Cuando uno ha visto lo que ha visto, tiende a ponerse en lo
peor y a prever de manera anticipada lo que puede ocurrir a la vuelta de pocos
años. Recuerdo por ejemplo que, entre 1975 y 1977 fueron asesinados o
resultaron heridos, más de una docena de Guardias Civiles al retirar ikurriñas que estaban ligadas a una
carga explosiva. ¿Y todo para qué? Para que la ikurriña se legalizase al cabo
de pocas semanas. ¿Qué le contamos ahora a los familiares de las víctimas, a los
mutilados o a los muertos? ¿Qué han muerto por nada? Y es que, a veces, las
leyes de un Estado cambian y lo que ayer era delito, mañana deja de serlo. De
hecho, a las estatuas de la Justicia,
más que con una venda y una balanza (como si los tribunales fueran una tienda
ultramarinos despachada por una de la ONCE) como atributos simbólicos, le
correspondería una ruleta de la suerte. No me voy a quejar de esto, sino de
otras evoluciones previsibles que se anuncian en el horizonte en relación a las
ideologías de género.
Vivimos tiempos de rebajas por fin de temporada. La “civilización
occidental” cuyas bases nacieron hace 2.700 años en la Grecia clásica, están
-vale más que nos hagamos a la idea- desapareciendo. Un par de generaciones más
y serán recuerdo en una Europa mestiza (seguirá existiendo una África africana,
un Asia asiática, pero Europa será cualquier cosa menos europea porque solamente
aquí (aquí y en EEUU) las ideologías del mestizaje y de la interculturalidad se
han convertido en oficiales. El “maridaje” entre la filosofía clásica y el
animismo africano es, créanme, tan imposible como entre Beethoven y el tam-tam.
Así que, en mi óptica de conservador con poco que conservar, lo que resulta de
este mestizaje, será cualquier cosa, menos superior a la cultura de nuestros
padres. Supondrá, no ya el descenso de un peldaño en la escala cultural, sino
la pura y simple ruptura de la escalera con batacazo final. Y esto vale también
para las ideologías de género.
Arriba de todo, al
final de la escalera, en el último peldaño podemos situar al mundo clásico,
apolíneo por un lado, sereno y hecho de medida y armonía, que tenía su complemento
orgiástico y báquico aportando ritmo. Si el mundo clásico ha sido algo es
ritmo, medida y armonía. Y basta ver nuestras catedrales para comprobarlo.
Luego, esa escalera tiene un peldaño final: el mestizaje que es como si la
escalera se hiciera mil pedazos y dejara de existir. Más abajo del mestizaje
sólo existe el caos.
La ideología de género,
a diferencia del freudismo o del feminismo derivado del sufraguismo, incluso a
diferencia de la ideología gay en sus primeros pasos, no nos propone vivir el
sexo (que, por cierto, es lo mejor que puede hacerse con el sexo) sino “rectificar”
la sexualidad. Los gays y las feministas del siglo XX reivindicaban
derechos. Querían que sus hábitos sexuales no fueran objeto de condena moral,
ni mucho menos tuvieran repercusiones legales. En sus primeros pasos, su lucha
consistía en evitar que su opción sexual fuera discriminada por la ley. Y eso
parecía justo: ¿por qué no iban a votar las mujeres? ¿por qué iba a estar
penado, como lo estaba, el realizar sodomía en el interior del matrimonio
incluso con el consentimiento de la esposa? ¿por qué el destino de un sodomita
tenía que ser la cárcel? ¿por qué se iba a discriminar a una mujer en el
trabajo por el hecho de serlo? ¿por qué iba a necesitar el permiso de su marido
para aprender a conducir? Preguntas que hoy están resueltas y que han llevado a
la “igualdad” en materia sexual.
Pero todo esto no eran “ideologías de género”, sino de “grupos
sociales” (no solo eran ideologías en torno al sexo, sino minusválidos, okupas,
porreros, ecologistas, incluso de psiquiatrizados). Pretendían rectificar la
actitud de la sociedad ante “sus” problemas y ante lo que a ellos les hacía “diferentes”.
Se podía pensar lo que se quisiera de todos estos “grupos sociales”, pero, hay
que reconocer que respondían a cuestiones
reales que afectaban a algunos sectores de la sociedad.
Ya en cierto feminismo de los 60 (el grupo norteamericano
WITCH) se observaban algunos comportamientos y actitudes que podríamos llamar “maximalistas”:
lo suyo, sus propuestas, no solamente
eran “diferentes”, sino que en ellas se advertían dos rasgos. Uno era el odio
hacia el varón -mucho más que las reivindicaciones concretas-, el otro era
cierto afán “misional”: querían extender sus propuestas sobre la superioridad
de lo femenino a toda la sociedad y de manera radical. Aquello llamó la
atención, pero fue un fuego de paja. Poco después de su creación, el grupo
WITCH estalló y algunas de sus miembros volvieron al feminismo moderado y otras
se dedicaron a estudiar, en el ámbito de la “new age”, la espiritualidad femenina.
Y pasó el tiempo.
En España no nos dimos cuenta de lo que estaba ocurriendo hasta que José Luis Rodríguez Zapatero llegó al poder. A partir de entonces, su “cruzada” (porque se trató de una verdadera cruzada), fue por forzar un cambio social. No se trataba ya de aceptar el feminismo o de que nos tuviera sin cuidado el que fulanito o menganito fueran gays. Se trataba de rectificar las pautas de la sociedad, no solamente para que esto lo considerásemos “normal”, sino que se convirtiera en el estándar de normalidad. La igualdad debía de ser TOTAL. Cualquiera que hablara de diferenciación hombre-mujer debía ser considerado hereje y sus palabras, anatema. Se inventó un término: “discriminación positiva”. No se trataba ya de que las mujeres pudieran optar a ser “directoras generales” de las empresas o a estar presentes en las listas electorales, sino que, necesariamente, todos estos sectores, por ley, debía de registrar la presencia de un 50% de mujeres. Lo contrario vulneraría la legislación vigente.
El zapaterismo hizo
algo más que negar la “especialización” que la biología da a los distintos
géneros dentro de una misma especie: quiso alterar y modelar la sociedad borrando
los roles sociales de ambos sexos. Si un “matrimonio” era la unión de un
hombre y de una mujer para procrear, a partir de ahora, un matrimonio sería una
“pareja” sin distinción de sexo. Lo cual parecía justo a condición de que una “pareja”
siguiera llamándose “pareja” y no matrimonio y a que los derechos de las
parejas no fueran exactamente los mismos que los del matrimonio. Porque, de eso
se trató en el zapaterismo, a fin de cuentas.
Unos pocos gays quisieron “tener hijos”… ¿Era la pareja
homosexual el marco más adecuado para una adoptación? Muchos pensaban que no.
Es más, sabían que, desde siempre, existían unas normas muy estrictas -incluso
demasiado- para formalizar adopciones. Pero, con el tiempo, las exigencias se habían
ido rebajando y, finalmente, cuando llegó Zapatero, aparecieron empresas
especializadas en adopciones que compraban sus “productos”, ya fabricados, en
el Tercer Mundo, rigiéndose por el principio del comercio: comprar barato –
vender caro. Y luego estaban los vientres de alquiler que también suponían el
pago, libremente aceptado, de una cantidad por nueve meses de “trabajo” de
gestación, contra entrega del recién nacido… Algunos podrían considerar todas
estas prácticas como repugnantes, pero para el zapaterismo suponían la
posibilidad de ser recordado como un “gran reformador social”.
El problema de las
adopciones de niños por parte de parejas gays (como de cualquier otra adopción
realizada a la ligera) eran los casos de pedofilia: la atracción sexual que
los menores de edad tienen para algunos individuos. Atracción irreprimible que
llega a situaciones extremas. Tal era el riesgo. Y mientras los servicios
policiales iban desarticulando cada vez más redes de pedofilia (y en gran
medida, de pedofilia homosexual), el gobierno cada vez facilitaba más y de
manera más fácil las adopciones por parte de parejas gays. Se nos dijo que no
existían relaciones entre unos y otros fenómenos. Y la sociedad, que tenía que
superar la crisis económica de 2007 no se preocupó más del tema.
Ahora -y llegamos al momento
actual- se dan dos fenómenos: el primero es la introducción de la asignatura de
“educación sexual” desde el parvulario y el segundo, lo que ya han denunciado,
algunos policías de la Unidad de Investigación Tecnológica, que existe “un movimiento mundial que considera la pederastia una orientación
legítima, y aseguran que en el futuro se acabará legalizando, como ha terminado
ocurriendo con la homosexualidad”… No lo decimos nosotros, sino que lo dice un policía que
lleva años investigando redes de pedofilia.
Porque
vamos a eso: en el límite extremo de las
ideologías de género, lo que existe es una tendencia, por todos los medios, a
desdramatizar e integrar en el patrimonio “cultural” de la modernidad, la
pedofilia, como antes se ha hecho con el cannabis y de la misma forma que
se hizo ayer con la ikurriña (salvando distancias, claro está). Lo que ayer era
delito, hoy ha dejado de serlo y mañana, estará “normalizado” y, pasado, estén
seguros, se priorizará.
No creo
que sea un exceso decir que la pedofilia
está en el límite de las ideologías de género y que, en el momento en el que
una sociedad se pregunta “¿a fin de
cuentas, porqué no podría ser la pedofilia consentida una forma más de
ejercicio legítimo para ejercer la sexualidad?”, esa sociedad está
condenada a la extinción. Una sociedad se extingue cuando pierde sus puntos de
referencia, cuando liquida todo su sistema de identidades (incluida la sexual).