Infokrisis.– Este post podría resumirse diciendo simplemente: “No soy nacional–revolucionario, porque no sé que coño es eso”. La cuestión es si debería de añadir: “Que me lo expliquen”. Pero esto último tiene poco sentido: la experiencia me indica que cada cual ve “lo nacional revolucionario” según sus preferencias. Ni existe, ni ha existido “doctrina” nacional–revolucionaria, sino que han existido tantas definiciones del fenómeno casi como nacional–revolucionarios existen. Por eso, ni soy, ni aspiro a ser, algo que no sé en qué consiste.
Los problemas de las minorías hiperminoritarias
Todos los sectores que se autocalifican de “nacional–revolucionarios” tienen una característica común: son hiperminoritarios. Sus discursos políticos están estructurados en el vacío y parecer no lograr capturar el interés de nadie. Recuerdo los temas de agitación que teníamos en los primeros años 70, cuando el que suscribe quería pensar que era “nacional–revolucionario”: “Ni USA, ni URSS: Europa”. ¿A quién le podía interesar esa consigna en un país que acababa de salir del subdesarrollo, con un abuelete decrépito al frente de los destinos de la nación, una democracia formal pendiente y unas libertades públicas en suspenso? Luego nos quejábamos de que lo nuestro no terminaba de funcionar y no entendíamos el por qué. Y sin embargo, estaba claro: nuestro discurso nos satisfacía, pero sólo a nosotros… El resto de la población tenía otros intereses, otras urgencias y otra forma de ver los problemas. Desde entonces, todas las generaciones de “nacional–revolucionarios” que han intentado expresar sus ideas lo han hecho en parecidos términos: utilizando temas y ejes de agitación ajenos al debate político que en ese momento había en la sociedad.
Se me ha recriminado, por ejemplo, el que durante la crisis de Gaza, personalmente recomendara la inhibición. ¡Y sin embargo, era tan fácil de argumental! No era creíble manifestarse a favor de los palestinos, junto a miles de inmigrantes magrebíes en las calles de nuestro país, y luego, al cabo de unas horas, olvidada la cuestión de Gaza, emprender otra vez alguna campaña contra la “inmigración masiva” y por la “repatriación de los inmigrantes en paro” o por la “preferencia nacional”. Afirmar que Gaza queda demasiado lejos y que aquí tenemos a 1.250.000 islamistas resultaba odioso para los que preferían recordar los bombardeos israelitas. Así que fui tildado de "pro–sionista"… Y, sin embargo, cuando sobre España se estaba desencadenando la crisis más grande de nuestra historia –la “super–depresión”– no era cuestión de dilapidar tiempo y esfuerzos en un problema insoluble situado a 3.000 km de distancia, en el que ya es imposible saber quién disparó primero y quién tiene razón y lo más sensato es recomendar a las partes, sentarse en una mesa y dejar de matarse, so pena que de aquí a 20 años sigan igual y el último palestino termine por ahogar con sus propias tripas al último judío. Gaza estaba fuera y al margen de los intereses del pueblo español y manifestar el apoyo a este o a aquel, no iba a suponer ningún avance real para la causa “nacional–revolucionaria”, aquí y ahora.
El problema de las minorías es que tienen tendencia a confundir sus sueños con realidades: lo que les interesa a ellos, no suele interesar a casi nadie, e incluso cuando interesa a alguien siempre va acompañado por otros temas que desconciertan e inhiben. Tiene gracia, por ejemplo, que se repita con cierta frecuencia que "el nacionalismo–revolucionario es de izquierdas”, solamente por el hecho de que alguien ha considerado que así estará más cerca de los trabajadores… cuando todo aquel que ha tenido algún contacto en medios obreros, sabe que los términos “derecha” e “izquierda” tienen muy poco significado hoy para la clase obrera como para el resto de la sociedad y todo se centra en quién defiende mejor por propios intereses grupales, sin importar un carajo si está situado a la izquierda, a la derecha, o en Marte.
Estos problemas se multiplican cuando ya no se está hablando de minorías, sino de ultraminorías: en el ámbito “nacional–revolucionario”, piénsese, estamos hablando casi de minorías de uno, a tenor de que es difícil encontrar dos que sostengan las mismas posiciones en todos los terrenos (y basta leer someramente los post enviados a los foros para comprobarlo). Es normal: contra más minoritario es un grupo eso indica que ha sintonizado menos con los intereses de la población. Y si es hiper–minoritario quiere decir, simplemente, que está fuera de la realidad.
El “nacional–revolucionario” atribuye su carácter minoritario a que los medios de comunicación están fuera de su acceso. No es eso: cuando se ha dado a algún nacional–revolucionario la oportunidad de expresarse en un medio, ha salido por peteneras, ha sido incapaz de articular un discurso susceptible de interesar a algún sector de la población y se ha ido por las ramas. La hiper–minoría solamente se reconoce a sí misma y se siente ajena a cualquier otro sector de la sociedad, por tanto, no es raro que desarrolle un discurso político marciano sin contacto con el debate que está en esos momentos desarrollándose en la sociedad.
El discurso “nacional–revolucionario” siempre apuesto por los “grandes combates”: contra el imperialismo, contra el sistema, contra la reacción, contra el capitalismo, contra el sionismo, etc… pero para ser efectivo, para poder llegar a la opinión pública, hace falta ser más concreto, poner nombres y apellidos y señalar con el dedo. Llama la atención, por ejemplo, las acusaciones lanzadas a diestro y siniestro sobre si tal o cual sujeto es “pro–sionista” o, simplemente, “sionista”, pero no he vista hasta ahora ningún análisis detallado sobre la influencia del sionismo en España, sobre la estrategia del sionismo en Eurabia y sobre los canales de propaganda sionista que existen en España a derecha e izquierda del panorama político. Las posiciones anticapitalistas de todos estos grupos y personas, no se traducen en un análisis sobre la crisis económica y sobre el desplome del sistema financiero internacional, ni mucho menos sobre lo que implica…
Es simple entender por qué eso es así y no de otra manera: lo “nacional–revolucionario” se expresa a través de consignas genéricas, en absoluto de una ideología estructurada coherentemente, y tales consignas son incapaces de ser desarrolladas minuciosamente y entendidas por unas minorías hiperminoritarias que ni siquiera están interesadas en pasar del paradigma y de la consigna a su desarrollo. “¿Yo? ¡yo estoy contra el sistema! Todo lo demás ¡me la suda!”. Y esto implica la imposibilidad de definir una ideología nacional–revolucionaria y una práctica política que vaya más allá de la consigna genérica…
Definición ideológica y acción política
Repito: No sé lo que es un “nacional–revolucionario”. Nunca lo he sabido. Finalmente, ha dejado de interesarme. De todas las clasificaciones taxonómicas de grupos extremistas, ésta es la más tenue y leve, no se sabe bien dónde empieza y dónde termina, ni cuales son sus contenidos, ni sus referencias históricas, ni siquiera su visión del mundo. En general, se considera que “lo nacional–revolucionario” es como una especie de “fascismo” que prefiere expresarse de otra manera, pero que ha tomado todos los elementos esenciales del primer fascismo, anterior al “ventennio”: futurista, irreverente, activista, antiburgués y dado al aceite de ricino y al santo garrote -eso fue, a la postre, el primer fascismo- antes que a un texto sagrado y a una ideología puntillista. Por eso al “nacional–revolucionario” le gusta aquel primer fascismo: “No es el tiempo de las palabras, es el tiempo de la acción”, “el fascismo no es doctrina, es vida”, “el fascismo se construye en la acción”. Todo esto lleva a la embriaguez de la acción que tan bien canto Drieu la Rochelle y que encarnó su “jeune europeene” que, tras buscarse a sí mismo a lo largo de cuatrocientas entretenidas páginas, termina alistado en el Tercio de Extranjeros durante la Guerra Civil.
El “nacional–revolucionario” suele proponer una revuelta anti–burguesa, en general desprecia las teorías y practica un culto a la acción casi idolátrico. Su “revuelta contra el sistema” es epidérmica, mucho más que asentada sobre profundos análisis ideológicos. A decir verdad, tampoco tiene muy claro lo que es una ideología. Le gustaría tener una doctrina cerrada como los marxistas de los años 30–70, pero en realidad, esto sería demasiado complejo y tampoco está para perder mucho tiempo leyendo libracos y dando coherencia a su pensamiento. Más que de ideas perfectamente concatenadas en un sistema orgánico, vive de intuiciones, reflejos pavlovianos, imágenes y mitos de acción.
Aquel que quiera construir una “ideología nacional–revolucionaria” o que crea que la ha construido, es digno de conmiseración, en primer lugar porque, aun existiendo un corpus que permita excluir y otorgar patentes, a todos, sin excepción, salvo al “doctrinario”, a todos los demás, se la traerá floja la dogmática, y el culto a la acción seguirá rigiendo los destinos de todo lo que se mueva en el ámbito “nacional–revolucionario”. Todo lo que es juvenil, es así. Y lo juvenil está caracterizado por un exceso de hormonas.
¿Y la política? ¿Dónde queda la política en todo esto? No hay espacio para ella. Donde hay sobresaturación hormonal que lleve a un activismo frenético, la política es cosa de burgueses, trabajo de mujeres y tarea de infantes. La alta tarea que se ha marcado el “nacional–revolucionario” es, simplemente, gigantesca: “luchar contra el sistema”. Y esto se hace con el “todo o nada” propio de los maximalismos. Todo lo que no sea intentar derrumbar al sistema hoy y aplazar su demolición para mañana, es considerado como "contra–revolucionario", “burgués”, y, en cualquier caso, sospechoso, cuando no denunciado como provocación por parte de las alcantarillas del sistema. Dejando aparte que dudamos mucho de que se pueda cerrar una ideología nacional–revolucionaria estable, coherente y capaz de ser encarnada, no diré por un movimiento político, sino por una decena de cuadros, lo cierto es que jamás, en ningún momento, alguien que se tuviera por “nacional–revolucionario” ha estado en condiciones de formular una estrategia política, ni siquiera de marcarse un objetivo a conquistar. Cuando se vive en el Empíreo de las grandes doctrinas filosóficas, parece como si marcarse un objetivo político fuera una mariconada o poco menos.
Porque lo peor no es que los aspectos de la ideología “nacional–revolucionaria” sean todos ellos inestables y discutibles (¿es de derechas o de izquierdas o está en otro ámbito? En cuanto a la referencia a "lo nacional"¿implica que "o nacional-revolucionario" es nacionalista español, europeo o regionalista, o en los tres ámbitos, o acaso en ninguno? Alude al “hombre nuevo”, pero ¿se lo ha cruzado alguno en la calle a ese "hombre nuevo" y lo ha reconocido como tal o basta colocar en la tarjeta de visita: “Fulanito de Tal, Hombre Nuevo”? Y en materia económico–social: ¿cómo sería una sociedad ideal? ¿y el sistema económico? estaría más cerca del socialismo que del capitalismo, claro, ¿hasta qué punto sería socialista? Por cierto, ¿democracia? ¿Cómo sería la democracia del nacional–revolucionario o qué parámetros representativos existirían? ¿Y los grupos sociales? ¿Cómo estarían articulados? ¿En que se diferenciaría el “socialismo nacional revolucionario” de otras formas de socialismo, socialdemocracia o izquierda?). Lo peor no es que, cada cuál dé a estas cuestiones, una respuesta acorde con su leal saber y entender, lo peor es la incapacidad para cristalizar en un movimiento político, el debate permanente, el achacar las culpas a otros –la mía eventualmente, y un día de estos me gustaría saber por qué– de que no exista un movimiento nacional–revolucionario, cuando en realidad se debe a que ni siquiera el primer elemento presente sine qua non en una organización política (la doctrina) es capaz de estar cerrado.
Con una ideología brumosa, inestable, susceptible de interpretaciones diversas, es imposible cristalizar un movimiento político. Cómo máximo, lo único que puede hacerse es dar vida a un grupo activista que durará tanto como tarden sus integrantes en encontrar otra ocupación que les satisfaga más. No doctrina, no movimiento… no política.
El maximalismo como enfermedad juvenil del fascismo
Hemos aludido a “gesticulaciones revolucionarias”. Algunas tienen gracia por que siempre hay alguien que es capaz de gesticular más. En el límite está el mono del zoológico matándose a pajas delante del público que tanto le quiere. Lo digo por que, en el ámbito “nacional–revolucionario”, siempre hay alguien que es capaz de ir más allá que cualquiera. Por ejemplo, no basta con que alguien haya demostrado por activa y por pasiva, su solidaridad con el pueblo palestino, esto es, su oposición al Estado sionista (y lo digo por gentes del MSR). No basta, porque si algún día, saluda a un judío o le da la mano a alguien cuyo primo de un cuñado del portero de su casa, sea admirador del Estado de Israel, esto es suficiente como para acusarle de “sionista”. Increíble, pero cierto. Es más, siempre habrá algún listo, capaz de demostrar que no importa quien es judío, porque alguno de sus apellidos ha sido utilizado en algún momento por alguien que podría ser judío. Lo dicho, increíble, pero cierto. Muchos y multiformes son los caminos de la chaladura.
De la misma forma que uno puede proclamar que está “contra el sistema” (un concepto que dista mucho de estar claro porque, si vamos a esas, incluso los que se sitúan en los márgenes del sistema y expresan su revuelta activa, están incluidos en ese mismo sistema, aunque en lugares alejados de su centro) y siempre habrá alguien que esté “más” contra el sistema y que te pueda acusar de “burgués”, “vendido al sistema”, simplemente por haberte presentado a unas elecciones o por haber accedido en salir en cualquier programa de TV de masas.
Esto es lo que he visto en el ambiente “nacional–revolucionario” desde los años 80. Uno que ha conocido la cárcel, de dos países, el exilio en tres continentes, que ha tenido que salir de cuatro países a escape, al que le han perseguido varios servicios de seguridad y de inteligencia con la sana intención de darle pa’l pelo, que para colmo ha tenido que saltar de un primero y de un cuarto piso cuando la policía entraba a buscarlo, que cuando ha sido detenido le han forrado a ostias… no es más que un “colaborador del sistema”, simplemente porque alguien lo pontifica desde una trinchera mucho menos comprometida pero bastante más estridente. Sería desesperante, de no ser simplemente grotesco e incitar a la carcajada.
El “nacional–revolucionario” tiene una tipología media particular. Inicialmente es un chaval, apenas dejada atrás la adolescencia que cree que se va a comer el mundo proclamando cuatro gritos contra el sistema (que otros muchos antes que él ya han –ya hemos– proferido, la pólvora no se descubre con tanta facilidad) y realizando unas cuantas pintadas estridentes con la sana intención de llamar la atención hacía sí, mucho más que para hacer acción política. Al cabo de unos años, si no se ha ido a su casa, si no ha pasado a ser dependiente de una mercería, viajante de comercio, informático con cara de monitor de fósforo verde o ingeniero de caminos, canales y puertos recién divorciado, tripudo, calvo y barrigón, al cabo de unos años, digo, termina “amargado” de la política, “harto” del mundo político, y criticando cualquier forma de hacer política, inhibido de la acción revolucionaria y ganado por una vida muelle, más que burguesa, gris oscura, sin más aliciente que el fin de semana y una paella amb muscles en la playa de Castedefels...
En realidad, el proceso mental es muy simple: el extremismo juvenil de su período “nacional–revolucionario” es una especie de sarpullido hormonal, preñado de desbordante juventud tanto como de falta de conocimiento de la vida; es, digámoslo ya, una enfermedad infantil.
A fin de cuentas, el “nacionalismo–revolucionario” y sus avatares no son más que la expresión de ese estado febril previo al encuentro con “el eterno femenino”, al choque con la vida real, a la ponderación de los juicios y de las conductas, a la superación de las pulsiones edípicas (el “padre” es el “nacional–conservador” al que hay que “matar” para sentirse liberado de él: por tanto, no es extraño que en la propaganda nacional–revolucionaria se ataque mucho más a la figura de este “padre” -los “fachas”- que a la de un enemigo que, en realidad, no se tiene una conciencia exacta de quién es.) De hecho cuando, el nacional–revolucionario considera que el enemigo es el “sistema”, solamente le falta poner a este “sistema” nombres y apellidos, no hacerlo sería como ir a una pescadería y pedir un kilo de “mar”, en lugar de algún producto concreto de ese mismo “mar”.
Como todos los procesos febriles, la etapa “nacional–revolucionaria” dura poco en la vida, pero resta energías. Una vez concluida, ya no se puede seguir manteniendo el ritmo activista de la crisis febril domina por ese “fascismo” juvenil. y primigenio. A partir de entonces queda, modular esos ardores en forma de educación política, o irse a casa que es lo que suele ocurrir. Es "el desengaño", la decrepitud del ideal, al percibir que “no puede hacerse nada contra el sistema”, al “todo está corrupto” y a la búsqueda, de finitiva, de una excusa para abandonar la lucha.
Como todos los procesos febriles, la etapa “nacional–revolucionaria” dura poco en la vida, pero resta energías. Una vez concluida, ya no se puede seguir manteniendo el ritmo activista de la crisis febril domina por ese “fascismo” juvenil. y primigenio. A partir de entonces queda, modular esos ardores en forma de educación política, o irse a casa que es lo que suele ocurrir. Es "el desengaño", la decrepitud del ideal, al percibir que “no puede hacerse nada contra el sistema”, al “todo está corrupto” y a la búsqueda, de finitiva, de una excusa para abandonar la lucha.
En realidad, lo que ha pasado, es que después de la enfermedad infantil, viene, casi sin solución de continuidad, la crisis de la senectud. ¿Y en medio? En medio lo único que existe es una incapacidad para reflexionar sobre lo que es la acción política (lucha, voluntad, destino), sobre los medios necesarios para realizarla (doctrina, programa, objetivos, estrategia, táctica, organización, agitación, propaganda) y sobre su ineluctabilidad (se puede luchar, se debe luchar, hay que hacerlo, hay que lograr ir más allá del testimonialismo, del nostalgismo, del marginalismo).
En el fascista senil, tanto como en el fascista infantil, lo que subyacen es simplemente dos formas de estar de espaldas a una realidad: la política. En realidad, a muchos “nacional–revolucionarios” lo que menos les interesa es la acción política y todo empieza y termina en un desahogo hormonal que cuando se canaliza por la vía correcta (la chati del polvo salvaje, la tarea de supervivencia cotidiana, la capacitación para la vida en medio de un mundo hostil, habitualmente cruel y casi siempre injusto) implica casi necesariamente la superación del estado febril y el abandono de la actividad política, o presunta tal, para caer en un escepticismo desesperanzado.
Entiendo perfectamente que, con el paso de los años, las energías iniciales de la vida se vayan moderando. Es duro tener 50 años y querer vivir como un chaval de 18. Pero en el ámbito “nacional–revolucionario” no se produce un lento reflujo hacia posiciones más realistas y moderadas, sino que se pasa, sin solución de continuidad, de un extremo al otro: del fascismo infantil al desengaño senil. Para ese viaje no hacían falta alforjas. Ya se sabe: para ir y volver, vale más no ir.
De las distintas variedades del producto
El término “nacional–revolucionario” llegó a España hacia principios de los 70 cuando algunos entramos en contacto con opciones que se reclamaban de esta corriente en Europa. Creo que yo fui uno de los introductores de esa terminología en España. Así que sé de lo que hablo. Empezamos a utilizar este término a despecho de que en Europa las cosas, lejos de estar claras, estaban sometidas a contradicciones de todo tipo. En lo personal supe del término gracias a las revistas de “Pour une Jeune Europe”, publicadas en 1969 y 1970 por Nicolás Tandler y que, a pesar del nombre, nada tenían con la organización creada por Jean Thiriart ocho años antes. Pero, a poco que uno sondeaba, percibía que tras esa denominación se escondían realidades muy diversas. Por ejemplo, en aquel tiempo, un antiguo SS francés, Yves Jean, publicaba desde Nantes la revista ciclostilada “Europe Unie” que añadía al término “nacional–revolucionario” otro que aportaba un matiz nuevo: “etnitista–nacionalista”, que implicaba que para este sector “nacional–revolucionario” una adhesión a los regionalismos, algo, por lo demás, muy comprensible en la Francia jacobina.
Pero en Francia, en aquella época, existía una diferenciación muy acusada entre “nacionales” y “nacionalistas”, por lo tanto, algunos preferían asumir el término “nacionalistas–revolucionarios” a “nacional–revolucionarios”. Y, para acabar de arreglarlo, otros nacional o nacionalistas revolucionarios, consideraban que su “nación” no tenía nada que ver con la nacionalidad que ponía en su pasaporte, ni con la tierra chica, la matria, la patria carnal, la región, en definitiva, de nacimiento, sino que ellos eran “europeos”. Por tanto, el término “nacional–revolucionario” iba frecuentemente añadido al de “europeo”.
Así pues, solamente en 1970, en Francia, existían “nacional–revolucionarios”, “nacionalistas–revolucionarios”, “nacional–revolucionarios europeos”, “nacionalistas–revolucionarios europeos”, “nacional–revolucionarios etnitistas”, “nacionalistas–revolucionarios etnitistas”, y así sucesivamente. A esto se unían los “solidaristas” que, para algunos eran “nacional–revolucionarios” y para otros “nacionalistas–revolucionarios”. Mientras todos estos grupos seguían con sus querellas sobre la definición que más convenía y sobre la introducción de tal o cual matiz, apareció Ordre Nouveau y empezó a hacer política. Tanto es así que a Ordre Nouveau le correspondió convencer a Le Pen para que se sumara al proyecto de crear un Front National.
Para colmo, en Francia, todos estos grupos utilizaban la cruz céltica como símbolo, con lo cual, a la confusión terminológica se unía también niveles hermenéuticos de confusión que agravaban el conflicto. Seguramente fue por eso que los “solidaristas” lanzaron el emblema del tridente para diferenciarse… hasta que algunas de sus escisiones empezaron a alternar el tridente con la cruz céltica en la orgía de confusión de mediados de los 70.
Las cosas en Italia no iban mucho mejor. Había un problema de definición. Si bien allí no existía la división entre “nacionales” y “nacionalistas”, las brechas intertribus no eran menores. Estaban a un lado los de la “destra nazionale” y a otro los “nacional–revolucionarios” que, a principios de los 70 eran tres fracciones: Avanguardia Nazionale, Ordine Nuovo y Lotta di Popolo. Las tres, sin excepción tenían un mayor o menor grado de influencia del filósofo tradicionalista Julius Evola, por lo que su concepción de lo nacional–revolucionario estaba íntimamente ligado al problema de la Tradición. Ordine Nuovo era “muy” tradicionalista, Avanguardia lo era en la misma medida pero prefería temas de agitación y propagada más mundanos y en Lotta di Popolo había de todo.
Para colmo, cuando Lotta di Popolo se extendió a Francia y a Alemania (e incluso en España y puedo decirlo porque fuimos una tendencia del PENS, Europa Joven, la que trabajó en esa dirección), gracias a la actividad de Yves Bataille, todo el panorama se complicó extraordinariamente. Los franceses de la OLP (Organización Lucha del Pueblo) no eran tradicionalistas, eran nacionalistas–europeos–revolucionarios. Fue en Alemania en donde, con la precisión germánica habitual, esta tendencia, Sache des Volkes, desarrolló una teoría particular sobre lo nacionalista–revolucionario. A principios de los 70, el estallido en las juventudes del NPD dio lugar a todo tipo de iniciativas, la mayoría de las cuales apostaban por el europeísmo revolucionario, solidaridad hacia Palestina y ciertas gesticulaciones que lejanamente evocaban las de la nueva izquierda de la época.
A partir de ese momento, ya era una aventura definirse como “nacional–revolucionario” porque uno corría el riesgo de meterse en un berenjenal de difícil salida, cada vez más opaco a medida que se iba avanzando en la hazaña. En España, claro, todo fue mucho más simple. Aquí lo que existía era el nacional–sindicalismo que no era ni una cosa ni otra sino todo lo contrario. Nadie utilizaba en 1970 el término nacional–revolucionario. O se era “franquista” o se era “falangista”, o se era “nazi”. Estos últimos, muy intuitivos, empezaron a entender que eso de definirse con la etiqueta que llevaba la losa de la pérdida de una guerra, era poco “político” por lo que adoptaron el término “nacional–revolucionario” que, aquí, entre nosotros, desde entonces, era sinónimo de “nacional–socialista”. No había, pues, más “nacional–revolucionarios” que no querían utilizar la etiqueta “nacional–socialista”. Así transcurrieron los 70: en plena confusión y en un ambiente de pobreza ideológica difícilmente comparable con país alguno de Europa. En aquel momento, “nacional–revolucionario” en España era todo aquello que no era falangista, ni franquista y que estaba en el turrón.
En los 80, Bases Autónomas dio un nuevo impulso al término introduciendo elementos nuevos. En su estrategia de “romper los esquemas”, adoptaron como líneas de definición todo aquello que era justo lo que no se esperaba de ellos. De pronto, la definición de “nacional–revolucionario” estuvo en la calle respaldando consignas de por sí significativas del nivel de teorización de estos grupos: “¡Por el caos!”. Bueno, pues por el caos... Así empezaron a aparecer fracciones disidentes dentro de los “nacional–revolucionarios”. Aparecieron los “nacional–bolcheviques”, los grupos que no hacían remilgos a la definición de anarco–fascistas, el Ché Guevara –ese pobre psicopatón asmático cuyo mayor mérito fue morir engañado en el altiplano boliviano creyendo que hacía la revolución cuando en realidad Castro se lo había quitado de encima por cabra loca– se introdujo en la iconografía “nacional–revolucionaria” (algo inédito en Europa) con la cruz céltica en la boina… sin duda, por coherencia: “el Ché era “revolucionario”, nosotros somos más revolucionarios que la hostia, ergo, el Ché era camarada y si no llevó la cruz céltica en la boina, debió ser, sin duda, por que no se le ocurrió con esa jartá de trabajo revolucionario que había asumido”. Genial en grado de frustración. Bases Autónomas desapareció en medio de todo tipo de episodios truculentos y desafortunados y cuando los adolescentes díscolos crecieron se dedicaron a tareas mucho más serias.
De todas formas, en España, el término nacional–revolucionario ya había seguido el mismo camino que en toda Europa: hacia 1986, ya nadie podía apostar qué implicaba esa definición. Cuando en 1988 salió el primer número de la revista DisidenciaS, muchos ya nos negábamos a calificarnos como nacional–revolucionarios a la vista de que el grado de confusión que introducía el término era indescriptible.
Desde entonces, las cosas no han mejorado. Yo diría incluso que han empeorado. y de qué manera. Faltaba la llegada del redentor que, como todos los redentores, está como las maracas de Machín.Y por ahí anda pontificando y colocando posts a troche y moche en Indimierda, en el blog de Syniestrillas, o en foros que agrupan a rarezas y exotismos varios.
En el fascista senil, tanto como en el fascista infantil, lo que subyacen es simplemente dos formas de estar de espaldas a una realidad: la política. En realidad, a muchos “nacional–revolucionarios” lo que menos les interesa es la acción política y todo empieza y termina en un desahogo hormonal que cuando se canaliza por la vía correcta (la chati del polvo salvaje, la tarea de supervivencia cotidiana, la capacitación para la vida en medio de un mundo hostil, habitualmente cruel y casi siempre injusto) implica casi necesariamente la superación del estado febril y el abandono de la actividad política, o presunta tal, para caer en un escepticismo desesperanzado.
Entiendo perfectamente que, con el paso de los años, las energías iniciales de la vida se vayan moderando. Es duro tener 50 años y querer vivir como un chaval de 18. Pero en el ámbito “nacional–revolucionario” no se produce un lento reflujo hacia posiciones más realistas y moderadas, sino que se pasa, sin solución de continuidad, de un extremo al otro: del fascismo infantil al desengaño senil. Para ese viaje no hacían falta alforjas. Ya se sabe: para ir y volver, vale más no ir.
De las distintas variedades del producto
El término “nacional–revolucionario” llegó a España hacia principios de los 70 cuando algunos entramos en contacto con opciones que se reclamaban de esta corriente en Europa. Creo que yo fui uno de los introductores de esa terminología en España. Así que sé de lo que hablo. Empezamos a utilizar este término a despecho de que en Europa las cosas, lejos de estar claras, estaban sometidas a contradicciones de todo tipo. En lo personal supe del término gracias a las revistas de “Pour une Jeune Europe”, publicadas en 1969 y 1970 por Nicolás Tandler y que, a pesar del nombre, nada tenían con la organización creada por Jean Thiriart ocho años antes. Pero, a poco que uno sondeaba, percibía que tras esa denominación se escondían realidades muy diversas. Por ejemplo, en aquel tiempo, un antiguo SS francés, Yves Jean, publicaba desde Nantes la revista ciclostilada “Europe Unie” que añadía al término “nacional–revolucionario” otro que aportaba un matiz nuevo: “etnitista–nacionalista”, que implicaba que para este sector “nacional–revolucionario” una adhesión a los regionalismos, algo, por lo demás, muy comprensible en la Francia jacobina.
Pero en Francia, en aquella época, existía una diferenciación muy acusada entre “nacionales” y “nacionalistas”, por lo tanto, algunos preferían asumir el término “nacionalistas–revolucionarios” a “nacional–revolucionarios”. Y, para acabar de arreglarlo, otros nacional o nacionalistas revolucionarios, consideraban que su “nación” no tenía nada que ver con la nacionalidad que ponía en su pasaporte, ni con la tierra chica, la matria, la patria carnal, la región, en definitiva, de nacimiento, sino que ellos eran “europeos”. Por tanto, el término “nacional–revolucionario” iba frecuentemente añadido al de “europeo”.
Así pues, solamente en 1970, en Francia, existían “nacional–revolucionarios”, “nacionalistas–revolucionarios”, “nacional–revolucionarios europeos”, “nacionalistas–revolucionarios europeos”, “nacional–revolucionarios etnitistas”, “nacionalistas–revolucionarios etnitistas”, y así sucesivamente. A esto se unían los “solidaristas” que, para algunos eran “nacional–revolucionarios” y para otros “nacionalistas–revolucionarios”. Mientras todos estos grupos seguían con sus querellas sobre la definición que más convenía y sobre la introducción de tal o cual matiz, apareció Ordre Nouveau y empezó a hacer política. Tanto es así que a Ordre Nouveau le correspondió convencer a Le Pen para que se sumara al proyecto de crear un Front National.
Para colmo, en Francia, todos estos grupos utilizaban la cruz céltica como símbolo, con lo cual, a la confusión terminológica se unía también niveles hermenéuticos de confusión que agravaban el conflicto. Seguramente fue por eso que los “solidaristas” lanzaron el emblema del tridente para diferenciarse… hasta que algunas de sus escisiones empezaron a alternar el tridente con la cruz céltica en la orgía de confusión de mediados de los 70.
Las cosas en Italia no iban mucho mejor. Había un problema de definición. Si bien allí no existía la división entre “nacionales” y “nacionalistas”, las brechas intertribus no eran menores. Estaban a un lado los de la “destra nazionale” y a otro los “nacional–revolucionarios” que, a principios de los 70 eran tres fracciones: Avanguardia Nazionale, Ordine Nuovo y Lotta di Popolo. Las tres, sin excepción tenían un mayor o menor grado de influencia del filósofo tradicionalista Julius Evola, por lo que su concepción de lo nacional–revolucionario estaba íntimamente ligado al problema de la Tradición. Ordine Nuovo era “muy” tradicionalista, Avanguardia lo era en la misma medida pero prefería temas de agitación y propagada más mundanos y en Lotta di Popolo había de todo.
Para colmo, cuando Lotta di Popolo se extendió a Francia y a Alemania (e incluso en España y puedo decirlo porque fuimos una tendencia del PENS, Europa Joven, la que trabajó en esa dirección), gracias a la actividad de Yves Bataille, todo el panorama se complicó extraordinariamente. Los franceses de la OLP (Organización Lucha del Pueblo) no eran tradicionalistas, eran nacionalistas–europeos–revolucionarios. Fue en Alemania en donde, con la precisión germánica habitual, esta tendencia, Sache des Volkes, desarrolló una teoría particular sobre lo nacionalista–revolucionario. A principios de los 70, el estallido en las juventudes del NPD dio lugar a todo tipo de iniciativas, la mayoría de las cuales apostaban por el europeísmo revolucionario, solidaridad hacia Palestina y ciertas gesticulaciones que lejanamente evocaban las de la nueva izquierda de la época.
A partir de ese momento, ya era una aventura definirse como “nacional–revolucionario” porque uno corría el riesgo de meterse en un berenjenal de difícil salida, cada vez más opaco a medida que se iba avanzando en la hazaña. En España, claro, todo fue mucho más simple. Aquí lo que existía era el nacional–sindicalismo que no era ni una cosa ni otra sino todo lo contrario. Nadie utilizaba en 1970 el término nacional–revolucionario. O se era “franquista” o se era “falangista”, o se era “nazi”. Estos últimos, muy intuitivos, empezaron a entender que eso de definirse con la etiqueta que llevaba la losa de la pérdida de una guerra, era poco “político” por lo que adoptaron el término “nacional–revolucionario” que, aquí, entre nosotros, desde entonces, era sinónimo de “nacional–socialista”. No había, pues, más “nacional–revolucionarios” que no querían utilizar la etiqueta “nacional–socialista”. Así transcurrieron los 70: en plena confusión y en un ambiente de pobreza ideológica difícilmente comparable con país alguno de Europa. En aquel momento, “nacional–revolucionario” en España era todo aquello que no era falangista, ni franquista y que estaba en el turrón.
En los 80, Bases Autónomas dio un nuevo impulso al término introduciendo elementos nuevos. En su estrategia de “romper los esquemas”, adoptaron como líneas de definición todo aquello que era justo lo que no se esperaba de ellos. De pronto, la definición de “nacional–revolucionario” estuvo en la calle respaldando consignas de por sí significativas del nivel de teorización de estos grupos: “¡Por el caos!”. Bueno, pues por el caos... Así empezaron a aparecer fracciones disidentes dentro de los “nacional–revolucionarios”. Aparecieron los “nacional–bolcheviques”, los grupos que no hacían remilgos a la definición de anarco–fascistas, el Ché Guevara –ese pobre psicopatón asmático cuyo mayor mérito fue morir engañado en el altiplano boliviano creyendo que hacía la revolución cuando en realidad Castro se lo había quitado de encima por cabra loca– se introdujo en la iconografía “nacional–revolucionaria” (algo inédito en Europa) con la cruz céltica en la boina… sin duda, por coherencia: “el Ché era “revolucionario”, nosotros somos más revolucionarios que la hostia, ergo, el Ché era camarada y si no llevó la cruz céltica en la boina, debió ser, sin duda, por que no se le ocurrió con esa jartá de trabajo revolucionario que había asumido”. Genial en grado de frustración. Bases Autónomas desapareció en medio de todo tipo de episodios truculentos y desafortunados y cuando los adolescentes díscolos crecieron se dedicaron a tareas mucho más serias.
De todas formas, en España, el término nacional–revolucionario ya había seguido el mismo camino que en toda Europa: hacia 1986, ya nadie podía apostar qué implicaba esa definición. Cuando en 1988 salió el primer número de la revista DisidenciaS, muchos ya nos negábamos a calificarnos como nacional–revolucionarios a la vista de que el grado de confusión que introducía el término era indescriptible.
Desde entonces, las cosas no han mejorado. Yo diría incluso que han empeorado. y de qué manera. Faltaba la llegada del redentor que, como todos los redentores, está como las maracas de Machín.Y por ahí anda pontificando y colocando posts a troche y moche en Indimierda, en el blog de Syniestrillas, o en foros que agrupan a rarezas y exotismos varios.
El ambiente “nacional–revolucionario” sigue siendo patrimonio de jóvenes, especialmente de una franja situada entre los 17 y los 24 años. A partir de esa edad, los nacional–revolucionarios se van rarificando y a partir de los 30, casi han desaparecido completamente. Así pues, y a despecho delpobre diablo que intenta organizar el “ambiente NR”, lo cierto es que se trata de un ambiente inorgánico, juvenil, maximalista, propio del tránsito de la adolescencia a la madurez, hiperminoritario, que jamás ha cristalizado en ningún lugar de Europa en movimientos con un mínimo seguimiento popular. Y quien quiera ver otra cosa, lamentablemente, se engaña.
De la inutilidad de aspirar a una definición exacta
Hasta ahora, “lo nacional revolucionario” era una forma de definir un espacio nacionalista radical en España fuera del ámbito falangista. Era poco, pero era algo concreto. Dentro de ese espacio cabía gente muy diversa. Era el techo de la definición. Se suponía que ese sector sería más extraparlamentario y, por tanto, poco interesado en convocatorias electorales. Entonces le quedaba la acción en la calle… pero, desde que Bases Autónomas desapareciera no ha existido la posibilidad de reconstruir ningún grupo nacional–revolucionario capaz de movilizar en la calle a efectivos mínimos, fuera, naturalmente, del ámbito skin que, por definición es otra cosa.
Fue así como algún iluminado empezó a atribuir la falta de capacidad de movilización de lo “nacional–revolucionario” a que todavía no existía de una ideología perfectamente definida y acotada. Como siempre, el remedio es peor que la enfermedad, porque la inexistencia histórica de una definición sobre lo que es o deja de ser “nacional–revolucionario” implica que, finalmente, no es más que lo que el teórico improvisado de turno quiere que sea, así pues, la definición de lo “nacional–revolucionario” queda al albur de sus filias y de sus fobias, de sus obsesiones y de sus limitaciones y de sus lógicas de lo absurdo.
Toda religión, incluso laica, precisa de un papa, necesita para tener carta de naturaleza lanzar anatemas, realizar exclusiones, construir su dogmática, tener sus profetas iracundos y sus monaguillos bienintencionados. A decir verdad, contra más popes, profetas, cardenales, santo oficio, imanes y electroimanes, budas y chamanes, del nacionalismo–revolucionario, corresponde más aislamiento de la realidad, más marginación, más inestabilidad interior y más minoría hasta llegar por arte de birlibirloque a la minoría de uno, compensada, eso sí, por el síndrome de la personalidad múltiple de alguno de estos iluminetas.
Si decimos todo esto es porque, en los últimos días hemos realizado una excursión por los foros de Internet de carácter nacional–revolucionario o similares. Y si lo hemos hecho no ha sido por afinidad con este sector, sino porque alguien advirtió que nuestra teoría de los “tres sectores” en los que se organiza el área (el católico, el falangista y el identitario) está incompleta sin un cuarto sector, el “nacional–revolucionario”, claro. Queríamos pulsar si ese sector existía verdaderamente o era simplemente una entelequia inorgánica o un magma movedizo incapaz de cristalizar en algo tangible.
Lo que hemos visto nos confirma en que, más allá de MSR, no existe realidad orgánica alguna, ni por tanto “área nacional–revolucionaria”, fuera de las ilusiones ingenuas de algunos jóvenes militantes y de las fantasías enfermizas de algún teórico piradillo él. Es evidente que la definición del MSR es, en buena medida, “nacional-revolucionaria”, pero el problema no es de definición, sino de contenidos y, especialmente, de con quién se trabaja políticamente. Resulta difícil considerarse “nacional-revolucionario” y dar a este concepto un contenido concreto que choca con el que otros le dan, y, mucho más, cuando otros que se dicen también “nacional-revolucionarios” te torpedean a base de bien.
De la inutilidad de aspirar a una definición exacta
Hasta ahora, “lo nacional revolucionario” era una forma de definir un espacio nacionalista radical en España fuera del ámbito falangista. Era poco, pero era algo concreto. Dentro de ese espacio cabía gente muy diversa. Era el techo de la definición. Se suponía que ese sector sería más extraparlamentario y, por tanto, poco interesado en convocatorias electorales. Entonces le quedaba la acción en la calle… pero, desde que Bases Autónomas desapareciera no ha existido la posibilidad de reconstruir ningún grupo nacional–revolucionario capaz de movilizar en la calle a efectivos mínimos, fuera, naturalmente, del ámbito skin que, por definición es otra cosa.
Fue así como algún iluminado empezó a atribuir la falta de capacidad de movilización de lo “nacional–revolucionario” a que todavía no existía de una ideología perfectamente definida y acotada. Como siempre, el remedio es peor que la enfermedad, porque la inexistencia histórica de una definición sobre lo que es o deja de ser “nacional–revolucionario” implica que, finalmente, no es más que lo que el teórico improvisado de turno quiere que sea, así pues, la definición de lo “nacional–revolucionario” queda al albur de sus filias y de sus fobias, de sus obsesiones y de sus limitaciones y de sus lógicas de lo absurdo.
Toda religión, incluso laica, precisa de un papa, necesita para tener carta de naturaleza lanzar anatemas, realizar exclusiones, construir su dogmática, tener sus profetas iracundos y sus monaguillos bienintencionados. A decir verdad, contra más popes, profetas, cardenales, santo oficio, imanes y electroimanes, budas y chamanes, del nacionalismo–revolucionario, corresponde más aislamiento de la realidad, más marginación, más inestabilidad interior y más minoría hasta llegar por arte de birlibirloque a la minoría de uno, compensada, eso sí, por el síndrome de la personalidad múltiple de alguno de estos iluminetas.
Si decimos todo esto es porque, en los últimos días hemos realizado una excursión por los foros de Internet de carácter nacional–revolucionario o similares. Y si lo hemos hecho no ha sido por afinidad con este sector, sino porque alguien advirtió que nuestra teoría de los “tres sectores” en los que se organiza el área (el católico, el falangista y el identitario) está incompleta sin un cuarto sector, el “nacional–revolucionario”, claro. Queríamos pulsar si ese sector existía verdaderamente o era simplemente una entelequia inorgánica o un magma movedizo incapaz de cristalizar en algo tangible.
Lo que hemos visto nos confirma en que, más allá de MSR, no existe realidad orgánica alguna, ni por tanto “área nacional–revolucionaria”, fuera de las ilusiones ingenuas de algunos jóvenes militantes y de las fantasías enfermizas de algún teórico piradillo él. Es evidente que la definición del MSR es, en buena medida, “nacional-revolucionaria”, pero el problema no es de definición, sino de contenidos y, especialmente, de con quién se trabaja políticamente. Resulta difícil considerarse “nacional-revolucionario” y dar a este concepto un contenido concreto que choca con el que otros le dan, y, mucho más, cuando otros que se dicen también “nacional-revolucionarios” te torpedean a base de bien.
La cuestión de fondo es la siguiente: ¿quién ha dicho que hoy, para llevar a cabo una lucha política hace falta una etiqueta ideológica cerrada? Valdría la pena releer El Ocaso de las Ideologías de Fernández de la Mora, o simplemente cualquier estudio sobre la desvalorización de las ideologías producidas a partir de la segunda mitad de los 60, para advertir que "ideología" (esquema rígido de interpretación de la realidad que pronto se ve superado por esa misma realidad), ha sido sustituida por la "concepción del mundo". Y un partido, hoy, indica que sus miembros defienden un programa concreto, raramente una "ideología". El problema es de los dogmáticos que quieren basar la lucha política en "terreno firmemente asentado" (la ideología), con lo que lo único que consiguen es sentar las bases para futuras disidencias, para partirse en mil pedazos en cuanto empiezan a aflorar distintos puntos de vista (incluso sobre temas secundarios e irrelevantes).
El que suscribe estas líneas coincide con el análisis histórico realizado por Evola en Rivolta contro il mondo moderno y por Guénon en El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos y La Crisis del Mundo moderno. Así mismo, se siente identificado con la inmensa mayoría del terreno explorado por la Nueva Derecha francesa. Le interesan especialmente en otros ámbitos, la geopolítica y la antropología... pero yo no intento llevar una tarea misional a los ámbitos en los que participo: no llevo la "batalla ideológica", ni a la cama, ni a la familia, ni a los amigos. No soy un misionero, fanático en busca de acólitos, ni prosélitos. Eso queda para los aspirantes a Vicente Ferrer de la extrema-derecha más marginal. En política, lo único que me interesa es el programa del partido en el que me he afiliado y, si existe, una razonable similitud entre lo que uno piensa y lo que recoje ese programa... adelante, pues. Sería absurdo querer hacer política solamente con quien aceptara una interpretación de la obra de Guénon estrictamente ortodoxa y situada en sus escritos entre el período 1926-1948. ¿A qué jugamos? ¿A reconstruir una escolástica o a hacer política? De ahí que los problemas de definición ideológica precisa no me interesen excesivamente, ni los considero necesarios para abordar una lucha política. ¿Quieres hacer política? Dótate de un programa político, las pajas mentales para los pajilleros mentales...
Conclusión
Por todo esto ni soy “nacional–revolucionario”, ni creo que nadie con un mínimo de experiencia política se pueda definir así. El área inexistente, no es más que una agregación de buenas intenciones, gesticulaciones revolucionaristas, ingenuidad ajena a la política real y, todo ello, recorrido trasversalmente, por algún pelmazo a la búsqueda de parroquia. ¿Realmente alguien puede pensar que el que suscribe no tiene cosas mejor que hacer que interesarse por un pequeño círculo inestable que jamás logra encontrar un denominador común, ni una desembocadura política?
El tiempo es inexorable y va pasando. Los adolescentes de ayer, son los hombres maduros de mañana. Las fuerzas físicas varían, las sobredosis hormonales se moderan, la ingenuidad da lugar al realismo. Pocos son los que están más de uno o dos años en activo en grupos nacional–revolucionarios, tras la experiencia del activismo frenético, de las consignas construidas solamente para “romper los esquemas” y del romanticismo revolucionario; los que continúan en activo, buscan caminos más eficaces para expresarse, ya no les basta con ser perpetuos out–siders; antes o después reconocen que la acción política se basa en la simplicidad del discurso, en su adaptación a la realidad, y en conectar con los intereses objetivos de una fracción de la comunidad del pueblo.
Solamente una minoría de inadaptados, algunos patológicos, de lunáticos poseídos por la “misión” de salvar las “esencias” nacional–revolucionarias, se creen en la obligación, cumplidos los 50, de ejercer de misioneros con nuevas promociones de chicos jóvenes, topados con la política y que gustan durante unos años de la exaltación de repetir una y mil veces la palabra “revolucionario”…, cuando, en realidad, revolucionario no es quien más veces se proclama tal en menos tiempo, sino quien trabaja para operar cambios reales en la sociedad. Y eso, no puede hacerse ni ayer, ni hoy, ni mañana, con pequeños grupos de chavales jóvenes, sino que para ello hace falta algo más: un movimiento político. Y repetimos, sería una novedad, por que nunca hasta ahora, en ningún lugar de Europa, un movimiento nacional–revolucionario puro y duro ha pasado de ser algo más que una exigua minoría de activistas.
Por todo ello, desde hace mucho –pero mucho– tiempo, ni soy, ni me considero, ni me interesa lo nacional–revolucionario, sea lo que sea que fuere.
¿Algún mensaje dirigido a los que se consideran “nacional–revolucionarios”? Sí, ponderación, objetividad y realismo. El resto viene por sí mismo.
© Ernesto Milà – Infokrisis – http://infokrisis.blogia.com – Infokrisis@yahoo.es – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen
Por todo esto ni soy “nacional–revolucionario”, ni creo que nadie con un mínimo de experiencia política se pueda definir así. El área inexistente, no es más que una agregación de buenas intenciones, gesticulaciones revolucionaristas, ingenuidad ajena a la política real y, todo ello, recorrido trasversalmente, por algún pelmazo a la búsqueda de parroquia. ¿Realmente alguien puede pensar que el que suscribe no tiene cosas mejor que hacer que interesarse por un pequeño círculo inestable que jamás logra encontrar un denominador común, ni una desembocadura política?
El tiempo es inexorable y va pasando. Los adolescentes de ayer, son los hombres maduros de mañana. Las fuerzas físicas varían, las sobredosis hormonales se moderan, la ingenuidad da lugar al realismo. Pocos son los que están más de uno o dos años en activo en grupos nacional–revolucionarios, tras la experiencia del activismo frenético, de las consignas construidas solamente para “romper los esquemas” y del romanticismo revolucionario; los que continúan en activo, buscan caminos más eficaces para expresarse, ya no les basta con ser perpetuos out–siders; antes o después reconocen que la acción política se basa en la simplicidad del discurso, en su adaptación a la realidad, y en conectar con los intereses objetivos de una fracción de la comunidad del pueblo.
Solamente una minoría de inadaptados, algunos patológicos, de lunáticos poseídos por la “misión” de salvar las “esencias” nacional–revolucionarias, se creen en la obligación, cumplidos los 50, de ejercer de misioneros con nuevas promociones de chicos jóvenes, topados con la política y que gustan durante unos años de la exaltación de repetir una y mil veces la palabra “revolucionario”…, cuando, en realidad, revolucionario no es quien más veces se proclama tal en menos tiempo, sino quien trabaja para operar cambios reales en la sociedad. Y eso, no puede hacerse ni ayer, ni hoy, ni mañana, con pequeños grupos de chavales jóvenes, sino que para ello hace falta algo más: un movimiento político. Y repetimos, sería una novedad, por que nunca hasta ahora, en ningún lugar de Europa, un movimiento nacional–revolucionario puro y duro ha pasado de ser algo más que una exigua minoría de activistas.
Por todo ello, desde hace mucho –pero mucho– tiempo, ni soy, ni me considero, ni me interesa lo nacional–revolucionario, sea lo que sea que fuere.
¿Algún mensaje dirigido a los que se consideran “nacional–revolucionarios”? Sí, ponderación, objetividad y realismo. El resto viene por sí mismo.
© Ernesto Milà – Infokrisis – http://infokrisis.blogia.com – Infokrisis@yahoo.es – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen