Leo en el retrete -el Pronto es mi compañero inseparable
en ese trance- que una de las Kardasian ha sido ingresada en el hospital
víctima de una dolencia de nuestro tiempo. Al parecer, la chica se hace tantas
selfies que uno de los tendones de la mano le ha fallado. Terrible, créanme. Las selfies acabarán con esta generación si
no acaba antes la inflación de aditivos E en los alimentos. Peor, desde
luego, que la generación de nuestros padres que podía morir de hambre o de
aburrimiento. La selfie se ha convertido en el icono de nuestro tiempo. Me quejo
precisamente de eso y de lo que nos muestra: el ego es el dios que ha sustituido a un cielo sin Dios pero poblado
por extraterrestres.
En las dos columnas de acceso al templo de Delfos, capital
del paganismo griego, se encontraban dos frases lapidarias: “Conócete a ti mismo” y “Nada de más”. En estas dos frases puede
resumirse la grandeza de la antigüedad clásica. Podrían traducirse como “asómate
a tu interior a ver qué divisas, porque si no lo haces ni siquiera sabrás quién
eres, ni para lo que sirves” y “no te empeñes en lujos; no te los vas a llevar
al otro barrio”. Buenos consejos, sin duda, que eran válidos hasta no hace
mucho. En la escuela, los curas nos enseñaban a hacer “examen de conciencia”,
forma devota y piadosa de conocernos un poco mejor a nosotros mismos. Implicaba
una reflexión constante sobre quiénes éramos y sobre lo que hacíamos
diariamente. Pero mi generación ya no observaba tanto el otro principio: “Nada
de más”.
Nuestros padres habían sufrido la guerra. Y la postguerra no
fue, lo que se dice, el reparto de la riqueza: en esta España nuestra había hambre,
escasez y precariedad. Yo nací en el 52 y recuerdo que por casa corrían unos
cupones de racionamiento que no se habían utilizado e incluso seguían
produciéndose “restricciones eléctricas”. Me asomaba a la calle y veía una Barcelona
gris, sin asfaltar, con charcos en las calles empedradas y con carros tirados
por mulos, en las noches serenos en cada calle y siempre olor a churros y a
fritanga. Pero cuando llegaba la festividad de los Reyes, nuestros padres nos
cubrían de regalos que les permitía su bolsillo: nada parecía ser suficiente.
Ellos habían experimentado las privaciones y no querían que nosotros pasáramos
por ese trance. Fue así, como con la mejor intención posible, la generación de
mis padres empezó a demoler el principio de “Nada de más”.
Luego empezó el declive de la educación. El “examen de
conciencia” quedó aparcado solo para hijos de familias muy devotas. Y, de
repente, las nuevas generaciones crecieron sin saber quiénes eran y lo que era
aún peor, sin importarles siquiera nada que estuviera dentro de ellos. Fue la
época del “look”: todos los chicos jóvenes, siguiendo a los “influencers” de la
época querían tener personalidad propia. El problema es que la “personalidad”
es una máscara (tal es el origen etimológico del término) que oculta nuestro
verdadero ser. No basta con mirarse al espejo y quererse para saber quiénes
somos. Hay que realizar ese viaje interior. La educación, pública y privada,
dejó de facilitar los instrumentos y los medios a las generaciones siguientes
para que realizaran ese viaje y, bruscamente, nos dimos cuenta de que habían
desaparecido conceptos como “vocación”, “planificación del futuro”, con todo lo
que implicaba: la vida pasaba a ser una hoja llevada a veces por el viento, en
otras por la corriente, hacia un lado o hacia otro. Nada que pudiéramos
controlar y dirigir. Y aún quedaba otro escalón de degradación.
Hacía los primeros años del milenio, los teléfonos móviles
dejaron de servir para aquello del “conecting people”, para convertirse en polifacéticos
adminículos que servían tanto para escuchar música, guardar archivos, sustituían
a la voluminosa agenda, permitían ver clips, luego conectarse a Internet, más
tarde hacer fotos cada vez de mayor calidad, finalmente vídeos con definición
suficiente para saltar inmediatamente a redes sociales… y, si buscamos nuevas apps
seguramente lo haremos servir de brújula, altímetro, podómetro, estudio de
fotografía, sala de videojuegos, y cualquier otra cosa que se nos ocurra. Incluso
nos servirán para hacer selfies.
Y es así como llegamos a una generación que sobre todo le
preocupa el yo antes que cualquier otra cosa y que, incluso, cuando está en las
ruinas de Delfos, se marca un selfie que es como decir: “aquí estoy yo y estos escombros de aquí detrás son no sé que sitio,
pero hasta aquí me ha llevado Airbnb y el Uber, así que joderos que ésta es mi extraordinaria vida”. Es así como
la Kardasian ha visto maltrecho su mano. El selfie supone un anteponer el Ego a
todo lo demás. Ya lo decía el diablo en algún lugar del Evangelio “Mis yos son legión”.
No hay que desdeñar lo que nos muestra esta chica de origen
armenio, curvas artificialmente construidas a base de cirugía, prótesis de
silicona y latigazos de bótox y cerebro poco elaborado. Nos dice que en las dos
columnas que presiden el templo de la modernidad debería estar escrito: “Yo por encima de todo” y “Detrás de mí sólo ruinas”. Eso es, al
fin y al cabo, lo que tenemos.
¿Qué tiempo es este en el que uno se preocupa por dar más
profundidad a su vida, simplemente comprando un palo de selfie?
Addenda: leo en una web que Kim Kardasien acaba de contratar a
una asistenta para hacerse selfies. Lo ven como siempre hay posibilidades de encontrar
un empleo…