Recientemente he estado traduciendo una biografía sobre Sir
Oswald Mosley y las entrevistas que concedió después de la Segunda Guerra
Mundial a varios medios de comunicación de primera fila anglosajones. Reconozco
que nunca me había preocupado excesivamente la figura de Mosley (a pesar de que
tuve un profesor de inglés en 1969 que había sido blackshrit y todavía
albergaba una gran simpatía por él y seguía afiliado a la Unión Movement). El
fascismo británico, me pareció de esos fascismos de segunda fila que no
lograron hacerse un hueco político y que tenía mucho de teatral. Hoy tengo la
ocasión de rectificar esa opinión y afirmar que Mosley se adelantó a su tiempo
y de todos los dirigentes fascistas, fue, no solamente el que estuvo durante
más tiempo en activo (su ciclo político termina a principios de los años 70),
sino el que realizó análisis y predicciones más precisos sobre el futuro de
Europa.
Lo primero que me sorprendió es saber que, según Ian Gibson
José Antonio viajó a Londres para conocer a Mosley en 1930. Error. No pudo ser
en 1930, una fecha en la que, posiblemente José Antonio ni siquiera hubiera
oído hablar de Mosley, un levantisco diputado laborista, llegado del conservadorismo
y que estaba en la puerta de salida del partido y se preparaba para formar un “new
party” de carácter transversal. Más o menos, la época en la que José Antonio y
Mosley se conocieron debió ser entre 1932 y, lo más probable, en 1933. Ambos en
esa época, se interesan por el fascismo italiano. Ambos van a ver a Mussolini
(seis veces en el caso de Mosley y dos en el de José Antonio), conocen a Hitler
(José Antonio en una ocasión cuando ya está en el poder y Mosley en varias asistiendo
incluso a su boda que se celebró en Berlín). Mosley no fundó la British Union
Fascist hasta 1932 y alcanzó fama internacional el año siguiente con sus
mítines de masas en barrios obreros y con el apoyo que le deparó el vizconde de
Rothermere.
Resulta sorprendente que las biografías de José Antonio no
mencionen a Mosley y que la propia “biografía apasionada”, que lo menciona, sea
de pasada y de manera errónea. Si se ha conocido esa relación fue gracias a la
autobiografía de Mosley publicada a finales de los 60 y a las menciones que
realizó el británico en algunas entrevistas de postguerra, al responder a la pregunta
de si Franco era o no “fascista”. Esta constatación permite afirmar que existe
un hueco en todas las biografías realizadas sobre José Antonio: el referido a
sus relaciones internacionales. Ya indicamos en José Antonio y los No Conformistas,
sus relaciones (y las del propio Ledesma) con este movimiento francés. También
hemos establecido con precisión las relaciones que tuvo con el fascismo
italiano y con la “internacional fascista” y tratado, de manera exhaustiva, las
relaciones con el Movimiento Nacional Sindicalista portugués (en José
Antonio a contraluz). Quedaría ahora por establecer las relaciones con
otros fascismos: con el “francismo” francés (relación de la que hay incluso
constancia en el primer semanario de Falange, FE, o las relaciones con
los fascismos belga, húngaro y rumano.
Estas relaciones eran normales: por la edad de ambos,
jóvenes (Mosley era algo mayor que José Antonio), por su opción política y, por
su puesto, por el origen aristocrático de ambos. Si se han desconsiderado es
por cierta “desconfianza” de los medios falangistas hacia todo lo que es
británico (la espina de Gibraltar sigue ahí y la rivalidad histórica anterior,
también). Pero lo cierto es que tales relaciones existieron y que Mosley era un
dirigente fascista muy particular.
Existe un Mosley anterior al 1º de septiembre de 1939 y un Mosley posterior a mayo de 1945. El primero es un nacionalista pacifista que cree en el imperio británico y en su obra. El segundo es el primero en darse cuenta de que cuando callaron los cañones en la Europa destrozada, los vencedores, ruso y americano, se habían partido los despojos del continente. Fue el primer europeísta de la postguerra. Lo demostró en el Congreso de Malmoe y, posteriormente, en la Declaración de Venecia, dos muestras del neofascismo europeísta. No es de extrañar que Mosley se sintiera bien, en esa época, sobre todo con Thiriart. De hecho, ellos eran los dos únicos “europeístas de corazón” que firmaron la Declaración de Venecia (que hemos traducido para el número 63 de la Revista de Historia del Fascismo, entre otros documentos). Von Thadden por el Socialistische Reichparteit (predecesor del NPD) y Giovanni Lanfré por el MSI, lo eran pero de forma mucho más atenuada.
Este es, pues, el primer mérito del Mosley de postguerra: su
vocación europeísta… en el país más anti-europeísta. Segundo mérito
inestimable: el haber sabido intuir en los años 50 el proceso de la
globalización y el haber denunciado, incluso en los años 30, las deslocalizaciones
empresariales que tenían lugar desde el Reino Unido hasta la India. En ese
lapso de tiempo, cuando todavía faltaban décadas para la caída del Muro de
Berlín que abrió el camino a la globalización, Mosley denunció lo que llamaba
los “artificios de la alta finanza” (a la que siempre consideró como el “adversario
principal”) para optimizar beneficios a costa de los pueblos de Europa. En las
entrevistas que concedió en la postguerra, se anticipa a la globalización.
¿Cómo fue posible esta lucidez? Mosley, combatiente en la
Primer Guerra Mundial, creyó que el sacrificio de su generación sería
recompensado mediante políticas sociales que permitieran a los más débiles
prosperar. Se dedicó a la política precisamente para lograr ese objetivo y por
eso pasó del conservadurismo al laborismo y de éste al New Party y… de ahí al
fascismo que vio siempre como una síntesis de “nacionalismo” y “socialismo”. A
diferencia de la mayoría de líderes fascistas, lo que realmente le motivaba a
Mosley era la forma en la que podían articularse políticas económicas justas y
beneficiosas para la población. Por eso, más que ningún otro líder fascista,
sus análisis fueron, sobre todo, económicos. Y este interés por la economía fue
lo que le llevó a intuir que los procesos económicos de deslocalización que,
inicialmente, se dieron en el seno del Imperio Británico en los años 30 y luego,
con la descolonización, en un marco mucho más amplio, se terminarían
convirtiendo en universales.
Mosley intuyó también -diez años antes del famoso discurso
del conservador Enoch Powell en el parlamento británico en 1967 y de las
reuniones del Monday Club- el papel de la inmigración en la decadencia europea.
Porque, antes de la guerra, Mosley no hizo alusiones oportunistas a la “raza”,
fue, especialmente, después de la guerra cuando advirtió que la raza era,
efectivamente, uno de los niveles de identidad más completos y que la
alteración de la composición étnica de un país, suponía su desintegración y
despieza en comunidades rivales, borrando la memoria de su unidad.
Hoy, esta idea está muy extendida y son cada vez más quienes
la comparten (de hecho, solamente puede ser negada por progresos tozudos y
persistentes en sus errores, pero no por quien tenga ojos y vea), pero en 1954,
cuando empezó a hablar de ella ante miles de personas en Hyde Park o en
Trafalgar Square o en los barrios pobres de Londres y se puso de su lado -una
vez más- a los jóvenes (los “teddy boys”), la idea era novedosa y el análisis
causó impacto en la sociedad.
Obviamente, las entrevistas de postguerra son muy
interesantes porque en ellas habla del “partido de la guerra” que, desde 1933
intentó arrastrar al Reino Unido hacia una confrontación y que, finalmente, lo
logró en 1939. Si Mosley en esos años fue pacifista fue por advertir que un
nuevo conflicto mundial acarrearía el fin del Impero, como, de hecho, así
ocurrió.
Mosley no consiguió volver al parlamento británico después
de la guerra, pero su partido (la Union Movement) sobrevivió hasta finales de
los 70 y sus miembros dieron vida al National Front, a la League of
Saint-George y a publicaciones como Sperhead. El rígido sistema político
inglés se lo impidió, pero cada vez son más las voces que, en el Reino Unido, recuerdan
que fue el político más prometedor del primer tercio de siglo, que estaba
llamado a ser Primer ministro y que fue el mejor orador del parlamento
británico en esa época y un verdadero agitador de masas hasta que la edad le obligó
a retirarse de la política.
Hay que fijarse en Oswald Mosley. Recuperarlo. Porque, de
todos los líderes fascistas de los años 30, fue el que más prolongó su
liderazgo y el que demostró una mayor lucidez en sus análisis.