia con
su entorno, con su familia, e incluso consigo mismo, con el propio cuerpo y la propia
raza. Además, hay que señalar que el factor materialísta y utilitario en estas
civilizaciones y sociedades estuvo notablemente reducido y estaba subordinado a
valores más altos, íntimamente experimentados. Nada parecía como más digno que
seguir a la propia actividad natural, la vocación que realmente estuviera conforme
al propio modo de ser, por humilde o modesta que fuera: hasta tal punto, que
pudo concebirse, que quien se mantenía en conforme a su propia función y seguía
la ley de la casta, cumplien con impersonalidad y pureza los deberes a ella
inherentes, tenía la misma dignidad que el miembro de cualquier casta
"superior": un artesano, igual a un miembro de la aristocracia guerrera
o un príncipe.
De aquí también procede aquel sentido de
dignidad, de calidad y de diligencia que se ha descubierto en todas las
organizaciones y profesiones tradicionales; de aquí, aquel estilo, que hacía de
un herrero, un carpintero o un zapatero no se presentaron como hombres
embrutecidos por su condición sino casi como de los "Señores",
personas que libremente tuvieran elección y ejercieron su actividad, con amor y
entegra, siempre dándolea una huella personal y cualitativa, manteniéndose desapegados
de la pura preocupación por las ganancias y los beneficios.
El mundo "moderno", sin
embargo, ha optado por seguir el principio opuesto, la vía un olvido sistemático
de la naturaleza propia, la vía del individualismo, del "activismo" y
del arribismo. El ideal ya no es más ser aquello que se realmente se es, sino
"construirse", aplicarse a cada actividad, al azar, o bien por
consideraciones completamente utilitarias. No es actuar con fidelidad y pureza,
el propio ser, sino usar todas las energías para ser lo que no se es. El
individualismo, está en la base de tales puntos de vista, es decir el hombre
atomizado, sin nombre, sin raza y, sin tradición, ha pregonado, lógicamente, la
pretensión de la igualdad, ha reivindicado el derecho a poder ser todo lo que
cualquier otro también puede ser, y no ha querido reconocer diferencia más
verdadera y justa que la construida por sí mismo, artificialmente, en el seno
de una una civilización materialízada y secularizada. Como sabemos, esta
desviación ha llegado al límite en los Países anglosajones y puritanos. Haciendo
frente común la Ilustración masónica, la democracia y el liberalismo, se ha alcanzado
un punto que para muchos, cada diferencia innata y natural aparece como un feo
elemento "naturalista", cada vista tradicional es juzgada
oscurantista y anacrónica y no se oye más que la absurda idea de que todo esté
abierto a todos, que se tengan iguales derechos e iguales deberes, que valga
una única moral, común para todos que debería incluso imponerse, permaneciendocon
llena indiferentes sino hostiles por las naturales individuales y las
diferentes dignidades. De aquí, también, procede todo antirracismo, la denegación
de los valores de la sangre o de la familia concebida tradicionalmente. En
rigor podríamos hablar, sin eufemismos, de una real "civilización" compuestas
por "excluidos de las casta", de parias felices de su condición.
Precisamente en el marco de tal
seudocivilización surgen las clases, grupos sociales que no tienen nada a que ver
con las castas, carentes de base orgánica y verdadero sentido tradicional. Las
clases son agrupaciones sociales artificiales, determinadas por factores
extrínsecos y casi siempre materialistas. La clase, casi siempre, tiene una base
individualista; es el "lugar" que recoge a todos los que han alcanzado
una misma posición social, con independencia de aquello que por naturaleza
realmente son. Estas agrupaciones artificiales tienden luego a cristalizar,
engendrando tensiones interclasistas. En la disgregación propia a este tipo de
"civilización", también produce la degradación de las
"artes" que se convierten en simple "trabajo", el antiguo
artífice o artesano se convierte en el "obrero" proletarizado, cuya
tarea únicamente sirve como medio para obtener un jornal, que sabe sólo pensar
en términos de "sueldos" y "horas de trabajo" y, poco a
poco, va a despertar en su interior necesidades artificiales, ambiciones y
resentimientos, puesto que las "clases superiores", finalmente, no muestran
ningún rasgo que justifique su superioridad, sino, tan solo, una mayor posesión
de bienes materiales. Por tanto, la lucha de clase es una de las consecuencias
extremas de una sociedad que se ha desnaturalizado y ha considerado el tal
proceso, el desconocimiento de la propia naturaleza y la pérdida de la tradición,
como una conquista y como un progreso.
También aquí se puede considerar una
perspectiva racial. La ética individualista corresponde indudablemente a un
estado de mezcla de los linajes, en la misma medida en que la ética del ser uno
mismo corresponde, en cambio, a un estado de pureza racial predominante. Allí dónde
las sangres se cruzan, las vocaciones se confunden y cada vez resulta más
difícil ver claramente la propia naturaleza, crece cada vez más la volubilidad interior,
señal inequívoca de la falta de verdaderas raíces. Las mezclas étnicas propician
el surgir y el potenciarse como conciencia del hombre como individuo, también
favorecen todo lo que es actividad "libre", "creativa", en
sentido anárquico, "habilidad" irónica, "inteligencia" en
sentido racionalista o estérilmente crítico: todo eso, a expensas de las
calidades de carácter, de una debilitación del sentimiento de la dignidad, del
honor, de la verdad, de la rectitud, de la lealtad. Se determina así también, a
nivel espiritual una situación oblicua y caótica, que para muchos de nuestros
contemporáneos resulta normal; por ello, los casos de individuos llenos de
contradicciones, que ignoran lo que significa vivir, que no saben lo que
quieren, más allá de los bienes materiales, en contraste con la tradición, el
nacimiento y su destino natural, ya no aparecen como anomalías, sino como si se
tratara del orden natural de las cosas, que refutaría y demostraría lo artificial,
absurdo y opresivo de la tradición, la raza y el nacimiento.
Los que aluden habitualmente a problemas
sociales y predican “justicia social”, deberían preocuparse más intensamente de
los problemas éticos y de la visión general de la vida, si desean tener éxito en
la lucha contra los males que, de buena fe, combaten.
El punto de partida de un proceso de rectificación
no puede partir de la absurda idea clasista, sino de su superación a través de
una vuelta a la ética de la fidelidad a la naturaleza propia y por lo tanto a
un sistema social bien distinto y articulado. A menudo hemos dicho que el
marxismo no ha surgido porque existiera una real indigencia proletaria, sino al
revés: es el marxismo quien ha creado una clase social, la clase obrera
proletarizada por desnaturalización, llena de resentimiento y de ambiciones contra
natura. Las formas más externas del mal de combatirse pueden curarse con la
"justicia social", en el sentido de una distribución de los bienes
materiales más equitativa que la actual; pero estas medidas nunca alcanzarán a
la raíz interior, si no se actúa enérgicamente afirmando una visión general de
la vida; si no se despierta el amor por la calidad, la personalidad y la
naturaleza propia; si no se devuelve su prestigio al principio, desconocido
solamente en los tiempos "modernos", de una justa diferencia conforme
a la realidad y si de tal principio no se extraen, en todos los terrenos, las
justas consecuencias, respecto al tipo de civilización que prevalece en el
mundo moderno.
Publicado en “La Vita Italia” marzo de 1943.
(c) Fundazione Julius Evola.
(c) Edizioni Il Settimo Sigillo
(c) Por la traducción en lengua española:
Ernesto Milà – infokrisis