Lo único que
da coherencia y cohesión a los Estados modernos es el miedo. Gracias al miedo,
los estallidos sociales y las revoluciones dignas de tal nombre, se dejan para
mejor ocasión.
Los bancos
pueden aplicar comisiones exorbitantes en lugar de pagar intereses, simplemente
porque no sabríamos que hacer si clausurásemos la cuenta y decidiéramos pagar
al contado. Tenemos miedo de protestar no sea que podamos perder el trabajo. Incluso
tenemos miedo a tener hijos o a los embarazos porque eso hace que la empresa
nos ponga en el “índice” y cerca de la puerta de salida. Tenemos miedo a decir
lo que pensamos, exactamente con las palabras que pensamos y con las imágenes
que nos sugiere lo que pensamos, porque sabemos que las “redes sociales” actúan
como verdaderas policías paralelas. Tenemos miedo de decir significarnos como “opositores”,
si tenemos algo que perder, porque intuimos que el Estado nos puede enviar a los
inspectores de Hacienda y comprometer nuestro trabajo y nuestra empresa.
No nos atrevemos
a decir algo y claro que el “sistema” hace tiempo que funciona a medio gas (y
con el Covid, sabemos que sectores enteros de la administración se han relajado
hasta la absoluta ineficacia) porque tenemos la reacción de los gestores del
poder. Y, sobre todo, tenemos miedo al futuro, intuimos, incluso que no va a
haber futuro para nuestros hijos, pero nos dan mucho más miedo las soluciones
radicales (que atacan los males en su raíz) porque nos parecen dobles saltos
mortales a veinte metros de altura y sin red.
Y gracias a
todos estos miedos -por otra parte, justificados- una clase política,
depredadora, cleptómana, incapaz e ignorante, sigue gobernando y detentando al
único poder que les interesa: la recaudación fiscal y disponer de la llave de
la caja.
El “sistema” (entendido como
conjunto de estructuras de poder, normativas legales, sistemas económico
sociales y pautas culturales) sabe cómo estimular el miedo.
Lo hemos visto
desde principios de siglo: el “Gran Miedo” de los norteamericanos a nuevos “ataques
terroristas” fue lo que les hizo aceptar el Acta Patriótica que suponía una
renuncia a sus libertades, les hizo aceptar dos guerras coloniales (Afganistán
e Irak) más propias del siglo XIX que del XXI y, esto, por mucho que el enemigo
fuera nebuloso y que, ni siquiera hoy, se sepa de dónde partieron aquellos
ataques.
Y casi veinte
años después, aparece el Covid -virus, por otra parte, muy real- pero cuya
gravedad se acentuó por los protocolos erróneos aplicados en los hospitales durante
la primera oleada de la enfermedad. Hoy sabemos que el virus es algo parecido a
un gripe más fuerte que se ceba ante determinados grupos sociales, e intuimos
que las restricciones que cada vez se han hecho más absurdas, tienen poco que
ver con la expansión del virus. Sin embargo, nuestra sociedad lleva ya catorce
meses en situación de terror absoluto a causa del virus.
Hay dos tipos de miedo.
- Existe
un miedo ante una situación inmediata que nos sorprende, nos abruma y ante la
que no nos sentimos en condiciones de reaccionar. El miedo que se sufre
cuando somos conscientes de que vamos a sufrir un accidente y no lo podemos
evitar, el miedo a caernos por vértigo o pérdida de equilibrio, el miedo al
dolor, etc. Se trata de miedos que se prolongan todo el tiempo en el que dura
la situación que lo genera.
- Pero existe
otro miedo de carácter psicológico que es mucho más profundo: el miedo a
protestar, a significarnos por algo, a situarnos como objetivo de medidas de
castigo, el miedo al qué dirán, el miedo a perder lo que tenemos…
La combinación entre ambos
miedos es lo que caracteriza nuestro momento de civilización: tenemos miedo al
virus, pero también tenemos miedo a perder clientes, perder el trabajo y ver
comprometida nuestra situación familiar. Lo primero puede acabar con nuestra
vida, lo seguro con nuestras expectativas de futuro.
Ambas formas
de miedo tienen repercusiones y efectos sobre nuestra fisiología y sobre
nuestra psicología.
El primer miedo
se caracteriza por una serie se efectos fisiológicos: notamos que nuestra
boca se seca, sudamos, respiramos de forma entrecortada, creemos que el corazón
se nos va a salir del pecho, los testículos parecen retraerse y el ano se
comprime.
Pero luego está la
otra que actúa como una especie de autocensura interior: “no hagas esto, porque te significarás”,
“no digas esto porque te banearán”, “no actúes así porque te cortarán las alas”.
Y tú, evitas por todos los medios significarte, ser baneado o ser perjudicado
por alguna acción. Es el peor de los miedos: no se disipa nunca, está siempre
presente, planea sobre nosotros y nos cubre con su manto negro y siniestro.
Ese miedo
aumenta cada día. Antes hemos hablado de los ataques terroristas del WTC en
2001. Desde entonces, los miedos han ido en aumento. Fijémonos solo en cómo ha
cambiado nuestra forma de reírnos: no se pueden haber bromas con determinadas características. Por
supuesto, nada de chistes sobre sexo, y mucho menos chistes sobre
homosexualidad (algo cuya patente solamente tienen los propios gays), es
posible criticar los arreglos faciales de una mujer, pero no las operaciones de
cirugía y la castración a la que se someten transexuales, nada de chistes sobre
gangosos. Las ideologías
de género han proyectado decenas de prohibiciones hasta el punto de que, da la
sensación de que, para las feministas radicales, el simple hecho de reír, de
amar a una mujer, o de piropearla, es algo ofensivo, machista y que precede
apenas por horas a la agresión sexual, la violación y el asesinato.
Somos menos
libres que hace unas décadas y cada día practicamos la autocensura… aunque
sigamos pensando lo mismo y de la misma manera, nos hagan gracias los mismos
chistes que hace 20 años, pero solo estallemos en carcajadas entre amigos y
nunca en presencia de extraños… porque la “policía del pensamiento” está en
todas partes.
En Barcelona,
hay barrios en los que los vecinos están aterrorizados. Llevan diez días de
incidentes violentos, que no son más que la reedición de incidentes que se han
producido en los últimos cinco años con estallidos cada vez más frecuentes. La
excusa es lo de menos: que si se desaloja una casa ocupada, que si se mete en la cárcel a un rapero sociópata y
cretinizado, que si TV3 nos había dicho que la independencia de Cataluña era
para mañana y ahora nos rebotamos porque vemos que era un proyecto imposible,
que si la “república catalana no existe” y eso me da coraje para quemarlo todo,
que los MENAS son “nuestros niños” y hay que protegerlos (en lugar de
protegerse de ellos), etc, etc., etc. Sabemos cómo se desarrollan los hechos:
se convoca una manifestación, asisten una 200 – 800 personas e, inmediatamente,
se pasa al “lío”: contenedores ardiendo, pedradas contra escaparates, saqueos, y
la policía, la Guardia Urbana de la Colau y los Mossos de Esquadra de la
gencat, mirando y “esperando órdenes”. Incendio, humor en los hogares, destrozo
del mobiliario urbano. Y siempre detrás, el mismo perfil: fotos de gentes
morenitos que no corresponden al tipo étnico tradicional en nuestro país,
colgaetes emporraos, adolescentes que quieren vivir una “aventura” para sentirse
“adultos”, okupas obtusos e inmigrantes con ganas de pillar un plasta de 42
pulgadas para arriba o de lo que sea…
A diferencia de otros “miedos”,
el que recorre estos días las calles de Barcelona, es fácil de conjurar: para
eso están los antidisturbios y para eso están las leyes. Si fuera por las
policías, el asunto hubiera estado resuelto desde los 10 minutos posteriores al
lanzamiento de la primera piedra. Simplemente, cargas, pelotas, gases y detención de los cabecillas,
setenta y dos horas, juzgado, juicios rápidos, entrada en cárcel o pago de
multa. Así se actúa en un Estado normal. Pero Cataluña (y Cataluña es España)
no es hoy normal (lo que implica que la noción de normalidad tampoco es rige en
el Estado).
De ahí que, aun
sin existir gobierno en la plaza de Sant Jaume, sin que se pueda prever hacia donde
se va a inclinar, ERC y la CUP ya hayan abierto negociaciones para “cambiar
el modelo policial”. JxCat -el fantasmón de Waterloo- se ha sumado. Y juntos
han logrado que, lo que, en principio, era la forma más simple de atajar este
tipo de “miedo”, se convierte en un “debate”, es decir, en un problema añadido.
ERC intenta frenar a la CUP (que no ha condenado ninguno de los incidentes),
mientras que JxCat se hacen los más duros defensores de la “libertad de
expresión” y el “president en funciones” tira una cal (“la sentencia contra
Hásil es injusta”) y otra de arena (“las manifestaciones deben ser pacíficas”),
cuando el problema es mucho más simple: la sociedad necesita una defensa contra
los que crean inseguridad. Porque, en Cataluña, y especialmente en Barcelona,
hay MIEDO y ese miedo está generado por menos de un millar de sociópatas émulos
de su gurú ripioso y de canciones insufribles, el tal “Hásel”.
Pero la
característica más significativa de todas las formas de miedo a las que hemos
pasado revista y por lo que son toleradas, incluso queridas por las
instituciones (las declaraciones de Pere Aragonés son significativas) es porque
el miedo impide pensar.
Alguien que está aterrorizado se ve incapaz de utilizar el razonamiento lógico, vive situaciones de las que no cree poder salir utilizando silogismos, ni siquiera sentido común. El terror bloquea el hemisferio racional de nuestro cerebro. Cuando alguien está aterrorizado lo único que desea son lugares y situaciones “seguras”. Lo vimos con el Acta Patriótica: se renuncia a las libertades a cambio de la seguridad. Se está dispuesto a cualquier cosa, para poder salir a la calle y seguir con nuestras vidas grises, cotidiana, anodinas… pero seguras. Que es, justamente, a lo que aspiran los rectores del “sistema”.
Mal, muy mal para las instituciones catalanas que se han mostrado, una vez más, incapaces de adoptar medidas concretas, rápidas y reales, para resolver problemas fáciles de abordar.
Mal, muy mal para el Ministerio del Interior porque diez días de disturbios, son suficientes como para demostrar que la gencat, ni controla, ni sabe, ni está dispuesta a controlar la calle y utilizar los efectivos a su disposición para restablecer el orden.
Mal, muy mal para el ayuntamiento de Barcelona que parece ignorar que el centro de la ciudad se ha convertido desde hace décadas en el teatro preferencial para chorizos, delincuentes, colgados, okupas y saqueadores, en una ciudad cuyos únicos ingresos proceden del turismo.
Mal, malísimo, para el ciudadano medio que acepta cualquier cosa para evitar que sus peores miedos se hagan realidad. Ya no estamos dispuestos a tomar el palacio de Invierno, ni a decir basta. Votamos, como si se tratara de un exorcismo religioso: nos encomendamos a una u otra sigla para disipar nuestros miedos. Y, claro, en este terreno el “pensamiento mágico” no logra vencer tantas y tan multiformes rostros del miedo.