No puedo renunciar a
haber nacido en Barcelona, pero sí que hará ya casi veinte años renuncié a
vivir en Barcelona. La única vez que acudía con la familia a un oficio
religioso, era en la Misa del Gallo de la noche de Navidad, en la Catedral. Más
por tradición que por otra cosa. El último año (debió ser el 2001) fue terrible:
primero, recorrer con mis hijos, las Ramblas por la noche, daba una sensación
de absoluta inseguridad: el paisaje de la ciudad había cambiado hasta lo
irreconocible. Las Ramblas ya no eran ese lugar en el que se podían mirar
libros en los kioskos, animales domésticos un poco más allá y elegir un ramo de
flores o una prosaico sobre de semillas; se había convertido en un lugar
sórdido, con miradas hurañas y esquivas de gentes que sabías que te escaneaban
para saber lo que podían robarte. Era la noche de Navidad, pero los choros
llegados de todo el mundo, parecían celebrar un congreso en la que fuera gran
arteria turística de la ciudad. Y luego, para colmo, al subir por las escaleras
de la Catedral oído detrás de mí una carraspera con pollo y todo, me vuelvo y era él: el jefe del gang de los Pujol, tal como lo pintaban los imitadores, tosiendo y
expectorando mucosidad. En ese trance hay que asegurarse de que uno tiene bien
controlada la cartera.
Pero lo peor estaba por llegar: la homilía del obispo de
Barcelona, fue alternando catalán y castellano, por deferencia a unos o a otros
y eso me pareció bien, pero la alocución me indicó dónde estábamos llegando: nos
contó que la Iglesia había asumido la tutela de los “nuevos pobres”, los
inmigrantes y que esa misma mañana, el obispado había ofrecido una comida a varios
cientos de inmigrantes a la que siguió un acto religioso… al que, añadió el
pobre obispo, la mayoría no asistieron, optando por seguir en el comedor. Pero
¡qué importaba! Si la
llegada hasta la Catedral había supuesto algo así como el “descenso del río
Congo” tal como lo describe Conrad en El
corazón de las tinieblas, el retorno se convirtió en algo intranquilizador.
Fue la última vez que asistía a una Misa del Gallo con mi familia en Barcelona.
Pocos días después dejé ciudad. En las veces siguientes que
he regresado, sin excepción, cada vez más, he ido viendo cómo se degradaba el
paisaje urbano, como desaparecían todos los lugares comunes que los
barceloneses mayores de 50 años podíamos albergar en el recuerdo y, sobre todo,
como la vida urbana se hostilizaba progresivamente. Si los años del pujolismo
provincianizaron a Barcelona, si el intento de convertirla en “ciudad fashion”
de Europa se quedó en agua de borrajas y si el proceso soberanista ha terminado
de hundir a la ciudad (por que en Cataluña no hay gobierno desde hace años, más
allá del reparto de comisiones, y de la permanente campaña soberanista),
Barcelona hoy es “causa perdida”. Y aun le queda por decaer mucho más.
Así está el patio. Entre
los males incomprensibles que han afectado a la ciudad en los últimos tres
años, la epidemia de los narcopisos es, de todas, la más inconcebible.
Resumimos: un buen día, un piso vacío es ocupado por una banda de
narcotraficantes que lo utilizan como base para su distribución: los yonkis
llegan al edificio, llaman al piso, comprar heroína, aprovechan el escaso
tránsito de la escalera y se la meten en vena allí mismo. Les importa un
pito vecinos, niños que puedan pasar: el chute es lo primero. Y ahí que se
chutan. Los vecinos, claro está lo denuncian y los Mossos toman nota… La
legislación garantista exige que se respeten los derechos de los okupas, así
que pasan meses y meses antes de que un juez autorice -cuando se ha comprobado “fehacientemente”
que el narcopiso es, efectiva e indubitablemente, un narcopiso- a la policía a
entrar.
Los gobiernos municipales que se vienen sucediendo en los
últimos quince años, a cual más torpe e inepto (la Colau es sólo el remate extremo de una gráfica de indigencia
intelectual y de falta de autoridad), habían dejado que toda la sordidez y
la delincuencia de la ciudad se concentrara, principalmente, en el Raval: a fin
de cuentas, allí estaba el “Chino” y los barrio, “extramuros” de la ciudad, que
desde la Edad Media había recibido a todos los réprobos y denostados por los
barceloneses que vivían “intramuros”. La apertura de la Rambla del Raval y su
promoción como “espacio multicultural”, hizo que algunos pobres diablos comprar
viviendas nuevas a precios desmesurados, creyendo que sería una nueva zona de
atracción. Y efectivamente, así ha sido: de atracción de la delincuencia y de
pereza de la corporación municipal.
Porque no se trataba
sólo de “sanear” la ciudad creando infraestructuras y mejorando las existentes,
creando bibliotecas, piscinas y demás. Se trataba, sobre todo, de alejar a la
delincuencia que había anidado en la zona: y era fácil, porque, a diferencia de
la delincuencia de otras épocas que había residido allí, la de ahora pertenecía
mayoritariamente a contingentes de inmigración ilegal. Era fácil presionar
al ministerio del interior para que, simplemente, realizara expulsiones masivas
de delincuentes. Nadie, salvo SOS Racismo, hubiera protestado. En lugar de
ello, el obispo les dio la sopa boba, el ayuntamiento subsidios y subvenciones,
pensando -¿pensando?- ingenuamente que eso bastaría para desactivar la
delincuencia. Ocurrió lo que el sentido común dice que ocurre cuando disminuye
la presión contra la delincuencia: que crece exponencialmente. Y eso fue lo que
ocurrió con los narcopisos, que en los últimos meses se habían extendido por
Sans, por Hostafrancs y, finalmente, por la Esquerra del Eixample.
Yo vivía cerca de la calle Villarroel. Era una zona donde
todos los que vivíamos éramos de clase media. De niños, podíamos jugar en la
calle, sin ningún problema y sin que nuestros padres se inquietaran. No es que
todos los chicos del barrio nos conociéramos pero si que nos teníamos visto.
Íbamos además a los mismos cines de restreno, luego, frecuentamos los mismos bares.
La ciudad era estable. Se construía en los solares vacíos, pero los nuevos
inquilinos eran como nosotros. Hoy, leo que los “mossos” han entrado en dos
pisos de la calle Villarroel y ha registrado otros narcopisos del Raval, Poble
Sec, Nou Barris… La Vanguardia dice
que los pisos “estaban regentados por la
misma banda”. Supongo que hoy, todos
estarán en libertad, como están en libertad la mayoría de los 14 detenidos
acusados de agredir sexualmente a una chica y apuñalar a su compañero. Dice
la noticia que a dos se les va a hacer la prueba para ver si son “menores de
edad”. Cualquier persona o sistema justo, simplemente, los llevaría al
consulado de Marruecos para que, mayores o menores, los repatriaran ellos
mismos.
Se acercan
elecciones: la Colau, no ha hecho los deberes. La decadencia ciudadana estos
últimos años ha sido tan absolutamente visible que sería milagroso que repitiera
como alcalde de Barcelona. Su campaña ha empezado: ¿cómo? Presionando ahora
para que se desmonten los narcopisos que han ido naciendo como hongos bajo su
mandato y ante los que no ha movido ni un dedo en TRES AÑOS… ¿Se puede ser
más miserable? Por supuesto que se puede; de hecho, estoy seguro de que en los
próximos meses lo demostrará…