lunes, 21 de noviembre de 2022

PROBLEMAS DE LA POSTMODERNIDAD (5 de 8) - EL LARGO CAMINO HACIA LA LATA DE MIERDA DE MANZONI

Si la post-modernidad es que viene después de la modernidad, el nacimiento de aquella está justificado por la crítica que hace de éste. Y, como hemos dicho antes, parte de la crítica puede asumirse desde un punto de vista tradicionalista. El mejor análisis de la modernidad y el marco teórico de la postmodernidad se encuentran en la obra de Jean François Lyotard, La condición postmoderna (ed. Española en Ed. Cátedra, Madrid, 1985, edición original en 1979). Es, pues, a este autor al que vamos a seguir en nuestro análisis sobre esta corriente de pensamiento en torno a la que gravitan, de una forma u otra, Félix Guattari, Jean Braudillard, Gianni Vattimo, Michel Foucault.

Vamos a procurar estudiar su obra, al margen de que, en sus comportamientos personales, algunos de ellos, fueran unos completos desquiciados. Foucault, por ejemplo, se decantó siempre a favor de las relaciones homosexuales con menores y explícitamente por la pedofilia, como una forma de “liberación sexual”. En 1977, junto con Sartre y su compañera Simone de Beauvoir, Derrida y otros intelectuales de izquierdas, firmaron una petición al parlamento francés para que despenalizara las relaciones con menores de quince años, “siempre y cuando fueran consensuadas”… El “peor Foucault” es aquel que intenta justificar sus preferencias sexuales. Murió de SIDA en 1984. La Beauvoir, por cierto fue una de las promotoras del aborto en Francia en 1977, junto con otros nombres, más o menos vinculados al post-modernismo (Lyotard, Guattari, Derrida, Gilles Deleuze, Philipe Sollers, etc), a pesar de ser considerada como la gran “defensora de la mujer” y autora de El segundo sexo, obra de referencia para el feminismo contemporáneo, no dejó buen recuerdo, como mínimo, en tres mujeres que tuvieron relación con ella (Olga Kosakiewicz que era su alumna y con la que mantuvo relaciones sexuales; Bianca Lamblin que describió en un libro las relaciones que mantuvo con Sarte y con ella, a los 16 años; y Natalie Sorokin, víctima abusos de la pareja, cuando tenía 17 años y que su madre denunció con el resultado de expulsión de la Beauvoir del centro de estudios en el que era profesora…). Si tenemos en cuenta que otro de los intelectuales que firmaron aquella petición pro-aborto, Louis Althuser, desde 1947 había sido diagnosticado como “psicótico maníaco depresivo” y en 1980 terminó asesinando por estrangulamiento a su esposa o que Deleuze se suicidó en 1995, el cuadro psicológico del conjunto no es el más adecuado para inspirar confianza. Por eso, no vamos a insistir mucho más en sus trayectorias personales, sino centrarnos en el cuadro de ideas que plantean.

Algunos autores sostienen que no existe una fecha oficial de nacimiento del post-modernismo, pero que su fermentación se inició en los años 70 (especialmente cuando entró en crisis el marxismo). En realidad, tras la aparición del libro de Lyotard, el postmodernismo siguió siendo una corriente cultural minoritaria y no sería hasta la caída del muro de Berlín cuando adquiriría empuje y pasó a tener impacto social y a influir directamente en el mainstream cultural.

La condición postmoderna, subtitulado Informe sobre el saber, de Lyotard, fue, en principio, un encargo del gobierno de Québec. Se trata de un análisis sobre el saber en las sociedades desarrolladas y cómo había entrado en crisis. A partir de esta obra se popularizó el término “post-modernismo”, así que podemos dar a 1979 como el año en el que oficialmente de redactó el acta de defunción de la modernidad y se inició un nuevo ciclo.

Los vocablos nuevos que repite a lo largo de toda la obra es “metarrelato” y “metanarrativa”. ¿Qué es un metarrelato? Desde el punto de vista etimológico “meta” indica “más allá” y “relato” es una forma de ver la historia. Así pues, el “metarrelato” consistiría en ver que contiene un relato o una narración y lo que implica más allá de la misma narración. Así pues, de lo que se trata para Lyotard es de encontrar los “grandes relatos” en los que se fundamentan las distintas corrientes de la “modernidad”, para ver qué hay de común en todos ellos. Y encuentra dos elementos comunes: en primer lugar, que ninguno de ellos ha cumplido las expectativas que se había depositado en él; y, en segundo lugar, que su caída tiene consecuencias para el pensamiento humano posterior.

El “metarrelato” puede ser considerado como la idea dominante en una época; no el único, porque, en realidad, los distintos metarrelatos conviven en el mismo tiempo histórico, pero, en su conjunto, englobarían a las opiniones dominantes en su época. Estos “metarrelatos” o “grandes relatos” explican desde determinados puntos de vista la sociedad, cómo debe organizarse, cuáles deben ser sus valores, y hacia dónde tienden. Todos parten de una idea maestra en torno a la cual gira el conjunto y el hecho de que hayan protagonizado momentos históricos y haya proporcionado fuerza para vivir, creer y luchar a determinados grupos de seres humanos, es lo que les ha conferido legitimidad. Pero, el fracaso de todos ellos, ha generado una nueva situación. Si Nietzsche casi un siglo antes, “la muerte de Dios”, Lyotard, parafraseándolo, declara “la muerte de los grandes relatos”.

¿Por qué el pensamiento post-modernista triunfó tan rápidamente? La respuesta es muy simple: fue aceptado por el “oficialismo cultural” porque sus primeros doctrinarios procedían de la izquierda marxista y ese “oficialismo” veía con benevolencia todo lo que procedía de los sectores más innovadores de la izquierda. Lyotard había militado desde mediados de los años 50 hasta 1963 en el grupo “consejista” Socialismo o Barbarie que abandonó para formar su propia organización Poder Obrero. Foucault, por su parte, toma de Marx la crítica a la sociedad burguesa. Por su parte, Jacques Derrida apoyó a los estudiantes revolucionarios en mayo de 1968, para luego alinearse con el socialismo moderado. Otro de sus exponentes, Félix Guattari, tenía también un largo historias en la extrema-izquierda “alternativa” -concretamente en el Movimiento 22 de Marzo fundado por Cohn Bendit-  y formó parte del “Comité de Apoyo a Pierre Goldman” (un judío polaco que frecuentaba la izquierda radical, reconocido culpable de varios atracos a mano armado y que, en el curso de uno de ellos asesinó a dos farmacéuticos), apoyó el movimiento autónomo italiano; en 1977 quiso llevar esa experiencia a Francia creando el Centro de Iniciativa para Nuevos Espacios de Libertad (CINEL) que solamente se disolvió tras la llegada de Mitterand al poder en 1981. Y así sucesivamente. Los post-modernistas, estaban, por tanto, dentro del stablishment cultural de la izquierda y les resultó fácil reubicarse cuando el marxismo se dio por agotado.

Existe un acuerdo tácito entre los filósofos post-modernistas y los reunidos en torno a la Escuela de Frankfurt: sobre la importancia del racionalismo cartesiano y sobre el desencanto final que acarreó. Ambos sostienen que con Descartes y con la “filosofía de las luces”, Dios es sustituido por la Razón y que ésta se había convertido en la nueva diosa de la historia, gracias a la cual la humanidad alcanzaría su período de plenitud. Los post-modernistas, encuadrarán al iluminismo racionalista como un “gran relato”, el segundo en orden de aparición (tras el cristianismo). Pero, lejos de eso, al cabo de los siglos, ese racionalismo es lo que ha llevado directamente “a Auschwitz y a Hiroshima” (Lyotard polemizó contra Robert Faurisson y los “negacionistas” del Holocausto que amenazaban esta interpretación).

En “metarrelato” racionalista había sido la contestación al originario, el metarrelato cristiano. El hecho de que se trate de una creencia religiosa no tiene importancia para él. En realidad, considera “ideología”, “metarrelato” y “religión” casi como sinónimos. Lyotard, analiza el cristianismo y su contenido central: la idea de la redención operada por la muerte de Cristo en la cruz, enviado por el Padre. La redención se concretará en una promesa que se realizará al final de los tiempos, en los que los justos vivirán una eternidad de dicha y plenitud. Ese “gran relato”, nos dice, ha concluido desde que Nietzsche decretó la “muerte de Dios”. Hoy, concluye, las poblaciones, han dejado de creer en este mito que ha acompañado a la civilización occidental durante dos milenios.

Los cambios científico-tecnológicos y las primeras acumulaciones de capital, procedentes del comercio con las Indias, generaron la primera revolución industrial y la aparición de un nuevo “gran relato”, el liberal-capitalista. Adam Smith proponía que la dinámica “del mercado”, la ley de la oferta y la demanda, junto con el avance de las ciencias, generaría un avance imparable que convertiría la propiedad en algo accesible para todos. El mensaje de fondo de este “relato” era que, gracias al “mercado”, queda garantizada la marcha hacia un horizonte ideal en el que la prosperidad se habrá extendido a todos los rincones del orbe, hasta el punto que la historia dejará de ser la crónica de los conflictos entre los hombres. Ahora ya sabemos que, de entre todos los “metarrelatos”, éste figura entre los primeros puestos de los más mentirosos. En efecto, después de más de tres siglos de capitalismo la situación a la que se ha llegado ha sido justo la opuesta: acumulaciones de capital desproporcionadas junto a amontonamientos de indigencia, crisis cíclicas, problemas derivados de los ajustes entre la oferta y la demanda, que lejos de ser elementos deterministas y objetivos, suelen estar condicionados por presiones subjetivas e incluso por fantasías irracionales de lucro y por el afán usurero sin límites, especulaciones  enloquecidas que llevan a burbujas, tras cuyo estallido se repite el ciclo. Nadie, salvo sus máximos beneficiarios, creen ya en las bondades del mercado para conducirnos a esa sociedad ideal, sin historia, con propiedad y felicidad para todos.

Y llegamos al cuarto “gran relato”, el marxismo. Surgido, inicialmente, como una respuesta a los abusos del capitalismo que han generado la situación de indigencia secular del proletariado. Pero éste, guiado por el determinismo generado por los procesos dialécticos, finalmente, terminará siendo consciente de su poder y enfrentándose a la burguesía, alcanzará a construir un “paraíso socialista”, reino de la felicidad, la placidez y la abundancia, con la injusticia desterrada y en donde todos seremos propietarios de todo. Claro está, que, para llegar a ese futuro esplendoroso, habrá que pasar por unas fases intermedias, en las que el poder de la burguesía, del revisionismo y de la reacción, deban quedar anulados y, para ello, será necesario que el proletariado establezca una dictadura que, eso sí, será la antesala de un futuro radiante.

De la misma forma que los miembros de la Escuela de Frankfurt habían empezado a criticar al marxismo solamente cuando fue demasiado evidente que no era en los países más industrializados y con más proletariado, donde iba a estallar la revolución, sino que ésta, había sido derrotada justamente allí en donde Marx había profetizado su desencadenamiento, los futuros post-modernistas, empezaron a dudar de las bondades del marxismo, cuando se les hizo demasiado pesado aportar argumentos convincentes a la complicidad de la URSS con las potencias imperialistas durante la Segunda Guerra Mundial (a menos que la URSS no hubiera degenerado al nivel de potencia imperialista), con las distintas sublevaciones que se produjeron durante la Guerra Fría en los países del Este, hasta resultarles evidentes la contradicción entre el discurso “libertario” que sostenían y la actitud “liberticida” del “socialismo oficial”. A finales de los 70, tras el impacto de ver a los T-72 en las calles de Praga y a finales de 1980, cuando se iniciaron las huelgas en los astilleros de Danzig, a la intelectualidad europea -que siempre buscaba el calor de las masas y de los medios de comunicación- le resultaba ya indigerible seguir en posiciones marxistas, especialmente, cuando el hombre medio de la calle ya se había dado cuenta de que el marxismo, ya fuera bajo la forma de “eurocomunismo”, de ultraizquierda, estaba cada vez más alejado de la realidad y se mostraba incapaz de interpretarla con el patrón economicista y el recurso a la dialéctica y a la lucha de clases. Le pesaba, pero Lyotard estaba obligado a reconocer que el “gran relato marxista” había caído y ya muy pocos creían en él, así que optó por formular una crítica absolutamente brutal contra él, más intensa, incluso que la que había dedicado a los otros tres “grandes relatos”, al marxista.

El común denominador de estos cuatro grandes relatos, para Lyotard, es que los cuatro son “teleológicos”, esto es, todos muestran interés en mostrarnos el fin al que se dirigen y los cuatro nos muestran una “visión teleológica de la historia”: los cuatro nos presentan un “final de la historia” en el que todos seremos felices y habremos alcanzado la plenitud. La fuerza de cada uno de estos “relatos” radicaba en la visión edénica final que se alcanzará automáticamente. Son formas de determinismo: el capitalismo a través del mercado, el marxismo a través de la lucha de clases, el iluminismo mediante la razón y el cristianismo por el camino de la fe. Pero, además de determinismos, también constituyen formas de legitimación. Todos ellos tienden a interpretaciones metafísicas de la Historia al descubrir unas leyes internas del devenir histórico que no están en su superficie, sino en su misma dinámica interna y que solamente son inteligibles desde el momento que se aceptan las cualidades milagrosas del mercado, de la razón, de la lucha de clases o de la fe.

El punto al que nos conduce Lyotard es a reconocer que los “grandes relatos” han muerto: la gente ha dejado de creer en ellos. Este fracaso de los “grandes relatos” que han estado presentes en la modernidad (esto es, desde el siglo XVII hasta los años 80 del siglo XX), ha determinado el fin de ese período histórico y el advenimiento de una época nueva: la post-modernidad.

En el momento en el que se reconoce el fracaso de las “grandes narrativas”, hay dos posiciones posibles: o bien se intenta elaborar una “quinta posición” que, teniendo en cuenta las condiciones de la modernidad, evite caer en los mismos errores, o bien, se pasa revista a aquellas experiencias históricas del pasado que, por lo limitado en el tiempo, o por no haber llegado hasta nuestros días, pueden aportar otra forma de ver el mundo. El Tradicionalismo, tal como lo concibe Julius Evola y René Guénon, estaría en esta última posición y los fascismos históricos en la primera. Pero es aquí en donde los filósofos post-modernistas tratan de dar un paso al frente: son “progresistas”, y este estado de espíritu completamente subjetivo les induce a creer que no pueden buscarse alternativas en el pasado. De hecho, el progresismo es la doctrina que sugiere que hay que seguir la ruta emprendida en la modernidad, aunque esta conduzca hasta el abismo. Tal es el “sentido de la historia”, como un excursionista que, siempre ha seguido la dirección sur, sin mapas, ni previsión atmosférica, y que, llegado ante un barranco opta por arrojarse a él convencido de que esa es la vía que le llevará más directamente a su destino. E, incluso, son capaces de razonar y justificar tal actitud.

Cuando este grupo de ex marxistas, obligados por las circunstancias a reconocer que el esquema en el que han creído en su juventud (e, incluso, cuando ya peinaban canas) como remedio a todos los males de la humanidad, no era más que otro “gran relato” que prometía mucho y que, en la práctica, resultaba un fiasco, optan por dar un paso más al frente: no buscan “relatos” de un pasado que hubieran sido usurpados y falsificados por los que surgieron después. Piensan, al parecer, que las manzanas no caen en Tasmania. En efecto, para que una ley científica, como la ley de la gravitación universal, sea admitida unánimemente, no es porque una manzana hubiera caído frente a los ojos de Newton en una tarde pesada y calurosa del siglo XVII, sino porque las manzanas caen en todos los lugares del mundo, en todas las épocas, incluso… en Tasmania. Y este principio de universalidad debería ser observado también en el mundo de las ideas. Si algo aparece como “nuevo” hay que desconfiar, por el principio de prudencia, de que su uso no genere efectos secundarios perversos. Y, en cualquier caso, lo “nuevo” debería ser acorde con lo que ha sido siempre y con lo que siempre ha acompañado a la naturaleza humana desde el neolítico: porque eso, precisamente, es lo que constituye nuestra identidad y ha acompañado a lo largo de milenios al Homo Sapiens. Por ejemplo, tener una familia, respetar la vida, reproducirse, creer en valores superiores, tener una ética y una moral aceptada por todos los miembros de una comunidad, aceptar las diferentes capacidades que se dan en el interior de un grupo y articularlos en forma de jerarquías naturales... 

Ha sido la existencia de valores absolutos lo que ha permitido que el ser humano llegase desde el neolítico hasta nuestros días en pos de una meta y lo que ha permitido la creación de estructuras de gobierno cada vez más complejas. Esto, que, en principio parece lógico y razonable -sin valores absolutos unánimemente aceptados- resulta imposible que exista una comunidad- no es aceptado por los pensadores post-modernistas. Miran al frente, más allá de sus narices. Mirar hacia fórmulas de convivencia y valores del pasado es algo que repugna a su naturaleza “progresista”. 

Así pues, Lyotard y los post-modernistas no oponen a las “grandes narrativas” que han criticado y demolido, otras “grandes narrativas” que han estado presentes en la Historia, simplemente las eluden, evitan prestar atención a “narrativas” ya olvidados o recluidos en el arcón de los recuerdos históricos, como la idea del Imperio, que ha sido capaz de proporcionar estabilidad y duración a la vida de los pueblos. Cuando hablan del fascismo, lo hacen con los tonos de la “propaganda de guerra” y evitan situarlo en la historia como una reacción a los abusos de la Segunda Revolución Industrial y al fracaso de la reacción marxista. En su “eurocentrismo” de circunstancias, evitan igualmente recordar la existencia de filosofías de la vida en las que hoy se podrían encontrar valores y ejemplos para enderezar la marcha de la civilización: en el budismo, en el estoicismo romano, en la filosofía clásica… Y no lo hacen porque todas estas fórmulas proponen actitudes fáciles de adaptar a cualquier lugar y tiempo. Han centrado su atención en cuatro “narrativas”, porque les ha resultado más fácil demostrar su fracaso. Ellos alegan que esta fijación se debe a que se ha tratado de las narrativas que han estado más presentes en la vida de la “modernidad” desde el siglo XVII. Y tienen razón en su análisis, pero no en las alternativas que proponen que desconsideran por completo fórmulas del pasado capaces de inspirar el futuro. De hecho, lo que están negando son los “valores universales”.

TRAS LA MUERTE DE LAS "GRANDES NARRATIVAS"

Dicen: Las “grandes narrativas” han muerto por su ineficacia a lo hora de hacer felices a los seres humanos. Así pues, ya no será posible defender tales ideas de vocación universal. Esta época de individualismo y de repliegue a lo personal, demuestra que el ser humano solamente está interesado en defender “pequeños relatos”. O lo que es todavía más sorprendente: “no-relatos”. Lo privado termina siendo para ellos mucho más importante que lo comunitario. Cualquier forma de identidad es una construcción artificiosa y falsa que, frecuentemente, oculta intenciones de dominación sobre otros grupos. Por lo tanto, se trata de “deconstruir” todo ese sistema de identidad y, el primero de todos, es la historia.

La historia, nos dicen los postmodernistas, carece de sentido y de significado, no hay una “historia única” como pretendía Marx, sino que cada uno de los hechos históricos encierra en sí mismo su propio sentido. Como máximo, prosiguen, puede admitirse que algunas “identidades” estén justificadas por la opresión de que han sido objeto: es razonable, por tanto, que los individuos que comparten determinados rasgos se agrupen entre sí y formen minorías: los gays, por ejemplo, o las tribus urbanas, los transexuales, los negros, los aborígenes… Son las “minorías oprimidas” y éstas, cuanto más minoritarias son, más tienen derecho a ser protegidas e incentivadas por ley. Todos estos grupos defienden y asumen sus “pequeños relatos”. Todos estos “relatos” son “iguales” y, por tanto, todos, independientemente del número de sus miembros, deben a ser reconocidos y tratados en pie de igualdad. Dado que los “grandes relatos” se han hundido, la tolerancia ante los “pequeños relatos” marca el futuro de la convivencia humana.

Los nuevos valores, por tanto, son “diversidad”, “inclusión” y su denominador común, la “igualdad”, unidos a una serie de “valores finalistas” (antimilitarismo, pacifismo, tolerancia, ecología, responsabilidad planetaria) considerados como objetivos remotos a alcanzar. El lugar de los “valores instrumentales” (esfuerzo, autodisciplina, capacidad de sacrificio, lealtad, afán de superación, responsabilidad, liderazgo, etc, etc) son ignorados o relegados a una posición muy inferior. Esta actitud va a tener consecuencias deletéreas para Occidente. Así se explica el que un joven nutrido por estas ideas, sea un modelo de entrega a causas solidarias… pero sea incapaz de limpiar su habitación o ayudar a sus padres en las tareas del hogar: ha sido instruido en “valores finalistas”, pero nadie le ha explicado la importancia anterior y superior, de los “valores instrumentales”.

Ese descrédito de los “grandes relatos” y ese descubrimiento de la importancia axial de los “pequeño relatos” es lo que lleva a estilos culturales absolutamente delirantes. En el episodio 3 de la cuarta temporada de la popular serie Seinfeld, la comedia de situación creada por Larry David en (1989-1998), unos ejecutivos proponen al protagonista la creación de una serie de televisión, pero parece no se le ocurre ninguna idea. Sin embargo, su amigo, George Constanza, le propone realizar una serie que no trate de nada. ¿De qué? De nada, sin argumento, ¿por qué debe de haber un argumento? ¿por qué un guion? ¿por qué una temática? La idea es realizar una serie que no trate de nada… La serie, por supuesto, fracasa, pero los directivos de la NBC la asumen como excelente. El episodio está inspirado en la sonata 4,33 para piano de John Cage. El pianista aparece en el escenario, lleva frac y se sienta ante un piano de cola. Todo induce a pensar que va a tocar algo. Sin embargo, se limita a abrir el piano, colocarse las gafas para leer la partitura y poner en marcha un reloj. En varias ocasiones parece como si iniciara la sonata, pero pasan los minutos y no ocurre nada. Finalmente, cuando se cumplen 4 minutos y 33 segundos, cierra el piano, se levanta, saluda al pública y desaparece. Es aplaudido por los espectadores. El pianista, por cierto, es William Marx, primer hijo de Harpo Marx, pianista, arreglista y compositor, en 1992 recibió el premio al pianista más popular de Los Ángeles. Como siempre, en todo esto no hay nada nuevo: en 1969, Tony Leblanc apareció en un programa de humor con una manzana y un cuchillo. Se limitó a pelar la manzana y comérsela sin decir ni una sola palabra. Cuando hubo terminado cinco minutos después, se inclinó ante el público: su actuación había terminado.

Estos ejemplos nos muestran la naturaleza del arte post-moderno: el elogio y la exaltación de la nada. La nada, a fin de cuentas, cada uno de ellos es un pequeño relato, tan digno e igual a Las Meninas de Velázquez o al Cristo cósmico de Dalí. Como la lata con excrementos de Piero Manzoni que se adelantó a su tiempo y, en el fondo, definió lo que iba a ser el arte 55 años después. Una vez más, puede decirse que la especulación de ideas ha producido otro monstruo. La muerte de los “grandes relatos” ha abierto el paso a los “pequeños relatos” o a los “no relatos”, tan pequeños que se aproximan a la nada y, en cualquier caso, están instalados en ella.