" No necesito a nadie en una Harley-Davidson "
Canción de Serge Gainsbourg interpretada por Brigitte Bardot
Otro gran prejuicio, que proporciona también un florilegio de tabúes, concierne a lo que se podría llamar el "igualitarismo planetario"
Canción de Serge Gainsbourg interpretada por Brigitte Bardot
Otro gran prejuicio, que proporciona también un florilegio de tabúes, concierne a lo que se podría llamar el "igualitarismo planetario"
Es necesario acabar con esta opinión falsa, que por demagogia y preocupación hacia la corrección política afirma la equivalencia de todas las civilizaciones y la igualdad respecto de las creaciones de todos los pueblos. Este argumento es defendido por los etnólogos como colofón a la leyenda del buen salvaje de los románticos. Se trata de una impostura intelectual y de un sentido común retorcido. Liberándose de este intelectualismo irrealista, es necesario reconocer esta evidencia histórica: la civilización europea es superior a todas las demás. Es la más alta, la más brillante y la más completa forma de civilización jamás aparecida en la historia, como reconocieron Raymond Abellio (en La estructura absoluta), Oswald Spengler (en La decadencia de Occidente, obra premonitoria) y su discípulo Parker Yockey en Imperium. No siempre fue así: en su período de ascensión, la civilización europea fue igualada, o incluso superada, por algunas civilizaciones orientales. Pero, a partir del siglo XVI, se desmarca del pelotón. En todos los dominios, se afirmará como la más prolífica, la más creativa en las artes, las ciencias, la técnica y los descubrimientos. Si se hiciera, desde un mundo extraterrestre, el balance cultural y civilizacional de la humanidad en los campos tan diversos como la arquitectura, la poesía, la literatura, las artes plásticas, la música, la astronomía, la física, las ciencias naturales, las matemáticas, la filosofía, la espiritualidad, la medicina, las técnicas aplicadas, etc; en síntesis, todas las disciplinas cerebrales, sensitivas, tecnocientíficas, organizacionales, se reconocería fácilmente que la civilización europea es responsable de aproximadamente el 80% de las destrezas de la humanidad, desde la Antigüedad hasta el siglo XX.
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Sin embargo, en esta época de decadencia, los intelectuales de todas las clases y condiciones, atrofiados por el espíritu falso, por este "espíritu que todo lo niega" según Goethe, desarrollaron la tesis escolástica de la incomparabilidad entre civilizaciones. Según esta teoría puramente abstracta, todas las civilizaciones, incluso las más minúsculas y las más lejanas, serían diferentes pero iguales. Es totalmente contradictorio, así me lo hizo saber Giorgio Locchi, que aquellos que dicen pertenecer a la derecha inigualitaria defiendan esta posición de la igualdad y de la incomparabilidad de las civilizaciones en nombre del difuso "etnopluralismo"
Dicha postura asume que no hay criterios objetivos de comparación entre las civilizaciones, lo cual es una ofensa simple y llana al sentido común. Se considera que las esculturas de Miguel Ángel equivalen, ni más ni menos, a las estatuas africanas o precolombinas, o que la invención de la sociedad industrial y de la tecnociencia no es el sello de los espíritus superiores (cualesquiera que sean por otro lado, y que retomo en otros fragmentos los trágicos problemas que plantean), o que una ópera de Mozart no supera una música ritual de Asia o de Oceanía, etc. En pocas palabras, que todos los pueblos serían iguales en su genio. Esta es la doctrina indefendible del tout vaut tout, de la idolatría de la Diferencia. Se han visto incluso intelectuales, dominados por una abducción cerebral, sostener la tesis de que la civilización europea es inferior a las otras. Sin comentarios.
Hay criterios objetivos y universales de comparación entre las civilizaciones (aunque entre los sistemas morales y étnicos, estos criterios deban ser atenuadas). Hay religiones objetivamente superiores a las demás ya que sus obras espirituales son más elevadas y no dan lugar a masacres. Se podría multiplicar los ejemplos en todos los dominios. Por otro lado, los otros pueblos lo reconocen ellos mismos implícita o explícitamente. En Japón, por ejemplo, la música europea es reconocida como más evolucionada que su música nacional.
Es bien evidente que los chinos, los egipcios, los hindúes, los árabes y tantos otros, han aportado tesoros incomparables en el cesto de la humanidad. Pero ninguno de estos pueblos aportó tanto como la civilización europea. Ésta es una evidencia tan clara, tan sólida, tan reconocida por la humanidad entera que es evidentemente (y psicoanalíticamente) aprisionada, negada, reducida a la nada, -y sobre todo por los complejos de los propios Europeos. La verdad duele pero cura. La aplastante superioridad de la civilización europea -en todos los dominios del espíritu humano- fruto del cruce interétnico de los Celtas, de los Germanos, de los Mediterráneos y de los Eslavos, es de una tal claridad que es demasiado simple, demasiado luminosa para ser admitida por los "bellos espíritus", siempre ávidos de razonamientos tortuosos. Pero en el inconsciente colectivo de todos los pueblos del mundo, se impone al fin, y todas las disertaciones eruditas no pueden hacer nada respecto de ello.
Dicha postura asume que no hay criterios objetivos de comparación entre las civilizaciones, lo cual es una ofensa simple y llana al sentido común. Se considera que las esculturas de Miguel Ángel equivalen, ni más ni menos, a las estatuas africanas o precolombinas, o que la invención de la sociedad industrial y de la tecnociencia no es el sello de los espíritus superiores (cualesquiera que sean por otro lado, y que retomo en otros fragmentos los trágicos problemas que plantean), o que una ópera de Mozart no supera una música ritual de Asia o de Oceanía, etc. En pocas palabras, que todos los pueblos serían iguales en su genio. Esta es la doctrina indefendible del tout vaut tout, de la idolatría de la Diferencia. Se han visto incluso intelectuales, dominados por una abducción cerebral, sostener la tesis de que la civilización europea es inferior a las otras. Sin comentarios.
Hay criterios objetivos y universales de comparación entre las civilizaciones (aunque entre los sistemas morales y étnicos, estos criterios deban ser atenuadas). Hay religiones objetivamente superiores a las demás ya que sus obras espirituales son más elevadas y no dan lugar a masacres. Se podría multiplicar los ejemplos en todos los dominios. Por otro lado, los otros pueblos lo reconocen ellos mismos implícita o explícitamente. En Japón, por ejemplo, la música europea es reconocida como más evolucionada que su música nacional.
Es bien evidente que los chinos, los egipcios, los hindúes, los árabes y tantos otros, han aportado tesoros incomparables en el cesto de la humanidad. Pero ninguno de estos pueblos aportó tanto como la civilización europea. Ésta es una evidencia tan clara, tan sólida, tan reconocida por la humanidad entera que es evidentemente (y psicoanalíticamente) aprisionada, negada, reducida a la nada, -y sobre todo por los complejos de los propios Europeos. La verdad duele pero cura. La aplastante superioridad de la civilización europea -en todos los dominios del espíritu humano- fruto del cruce interétnico de los Celtas, de los Germanos, de los Mediterráneos y de los Eslavos, es de una tal claridad que es demasiado simple, demasiado luminosa para ser admitida por los "bellos espíritus", siempre ávidos de razonamientos tortuosos. Pero en el inconsciente colectivo de todos los pueblos del mundo, se impone al fin, y todas las disertaciones eruditas no pueden hacer nada respecto de ello.
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Se podría plantear una objeción, que circula en los entornos de la derecha tradicionalista o evoliana sumida en el mito de la Edad de Oro y de la decadencia de la Edad de Hierro actual, como en aquellos de la izquierda o del ecologismo: las civilizaciones tradicionales fueron (o son aún) más armónicas y respetuosas entre el hombre y la naturaleza que la selva tecnoindustrial desarraigada y brutal creada por la civilización europea y su culto de la mercancía y del materialismo.
En primer lugar, es un poco apresurado y angelical idolatrar las sociedades tradicionales y las civilizaciones tribales o de clanes primitivas de los demás continentes. La pretendida "armonía" no es más que el producto de una visión exterior, la nuestra. Pero es cierto, y lo retomo, que la extraordinaria prolijidad de la civilización europea ha acabado por dar lugar a un sistema mundial, que se dice "occidental", del dominio tecnocientífico y económico de la Tierra, y que ha igualmente proyectado sobre la civilización -que es hijo americano respecto del cual no demostraré aquí los enormes inconvenientes, ya que no es ahora cuestión.
En primer lugar, es un poco apresurado y angelical idolatrar las sociedades tradicionales y las civilizaciones tribales o de clanes primitivas de los demás continentes. La pretendida "armonía" no es más que el producto de una visión exterior, la nuestra. Pero es cierto, y lo retomo, que la extraordinaria prolijidad de la civilización europea ha acabado por dar lugar a un sistema mundial, que se dice "occidental", del dominio tecnocientífico y económico de la Tierra, y que ha igualmente proyectado sobre la civilización -que es hijo americano respecto del cual no demostraré aquí los enormes inconvenientes, ya que no es ahora cuestión.
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Por tanto, la civilización europea es prometeica y en consecuencia está sellada por la tragedia de su propia expansión. Extendiéndose al mundo entero, se ha despojado de ella misma ya que su identidad ha devenido mundial. Esto es lo que yo había explicado, hace tiempo, en el ensayo L'Occident comme Déclin. Deviniendo "civilización occidental", influyendo en el mundo entero, la civilización europea ha acabado desarraigándose, por olvidar su identidad y la savia que alimentó su joven potencia. Su hijo pródigo y hostil, los Estados Unidos de América, de algún modo la secó. La civilización europea ha sido víctima de su propia expansión victoriosa, exactamente como el Imperio Romano, que constituyó los preliminares. El apogeo de la civilización europea se sitúa entre el fin de la Edad Media y el comienzo del siglo XX. Pero la roca de Tarpella se encuentra cerca del Capitolio, la rosa marchita tras su florecimiento. Durante el siglo XX, la civilización europea que influyó en la tierra entera es víctima de su victoria, pero también de sus divisiones y de sus guerras intestinas, de las cuales los dos últimos conflictos mundiales son el ejemplo trágico. La declinación se produce extremadamente rápido, en términos de demografía, de soberanía, como de influencia. En 1900 Europa dominaba el mundo (pero el gusano ya era invisible en la fruta); solamente tres generaciones más tarde, el paisaje ha cambiado radicalmente. Veinte generaciones de crecimiento, tres generaciones de caída.
Hoy, Europa está colonizada por aquellos a quienes civilizó -los pueblos del Sur- y está dominada por su retoño, su engendro: el Occidente americanomorfo. Éste se ha desarrollado y ha avanzado demasiado lejos los valores -incluso a veces las mismas cualidades- que habían favorecido su expansión y que acabaron por revolverse contra ella, como el individualismo y el materialismo, el espíritu de apertura y el universalismo.
Hoy, Europa está colonizada por aquellos a quienes civilizó -los pueblos del Sur- y está dominada por su retoño, su engendro: el Occidente americanomorfo. Éste se ha desarrollado y ha avanzado demasiado lejos los valores -incluso a veces las mismas cualidades- que habían favorecido su expansión y que acabaron por revolverse contra ella, como el individualismo y el materialismo, el espíritu de apertura y el universalismo.
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Nada está perdido tal vez. El núcleo de genio europeo existe siempre, pero ¿Por cuanto tiempo aún? Históricamente la civilización europea pasa de una fase ofensiva y expansiva a una fase defensiva. Pero la defensa no es más que el preludio del contraataque. Y mientras tanto, defensa para la reconquista del Territorio y reconquista de la Sangre.
Bien entendido, una reconquista interior, es decir, espiritual y cultural, se exige igualmente. La civilización europea debe hacer autocrítica: acabar con el universalismo, esta ideología proselitista, de la conversión de los otros a sus propios valores -que el Occidente americano, en su línea del cristianismo ha empujado demasiado lejos. Pero sobre todo hace falta romper esta enfermedad europea, que nace de una curiosidad demasiado grande hacia las otras culturas, hacia los otros pueblos (sí es un buen sentimiento, pero que deviene mortal si es exagerada) que se puede calificar de xenofilia, de valorización del otro, de interés excesivo por sus pretendidas creaciones. Conviene desconfiar de este interés por el otro, mientras que sus civilizaciones (incluso si tienen perfecto derecho a vivir) nos aportarán pocas cosas y nos podrán dañar mucho. Que los demás desarrollen sus pretendidas culturas geniales y que den pruebas de ello. Imitémosles, practiquemos el egoísmo cultural. Esto sería un buen antídoto a esta fragilidad intrínseca de la civilización europea, contrapartida de su excesivo espíritu de apertura.
No es suficiente decir: "¿Qué nos puede aportar el americanismo cultural, este monstruoso retoño de nuestra propia civilización europea? Nada". Hace falta igualmente atreverse a decir: "¿Qué nos puede aportar el budismo o el islam? Nada. ¿Qué nos aportan los ritmos africanos? Nada". Desde este punto de vista hace falta realizar una revolución interior como una suerte de autocentrismo cultural que se podría resumir en este slogan: que los otros hagan en sus casas lo que quieran, pero nosotros no necesitamos a nadie. Hace falta en consecuencia romper a la vez estas dos tendencias contradictorias de Occidente: el proselitismo universalista (los "derechos del hombre", el "desarrollo", la "democracia", etc) y la atención exagerada hacia las otras culturas, la voluntad ingenua de exportar su modelo ideológico y económico vinculada a la fascinación por los otros pueblos. Aquí de nuevo, asumiendo el riesgo de sorprender o de impactar, creo que es necesario responder: sí. Uno de los prejuicios centrales de la época se puede formular así: "Es en la apertura hacia las otras culturas como la civilización europea se enriquece". Y los defensores de esta tesis mencionan los pretendidos beneficios de las aportaciones chinas, árabes o africanas. Sin embargo, un estudio serio y honesto de la historia sería suficiente para demostrar que estas aportaciones han sido insignificantes, nulas, negativas. Por otro lado, la aportación de la civilización europea ha sido decisiva para la expansión, o incluso la supervivencia de las civilizaciones mencionadas anteriormente.
Bien entendido, una reconquista interior, es decir, espiritual y cultural, se exige igualmente. La civilización europea debe hacer autocrítica: acabar con el universalismo, esta ideología proselitista, de la conversión de los otros a sus propios valores -que el Occidente americano, en su línea del cristianismo ha empujado demasiado lejos. Pero sobre todo hace falta romper esta enfermedad europea, que nace de una curiosidad demasiado grande hacia las otras culturas, hacia los otros pueblos (sí es un buen sentimiento, pero que deviene mortal si es exagerada) que se puede calificar de xenofilia, de valorización del otro, de interés excesivo por sus pretendidas creaciones. Conviene desconfiar de este interés por el otro, mientras que sus civilizaciones (incluso si tienen perfecto derecho a vivir) nos aportarán pocas cosas y nos podrán dañar mucho. Que los demás desarrollen sus pretendidas culturas geniales y que den pruebas de ello. Imitémosles, practiquemos el egoísmo cultural. Esto sería un buen antídoto a esta fragilidad intrínseca de la civilización europea, contrapartida de su excesivo espíritu de apertura.
No es suficiente decir: "¿Qué nos puede aportar el americanismo cultural, este monstruoso retoño de nuestra propia civilización europea? Nada". Hace falta igualmente atreverse a decir: "¿Qué nos puede aportar el budismo o el islam? Nada. ¿Qué nos aportan los ritmos africanos? Nada". Desde este punto de vista hace falta realizar una revolución interior como una suerte de autocentrismo cultural que se podría resumir en este slogan: que los otros hagan en sus casas lo que quieran, pero nosotros no necesitamos a nadie. Hace falta en consecuencia romper a la vez estas dos tendencias contradictorias de Occidente: el proselitismo universalista (los "derechos del hombre", el "desarrollo", la "democracia", etc) y la atención exagerada hacia las otras culturas, la voluntad ingenua de exportar su modelo ideológico y económico vinculada a la fascinación por los otros pueblos. Aquí de nuevo, asumiendo el riesgo de sorprender o de impactar, creo que es necesario responder: sí. Uno de los prejuicios centrales de la época se puede formular así: "Es en la apertura hacia las otras culturas como la civilización europea se enriquece". Y los defensores de esta tesis mencionan los pretendidos beneficios de las aportaciones chinas, árabes o africanas. Sin embargo, un estudio serio y honesto de la historia sería suficiente para demostrar que estas aportaciones han sido insignificantes, nulas, negativas. Por otro lado, la aportación de la civilización europea ha sido decisiva para la expansión, o incluso la supervivencia de las civilizaciones mencionadas anteriormente.
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Del mismo modo, la aportación de los Estados Unidos a la cultura europea ha sido también negativa, porque el americanismo ha sido sinónimo de debilitamiento y de desculturalización. En realidad, Europa ha dado mucho y recibido poco y ello que ha recibido de los otros lo desposeyó de sí misma.
Los defensores de la tesis de la apertura nos representan como una fantasmagoría dramática la idea de que la civilización europea puede "cerrarse sobre sí-misma", declinar, como una fortaleza desprovista de recursos. Sin embargo la historia enseña que en todos los dominios Europa no debe más que a sí misma los mayores avances de la civilización, tanto en los campos intelectuales como técnicos. La civilización europea es auto-construida. Se podría sostener que la civilización europea se edificó sin la aportación de ninguna otra civilización. Y esto, a pesar de la leyenda de las aportaciones árabes, como el álgebra o el redescubrimiento de la Antigüedad.
La civilización europea es la única capaz de su propia metamorfosis interior -cosa que ninguna otra sabe hacer- de transformarse por ella misma, de evolucionar, de innovar sin la ayuda de ningún estimulante exógeno. Esto se explica por su diversidad interior, por los intercambios en el seno de pueblos diferentes pero emparentadas en el interior de la familia indoeuropea. Nuestra civilización fue en la historia una suerte de humanidad por sí misma; fue un macrocosmos allí donde las otras no fueron más que microcosmos.
A lo largo de los siglos XIX y XX, todas las aportaciones exteriores, sobre todo en las artes, han sido negativas y regresivas (todo lo que vino de África), son insignificantes y superfluas (todo lo que vino de Asia). Por otro lado, sin la aportación de las ideas europeas, las grandes civilizaciones chinas, árabe e indias, o incluso japonesa, no serían lo que son actualmente. Se estancarían.
Evidentemente, hubo una aportación exterior, y fue de envergadura: el cristianismo. Pero aún así, es necesario reconocer que todo lo que fue civilizador en el cristianismo fue europeo, y no oriental. Las catedrales góticas y el culto a los santos, la teología, la espiritualidad no tienen nada de oriental. El cristianismo, sincretismo entre un monoteísmo próximo a lo oriental y las mentalidades paleo-arias, fueron en realidad una religión enteramente compuesta del espíritu europeo precristiano.
Como fue dicho más arriba, esta "modernidad", esta esfera occidental creada por la civilización europea ha acabado por tornarse trágica. El modelo europeo, devenido mundial, acabó por amenazar a la misma Europa y a la humanidad entera, por universalismo y un culto desenfrenado del desarrollo. Y es que, como toda civilización superior, nuestra civilización oculta un vicio importante, y por consiguiente un enorme riesgo.
Este vicio, es a la vez el universalismo y el interés demasiado grande concedido a los demás pueblos, ésta es la parte inversa y la parte negativa del espíritu de conquista (y de apertura), el exceso de curiosidad, la fragilidad interior, la duda de uno mismo, que acaba por completarse en el etnomasoquismo y en la xenofilia.
Debido a esto hace falta realizar una tenaz revisión, una metamorfosis de los principios. Se trata de abandonar el universalismo, de renunciar a la vez al dar a los otros y al recibir de ellos, se deberá realizar un nuevo trabajo de concentración sobre las propias fuerzas, que será evidentemente una ruptura histórica.
Los defensores de la tesis de la apertura nos representan como una fantasmagoría dramática la idea de que la civilización europea puede "cerrarse sobre sí-misma", declinar, como una fortaleza desprovista de recursos. Sin embargo la historia enseña que en todos los dominios Europa no debe más que a sí misma los mayores avances de la civilización, tanto en los campos intelectuales como técnicos. La civilización europea es auto-construida. Se podría sostener que la civilización europea se edificó sin la aportación de ninguna otra civilización. Y esto, a pesar de la leyenda de las aportaciones árabes, como el álgebra o el redescubrimiento de la Antigüedad.
La civilización europea es la única capaz de su propia metamorfosis interior -cosa que ninguna otra sabe hacer- de transformarse por ella misma, de evolucionar, de innovar sin la ayuda de ningún estimulante exógeno. Esto se explica por su diversidad interior, por los intercambios en el seno de pueblos diferentes pero emparentadas en el interior de la familia indoeuropea. Nuestra civilización fue en la historia una suerte de humanidad por sí misma; fue un macrocosmos allí donde las otras no fueron más que microcosmos.
A lo largo de los siglos XIX y XX, todas las aportaciones exteriores, sobre todo en las artes, han sido negativas y regresivas (todo lo que vino de África), son insignificantes y superfluas (todo lo que vino de Asia). Por otro lado, sin la aportación de las ideas europeas, las grandes civilizaciones chinas, árabe e indias, o incluso japonesa, no serían lo que son actualmente. Se estancarían.
Evidentemente, hubo una aportación exterior, y fue de envergadura: el cristianismo. Pero aún así, es necesario reconocer que todo lo que fue civilizador en el cristianismo fue europeo, y no oriental. Las catedrales góticas y el culto a los santos, la teología, la espiritualidad no tienen nada de oriental. El cristianismo, sincretismo entre un monoteísmo próximo a lo oriental y las mentalidades paleo-arias, fueron en realidad una religión enteramente compuesta del espíritu europeo precristiano.
Como fue dicho más arriba, esta "modernidad", esta esfera occidental creada por la civilización europea ha acabado por tornarse trágica. El modelo europeo, devenido mundial, acabó por amenazar a la misma Europa y a la humanidad entera, por universalismo y un culto desenfrenado del desarrollo. Y es que, como toda civilización superior, nuestra civilización oculta un vicio importante, y por consiguiente un enorme riesgo.
Este vicio, es a la vez el universalismo y el interés demasiado grande concedido a los demás pueblos, ésta es la parte inversa y la parte negativa del espíritu de conquista (y de apertura), el exceso de curiosidad, la fragilidad interior, la duda de uno mismo, que acaba por completarse en el etnomasoquismo y en la xenofilia.
Debido a esto hace falta realizar una tenaz revisión, una metamorfosis de los principios. Se trata de abandonar el universalismo, de renunciar a la vez al dar a los otros y al recibir de ellos, se deberá realizar un nuevo trabajo de concentración sobre las propias fuerzas, que será evidentemente una ruptura histórica.
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La segunda cuestión posee una objeción -fácil- que formulan a menudo aquellos espíritus perturbados por la doctrina superficial del etnopluralismo: ¿Acaso el modelo occidental, prolongación de la civilización europea no pretenderá ser hoy superior a todos los otros? ¿No es esto descender al dogma francés y americano de la "misión civilizadora" hacia los "pueblos inferiores" en lugar de defender el etno-centrismo europeo? No, y es que:
1º) En realidad, la "civilización occidental" no es, o no es ya más una civilización, pero exclusivamente un sistema y una ideología que pretende englobar a todas las civilizaciones y trascenderlas. No importa qué nación puede apropiársela, comenzando por Japón, Corea, Singapur o Jordania, Que este sistema (que ahora por otro lado es tan mundial como "occidental") se dice superior, en estrecha superposición con el modelo americano, no tiene nada que ver con la afirmación de la superioridad étnica e intrínseca de la civilización nacida sobre el espacio europeo.
2º) La reforma interior a realizar por la civilización europea reposa sobre dos principios. Creer en su superioridad no significa ya más querer convertir a las otras, ni influenciarlas. Se rompe aquí con el optimismo universal y civilizador, el delirio de grandeza vulgar, de Jefferson o de Jules Ferry. Entonces los principios de indiferencia y de respeto hacia los otros pueblos y civilizaciones se imponen. No busquemos influenciarlas, ni dominarlas, ni incluso ayudarlas (a pesar de las demandas urgentes que se dirigen a nosotros, a pesar de su altivez, sus complejos, su impotencia); seamos indiferentes a su suerte; rechacemos toda contribución de su parte, y es que nos son inútiles, incluso a menudo perjudiciales.
Y luego incitémosles, si son tan dotados como pretenden, a trazar su ruta por ellos mismos, a no presentarse a la vez como genios y como víctimas. ¿Los hemos explotado? Son ellos quienes ayer y hoy han explotado los recursos de a civilización europea. Dejarlos solos frente a sí mismos, esto quizá les recompense, y así conseguir una liberación mutua. A veces hay divorcios útiles. La nueva Europa debe divorciarse del resto del mundo.
Como opuesto a la vez al universalismo y al etnopluralismo, una tercera vía se impone en consecuencia: el del etnocentrismo: Respecto del plano económico, el espacio natural de los pueblos originarios europeos, posee prácticamente todos los recursos, del mismo modo que nuestra cultura global no necesita de la aportación de ninguna otra, en el conjunto de los dominios que abarcan al espíritu humano.
Se deberá efectuar una revolución mental, que un chino hijo del cielo y del Imperio milenario comprendería muy bien, una revolución interior indispensable para el destino de todos los pueblos de gran perennidad: pensar la civilización europea como intrínsicamente superior, pero también autónoma.
A saber: para dejar huella en la historia, no basta con querer ser diferente, es necesario creerse superior. Muchos pueblos han creído que no lo fueron y que nosotros lo fuimos ¡Y nosotros ya no creemos más en ello! Como un jugador de póquer que tiene todos los ases en la manga y que no se atreve a jugarlas. Los pueblos duraderos, las civilizaciones vivaces se han creído siempre centrales y superiores, como el ejemplo de China enseña ("Imperio milenario" y también -a una escala menor- aquel del pueblo hebreo ("pueblo elegido, sal de la tierra").
Es solamente si se recupera este orgullo, en declararlo legítimo, reconciliándose con esta buena conciencia de la autoafirmación y del etno-centrismo, persuadiéndose de la superioridad de su herencia histórica como los Europeos del siglo XXI pueden sobrevivir históricamente. Bien entendido, esta revolución copernicana en las mentalidades no podrá ser adquirida salvo luego de conmociones violentas.
Los intelectuales de derecha, como de izquierda o de centro moderado, juzgaran estas posturas como simplistas. Tanto mejor. La verdad es siempre simple, límpida, juvenil. Los amos del pensamiento de la Europa de hoy manejan un pensamiento moribundo y complicado, se diría que senil, una escolástica de fin de reino, sin eje, sin estilo, construido sobre el estuco de ideas falsas y cromáticas. Afirman la igualdad de todas las civilizaciones mientras menosprecian la suya. Pero en el fondo de su espíritu, no creen una palabra de lo que dicen; su habla es balbuceante, hablan por cobardía.
1º) En realidad, la "civilización occidental" no es, o no es ya más una civilización, pero exclusivamente un sistema y una ideología que pretende englobar a todas las civilizaciones y trascenderlas. No importa qué nación puede apropiársela, comenzando por Japón, Corea, Singapur o Jordania, Que este sistema (que ahora por otro lado es tan mundial como "occidental") se dice superior, en estrecha superposición con el modelo americano, no tiene nada que ver con la afirmación de la superioridad étnica e intrínseca de la civilización nacida sobre el espacio europeo.
2º) La reforma interior a realizar por la civilización europea reposa sobre dos principios. Creer en su superioridad no significa ya más querer convertir a las otras, ni influenciarlas. Se rompe aquí con el optimismo universal y civilizador, el delirio de grandeza vulgar, de Jefferson o de Jules Ferry. Entonces los principios de indiferencia y de respeto hacia los otros pueblos y civilizaciones se imponen. No busquemos influenciarlas, ni dominarlas, ni incluso ayudarlas (a pesar de las demandas urgentes que se dirigen a nosotros, a pesar de su altivez, sus complejos, su impotencia); seamos indiferentes a su suerte; rechacemos toda contribución de su parte, y es que nos son inútiles, incluso a menudo perjudiciales.
Y luego incitémosles, si son tan dotados como pretenden, a trazar su ruta por ellos mismos, a no presentarse a la vez como genios y como víctimas. ¿Los hemos explotado? Son ellos quienes ayer y hoy han explotado los recursos de a civilización europea. Dejarlos solos frente a sí mismos, esto quizá les recompense, y así conseguir una liberación mutua. A veces hay divorcios útiles. La nueva Europa debe divorciarse del resto del mundo.
Como opuesto a la vez al universalismo y al etnopluralismo, una tercera vía se impone en consecuencia: el del etnocentrismo: Respecto del plano económico, el espacio natural de los pueblos originarios europeos, posee prácticamente todos los recursos, del mismo modo que nuestra cultura global no necesita de la aportación de ninguna otra, en el conjunto de los dominios que abarcan al espíritu humano.
Se deberá efectuar una revolución mental, que un chino hijo del cielo y del Imperio milenario comprendería muy bien, una revolución interior indispensable para el destino de todos los pueblos de gran perennidad: pensar la civilización europea como intrínsicamente superior, pero también autónoma.
A saber: para dejar huella en la historia, no basta con querer ser diferente, es necesario creerse superior. Muchos pueblos han creído que no lo fueron y que nosotros lo fuimos ¡Y nosotros ya no creemos más en ello! Como un jugador de póquer que tiene todos los ases en la manga y que no se atreve a jugarlas. Los pueblos duraderos, las civilizaciones vivaces se han creído siempre centrales y superiores, como el ejemplo de China enseña ("Imperio milenario" y también -a una escala menor- aquel del pueblo hebreo ("pueblo elegido, sal de la tierra").
Es solamente si se recupera este orgullo, en declararlo legítimo, reconciliándose con esta buena conciencia de la autoafirmación y del etno-centrismo, persuadiéndose de la superioridad de su herencia histórica como los Europeos del siglo XXI pueden sobrevivir históricamente. Bien entendido, esta revolución copernicana en las mentalidades no podrá ser adquirida salvo luego de conmociones violentas.
Los intelectuales de derecha, como de izquierda o de centro moderado, juzgaran estas posturas como simplistas. Tanto mejor. La verdad es siempre simple, límpida, juvenil. Los amos del pensamiento de la Europa de hoy manejan un pensamiento moribundo y complicado, se diría que senil, una escolástica de fin de reino, sin eje, sin estilo, construido sobre el estuco de ideas falsas y cromáticas. Afirman la igualdad de todas las civilizaciones mientras menosprecian la suya. Pero en el fondo de su espíritu, no creen una palabra de lo que dicen; su habla es balbuceante, hablan por cobardía.
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La civilización europea tiene múltiples raíces en el conjunto del mundo llamado "indo-europeo". Fue el fruto del equilibrio de aportaciones propias y de influencias exteriores digeridas con moderación. Se caracteriza por lo que Robert Steuckers denominó la désinstallation (lo cual es a la vez una ventaja y un peligro); una llamada al movimiento, a la conquista, a la metamorfosis, apertura y curiosidad, autocrítica permanente, gusto por los nuevos sabores contra los dogmas fijados, apetito por la tecnociencia, etc. El problema central de esta civilización es por consiguiente conciliar esta désinstallation y un necesario arraigo, de conciliar el movimiento y la identidad, las raíces y el crecimiento de las hojas. Y es que, como sugiere La Fontaine (en El Roble y la Rosa), si el follaje está demasiado elevada y crece en proporciones más considerables respecto de la penetración de las raíces, el roble será desarraigado por la tempestad. Ésta es la tragedia por otro lado de toda civilización imperial : en determinado momento, la expansión puede dañar la identidad, el follaje arborescente fragilizar las raíces del árbol.
Las dos tendencias deben ser equilibradas y, como expresé en otra parte (en El Arqueofuturismo), Europa debe repensar totalmente la estrategia de su voluntad de poder acompañado de un cierto recogimiento, de un retorno a sí mismo. Es difícil ser prometeico, es decir, de querer desafiar a los dioses y de superarlos.
La civilización europea pasó globalmente por tres fases de importancia: un período de desarrollo que engloba la Antigüedad céltico-grecorromana y la Edad Media; un período de expansión mundial y de formación (ver Tierra y Mar de Carl Schmitt) que va desde la mitad del siglo XV al comienzo del siglo XX, cuando la civilización europea, la primera en toda la historia humana, consiguió lo que se podría llamar el "Reino de la Tierra"; y al final un período de rápido declinar, a partir de la Primera Guerra Mundial, donde la civilización de vio absorbida por el Occidente americamorfo que ella misma generó y que, hoy, está amenazada de ser colonizada por los pueblos del Sur, que ella misma colonizó.
Las dos tendencias deben ser equilibradas y, como expresé en otra parte (en El Arqueofuturismo), Europa debe repensar totalmente la estrategia de su voluntad de poder acompañado de un cierto recogimiento, de un retorno a sí mismo. Es difícil ser prometeico, es decir, de querer desafiar a los dioses y de superarlos.
La civilización europea pasó globalmente por tres fases de importancia: un período de desarrollo que engloba la Antigüedad céltico-grecorromana y la Edad Media; un período de expansión mundial y de formación (ver Tierra y Mar de Carl Schmitt) que va desde la mitad del siglo XV al comienzo del siglo XX, cuando la civilización europea, la primera en toda la historia humana, consiguió lo que se podría llamar el "Reino de la Tierra"; y al final un período de rápido declinar, a partir de la Primera Guerra Mundial, donde la civilización de vio absorbida por el Occidente americamorfo que ella misma generó y que, hoy, está amenazada de ser colonizada por los pueblos del Sur, que ella misma colonizó.
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La cuarta fase histórica de la civilización europea se abre hoy. Esta será la más trágica y la más arriesgada de todas. Ésta será la caótica, de reagrupamiento y de defensa alrededor de su espacio natural, el espacio eurosiberiano. Está será la de la reconquista interior, de la liberación. O bien de la desaparición. Todos los conceptos de civilización deberán ser repensados. La nueva civilización europea deberá admitir, sin renunciar a una política mundial, las nociones de aislacionismo, de autarquía, de etnocentrismo y de coherencia étnica global. Esto no significa para nada, más bien al contrario, una renuncia al poder. Todavía hoy, se puede recuperarse, la civilización europea es aún bastante fuerte para ignorar a las demás y demasiado fuerte para que sea ignorada por los demás.
Las catástrofes de mayor importancia que amenazan el sistema occidental al comienzo del siglo XXI serán quizá quienes hagan parir este renacimiento, esta metamorfosis de la civilización europea, esta reconquista tanto interior como específica. Y es que las reconquistas espirituales, culturales, étnicas y políticas están íntimamente ligadas.
En el fondo, es el orgullo de sí mismos lo que los europeos deben reencontrar, orgullo que quizá sólo ellos pueden poseer. Como escribió Pierre Vial hablando de las personalidades creativas excepcionales que, mil veces más que en otras partes, florecieron sobre tierra europea (Terre et Peuple, n°8, mayo 1999): "Todos han hablado, a su manera, de la grandeza única de una civilización de la cual nosotros somos los hijos y los guardianes. Desde Helgoland a Delfos, desde Chartres a Toledo, desde Brocéliande à Verden, de Stonehenge a San Petersburgo, el sueño europeo está presente. Podemos vivirlo. Basta quererlo ". Si no, viviremos el crepúsculo y no tendremos más descendientes. Habremos sido el "último hombre" de Nietzsche, aquellos esclavos felices que ríen saltando.
(c) Por el texto: Guillaume Faye
(c) Por la Edición Francesa: Editions de l'Aencre
(c) Por la traducción castellana: Miguel Ángel Fernández
Las catástrofes de mayor importancia que amenazan el sistema occidental al comienzo del siglo XXI serán quizá quienes hagan parir este renacimiento, esta metamorfosis de la civilización europea, esta reconquista tanto interior como específica. Y es que las reconquistas espirituales, culturales, étnicas y políticas están íntimamente ligadas.
En el fondo, es el orgullo de sí mismos lo que los europeos deben reencontrar, orgullo que quizá sólo ellos pueden poseer. Como escribió Pierre Vial hablando de las personalidades creativas excepcionales que, mil veces más que en otras partes, florecieron sobre tierra europea (Terre et Peuple, n°8, mayo 1999): "Todos han hablado, a su manera, de la grandeza única de una civilización de la cual nosotros somos los hijos y los guardianes. Desde Helgoland a Delfos, desde Chartres a Toledo, desde Brocéliande à Verden, de Stonehenge a San Petersburgo, el sueño europeo está presente. Podemos vivirlo. Basta quererlo ". Si no, viviremos el crepúsculo y no tendremos más descendientes. Habremos sido el "último hombre" de Nietzsche, aquellos esclavos felices que ríen saltando.
(c) Por el texto: Guillaume Faye
(c) Por la Edición Francesa: Editions de l'Aencre
(c) Por la traducción castellana: Miguel Ángel Fernández