Reemprendemos la serie de artículos que
habíamos iniciado en el otoño de 2023 sobre el golpismo, su historia reciente y
su justificación en la España de nuestros días. En esta primera entrega,
nos dedicamos a presentar las justificaciones habituales para desencadenar una
operación traumática como es un golpe de Estado. En las dos siguientes
abordaremos las cuestiones técnicas de la metodología golpista.
C. ¿Cuál es la “metodología golpista”?
Un golpe de Estado es, se quiera o no reconocer, un “hecho
político”, entendiendo por tal, cualquier acontecimiento que tiene
repercusiones en el ámbito político. Una protesta
popular es “un hecho político”, tanto como unas elecciones, un acuerdo
diplomático internacional o un simple cambio de gobierno. Harina de otro costal
es la forma de interpretar cualquier “hecho político”, algo que puede
realizarse desde distintas posiciones ideológicas y según diferentes escalas de
valores. Lo fundamental de un golpe de Estado, considerado desde su
perspectiva política, es que contribuye a sacar una situación del punto muerto
en el que se encontraba hasta ese momento, tiende a superar estadios de
parálisis política y de caos interno, o a rectificar de manera decisiva y sin
contemplaciones situaciones de degradación de la vida pública.
Existen, por tanto, dos aspectos a considerar:
- En primer lugar, la justificación política y moral de un golpe de Estado y
- En segundo lugar, la técnica de su ejecución
Como ya hemos visto, para que pueda pensarse en la posibilidad de
un golpe de Estado como “última ratio”, es preciso que se den una serie
de “condiciones objetivas” que hemos definido con anterioridad. En el
momento en el que están presentes todas estas condiciones, incluso en las sociedades
más narcotizadas, siempre aparecen grupos de resistencia. Habitualmente,
estos grupos están formados por gente de muy distinta extracción, pero siempre,
provistas de un aceptable bagaje cultural y de buena preparación técnica. Se
trata de gentes consciente de que las elecciones, lejos de resolver los
problemas, tienden a romper o a imposibilitar la posibilidad de políticas ideas
a largo plazo (solamente una planificación a largo plazo puede establecer
proyectos de desarrollo duraderos y estables tal como se ha demostrado
constantemente en la historia y, en la actualidad, tal como confirma el caso
chino: en efecto, cuanto más compleja y técnicamente avanzada es una sociedad,
más planificación a medio y largo plazo requiere; lo que ha acompañado siempre
a la historia del liberalismo económica es el dilema “planificación o crisis”).
Estos grupos que se sienten lesionados en su presente y en su
futuro, son conscientes de que, en determinados momentos, se ha operado una
“selección a la inversa” en las clases políticas:
los políticos más serios, han abandonado el terreno, a la vista de la creciente
bajeza y facciosidad del “debate político”, de la falta de principios y del
oportunismo condiciones sine qua non que se imponen en el ejercicio de esa
profesión e, incluso, en el hecho de que en los países occidentales y
especialmente en España, el oficio de político -de cualquier signo- sea el que
suscita más desprecio, desconfianza y rechazo entre la opinión pública. El
hecho de que el político, por el mero hecho de serlo, se haya convertido en
“sospechoso” de los peores vicios (corrupción, nepotismo, oportunismo), que
se haya producido una brecha entre el político y el electorado, que se haya
generado una cleptocracia en el interior de la cual el hombre honesto se siente
asfixiado y sea consciente de que no tiene nada que hacer, son suficientes
razones para explicar esta “selección al revés”: los mejores -los mas
responsables, los que se sienten técnicamente competitivos como para invertir
su voluntad y su profesión en la empresa privada, los que tienen principios y
moral y no están dispuestos a sufrir el peso de su conciencia renunciando a
ellos, son los que abandonan el terreno del juego político o se convierte en
minoría; el terreno, por tanto, queda a merced de aquellos provistos de una
ambición sin límites, que no estarían en condiciones de ser competitivos en
otras actividades en las que deberían demostrar una preparación y una capacidad
de la que carecen, o de aquellos que, simplemente, tienen deformaciones y
psicopatías sociales.
A partir del momento en el que empieza a ser visible que un país atraviesa
una situación en la que ya no existen esperanzas de que pueda resolverse con
normalidad en las siguientes elecciones, pero que el país precisa un “golpe de
timón” (y esto aparece antes de que las
condiciones objetivas hayan llegado a niveles óptimos para una iniciativa
golpista), irrumpe en alguno la idea de que será preciso conseguir un
enderezamiento de la situación mediante “procedimientos extraordinarios”.
Es un proceso, inicialmente de maduración personal y finalmente de
cristalización en un estado de opinión compartido por todos los que piden
soluciones, entren o no en la legalidad vigente, pero que resuelvan
definitivamente los problemas que atenazan a la sociedad.
Ese proceso de maduración y cristalización implica reflexionar
sobre las causas que podrían justificar un golpe de Estado (porque, a esas
alturas, aunque no se haya elegido la estrategia, se tiene por cierto que el
objetivo no puede ser otro que el de romper con la legalidad vigente para
evitar que ese sometimiento a la legalidad rompa a la nación, a la sociedad, al
bienestar, las inversiones y sigan ennegreciendo cada vez más el futuro).
1. La justificación de un golpe de Estado
¿Cómo justificar un golpe de Estado? Desde el punto de vista
democrático una iniciativa así es injustificable. Desde el punto de vista del
espíritu crítico que aparece en el seno de sociedades democráticas una vez se
ha alcanzado un punto en el que resulta inevitable pensar que apelando a la
legalidad vigente solamente se va a ampliar el caos al que esa misma legalidad
ha conducido, lo injustificable es no ofrecer un futuro digno y seguro para las
generaciones futuras.
Además, se trata de elaborar argumentos para reclutar élites
susceptibles de apoyar un proceso golpista: y eso, en un mundo racional,
implica presentar argumentos, como mínimo, razonables. Mediante artículos en
medios de comunicación, mediante la difusión capilar de ideas en redes
sociales, cada partidario de realizar un “golpe de Timón”, va irradiando en su
área de influencia. La idea del “derecho a la rebelión ante un gobierno
injusto” ha aparecido siempre antes de una “ruptura” política.
Si los gobernantes han dejado de tener legitimidad, si su
actuación es manifiestamente ilegal, continuamente prevaricadora y, no solo
incapaz de resolver problemas, sino con una visible propensión a acrecentarlos
y acumularlos, cualquier revuelta es justificable.
No se trata de revueltas para arruinar el Derecho, sino para restablecer
situaciones de normalidad.
Históricamente, incluso las constituciones liberales (que
surgieron ante la percepción de que las aristocracias y los regímenes
monárquicos ya no estaban en condiciones de resolver los problemas), reconocieron
el “derecho a la rebelión”. La Declaración Independencia de los EEUU,
por ejemplo, reconoce que la tarea de gobierno depende del “consentimiento
de los gobernados” y que “cuando quiera que una forma de gobierno se
haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o
abolirla”. Algo que repite la Declaración de Derechos del Hombre surgida
durante la Revolución Francesa cuando alude a que la “resistencia a la
opresión” es una consecuencia de los “derechos humanos” y que hay opresión
cuando “uno solo de sus miembros es oprimido o cuando el cuerpo social es
oprimido”, casos en los que -artículo 35- “la insurrección es, para el
pueblo (…) el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los
deberes”.
Es, como mínimo, sorprendente que 155 años después, en la
Declaración Universal de Derechos Humanos elaborada por la ONU, este “derecho a
la insurrección” no aparezca en el articulado (en el que, por cierto, tampoco
aparece el “derecho a la seguridad” sin el cual ningún otro derecho puede
ejercerse). Está claro el motivo: esa declaración
fue elaborada por un organismo internacional formado por Estados consolidados,
cuya única intención era durar en el tiempo, por pésima que fuera la acción de
sus gestores; se trataba, por tanto, de deslegitimar y criminalizar cualquier
disidencia activa que pudiera aparecer; de hecho , el mismo organismo había
sido el resultado de la acción contra los disidentes que habían reaccionado
contra la “crisis del liberalismo”, aparecida a finales de los años 20 y 30 y
sus promotores partían de la base de que la “democracia” (en realidad
partidocracia en unos casos, plutocracia en otros, o “democracia popular”,
eufemismo para nombrar el colectivismo soviético) era el mejor régimen, incluso
el único, al que podía aspirar la humanidad de mediados del siglo XX. Sin
olvidar, claro está, que la clase funcionarial propia generada por las mismas
Naciones Unidas (y no sometida al control de ningún Estado), estaba convencida
de que con ellos había llegado “la edad de la luz”: no puede haber rebelión, ni
admitir su legitimidad, contra lo que, en sí mismo, ya se define como
“perfecto”.
Pero, hoy estamos ya en condiciones de afirmar que aquella
situación que se vivía en 1945-49, era el resultado de una guerra que tuvo
vencedores (las democracias liberales y las democracias populares) y vencidos
(los que habían constatado la crisis del liberalismo y que se consideraban
anticomunistas). De hecho, cada año que ha pasado desde entonces, los países
desarrollados han vivido problemas crecientes, y quien más se ha resentido son
sus sociedades. Según las latitudes, puede variar la intensidad con la que se
manifiestan los problemas, pero en todo el mundo -y especialmente en el marco
geográfico de Europa Occidental- parece bastante claro que hoy, aunque
existan mayores niveles tecnológicos y de confort, se vive una situación
política, económica y social, infinitamente más caótica que en la postguerra.
Esa constatación -susceptible de ser argumentada hasta la saciedad- es,
precisamente, lo que lleva al debate sobre la legitimidad de un “golpe de
timón” y a que este tema pueda plantearse de manera casi inevitable para los
que conservan un mínimo realismo tras realizar un análisis global de la
situación de sus respectivos países.
En España, tanto San Isidoro de Sevilla como Santo Tomás de
Aquino, incluso el propio Miguel de Cervantes, han sido esgrimidos por los
partidarios de romper las cartas de la baraja y abrir un nuevo mazo (porque es así como puede definirse también un “golpe de timón”,
si lo que queremos es eludir la palabra maldita “golpe de Estado”. El primero, San
Isidoro, determinó que el “principado” debe ser “provechoso a los
pueblos, no nocivo. No debe oprimir mandando sino ayudar condescendiendo (…) No
debe apartarse nunca de la verdad”. Cuando “el príncipe” se aparta de la
ley, del buen gobierno o de la verdad, la rebelión contra él es justa y
necesaria. Por su parte, Tomás de Aquino define el “gobierno justo”
como aquel que se “rige por el bien común”. Si un gobierno no
va en dirección al “bien común” es que se trata de un “gobierno injusto”
y, ante él, la sublevación, incluso armada, es un derecho natural: no se
defienden los propios intereses egoístas, sino los de toda la comunidad.
Se trata, por tanto, de restituir la justicia, la verdad, la
legitimidad, el orden y la normalidad, ante situaciones que conducen al caos, a
priorizar oligarquías sobre mayorías, el desgobierno, la explotación, la
injusticia y la mentira. En el inicio de todo intento de golpe de Estado se
encuentran razonamientos similares: un grupo, ha decidido asumir riesgos para
evitar males mayores. Son los que perciben que el Estado ha dejado de estar
gestionado por un gobierno justo, ético y moral, que tienda hacia el bien
común, condiciones necesarias para acatar sus mandatos y aceptar su autoridad.
La discusión, a partir de esta premisa, se centra en si la
situación que ha generado un gobierno concreto es reversible dentro de la
legalidad vigente o ese mismo gobierno, unilateralmente y a despecho de
cualquier principio jurídico, la ha convertido en irreversible. En este último
caso, el golpe de Estado es perfectamente justo e, incluso, necesario.
El segundo aspecto de discusión es si, llegados a ese punto,
existe una minoría capaz de asumir la defensa de la sociedad y de enfrentarse
contra un gobierno injusto, a pesar de los riesgos que puede conllevar una
iniciativa así. Más aún, la cuestión de fondo es si hay motivos suficientes
para asumir que el gobierno ha dejado de ser “legítimo”, por mucho que parezca
“legal”. Puede ocurrir que sea “legal” en apariencia, pero que, al haber dejado
de servir al bien común y trabajar solamente para satisfacer a minorías
oligárquicas, haya perdido, por eso mismo, su “legitimidad”. En ese caso,
la rebelión contra la autoridad se ejerce contra un gobierno que al perder su
legitimidad hace inevitable la desobediencia de los ciudadanos y la revuelta
contra su poder.
Llegados a este punto, resulta inevitable citar la obra de Aniceto
de Castro Albarrán, El derecho a la rebeldía, publicada en España en
1932. Para descreditar esta obra se ha presentado como único argumento el que
sirvió de base para la conspiración que llegó al 18 de julio de 1936; pero,
aceptar esto, esto sería como decir que las democracias actuales son el
resultado del baño de sangre que fue la Revolución Francesa. En efecto, para
descartar una tesis, no basta con argumentar el que tuviera consecuencias
discutibles en un de sus aplicaciones, sino refutar las bases de su
argumentación. De ahí que la obra de Castro Albarrán siga gozando, en el
terreno doctrinal, de buena salud.
El autor nos define en qué consiste una “rebeldía legítima”:
- es la desobediencia contra leyes injustas que puedan emanar de una autoridad, en principio, legítima.
- es la desobediencia a leyes que, aún siendo justas, hayan sido promulgadas por un poder ilegítimo y no tiendan hacia el bien común.
- es cualquier forma de lucha -incluso armada- contra cualquier forma de tiranía, incluso de la derivada de un gobierno, inicialmente legítimo.
- es la resistencia activa contra un poder que usurpa derechos y libertades; esta resistencia puede llegar, incluso, al tiranicidio.
Esto plantea una cuestión importante que aparece en cualquier
debate sobre la rebelión ante un estado generalizado de injusticia: un
gobierno puede ser legal y cumplir formalmente todos los requisitos para ser
considerado como tal a partir de su instauración en el poder, pero, con el paso
del tiempo, con el ejercicio de su gestión, puede convertirse el ilegal e
injusto. Un gobierno o cualquier institución debe imperativamente revalidar
continuamente, día tras día, su “legitimidad de origen” mediante su “legitimidad
de ejercicio”. Si eso no ocurre, a partir de la constatación de que un
gobierno ha vulnerado todas las líneas rojas, cualquier forma de resistencia es
moralmente aceptable, políticamente necesaria y éticamente justificable,
dependiendo la intensidad de su contundencia del grado de vulneración de la
legalidad que haya ejercido un gobierno en el ejercicio de su función y de las
consecuencias que racionalmente puedan preverse para el futuro como derivadas
de tales vulneraciones.
Como siempre, la “tradición” es lo que marca lo aceptado o lo
aventurado de un juicio. Así, por ejemplo, en los juramentos realizados por
la mayor parte de las monarquías tradicionales, se estipulaba que el nuevo
monarca debía respetar las leyes y hacer florecer el reino, en el momento en el
que hiciera otra cosa dejaría, por eso mismo, de ser rey. “Si así lo
hicierais, que Dios os lo premie y si no, os lo demande”.
Los tratadistas han formulado algunas condiciones que,
necesariamente, deben estar presentes a la hora de plantear una rebelión contra
una autoridad injusta o una tiranía: existencia de un proyecto de reordenación
de la sociedad que sea ética, moral y técnicamente justo, que no existan
posibilidades de resolver la cuestión por otros medios, que la acción que se
vaya a emprender no cause un mal mayor y, finalmente, que exista una
posibilidad cierta de victoria.
Todo esto no debe confundirse con las “condiciones objetivas” a
las que hemos aludido, teniendo estas que ver solamente con la última premisa.
Vista, someramente, la justificación racional de un golpe de Estado, es el
momento de preocuparnos de las cuestiones técnicas.
LINKS DE LA SERIE
¿CUÁNDO
UN GOLPE DE ESTADO ES LA “SOLUCIÓN FINAL”? (1) – Sobre las dictaduras de
nuestro tiempo y España
¿CUÁNDO
UN GOLPE DE ESTADO ES LA “SOLUCIÓN FINAL”? (2) – Cuando un golpe de Estado
puede ser la solución a recurrir
¿CUÁNDO
UN GOLPE DE ESTADO ES LA “SOLUCIÓN FINAL”? (3) - ¿Hay solución dentro de la
constitución?
¿CUÁNDO
UN GOLPE DE ESTADO ES LA “SOLUCIÓN FINAL”? (4) – Condiciones necesarias
para un golpe de Estado
¿CUÁNDO
UN GOLPE DE ESTADO ES LA “SOLUCIÓN FINAL”? (5) – La técnica golpista:
justificaciones
¿CUÁNDO UN GOLPE DE ESTADO ES LA “SOLUCIÓN FINAL”? (6) – La
técnica golpista: la práctica (A)
¿CUÁNDO UN GOLPE DE ESTADO ES LA “SOLUCIÓN FINAL”? (7) – La
técnica golpista: la práctica (B)