sábado, 16 de octubre de 2010

Catarismo: allí y entonces... (introducción a la Guía del Catarismo)

Infokrisis.- Presentamos este texto que forma parte de nuestro libro "Guía del Catarismo" (Martínez Roca, Barcelona 1998) actualmente agotado. Se trata de una introducción al tema que intenta pintar con unas cuantas pinceladas la situación en la Occitania del siglo XI donde empezaba a difundirse el catarismo. Esperamos que este documento guste a los lectores de infokrisis. En los próximos días continuaremos publicando material de archivo que desde hace casi 10 años no había utilizado.


Occitania ha pasado a la historia de la humanidad gracias al drama del catarismo. Entre los siglos XI y XIV, en poco más de doscientos cincuenta años, la fisonomía, las costumbres y la historia de Occitana cambiaron decisivamente. El catarismo fue uno de los elementos -no el único, ni siquiera el más importante- desencadenantes de una crisis que dió a Francia (y a España, por lo demás) su actual fisonomía. Era evidente que el diseño geopolítico del territorio Franco obligaba a establecer una frontera en el Sur. Esa frontera no podía ser otra que los Pirineos. Lamentablemente para los cátaros occitanos, su país se encontraba vinculado a la Corona de Aragón, pero en el ámbito geográfico del Norte. La excusa de la lucha contra la herejía fue el "casus belli" para justificar la intervención y la expansión del reino de Francia hasta los confines pirenaicos.

Hasta ese momento Occitania había sido diferente. Su lengua había evolucionado de manera distinta a la hablada en el norte y se había convertido en vehículo de saber. El secreto de la pujanza cultural occitana era su lengua, había sido adoptada por poetas ambulantes y era hablada por la nobleza local. Al producirse el desplome del Imperio Romano, la presencia germánica había sido extremadamente tenue en Occitania. Los visigodos que hicieron de Toulouse su capital se trasladaron con armas y bagajes a España tras la derrota de Vouillé, sin dejar rastros. Así como en otras zonas de Europa con mayor presencia de sangre germánica se produjo una colusión entre el cristianismo y la antigua religión pagana, en Occitania, al menos a nivel popular, la impregnación cristiana fue débil y el cristianismo practicado y amado por la población tenía mucho que ver con el de los orígenes, sin que la componente nórdico-germánica atenuara alguno de sus aspectos y los sustituyera por un sistema jerárquico y sacramental. La Iglesia local era muy débil en esa época y sus sacerdotes no daban el ejemplo que la población esperaba de ellos.

La lengua diferenciaba, pero la estructura feudal hacía de Occitania una zona no muy diferente del resto de Occidente. La organización trifuncional de las comunidades era idéntica allí que en la Corona de Aragón, Castilla o el Sacro Imperio Germánico. La nobleza guerreaba y se encuadraba en las órdenes militares. Los templarios y hospitalarios se implantaron en la zona durante el siglo XII. Los monjes oraban y meditaban dentro de los monasterios pertenecientes a la orden del Císter y más adelante a los franciscanos, dominicos y muchas más. Los burgueses y artesanos trabajaban con sus manos o comerciaban y sus organizaciones gremiales eran tan potentes en Occitania como en cualquier otra zona de Europa. Las tres columnas de la sociedad medieval europea estaban sostenidas por vínculos de cohesión, derechos y obligaciones de cada uno respecto a los demás. La prueba de que esta organización feudal estaba viva en Occitania es que muchos nobles situados dentro de la órbita católica debieron tomar las armas a favor del catarismo. Los condes de Toulouse y el mismo Pedro de Aragón, llamado "el Católico", solo tomaron las armas para defender a sus súbditos cátaros, a sus vasallos y feudatarios, no por identidad con sus ideales sino obligados por compromiso feudal.

En ese caldo de cultivo florece el catarismo. Solo una mínima parte de la población occitana militó en sus filas y siguió sus ritos. Muchos occitanos no se interesaban por el catarismo, pero apreciaban a sus vecinos e incluso les daban la razón en las pequeñas discusiones de taberna. Que si el bautismo era absurdo por que los recién nacidos ignoraban lo que era el pecado, que si los curas no hacían lo que predicaban, que si Dios era bueno como había aparecido el mal en el mundo... Los perfectos no convencían a muchos pero tenían la virtud de predicar con el ejemplo. Apreciados por sus vecinos, estaban dotados de una gran habilidad manual; eran cesteros, zapateros, médicos, escribanos, curtidores y, sobre todo, canteros y tejedores; muchos practicaban el comercio. Uno de ellos, amasó 15.000 piezas de oro de la comunidad cátara que luego entregó a su sobrino para que las transladase a las más seguras comunidades lombardas; nunca más volvió a saberse de él...

Gabrielle Teissere, hija de tejedores del Aude, había nacido no muy lejos de las riberas del lago de Monthel a pocos kilómetros del sendero que los cátaros solían recorrer en otro tiempo para llegar a la zona de refugio de los "perfectos". Cuando la niña tuvo uso de razón, hacia 1315, el catarismo occitano yacía destrozado; su abuela tenía cuatro años cuando cayó el fuerte de Montsegur y ante el candil le había contado historias sobre los "bons homes"; en época de Gabrielle, el catarismo, aunque distante en el tiempo, seguía formando parte del paisaje occitano, casi a modo de naturaleza muerta. La dureza de los tiempos de persecución había calado hondo en el psiquismo profundo de los lugareños. Su madre y abuela habían conocido bien a los cátaros y aun a pesar de apreciarlos y, en ocasiones de socorrerlos, no querían que sus hijos se mezclaran con ellos. Los pocos cátaros que ellas habían conocido eran tenidos por buenos vecinos y excelentes ciudadanos; sus valores eran ponderados por toda la población, al margen de cual fuera su fe. Se decía que nunca faltaban a la palabra dada, que respetaban a sus mujeres en un tiempo en el que la condición femenina era denostada en otras regiones, procuraban evitar mirar a mujeres para evitar con ello la tentación, también contaban los lugareños que eran pacíficos, jamás entablaban peleas por motivo alguno y si eran desafiados procuraban disuadir al atacante con palabras y argumentos, antes de empuñar el palo o la espada. Se decía incluso que liberaban a los animales que encontraban presos en cepos, resarciendo al cazador. Si alguién les preguntaba como se llamaban ellos decían simplemente que eran "buenos cristianos". Cuando Fulco, obispo de Toulouse, ordenó a sus presbíteros que denunciaran y persiguieran a los cátaros, estos no sabían como negarse, "son nuestros vecinos y son buenos vecinos", decían. A pesar de existir entre ellos muchos comerciantes, no hacían ostentación de riqueza ni lujo e, incluso, la élite de los cátaros, los "perfectos", renunciaban a todo, incluso a una mala montura. Solían trabajar con sus manos para mantenerse allí donde predicaban. La pobreza era para ellos la mejor forma de vida.

No todos los cátaros tenían una sofisticada cultura, muchos de ellos albergaban temores irracionales, especialmente entre los estratos más populares. La superstición alcanzaba, no solo a las capas populares, sino incluso a los mismos eclesiásticos y a la nobleza. El vuelo de un cuervo indicaba presagios siniestros, el gato negro un alma en pena que volvía en busca de venganza, un escorpión blanco invitaba a quedarse en el hogar. Si se deseaba asegurar la fertilidad de los maridos, la mujer debía de hacerle ingerir, como fuera, una pequeña muestra de sangre menstrual. Cada comarca tenía su adivino, que al mismo tiempo era curandero; el su brujo capaz de responder a cualquier petición. Cada cual se forjaba su propio repertorio de supersticiones. Gabrielle recordaba como su abuela le había explicado la historia de su cuñado, un pastor que experimentaba un pánico violento al encontrarse frente a hombres o mujeres pelirrojas; en ocasiones, incluso, los había agredido; decían que estaba endemoniado.

Lo que hoy llamamos "calidad de vida" era lo peor que debían afrontar los campesinos y pastores occitanos. A sus refugios no alcanzaba la cultura ni el saber de los palacios y las villas. Su vida media, sometida a indecibles penalidades, apenas llegaba a la edad de Cristo. Los picapedreros y maestros de obra operaban solo en burgos y castillos y los campesinos no tenían otra forma de construir sus moradas sino era a base de obtener piedras de construcciones anteriores ya existentes o utilizando árboles y paja. Lugdunum Convenarum, la actual Comminges, fue destruido en los años oscuros de la dinastía merovingia y sus ruinas alimentaron las construcciones de los Pirineos durante siglos. Pocas eran las casas cubiertas con tejas, habitualmente un entrelazado de paja apenas resguardaba de las inclemencias del tiempo. Si la familia podía cubrir su morada con tejas, siempre, en una esquina, quitaba una para que el alma de los difuntos tuviera facilidad para ascender al cielo.

Buena parte de los campesinos se albergaban en cabañas circulares. No existía división alguna en su interior. El ganado vivía cerca, muy frecuentemente junto a la familia en el mismo interiro de la cabaña, apenas separado por una pequeña cerca. Era la única forma de obtener calor en el duro invierno. Los cátaros eran más pulcros e higiénicos que el resto de la población. En aquel tiempo en que los caballeros se jactaban de no mudarse durante semanas, sobre todo en campaña, los cátaros fueron reconocidos durante un tiempo por la inquisición por su extrema pulcritud. Algunos les llamaban moros o moriscos, por similitud con los árabes de España en cuyos ritos diarios, la limpieza ocupaba un lugar primordial. De hecho, en algunos pueblos pirenaicos y occitanos -Maury- han quedado en la toponimia rastros de esa asimilación a los "moros".

El cuadro de aquellas pobres cabañas de los siglos XII y XIV era triste: olores pestilentes de los animales a un lado, al otro un jergón sobre el que dormían los padres y en torno suyo sobre la paja, los hijos, sin importar su edad ni sexo. Nadie les explicaba los misterios de la procreación, podían ver a un lado de la casa como se unían los animales, mientras que al otro, sus padres realizaban ritos parecidos.

No existía más educación que la que el cura impartía en sus sermones o la que eran capaces de transmitir los padres. El saber era eminentemente práctico; la humanidad de aquellos años sabía solo lo necesario para sobrevivir. Ya desde la infancia aprendían a reconocer los signos de la naturaleza, las nubes que traerían tempestad, el momento adecuado para sembrar, la utilidad de tal o cual hierba para lograr este o aquel efecto esperado. Solo había que sembrar árboles y casarse en Luna Nueva; justo entonces era posible cortarse el pelo y las uñas que había que conservar si se deseaba obtener suerte y fortuna.

La instrucción religiosa había sido siempre pobre en el Pirineo y en Occitania; la presencia de órdenes religiosas en la zona fue menor que en otras latitudes y el impacto del paganismo ha subsistido casi hasta nuestros días, perviviendo en creencias y tradiciones populares apenas adulteradas. La iglesia ofrecía la "salvación de las almas" y eso entrañaba poner el énfasis en el buen morir. La enseñanza religiosa tendía a crear sugestiones psíquicas sobre lo que el fiel encontraría tras morir, en el otro mundo. Todas las pequeñas iglesuelas pirenaicas y occitanas albergaban imágenes de San Pedro pesando las almas de los difuntos, a un lado de la balanza un ángel, en el otro el diablo; muy frecuentemente, otro diablillo juguetón de menor talla se colgaba del platillo de la balanza que albergaba al alma para impedir que ésta se equilibrara con la pluma del otro platillo. Las descripciones del infierno eran tan terroríficas, como amables y deliciosas eran las venturas que esperaban al justo. Todas las iglesias y ermitas, por pequeñas que fueran estaban cubiertas de verdaderos "programas iconográficos" que resumían la historia sagrada. El sacerdote enseñaba a "leer" la Biblia en los capiteles y archivoltas, en relives y frescos. Las imágenes eran suficientemente explicativas, frecuentemente dramáticas, y calaban hondo en un pueblo humilde e impresionable. Para un pueblo que no sabía leer ni escribir, la única transmisión y retención de conocimientos podía realizarse mediante símbolos e imágenes.

Los cátaros no amaban entrar en las iglesias, decían que en ellas estaba presente el dios malvado. Sostenían que el verdadero tesoro del género humano era su alma y esta, al ser inmaterial, no precisaba de soportes físicos para su culto. Ni siquiera cuando las lechuzas gritaban anunciando una muerte, los cátaros utilizaban los santos óleos para los ritos funerarios. Ellos ofrecían algo más que la "salvación" del alma de la que no renegaban y que era el objetivo a alcanzar por los "creyentes". La "salvación" implicaba el obtener renacimientos afortunados e irse purificando a lo largo de ellos. Los "perfectos" -lo que podríamos llamar élite religiosa del catarismo- ofrecían la "liberación" del alma, es decir, su retirada del eterno ciclo de los renacimientos en formas y especies diversas, hasta integrar el alma en la pura luz divina. Y esto solo lo daba una estricta disciplina interior.

Gabrielle no había visto nunca a los "perfectos". Cuando empezó a tener uso de razón, la persecución contra el catarismo se había extremado y ya no podían recorrer las tierras occitanas con la libertad que en tiempos de su abuela. Esta le había contado, como de muy niña, solía ver por los valles pirenaicos a los "bons homes". Iban de dos en dos, cubiertos de hábito negro con capuchón, ceñido por cordón de lino, signo de que habían sido regularmente ordenados; en ocasiones, su cabeza se cubría con un bonete redondo. No se cortaban la barba y hasta el siglo XIII llevaron el pelo más largo de lo normal. Sus hábitos solían estar gastados y cubiertos de remiendos. Por todo equipaje llevaban una bolsa a la altura de la cintura, muy pocas veces contenía alimentos, tan solo una copia manuscrita del Evangelio de San Juan. Y una olla. Preferían comer y cocinar en su propia olla que utilizar la que les ofrecieran que podía contener restos de grasas animales. Eran vegetarianos. La abuela asistió a las catequesis que organizó Guilhabert de Castres, noble aquitano, predicador de la buena nueva herética en toda la Occitania; murió en Montsegur poco antes del asedio. El buen Guilhabert introdujo a Therese, la abuela de Gabrielle, en la comunidad cátara, apenas por unos meses. Se arrodilló tres veces ante su maestro y le pidió su bendición, mostrando así la naturaleza sincera de su fe, como indicaba el ceremonial. Therese contó a su nieta que este rito mejoraba su condición ante el buen Dios y por eso Guilhabert le llamaba "meolhiorament". Un buen día Guilhabert ya no vino más a la aldea, la edad y la persecución sistemática, le obligaron a refugiarse en Montsegur. La comunidad cátara se dispersó y cuando llegó la Inquisición, apenas unos pocos fueron condenados a penitencias menores. Solo allí donde hubo lucha, se dieron grandes procesos y quemas masivas de herejes. Therese pudo contarlo a su nieta.

El hecho de que los "perfectos" viajasen en parejas se debía a una mezcla de pragmatismo, fraternidad y precaución. Los caminos eran inseguros, frecuentemente asaltados por bandidos o por los señores del lugar que exigían peaje al paso por sus tierras. Ni la sofisticada civilización occitana se había librado de esta plaga. Dos hombres se defendían mejor que uno. Por lo demás los "perfectos" debían de interrumpir su sueño durante seis veces cada noche para rezar sus oraciones. Un "perfecto" velaba y rezaba, para después despertar a su compañero que haría otro tanto mientras el primero dormía. Y así seis veces cada noche. No era pues raro que los sueños se recordaran a la perfección. Los cátaros sostenían que los sueños traían mensajes ocultos a los hombres. Decían que, mientras el yo físico dormía, el alma volaba en libertad en el mundo de los sueños. Era inevitable que los cátaros, al interrumpir sus sueños para meditar, lo hicieran sobre las últimas imágenes que acudían a ellos antes de ser despertados. Finalmente, se procuraba impedir que un "perfecto" pecara; su hermano debía vigilar su comportamiento y salvarlo y, al mismo tiempo, ser vigilado por él.

En tiempos de Gabrielle, los "perfectos" habían cambiado de costumbres. Sus ropas ya no podían ser las que la Inquisición conocía a la perfección. Como los comerciantes solían llevar ropas azul oscuro, ellos las adoptaron e incluso las parejas de "perfectos" fueron de sexo opuesto. Aparentaban ser marido y mujer, pero cuando debían acostarse junto en cualquier posada, no se desvestían y procuraban que sus cuerpos no se rozaran. Si la tentación planeaba sobre ellos se realizaban sangrías.

Aun en ese período tardío del catarismo, la inquisición solía descubrir a los perfectos por su aspecto físico. La extrema palidez de sus rostros, era una pista no desdeñable. Los frecuentes ayunos y penitencias les hurtaban un aspecto saludable. Tres días a la semana ayunaban pan y agua. Otros solo bebían vino extremadamente diluido y unos pocos solo agua templada con una nuez. Para los simples creyentes la dieta no era tan estricta y a lo largo de las generaciones fue relajándose. Finalmente, solo los "perfectos" debían mantener una dieta vegetariana, mientras que los simples "creyentes" podían alimentarse de cualquier otra cosa. Sin embargo, unos y otros, debían respetar la vida de los animales. La Inquisición reconoció a los fieles cátaros por su rechazo a sacrificar animales. Muy frecuentemente eran obligados a sacrificar un simple animal doméstico; la negativa era un indicio de pertenencia a la herejía.

La muerte estaba presente en la humanidad medieval, guerras, hambrunas, epidemias, hacían de la muerte algo cotidiano. En realidad, todo el hecho religioso giraba en torno a la vida como preparación para la muerte y los herejes no iban a ser una excepción. Los cátaros sostenían que el alma tras la muerte, transmigraba de un cuerpo a otro. Las almas que habían ofendido a Dios y llevado una vida impura se reencarnaban en cuerpos de animales igualmente impuros. La madre de Gabrielle, le había contado como tras la muerte del cuñado de la abuela, apareció en la región una gran serpiente de la que decían que solo mordía a los pelirrojos, y cuando, tiempo después la serpiente desapareció, voló sobre las altas cumbres de la región, un halcón que seguía a los pelirrojos como intentando descubrir sus intenciones, pero sin atacarlos jamás. Gabrielle se sintió vivamente impresionada por estos relatos y ya nunca más vió a las animales como algo radicalmente diferente de los humanos. Una y otra vez se preguntaba quien podría haber sido en su vida humana aquella gallina o el puerco primorosamente engordado, y qué infamia cometieron para hacerse acreedores de tan desgraciado destino.

Había muchas damas nobles entre los cátaros, pero muy pocas entre el pueblo llano. La sociedad occitana tenía rasgos telúricos y ginecocráticos quizás residuo procedente de las antiguas culturas mediterráneas que adoraron y enaltecieron a la mujer como Diosa y Gran Madre. Solo aquí pudo florecer un culto exajerado a la dama. Los mismos "perfectos" debían apartarse al paso de una mujer, aunque cayeran necesariamente en un charco o en el arroyo. Jamás compartían un banco con una mujer, a no ser que fuera una "perfecta" y no por displicencia sino por respeto y subordinación. Mientras en el Norte se vivía una sociedad masculina, viril y guerrera, el Sur era recorrido por trovadores que buscaban un tenue signo de amor en su dama. A veces solo el premio de una mirada o el permiso para quitarles un zapato. Las nobles cátaras aportaron a la comunidad sus bienes y mansiones, frecuentemente se instalaron en ellas conventos y casas de retiro. Podían aplicar el rito del consolamentum y predicar la fe.

Cuando Gabrielle y sus padres llegaron a la capital occitana, Toulouse era la tercera ciudad de la cristiandad, tras Roma y Venecia. Las ciudad restañaba las heridas que había sufrido un siglo antes en tiempos de Raymond VII. Los cátaros habían desaparecido de la orgullosa ciudad, pero ni siquiera la llegada de los barones del Norte había conseguido cambiar extraordinariamente las costumbres de sus habitantes. El dinero seguía en manos de los judíos y muchos orfebres y artesanos pertenecían a la raza de Yavhé. Si bien la llegada de los "franchimanos" del Norte había coartado las libertades tolosanas, los prohombres de los gremios seguían siendo escuchados y los trovadores sonaban sus instrumentos en los palacios nobles. Donde mucho hubo, siempre queda algo, podían decir con razón los tolosanos. En 1324, siete notables de lengua occitana fundaron la "Compañía del Gay Saber" que cada año, el 3 de mayo, premiaba con una flor a los mejores rapsodas y poetas. El abigarrado mercado de Toulouse estaba en el centro de una ciudad en plena reconstrucción. Por todas partes florecen nuevos templos y se diría que el catarismo es tan solo un recuerdo. La nobleza que apoyó a la herejía fue desposeida de su poder, los "capitouls" que representaban a los burgueses, jamás volvieron a elegirse. La milicia permanecía desmovilizada y los muros aun seguían derribados. Los cátaros se habían refugiado, primero en los campos ejerciendo de pastores, o simplemente sobreviviendo en lugares poco accesibles. Más tarde, tras la toma de Montsegur, debieron refugiarse en las grutas del Sabarthés, si bien otros muchos prefirieron el camino del exilio. Las familias que tuvieron cátaros entre sus filas permanecían rotas y raras veces recibían noticias de sus allegados residentes en Aragón, Lombardía o cualquier isla mediterránea a donde habían ido a parar escapando de la Inquisición. Cada occitano tenía un familiar o un amigo en el exilio, de peregrinación a Santiago, Roma o Jerusalén para expiar su culpa o en las mazmorras inquisitoriales.

Los pocos núcleos cátaros que existían en la clandestinidad a principios del siglo XIV apenas se dejaban ver. Quienes seguían manteniendo su fe en secreto tenían dificultades para encontrar un "perfecto" que les administrase el "consolamentum" a la hora de morir. Frecuentemente, los pocos "perfectos" que quedaban eran atraídos a trampas, encontrando a la Inquisición allí donde creían ir a "consolar" algún anciano moribundo que les imploraba su presencia y el rito de la buena muerte.

Cuando Gabrielle llega a Toulouse en 1321, la ciudad sabe que acaba de ser ejecutado Gillaume Belibaste en Villerouge Termenès, pero ignora que se trata del último "perfecto" occitano, el postrero superviviente de las matanzas del siglo XIII. Belibaste ya no tenía "iglesia", tan solo un pequeño núcleo de partidarios que había dejado en las montañas del Maestrazgo y unos pocos contactos esparcidos por todo el Reino de Aragón. Uno de ellos labró su perdición. De todas formas existía una gran diferencia entre Belibaste y los primeros "perfectos" del siglo XI y XII. Aislado de toda jerarquía, hombre sin gran cultura ni educación, Belibaste solo podía dar ejemplo. En sus últimos años fue una mezcla de predicador iracundo contra Roma, cúmulo de supersticiones y hombre rústico pero bueno, al fin y al cabo. Su discurso, a diferencia del de los primeros misioneros búlgaros llegados del Este y de sus discípulos occitanos, ya no podía ser atendido por la nobleza, ni por los burgueses, solo podía seducir a campesinos pobres o a antiguos cátaros. La idea de los dos principios opuestos, bien y mal, había llevado a estos últimos "perfectos" a excentricidades teológicas. Si existían dos principios y uno -el Dios bueno- no hacía caso de sus fieles, había que entregarse en manos del principio del mal. Alguno de los últimos cátaros habia vomitado "Si Dios no me proporciona lo que quiero, lo pediré al diablo". Era evidente que la vieja creencia había ido degenerando. Al no existir literatura escrita, solo unas pocas versiones del Evangelio de San Juan y muy pocas obras específicamente cátaras -la tenencia de uno de estos tratados implicaba la hoguera-, clandestinos y con dificultades de comunicación, era lógico que la herejía no pudiera mantener durante mucho tiempo su alto nivel teológico.

Gabrielle apenas podía moverse en el mercado de Toulouse; hombres y ganados, yendo y viniendo, público a la búsqueda de la mejor oferta, mendigos pidiendo y bribones robando, monjes dominicos de manto blanco a los que la población trataba con una deferencia no exenta de temor y, de tanto en tanto, algún noble que por rasgos, ropas y ademanes mostraba ser oriundo de la tierra occitana, componían el colorista paisaje urbano que maravillaba a una pobre campesina de apenas 16 años. Sus ojos se posaron en una dama noble trasladada en palanquín por abnegados sirvientes. Repartía pan a los pobres y procuraba escuchar sus quejas y no envanecerse con sus agradecimientos. Gabrielle notó que, sobre todo, tenía buen cuidado en ser más generosa con los mendigos pelirrojos. Aquello le hizo pensar en las historias que le había contado su abuela, sobre el hermano de su esposo, que se encolerizabb ante los pelirrojos y luego las que oyó de su madre sobre una serpiente que los atacaba y, más tarde, un halcón que los respetaba. Y ahora tenía ante sí una noble dama que los alimentaba. Fue entonces cuando se preguntó si no sería cierto aquello que le había contado su madre y que recibió de su abuela, sobre las almas que migran de unos cuerpos a otros y contra mas justas son más alto se elevan. La belleza de aquella dama y su bondad le hacían pensar que allí donde ella estaba, estaba el Edén. Tal como lo recibió de su madre lo contaría a sus hijos y así, siglo tras siglo, la doctrina de los cátaros, convertida en leyenda ha llegado hasta nuestros días. Yo escuché esta historia narrada en el Marne por una marquesa occitana cuya familia había emigrado del Languedoc tras la Segunda Guerra Mundial, huyendo de la "depuración". Lo que en un tiempo fue una teología completa y convincente, con el paso del tiempo terminó transformándose en una creencia exótica enunciada de forma ingenua.

© Ernesto Milà – infokrisis – infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com