Servidor nunca fue franquista durante el franquismo. Mi
padre, que había huido de la Barcelona sin ley, atravesando el Pirineo, cruzado
el Sur de Francia y reingresado en España por el Irún recién caído en manos de
las tropas “nacionales”, era un “hombre de orden” y me enseñó a mantenerme
distante del franquismo: “burocracia sin
futuro”, me decía cuando empezaba a enterarme de las cosas. Al igual que mi
tío, falangista barcelonés de la tendencia de Roberto Bassas (porque en aquella
Falange había “tendencias”); pasó toda la guerra en la zona “roja” y, a pesar
de sus entusiasmos iniciales, se fue distanciando más y más del franquismo. Así
que la genética familiar me impide haber figurado entre los franquistas por
convicción. Reconozco, igualmente, que la
forma en la que se hizo la transición me generó cierta añoranza del franquismo:
nunca se vio tanto cambio de camisa en tan poco tiempo y nunca tanto político
se reinventó a sí mismo. Y, por lo demás, yo -que había estado en contacto en
los diez años anteriores, con militantes italianos-, sabía lo que nos
aguardaba: “corruptelas sin futuro”, “partidocracia
sin futuro”, “oportunismo sin futuro”. Dicho todo lo cual, quizás pueda
parecer sorprendente que me queje de toda esta historia montada en torno a los
restos de Franco.
Imagino lo que ocurriría si me fuera a Francia e iniciara
una campaña para el traslado de los restos de Napoleón desde los Inválidos al
cementerio del Père Lechaise. Me quedaría solo o me tacharían de tonto de baba,
por mucho que les recordara que las campañas de agresión napoleónicas, en las
que ni siquiera se tomaba la molestia de encontrar un casus belli, y las consecuencias que tuvieron a lo largo de los
cincuenta años siguientes, presentan al “Gran Corso”, como el criminal, asesino
despiadado y psicópata más grande que haya sido coronado en momento alguno de
la historia contemporánea. La Historia
con mayúsculas, es la historia: inmodificable. Y Franco pertenece a la historia
de España: hace algo más de un siglo que apareció como oficial condecorado en
las campañas africanas y hace cuarenta y tres años que murió, tiempo suficiente
como para que sus méritos o deméritos sean mostrados por los historiadores y no
se conviertan en mercancía averiada para políticos de poco calado.
Hoy da la sensación
de que el franquismo fue una dictadura que se mantuvo gracias a una banda de pretorianos
que mantenían acogotado a la totalidad del pueblo español. En realidad, no fue
así: hubo de todo, como en botica. Mi madre, que nunca se interesó por la
política, recordaba el día de la llegada de las tropas de Franco a Barcelona
como de gran entusiasmo popular… aunque también recordaba que algunos jueces
con los que había trabajado en el Tribunal Supremo debieron de irse, por
prudencia, a pesar de que no tenían las manos manchadas de sangre. Recordaba el
caos en la que la debilidad de Companys y las “patrullas de control” de la FAI
habían sumido a Cataluña, o cómo habían quemado los archivos de los juzgados -con
el visto bueno del “president màrtir”-
para borrar datos sobre su pasado. Y mi madre, fugado por las montañas del
Pirineo junto a su primera esposa, se llevó el gran chasco de su vida, cuando
en el puente de Hendaya, un oficial enfurecido le espetó aquello de “Hagan ustedes el favor de hablar en
cristiano” al grupo de catalanes, recién llegados, muchos de los cuales morirían
poco después en el sitio de Codo, encuadrados en el Tercio Virgen de Montserrat.
Mis padres, figuraron entre esa gran
mayoría de españoles que constituían la “mayoría silenciosa” que posibilitó el
que el régimen de Franco durase 40 años y que, desde luego, fue mucho mayor que
la “levadura de las masas”, la parte de la población que apoyó activamente al
franquismo. ¡Claro que, en silencio
o activamente, hubo apoyo al franquismo! ¡y en gran medida! Si hubo “transición”
es porque faltaba “fuerza social” suficiente para alcanzar la “ruptura
democrática” que proponían la Junta Democrática y la Plataforma Democrática,
los dos bloques opositores…
Las circunstancias quisieron que Franco acabara enterrado en
El Escorial junto a aquel otro con el que nunca se entendió en vida, José
Antonio Primo de Rivera, cuya hostilidad antipatía mutua era recíproca. Pues
bien: ahí están, historia terminada. El
Valle de los Caídos es un lugar lo suficientemente hermoso y recogido como para
que constituya una buena opción turística y, si de paso, alguien quiere ver un
fragmento de la Historia de España, ahí están las tumbas de Franco y José
Antonio, que en algún sitio deben estar. El que le quiera rendir homenaje se lo
rinde a la Historia de España. Y el que no, a la hostería disfrutar. Asunto
zanjado y a otra cosa.
¡Pues no! Para la
izquierda, borrar todos los rastros de los 40 años de franquismo se ha convertido
en algo prioritario, a falta de causas mejores. En Lisboa, sin ir más
lejos, vas por algunos barrios y el taxista te dice: “Se construyeron durante el Estado Novo” que equivale en España a
decir “Fueron de la Obra Social del Hogar”.
Esto, aquí está a punto de estar prohibido por ley: puede ser considerado “elogio
del franquismo”. ¡Como si se pudiera establecer una diferencia entre el “elogio”
o la “valoración objetiva” y se convirtiera en obligatorio decir “estos pisos o esta presa se construyó por
orden del criminal Franco que, por cierto, fusiló a tantos o a cuántos” …!
La izquierda quiere
borrar el peso de la derrota que no fue solamente una guerra perdida, sino lo
que fue mucho peor: una República fracasada. Esa ley -o lo que sea- que “prohíbe”
los “elogios”, en realidad, lo que busca es que se olvide que, en grandísima
medida, la República fue imposible desde el momento en que en sus dos primeros
años legisló obsesivamente en contra de “la otra España” (la España católica).
A partir de entonces, ya resultaba imposible poner el contador a cero: hubo “sanjurjada”
porque hubo quemas de conventos antes, hubo victoria de las derechas porque el
caos acompañó a los dos primeros años de la República, hubo victoria de las
izquierdas por las corruptelas del Partido Radical, hubo abusos del Frente
Popular ante una derecha que ya no estaba para creer en la República y hubo 18
de julio porque hubo asesinato de Calvo Sotelo y porque, en menos de cinco años
se produjeron tantos atentados con víctimas mortales que todavía no se ha sido
posible hacer una estadística. ¿Es eso
lo que ahora toca elogiar? La más piadoso que puede decir es “Pero ¡vaya mierda de República que fue la
Segunda!” (y lo dice quien conoce la historia de la República y no
encuentra otro calificativo más adecuado que el escatológico).
Hoy cuando la izquierda y los independentistas justifican,
por ejemplo, la sublevación de Asturias y el intento de secesión de Companys (o
como cantaba la Legión: “cocido asturiano
con gallina catalana”) diciendo que fue para evitar que la CEDA obtuviera
carteras ministeriales al ser “fascista” (que no lo era), olvidan que habían
ido apareciendo arsenales de armas en los meses previos a que Gil Robles fuera
nombrado ministro en el gabinete formado por el Partido Radical. Lo que ocurría era que la izquierda
consideraba -y sigue considerando a la República- como algo propio… lo que no
vamos a discutir, como tampoco, el que su fracaso le correspondió casi en
exclusiva a la izquierda. Es entonces cuando el “ministerio de la verdad” orwelliano entra en juego: “la verdad es la mentira y la mentira es la
verdad”.
Será por eso -o porque ser de izquierda tiene menos futuro
que un vampiro desdentado- que están tan interesados en sacar a pasear el
féretro de Franco. ¿Soy yo sólo, o somos
muchos los que pensamos que todo esto circo en torno a los restos de Franco es
innoble y que toda civilización que se precie de tal deja descansar a los
muertos? Entre el papelón realizado por el okupa de La Moncloa, los de
Podemos, diciendo que hay que arrasar con el monumento del Valle en su conjunto
y la Iglesia mariposeando, el maricomplejillo del PP silencioso callado como
una puta después de haber cobrado al cliente (¿o es que este partido va a negar
que en su origen todo el franquismo sociológico le votó en masa?), el asunto de los restos de Franco es otro
elemento para sentir VERGÜENZA NACIONAL.