Info|Krisis.- Hace falta decir alguna barbaridad para aparecer en los medios de
comunicación. Pedro Sánchez, por ejemplo, se ha especializado en esa técnica:
que si hay que disolver el Ministerio de Defensa, que si hay que hacer
funerales de Estado a las víctimas de la violencia doméstica, que si el
problema de la educación se soluciona pagando más a los maestros, verdadero
triplete de la estupidez. Pero no es el único en realizar estas prácticas.
Algunos empresarios mediáticos han entendido que estar en el candelero implica
lanzar provocaciones. La última de las cuales ha sido la voceada por Mónica
Oriol, presidenta del Círculo de Empresarios quien sugiere que no se contrate a
mujeres en edad fértil no sea que se queden embarazadas. Hace falta ir más
lejos de las condenas y aprovechar para realizar una excursión por terrenos
provocadores y poco explorados.
Todos los empresarios lo piensan, ninguno lo dice
Mónica Oriol ha dicho en voz alta
lo que todo empresario piensa: que las trabajadoras de menos de 25 años y de
más de 45 apenas tienen hijos, por lo que se acogen a bajas por maternidad que
interrumpen su trabajo normal durante unos meses... Los sindicatos han querido
demostrar que aún existen, tronando con esta “muestra de machismo”. No es la
primera vez que la Oriol utiliza la carta de la provocación hablando claro y
expresando los sentimientos de la patronal. Hace unos años ya aludió a que
habría que rebajar el salario mínimo para jóvenes en prácticas.
En realidad, Mónica Oriol es una
empresaria capitalista que intenta optimizar su inversión, obteniendo el máximo
de beneficios con el mínimo esfuerzo. No es raro por tanto que se muestre
cicatera con los salarios y que prefiera a trabajadoras que no puedan tener
hijos o que hayan renunciado a ser madres. Los beneficios ante todo, detrás de
ellos cualquier cosa. No se le puede reprochar, por tanto el que tenga la misma
sensibilidad social que una escoba o que le interese la natalidad de sus
trabajadoras más allá de lo que le
interesa adquirir una infección de estómago. El problema no es la sinceridad de
Mónica Oriol, sino cuando los capitalistas quieren jugar a políticos y evitar
que crezca la alarma social en torno a sus declaraciones. Entonces se
enmascaran como filántropos, humanistas o social–cristianos, cuando en
realidad, no dejan de ser depredadores en busca de máximos beneficios. Cuando
Henry Ford decidió subir los sueldos a sus trabajadores, no fue por filantropía
–aunque él lo argumentó así– sino para convertir a los trabajadores alienados
en consumidores integrados. Y vender más. Fue una jugada maestra que el neo–capitalismo
ha olvidado porque sus gestores ya no están a pie de fábrica sino atrincherados
tras las gráficas de la bolsa.
Así pues, no vamos a unirnos a
las voces sindicales que condenan las declaraciones de Mónica Oriol. Condenar
tales declaraciones y transigir con el capitalismo neo–liberal como el mejor
sistema de organización de la economía, parecen actitudes contradictorias.
Resulta difícil condenar las flatulencias que provoca una sobredosis de fabes,
sino no se condena al mismo tiempo una forma compulsiva de engullir leguminosas.
Por tanto, Mónica Oriol es consecuente con su función social y sus intereses,
mucho más desde luego que sus críticos.
Pequeña historia de la incorporación de la mujer al mercado laboral
Desde mediados del siglo XX, la
mujer ha pasado de ocuparse de las tareas del hogar y de la educación de los
hijos, a integrarse en el mercado de trabajo. A partir de los años ochenta esa
integración ya ha llegado al límite. Vale la pena recordar cómo se produjo este
proceso.
Hace ahora cien años, el
estallido de la Primera Guerra Mundial obligó a que algunos puestos de trabajo
dejados por los soldados que habían sido llamados al frente, fueran cubiertos
por mujeres que demostraron eficiencia en determinados cometidos. Pero no fue
sino después de la Segunda Guerra Mundial cuando las necesidades de la
reconstrucción de Europa (por la magnitud de las destrucciones y del esfuerzo
necesario y por los millones de hombres muertos en los frentes) hicieron que se
iniciase una incorporación masiva de la mujer al mercado de trabajo.
Este proceso fue estimulado,
elogiado y propagado por las grandes fundaciones capitalistas: la Rockefeller,
la Ford, la Carnegie… En los años sesenta y setenta, los movimientos feministas
fueron impulsados por esas mismas fundaciones e incorporaron sus tesis a
organizaciones mundiales, como la UNESCO y las mismas Naciones Unidas. Algunos
creyeron que las fundaciones liberales norteamericanas hacían esto por convicción
en la marcha hacia una sociedad mejor, más libre, más justa y más igualitaria.
Era mentira. Un capitalista (y, por extensión, una fundación subvencionada por
ese capitalista) no tiene más interés que el seguir obteniendo beneficios y
estructurando unos modelos sociales que le permitan obtener esos beneficios y
los hagan más digeribles para la sociedad. La “igualdad”, precisamente, no es
el valor que más interese al universo capitalista cuyo único motor es el
darwinismo social: el derecho de los poderosos a modelar un modelo social en el
que los “poderosos” aumenten su gobierno sobre los “débiles” y donde la
igualdad sea pura ficción o simplemente un mito retórico.
El trabajo es un elemento
económico más al que se le puede aplicar la ley de la oferta y la demanda.
Cuando no hay suficientes trabajadores para ocupar los puestos de trabajo,
resulta inevitable que los empresarios deban de ofrecer incentivos salariales
para que sus vacantes laborales sean cubiertas. Sin embargo, cuando existe una
multitud de trabajadores que optan a un mismo puesto laboral, el precio de la
fuerza de trabajo tiende automáticamente a decrecer.
En el primer tercio de los años
70 terminaron los “Treinta años gloriosos” de la economía mundial que siguieron
a la reactivación económica que tuvo lugar a partir de 1942 especialmente en
unos EEUU que hasta ese momento había seguido soportando las consecuencias de
la crisis de 1929. En 1973, la tercera guerra árabe–israelí, la Guerra del Yonkipur, tuvo como consecuencia el
embargo de petróleo decretada por los países productores de petróleo
organizados en la OPEP, generándose una recesión económica mundial que
obligaría a una reformulación del capitalismo internacional (de ahí nació la
idea de la globalización y de los proyectos de hegemonía económica
norteamericana teorizada por Zbigniew Brzezinski en su libro aparecido ese año La era tecnotrónica).
El nuevo capitalismo y la alteración de la estructura familiar
Estos episodios alteraron la
economía mundial hasta el tuétano, pero también alteraron al conjunto de la
sociedad. Hasta ese momento, el salario de un padre de familia de cualquier
país del Primer Mundo, era susceptible de bastar para que una familia de clase
media y del proletariado industrial viviera cómodamente. El padre, en países
como España, podía incluso optar a un segundo trabajo (lo que se llamó en los
60 y 70, “pluriempleo”) y poder ahorrar, poseer una segunda vivienda y vehículo
propio.
Sin embargo, a partir de 1975–76,
en todo el Primer Mundo empezaron a producirse dos fenómenos interrelacionados:
los Estados desarrollados empezaron a aumentar la presión sobre los beneficios
procedentes del trabajo, disminuyendo paralelamente la presión fiscal sobre el
capital. Era evidente que esto tendería a construir a medio plazo una economía
especulativa y a descender la importancia y el volumen de la economía
productiva. Pero el segundo fenómeno era todavía más perverso: los salarios
fueron disminuyendo, aumentando siempre menos de lo que aumentaba la inflación y
el coste de la vida de tal forma que los trabajadores que dependían de su
salario, vieron disminuido progresivamente su capacidad adquisitiva. Para ello
se recurrió a abrir el crédito: si los salarios no daban de sí para comprar en
efectivo, el crédito les permitiría fraccionar los pagos y alcanzar unos
niveles de consumo que, de otra manera, les resultarían antes inalcanzables. El
crédito procedía, precisamente, de la economía especulativa.
¿Y por qué descendía la capacidad
adquisitiva de los salarios? Este era el gran problema y el quid de la
cuestión. Descendía, simplemente, porque la incorporación de la mujer al
mercado laboral había duplicado en pocas décadas el volumen total de la demanda
de trabajo… Allí en donde en 1945 había un hombre para optar a un puesto de
trabajo, en 1973 ya se encontraban un hombre y una mujer. Con una oferta de
trabajo que crecía a menor velocidad que la demanda, los salarios no podían
sino bajar.
Era evidente que este proceso
hubiera sido rápidamente denunciada por los sindicatos… de no ser porque el
movimiento feminista, las fundaciones capitalistas, la intelectualidad y los
medios de comunicación amamantados por el dinero, empezaron a aludir a que la
incorporación de la mujer al mercado laboral era un signo de “igualdad”,
generando un clima emotivo y sentimental que tendía a considerar y exaltar el
fenómeno, haciendo imposible que nadie denunciara sus efectos colaterales. Cuantas
más mujeres aspiraran a trabajar… más hacia abajo tenderían los salarios. Eso
es lo que explica, además, que los salarios de la mujer sean por término medio
un 25% más bajos que los de los varones.
Cuando se llegó a mediados de los
años noventa al límite en la incorporación de la mujer al mercado de trabajo,
los capitalistas recurrieron al “ejército colonial de reserva”: la inmigración.
Inyectando inmigrantes en las sociedades del antiguo Primer Mundo se conseguía
seguir con el fenómeno que se había iniciado en los años cincuenta y alcanzado
su límite máximo a partir de los noventa con la incorporación de la mujer: seguir
consiguiendo los salarios, aumentando el volumen de fuerza de trabajo
disponible. No hay nada nuevo bajo el sol.
De la especialización en la familia al final de la familia tradicional
Ahora bien, si las consecuencias
de la llegada masiva de inmigrantes tienen que ver especialmente con el
difuminado de las señas de identidad de un pueblo, con el empobrecimiento y la adulteración
cultural de una comunidad, la incorporación de la mujer ha alterado sobre todo
a la vida familiar.
Hasta la incorporación de la
mujer al mercado de trabajo, en las sociedades previas regia la
“especialización” y la “división de funciones”: el padre salía a trabajar (su
salario bastaba para mantener a la familia) mientras la mujer se dedicaba al
mantenimiento del hogar y a la educación de los hijos. La sociedad funcionaba
razonablemente bien. Pero la mística feminista unida a los intereses del
capitalismo “liberaron” a la mujer. A medida que se fue incorporando al mercado
de trabajo, los salarios tendieron a bajar y cada vez era más necesario que más
mujeres intentaran traer un salario más al hogar para compensar el descenso
objetivo en la masa salarial percibida por sus maridos. La mujer quedaba,
igualmente, transformada en “productora alienada”. Las feministas radicales
tenían razón cuando denunciaban que la nueva situación de la mujer implicaba
una doble sumisión: a su marido y a su patrono. Pero el problema iba mucho más
allá.
Para que exista viabilidad en una
sociedad debe de existir una tasa de reproducción superior al 2,2 o de lo
contrario, esa sociedad se irá contrayendo numéricamente hasta desaparecer.
Pero para poder tener dos hijos o más, es preciso que los salarios permitan
mantener a los hijos y que los hogares sean lo suficientemente amplios como
para que puedan vivir dos o más hijos, manteniendo la necesaria intimidad y los
espacios propios a cada miembro. No es raro que países como España, en donde
estos procesos alcanzaron límites extremos –encarecimiento continuo del precio
de la vivienda desde 1980 hasta 2007 y descensos salariales– la tasa de
reposición demográfica haya caído al mínimo: el 1,2 (tasa de la que habría que
deducir el 0’3, la demografía que
corresponde a la inmigración que se reproduce a tres veces mayor velocidad que
la población autóctona).
Las madres no solamente ya no
pueden cuidarse de sus hijos a causa del trabajo (los envían a la guardería o
encargan de su educación a los abuelos), sino que ni siquiera las familias
pueden tener hijos e incluso ¡ni siquiera pueden formarse! La edad de emancipación
de los jóvenes va aumentando y la edad en las que las mujeres tienen al primer
hijo, estadísticamente está por encima de los 30 años, convergiendo a marchas
forzadas… con el final de la edad fértil.
A esto se han sumado las nuevas
tecnologías: los abuelos, disminuidos en sus fuerzas, prefieren que sus nietos
jueguen con video–consolas o naveguen por Internet, durante horas y horas. Esto
hace que cada vez más los niños (y especialmente los españoles) carezcan de
capacidad de concentración, sean incapaces de fijar la atención en nada, vayan
sustituyendo el lenguaje hablado por gritos y onomatopeyas y sean cada vez más
incapaces de entender razonamientos lógicos. Separados de las madres con
horarios de trabajo endiablados, sin apenas ver a sus padres, quedaría la
esperanza de que las escuelas los educaran. Pero los modelos educativos aplicados
en estos últimos 36 años por socialistas han constituido, fracaso tras fracaso,
una pira para la educación española. Los centros de enseñanza son hoy meros
almacenes de alumnos, con profesores desmotivados, sino desesperados, ante la
imposibilidad de controlar a los alumnos ni de fijar su atención y perdiendo
buena parte del tiempo lectivo, simplemente, en lograr que se callen.
La mujer, al haber renunciado a
su papel de madre y haber conquistado nuevos espacios laborales, es uno de los
elementos que han contribuido a la atomización de las familias.
¿Existe alguna solución?
El panorama que presentamos es
muy sombrío, pero no por ello menos real. Siempre existe por supuesto, la
posibilidad de que los gobiernos adopten algunas medidas para paliar estos
problemas. No estamos sugiriendo que se retroceda a momentos de la historia en
los que la mujer ha estado subordinada al varón y carente por completo de
derechos civiles. Es evidente que ese período corresponde a otros momentos de
la historia y que no se trata de reivindicarlo. Pero si lo que se quiere es
recuperar la solidez de la sociedad y garantizar su supervivencia en el tiempo es
inevitable que en el seno de las familias exista algún tipo de “división de
funciones” y de especialización. Pero esto no bastaría si se tratara de una
iniciativa aislada, para que pudiera demostrar su eficiencia debería ir
acompañada de otras medidas. Veamos algunas posibilidades.
El Estado debería intervenir el
precio de la vivienda. Promover especialmente viviendas sociales pensadas y
diseñadas para albergar dignamente a familias de entre dos y tres hijos. El
salario mínimo debería subir y el mercado laboral debería de recuperar una situación
de normalidad próxima al pleno empleo. Para ello sería necesario repatriar a
los excedentes de inmigración. Medida que haría que los salarios repuntaran y
el consumo creciera; automáticamente la mujer iría recuperando su tarea de
“madre de familia” y educadora de los hijos. La reforma del sistema educativo
apoyaría esta reconversión. Por supuesto, un tratamiento fiscal favorable a las
familias con hijos, un régimen de subvenciones a la familia y de exenciones de
impuestos, contribuiría a afianzar el proceso de reconstrucción de la sociedad
desde la base.
Pregunta: ¿por qué el hombre debe
trabajar y la mujer debería encargarse del hogar y de los hijos y renunciar a
su futuro profesional? Queremos aclarar que el análisis que hemos hecho hasta
aquí es frío y objetivo, no albergamos la más mínima desconfianza hacia la
mujer que ejerce sus funciones profesionales, lo que estamos diciendo es que es
imposible compatibilizar trabajo y educación de los hijos y maternidad, que
educar un hijo es extremadamente complejo (y mucho más en una sociedad en plena
mutación) y que toda mujer tiene la posibilidad y la libertad de elegir cómo
quiere construir su futuro.
Quienes han construido la
modernidad no pueden darnos lecciones: hoy la mujer afronta por pura necesidad
la obligación de buscar trabajo a la vista de la merma de los salarios, tanto
si vive sola, como si vive con sus padres, como si piensa en montar una familia;
no tiene libertad para elegir o no tener hijos: ha visto como se reducía
extraordinariamente la posibilidad de tenerlos y mucho más la de educarlos y
mantenerlos. En esas circunstancias no existe libertad para elegir entre ser
madre o asumir un futuro profesional y se engaña quien vea esta situación
actual como “conquista” y “reivindicación satisfecha” y se queje solo de que la
mujer cobre solo un 25% menos que el varón.
Cualquier sociedad evolucionada
funciona mediante la división de funciones. La biología impone a la mujer la
maternidad de manera inevitable. Puede asumirla o negarse a ella, en pleno
ejercicio de su voluntad, pero en contrapartida es preciso que tenga presente
que una sociedad sin nacimientos, es inviable. El hecho de que el hijo se geste
en el seno de la mujer y su primera alimentación natural sea un producto de la
mujer, la leche materna, así como los ejemplos históricos reiterados en nuestro
horizonte antropológico y cultural (somos europeos, procedemos de pueblos indo–europeos
que desde la más remota antigüedad han estado estructurados orgánicamente en
funciones perfectamente específicas y diferenciadas) induce a pensar que la
mujer está más adaptada para asumir la educación de los hijos. En cualquier
caso, la tradición, el origen, la cultura, la situación socio–económica, la
psicología, condicionan y sugieren vías, pero no determinan ni obligan
perentoriamente.
No hay que olvidar que el Estado
tiene la obligación de presentar un modelo viable a la sociedad y que, desde el
poder, puede favorecer un modelo u otro de sociedad y de comportamientos y
actitudes sociales. Cuando Mónica Oriol realiza sus declaraciones, no es
neutral: es una capitalista que está traduciendo a términos de sexo y
maternidad las preferencias de los patronos para la contratación. No miente y
hay que agradecerle su brutal sinceridad. Pero es que el modelo actual es el
modelo capitalista, un modelo que para alcanzar el máximo de rentabilidad, precisa
la destrucción de cualquier vínculo social orgánico sustituyéndolo por masas
obedientes que ni siquiera piensen en que están siendo explotadas (los medios
de aborregamiento de las masas aumentan su poder constantemente), atemorizadas
ante el riesgo de pauperización, incapaces de formar familias y hogares, de
educar a los hijos en unos valores que para ellos están cada vez más lejos ante
la “lucha diaria por el pan” y ante la precariedad e inestabilidad actuales…
No, Mónica Oriol no es la
“enemiga”, el enemigo verdadero es el capitalismo y su proyección sobre las
masas en forma de “progresismo” que exalta cualquier actitud que aleje de la
organicidad social y zambulla en “experiencias sociales nuevas” (familias
monoparentales, familias gays, mestizaje, multiculturalidad, internacionalismo,
etc.) que acumulan fracaso tras fracaso, que auguran inviabilidad sobre
inviabilidad, ante las que es necesario, nos dicen los “progresistas”, ir cada
vez más adelante, precipitarse sobre el vacío y seguir caminando hacia adelante
para evitar pensar en que se está cayendo en picado. Ese es el enemigo. En
cuanto a Mónica Oriol y sus seis hijos, pensemos solamente en ella como síntoma
del capitalismo: haced lo que digo (“no tengáis hijos”) y no miréis lo que hago
(“tener hijos a espuertas”)…
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