La miseria
sexual de la modernidad es, seguramente, uno de los aspectos que, por sí mismo,
evidencia más cualquier otro el que nos encontramos en un momento crepuscular y
de crisis. Nunca una sociedad se ha visto tan libre para ejercer su sexualidad,
pero nunca como ahora han existido tantas disfunciones sexuales, trastornos neuróticos
de la personalidad derivados del sexo, parafilias, ejercicios aberrantes de
sexualidad y, en el límite, crímenes de naturaleza sexual. El pansexualismo
sigue presente en todas las actividades de la vida cotidiana, constituye la
médula de la publicidad, cubre buena parte del tiempo de ocio hasta el punto de
que la “adicción al sexo” ocupa un lugar como “trastorno del control de
impulsos” junto a la ludopatía y la cleptomanía. La adicción al sexo es algo
más que una de las “coberturas al nihilismo” de nuestros días. El hecho de que
las webs de sexo y de contactos sexuales figuren entre las más utilizadas -con
mucho- en Internet, evidencia que este enganche está muy por encima de las
compras, al trabajo, a la comida y a cualquier otra práctica adictiva de
nuestro tiempo.
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Cuando Evola escribió
el Cabalgar el Tigre, le dedicó un parágrafo (28. Las relaciones
entre los sexos). Apenas tres años antes, Evola había dedicado un denso
volumen a la cuestión, Metafísica del Sexo, una obra sobre el papel de
la sexualidad en todas las traducciones que todavía hoy sigue siendo
insuperable.
La idea que presenta
Evola en estas obras es que, la definida como “la fuerza más grande de la
naturaleza”, podía ser utilizada en tres direcciones:
- Para satisfacer el instinto de supervivencia de la especie mediante la paternidad;
- Para satisfacer el “instinto del placer” (Lustprinzip) resuelto en el propio acto sexual y en la búsqueda de una satisfacción momentánea;
- Y como vehículo, en determinadas condiciones, de acceso a la trascendencia a causa de la radicalidad de la experiencia extrema del orgasmo.
Evola pasa
revista a las distintas tradiciones y concepciones de Oriente y Occidente sobre
la sexualidad, insistiendo en que uno de los aspectos más cuestionables del
cristianismo es lo que define como su “odio teológico hacia el sexo”- En efecto,
incluso hoy la moral católica admite solamente la sexualidad como forma de
procreación y recomienda la castidad. Para Evola, esto supone una extensión de la
exigencia requerida para el sacerdocio a toda la población. Para el
cristianismo, en sentido estricto, cualquier otra forma de sexualidad que no
tienda a la procreación, es pura concupiscencia y, por tanto, un pecado que sólo
es neutralizado por el sacramento de la confesión.
Evola, en ambas
obras, insiste en otros tres puntos:
- La absoluta desconexión que, en una civilización “tradicional”, debería tener la sexualidad con las cuestiones del honor y de la “virtud”.
- La feminización de la sociedad, paralela a la devaluación de la virilidad y a su reducción al elemento fálico.
- El papel de la sexualidad como “cobertura al nihilismo”.
No se trata aquí
se explicar cada una de estas tesis, sino de remitir a ambas obras, en tanto
que excepcionalmente esclarecedoras sobre la problemática sexual que aparece a
mediados del siglo XX y que explota en la llamada “revolución sexual” de los
años sesenta. El análisis de Evola se detiene aquí y, prácticamente, no vuelve
a tocar la sexualidad, a partir de 1961 salvo en artículos y ensayos, pero
nunca añadiendo nada más a lo ya dicho. Remitimos, por tanto, a los lectores a
ambas obras.
Nuestra tarea,
ahora, es preguntarnos ¿ha cambiado algo la sexualidad desde 1961 hasta nuestros
días?
La respuesta no
puede ser más que positiva: por un lado, las tendencias ya existentes en
aquella época han multiplicado cuantitativamente sus efectos (pornografía,
pansexualismo), pero también han aparecido, cualitativamente, elementos nuevos
en la escena: ideologías de género, utilización de nuevas tecnologías, posición
de los organismos internacionales “mundialistas”. Y, a pesar de que algunas
interpretaciones sobre la sexualidad derivadas del freudismo hayan caído en el
descrédito a nivel científico, siguen siendo repetidas en el mundo del entertaintment
y, por tanto, están presentes en el cerebro de las masas y en “investigaciones”
de los teóricos de las “ideologías de género”. Son todos estos elementos los
que van a centrar nuestra atención en las páginas siguientes.
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En los años 60,
el feminismo que había reaparecido no era muy diferente del sufraguismo de
finales del siglo XIX (lo que se ha dado en llamar “primera ola feminista”), al
menos en sus objetivos. Si para la componente mayoritaria del sufraguismo, lo
esencial era obtener el derecho al voto y a la propiedad para la mujer (algo
que se generalizó en los años 30), el feminismo sesentero ampliaba sus
reivindicaciones y extendiéndolas, sobre todo, al mundo laboral.
Entre 1960 y
1963, puede darse por iniciada esa “segunda ola feminista” favorecida por tres
elementos: la aparición del Enovid, la píldora anticonceptiva que facilitaba
las relaciones sexuales, los primeros pasos de la contracultura -con la
aparición del movimiento hippy y de la psicodelia-, y la aparición de
alguna obra que se convirtió en un best-seller (La Mística de la
Feminidad de Betty Friedman) que cristalizó en la creación del Women’s
Lib en el mundo anglosajón.
A esto hay que
unir que, en esa década, la Iglesia Católica empezó a manifestar sus primeros
problemas de adaptación al tiempo nuevo. Para quienes esperaban una renovación de
la Iglesia en materia de sexualidad, la decepción resultó patente con el
desenlace del Concilio Vaticano II: se había cambiado la liturgia, aumentó el
papel de la Virgen María (esto es, de la feminidad) en la predicación, pero no
cambió en nada la moral sexual. En este contexto, apareció el Cabalgar el
Tigre con la reflexión evoliana sobre la deriva de la sexualidad.
Pero tras el
declive de este feminismo en los años 80 (con la aparición del reaganismo y del
thatcherismo, el final de la URSS y del bolchevismo y el inicio de la oleada
neocapitalista y globalizadora que se iniciaría a partir de 1989), apareció a mediados
de los 90 la “tercera ola feminista” que seguía insistiendo en la idea de “igualdad”
pero que, en su componente central mostraba una hostilidad y una agresividad
creciente hacia la virilidad (por lo demás, muy “masculina”): obviamente, ya no
tenía sentido luchar por derechos que se habían conquistado ampliamente (el
derecho al voto y a la igualdad ante la ley) y el feminismo se orientó hacia la
violencia doméstica, el maltrato a la mujer, mientras proseguían y aumentaban
el tono de las reivindicaciones laborales y se introducía la idea de la “paridad”
entre los sexos que debía llevarse a todos los extremos (desde los consejos de
administración hasta las listas electorales).
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Ya en el siglo
XXI, todo este conjunto de luchas y reivindicaciones fue a converger con las de
otros colectivos que también tenían como leit-motiv reivindicaciones de tipo
sexual: además del mundo gay, aparecieron otras variantes reivindicativas de
carácter sexual.
Hubo que
reconocer, en primer lugar, a las lesbianas como entidad aparte, a pesar de que,
desde el inicio del movimiento feminista, siempre habían estado presentes en
sus filas, como también estuvieron en el movimiento gay. Pero en los 90, la
mujer lesbiana se consideró con entidad numérica suficiente como para reivindicar
entidad propia. Luego se sumaron aquellos que se consideraban bisexuales y que,
por tanto, no encajaban ni con gays ni con lesbianas. Así se fueron sumando iniciales:
LGB, Así se llegó al cambio de milenio.
En ese momento,
la “corrección política” ya había logrado imponer sus criterios en buena parte
de la sociedad, y así pudo hablarse de transexuales (identificadas con el
género opuesto al sexo fisiológico con el que habían nacido y que siguen
tratamientos quirúrgicos y químicos para acentuar las características del sexo de
elección), intersexuales (que poseen rasgos genéticos de los dos sexos), los “queer”
(término que indica “extraño” o “poco usual”, con el que se califica quienes se
niegan a integrarse en ninguna clasificación con base sexual, reivindicando una
libertad absoluta de elección en cada momento).
A las iniciales LGB
se sumaron, pues, LGBTI. Los últimos en llegar, los “queer” fueron reconocidos
por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 2015 como “una identidad
sexual o de género”, son representados por el signo “+”, sugiriendo que en esta
denominación cabe todo lo que pudiera aparecer con posteriores (y que estamos
seguros de que aparecerá cuando los representantes de varias “parafilias”
salgan de sus particulares “armarios”). Así pues, el conjunto de las “ideologías
de género” se reconoce por las siglas LGTBI+.
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En realidad, las
“ideologías de género” no se reconocen como tales: prefieren ser llamadas “estudios
de género”. Tales estudios se presentan como realizados según los patrones de
la investigación científica aplicada a la sociología, pero, a poco que se
realiza un examen, se percibe que en todos ellos hay algo distorsionado y,
desde luego, nada científico: desde la selección de datos, hasta la
interpretación de estos y la omisión de otros, especialmente, de las teorías
opuestas que, si se tienen en cuenta, es solamente para caricaturizarlas,
cualquier sesgo de objetividad es inexistente.
Y, para colmo,
ni siquiera la gran pregunta que sería pertinente aparece en lugar alguno: “¿A
qué se debe que, en la actualidad, se haya disparado el número de personas que
nacen con problemas de sexualización?”.
Sin olvidar que
estos estudios, en grandísima medida, están basado en la temática fraudiana,
hasta el punto de que los estudios del feminismo de la “tercera ola” realizados
por Nancy Chodorow (socióloga, psicoanalista y feminista, autora de Feminities,
Masculinities, Sexualities: Freud and Beyond) o Julliet Mitchell
(psicoanalista feminista y marxista, autora de Psicoanálisis y feminismo),
entre otras, son especialmente deudores y adaptadores de la teoría freudiana,
ampliamente superada, desmentida y rebasada en la actualidad.
El planteamiento
puede ser resumido así: para Freud el niño “nace bisexual” y forma sus
criterios sexuales en su primera infancia hasta el punto de que su madre es el
primer “objeto sexual” con el que tiene relación. A partir de ahí, experimentará
un sentimiento de rechazo a la figura del padre a quien empieza a considerar
como un competidor, actitud que solamente superará con el paso del tiempo (y no
siempre). Es el famoso “complejo de Edipo”. Pero de esos años, en los que ha
sido presa de la pulsión edípica, ha extraído como conclusión que debe ser
independiente y fuerte -como su padre- para poder disponer y dominar de la
madre, de la esposa, de la mujer, en definitiva. Pero ¿qué ocurre con las
niñas? Al identificarse más la madre con la niña, al ser de su mismo sexo,
bloquea el desarrollo de su yo. Si el niño experimenta una “relación diádica”
(madre-hijo), en la niña se da una “relación triádica” a causa de que la hija,
además de la relación con su madre, contempla la relación con el padre que, por
su parte, se ve atraído por un ser del sexo opuesto. Estas pautas seguirán
desarrollándose, cuando la niña se convierta, a su vez, en madre y se vea atraída,
bloqueada y desviada de su verdadero querer, por la maternidad. Esto le servirá
al feminismo de la “tercera ola” para explicar la apatía de la mujer-madre
hacia el sexo (al dedicarse a los niños, dejará de interesarse por la
sexualidad), la aceptación de su rol (tenido como servil y subordinado en
relación al varón) y lo que llaman “degradación universal de las mujeres en la
cultura”.
Por supuesto, no
hay en toda la literatura feminista de la “tercera ola”, ni una sola línea
hacia el instinto de reproducción o de supervivencia de la especie manifestado
a través de la sexualidad, ni siquiera del amor entendido como mutua entrega y,
ni siquiera la sospecha de que la sexualidad puede ser utilizada para algo
distinto de la denostada maternidad, como una vía hacia la trascendencia.
La pobreza del
argumentario que acompaña a las “investigaciones de género” llama la atención:
se trata siempre de ideas cogidas por los pelos, utilizando como base a teorías
no demostradas, concepciones cuya falsedad es aceptaba universalmente,
aplicando criterios antropológicos extraídos de otros pueblos, razas y épocas,
a la condición femenina del mundo occidental moderno. Por otra parte, ni
siquiera está claro que estos trabajos sean el resultado de “investigaciones”
insuficientes, incompletas o erróneas, o más bien de autojustificación de las
propias tendencias interiores de sus autores dispuestas a justificarlas intelectualmente.
A medida que se viaja a través de cada una de las iniciales de las siglas LGTBI+,
se entra en un universo cada vez más desconectado de la lógica y del método
científico, una lógica del absurdo, artificiosa, creada ad hoc e,
incluso, con ribetes freakys muy marcados.
Pero, si la debilidad
argumental, es una caricatura y la vulneración de las leyes de la lógica es
constante en estas teorías, entonces ¿por qué son aceptadas y por qué gozan de
una aceptación tan universal en nuestros días? Es simple, se debe a dos circunstancias:
- La crisis de 2007-2011 destruyó la credibilidad de la izquierda socialdemócrata (que, tras medio siglo de presentarse como defensora de una transformación progresiva de la sociedad capitalista en socialista, terminó “rescatando” al elementos más odiosos del capitalismo: la banca). Aquella crisis económica fue algo similar para la izquierda socialdemócrata a lo que constituyó para la izquierda comunista, la caída del Muro de Berlín y el final de la URSS). Al quedarse huérfanos de ideas-fuerza, la socialdemocracia optó por centrar su atención en la “ingeniería social”: ya que no era posible transformar la sociedad capitalista, había que explorar un terreno mucho menos peligroso y que siempre contaría con un “suelo” electoral que compensaría la pérdida del electorado tradicional de la izquierda, la clase obrera. Desde este punto de vista, las ideologías de género son muestras de la crisis ideológica de la izquierda. Gracias a las reivindicaciones de género, la izquierda y la extrema-izquierda han podido imponer una legislación destinada a remodelar la sociedad y destruir las bases del conservadurismo. A esto se le ha llamado “ingeniería social”.
- A partir de principios del siglo XXI, estas teorías de género tuvieron un gran aliado e impulsor que las bendijo: las organizaciones internacionales de carácter mundialista construidas a partir de 1945. En efecto, todas estas creencias de género se basan en el dogma de que la identidad sexual es una “construcción social artificial” que se confunde y utiliza abusivamente la identidad biológica de nacimiento. La propia Organización Mundial de la Salud alude a los género como a “roles socialmente construidos, comportamientos, actividades y atributos que una sociedad considera como apropiados para hombres y mujeres”. De esta “construcción social” derivarían los prejuicios, diferencias, jerarquías que impedirían “avanzar” a la humanidad hacia una verdadera “igualdad”. Tanto la OMS, como la UNICEF y la UNESCO, sostienen que una perspectiva así es negativa al confundir “sexo” con “género”. De esta confusión derivaría la vulneración del principio de la igualdad con la consiguiente aparición de las lacras de “discriminación” y “violencia sexista”. Así pues, la conclusión extrema a la que llegan todas las “investigaciones de género” es a que, solamente haciendo desaparecer las diferencias entre los sexos se conseguirá una “construcción social” igualitaria en la que el haber nacido con pene o con vagina ya no tendrá ninguna importancia. Estaremos, pues, a las puertas del más feliz de los mundos. A pesar de tratarse de “organizaciones internacionales", lo cierto es que sus llamamientos exceden con mucho a las funciones para las que, inicialmente, fueron creadas (y cuya gestión, en gran medida, ha resultado un fracaso: ni la OMS estuvo en condiciones de contener el Covid-19, ni la UNICEF desde su fundación ha creado mejores condiciones de vida para la infancia, ni mucho menos la UNESCO ha contribuido a elevar el nivel cultural de los pueblos), pero se han convertido en centrales que marcan “calendarios” y “objetivos”, dirigidas por élites funcionariales “iluminadas” que tienden todas a abolir cualquier tipo de identidad que pueda suponer un obstáculo para una “unificación mundial igualitaria”, delirio que ya estaba implícito en el ocultismo del finales del XIX.
Las grandes
organizaciones mundialistas mencionadas vuelve aquí a hacer de “elefantes” en
marcha por la ruta de la igualdad, mientras que todos los pequeños y mediocres
teóricos que especulan y crean consignas para uso de la “marabunta” de organizaciones
LGTBI+ y medio de comunicación al servicio de la “corrección política”, tienden
al mismo objetivo: abolir cualquier forma de identidad sexual, cuestionarla,
denigrarla con los adjetivos de rigor (“machista”, “discriminatoria”, “violenta”,
“sexista”, “estereotipada”, etc, etc).
Pero, si esta es
una de las tendencias de la modernidad en relación al sexo, la otra no es menos
inquietante: el pansexualismo, forma extrema de neurosis que da rienda suelta a
los impulsos instintivos.
(continuará)