Si la post-modernidad es que viene después de la
modernidad, el nacimiento de aquella está justificado por la crítica que hace
de éste. Y, como hemos
dicho antes, parte de la crítica puede asumirse desde un punto de vista
tradicionalista. El mejor análisis de la modernidad y el marco teórico de la
postmodernidad se encuentran en la obra de Jean François Lyotard, La
condición postmoderna (ed. Española en Ed. Cátedra, Madrid, 1985,
edición original en 1979). Es, pues, a este autor al que vamos a seguir en
nuestro análisis sobre esta corriente de pensamiento en torno a la que
gravitan, de una forma u otra, Félix Guattari, Jean Braudillard, Gianni
Vattimo, Michel Foucault.
Vamos a procurar estudiar su obra, al margen de
que, en sus comportamientos personales, algunos de ellos, fueran unos completos
desquiciados. Foucault, por
ejemplo, se decantó siempre a favor de las relaciones homosexuales con menores
y explícitamente por la pedofilia, como una forma de “liberación sexual”. En
1977, junto con Sartre y su compañera Simone de Beauvoir, Derrida y otros
intelectuales de izquierdas, firmaron una petición al parlamento francés para
que despenalizara las relaciones con menores de quince años, “siempre y cuando
fueran consensuadas”… El “peor Foucault” es aquel que intenta justificar sus
preferencias sexuales. Murió de SIDA en 1984. La Beauvoir, por cierto fue
una de las promotoras del aborto en Francia en 1977, junto con otros nombres,
más o menos vinculados al post-modernismo (Lyotard, Guattari, Derrida, Gilles
Deleuze, Philipe Sollers, etc), a pesar de ser considerada como la gran
“defensora de la mujer” y autora de El segundo sexo, obra de referencia
para el feminismo contemporáneo, no dejó buen recuerdo, como mínimo, en tres
mujeres que tuvieron relación con ella (Olga Kosakiewicz que era su alumna
y con la que mantuvo relaciones sexuales; Bianca Lamblin que describió en un
libro las relaciones que mantuvo con Sarte y con ella, a los 16 años; y Natalie
Sorokin, víctima abusos de la pareja, cuando tenía 17 años y que su madre
denunció con el resultado de expulsión de la Beauvoir del centro de estudios en
el que era profesora…). Si tenemos en cuenta que otro de los intelectuales que
firmaron aquella petición pro-aborto, Louis Althuser, desde 1947 había sido
diagnosticado como “psicótico maníaco depresivo” y en 1980 terminó asesinando
por estrangulamiento a su esposa o que Deleuze se suicidó en 1995, el cuadro
psicológico del conjunto no es el más adecuado para inspirar confianza. Por
eso, no vamos a insistir mucho más en sus trayectorias personales, sino
centrarnos en el cuadro de ideas que plantean.
Algunos autores sostienen que no existe una fecha
oficial de nacimiento del post-modernismo, pero que su fermentación se inició
en los años 70 (especialmente cuando entró en crisis el marxismo). En realidad,
tras la aparición del libro de Lyotard, el postmodernismo siguió siendo una
corriente cultural minoritaria y no sería hasta la caída del muro de Berlín
cuando adquiriría empuje y pasó a tener impacto social y a influir directamente
en el mainstream cultural.
La condición postmoderna, subtitulado Informe sobre el saber, de
Lyotard, fue, en principio, un encargo del gobierno de Québec. Se trata de un
análisis sobre el saber en las sociedades desarrolladas y cómo había entrado en
crisis. A partir de esta obra se popularizó el término “post-modernismo”,
así que podemos dar a 1979 como el año en el que oficialmente de redactó el
acta de defunción de la modernidad y se inició un nuevo ciclo.
Los vocablos nuevos que repite a lo largo de toda
la obra es “metarrelato” y “metanarrativa”. ¿Qué es un metarrelato? Desde el
punto de vista etimológico “meta” indica “más allá” y “relato” es una forma de
ver la historia. Así pues, el “metarrelato” consistiría en ver que contiene un
relato o una narración y lo que implica más allá de la misma narración. Así pues, de lo que se trata para Lyotard es de
encontrar los “grandes relatos” en los que se fundamentan las distintas
corrientes de la “modernidad”, para ver qué hay de común en todos ellos. Y
encuentra dos elementos comunes: en primer lugar, que ninguno de
ellos ha cumplido las expectativas que se había depositado en él; y, en
segundo lugar, que su caída tiene consecuencias para el pensamiento humano
posterior.
El “metarrelato” puede ser considerado como la
idea dominante en una época; no el único, porque, en realidad, los distintos
metarrelatos conviven en el mismo tiempo histórico, pero, en su conjunto,
englobarían a las opiniones dominantes en su época. Estos “metarrelatos” o
“grandes relatos” explican desde determinados puntos de vista la sociedad, cómo
debe organizarse, cuáles deben ser sus valores, y hacia dónde tienden. Todos
parten de una idea maestra en torno a la cual gira el conjunto y el hecho de
que hayan protagonizado momentos históricos y haya proporcionado fuerza para
vivir, creer y luchar a determinados grupos de seres humanos, es lo que les ha
conferido legitimidad. Pero, el fracaso de todos ellos, ha generado una nueva
situación. Si Nietzsche casi un siglo antes, “la muerte de Dios”, Lyotard,
parafraseándolo, declara “la muerte de los grandes relatos”.
¿Por qué el pensamiento post-modernista
triunfó tan rápidamente? La respuesta es muy simple: fue aceptado por el
“oficialismo cultural” porque sus primeros doctrinarios procedían de la
izquierda marxista y ese “oficialismo” veía con benevolencia todo lo que
procedía de los sectores más innovadores de la izquierda. Lyotard había
militado desde mediados de los años 50 hasta 1963 en el grupo “consejista”
Socialismo o Barbarie que abandonó para formar su propia organización Poder Obrero.
Foucault, por su parte, toma de Marx la crítica a la sociedad burguesa. Por su
parte, Jacques Derrida apoyó a los estudiantes revolucionarios en mayo de 1968,
para luego alinearse con el socialismo moderado. Otro de sus exponentes, Félix
Guattari, tenía también un largo historias en la extrema-izquierda “alternativa”
-concretamente en el Movimiento 22 de Marzo fundado por Cohn Bendit- y formó parte del “Comité de Apoyo a Pierre
Goldman” (un judío polaco que frecuentaba la izquierda radical, reconocido
culpable de varios atracos a mano armado y que, en el curso de uno de ellos
asesinó a dos farmacéuticos), apoyó el movimiento autónomo italiano; en 1977
quiso llevar esa experiencia a Francia creando el Centro de Iniciativa para
Nuevos Espacios de Libertad (CINEL) que solamente se disolvió tras la llegada
de Mitterand al poder en 1981. Y así sucesivamente. Los post-modernistas,
estaban, por tanto, dentro del stablishment cultural de la izquierda y les
resultó fácil reubicarse cuando el marxismo se dio por agotado.
Existe un acuerdo tácito entre los filósofos
post-modernistas y los reunidos en torno a la Escuela de Frankfurt: sobre la
importancia del racionalismo cartesiano y sobre el desencanto final que acarreó. Ambos sostienen que con Descartes y
con la “filosofía de las luces”, Dios es sustituido por la Razón y que ésta se
había convertido en la nueva diosa de la historia, gracias a la cual la
humanidad alcanzaría su período de plenitud. Los post-modernistas, encuadrarán
al iluminismo racionalista como un “gran relato”, el segundo en orden de
aparición (tras el cristianismo). Pero, lejos de eso, al cabo de los siglos,
ese racionalismo es lo que ha llevado directamente “a Auschwitz y a Hiroshima”
(Lyotard polemizó contra Robert Faurisson y los “negacionistas” del
Holocausto que amenazaban esta interpretación).
En “metarrelato” racionalista había
sido la contestación al originario, el metarrelato cristiano. El hecho de que se trate de una
creencia religiosa no tiene importancia para él. En realidad, considera
“ideología”, “metarrelato” y “religión” casi como sinónimos. Lyotard,
analiza el cristianismo y su contenido central: la idea de la redención operada
por la muerte de Cristo en la cruz, enviado por el Padre. La redención se
concretará en una promesa que se realizará al final de los tiempos, en los que
los justos vivirán una eternidad de dicha y plenitud. Ese “gran relato”, nos
dice, ha concluido desde que Nietzsche decretó la “muerte de Dios”. Hoy,
concluye, las poblaciones, han dejado de creer en este mito que ha acompañado a
la civilización occidental durante dos milenios.
Los cambios científico-tecnológicos y
las primeras acumulaciones de capital, procedentes del comercio con las Indias,
generaron la primera revolución industrial y la aparición de un nuevo “gran
relato”, el liberal-capitalista. Adam Smith proponía que la dinámica “del
mercado”, la ley de la oferta y la demanda, junto con el avance de las
ciencias, generaría un avance imparable que convertiría la propiedad en algo
accesible para todos. El mensaje de fondo de este “relato” era que, gracias al
“mercado”, queda garantizada la marcha hacia un horizonte ideal en el que la
prosperidad se habrá extendido a todos los rincones del orbe, hasta el
punto que la historia dejará de ser la crónica de los conflictos entre los
hombres. Ahora ya sabemos que, de entre todos los “metarrelatos”, éste figura
entre los primeros puestos de los más mentirosos. En efecto, después de más
de tres siglos de capitalismo la situación a la que se ha llegado ha sido justo
la opuesta: acumulaciones de capital desproporcionadas junto a
amontonamientos de indigencia, crisis cíclicas, problemas derivados de los
ajustes entre la oferta y la demanda, que lejos de ser elementos deterministas
y objetivos, suelen estar condicionados por presiones subjetivas e incluso por
fantasías irracionales de lucro y por el afán usurero sin límites,
especulaciones enloquecidas que llevan a
burbujas, tras cuyo estallido se repite el ciclo. Nadie, salvo sus máximos
beneficiarios, creen ya en las bondades del mercado para conducirnos a esa
sociedad ideal, sin historia, con propiedad y felicidad para todos.
Y llegamos al cuarto “gran
relato”, el marxismo. Surgido, inicialmente, como una respuesta a los
abusos del capitalismo que han generado la situación de indigencia secular del
proletariado. Pero éste, guiado por el determinismo generado por los
procesos dialécticos, finalmente, terminará siendo consciente de su poder y
enfrentándose a la burguesía, alcanzará a construir un “paraíso socialista”,
reino de la felicidad, la placidez y la abundancia, con la injusticia
desterrada y en donde todos seremos propietarios de todo. Claro está, que,
para llegar a ese futuro esplendoroso, habrá que pasar por unas fases
intermedias, en las que el poder de la burguesía, del revisionismo y de la
reacción, deban quedar anulados y, para ello, será necesario que el
proletariado establezca una dictadura que, eso sí, será la antesala de un
futuro radiante.
De la misma forma que los miembros de
la Escuela de Frankfurt habían empezado a criticar al marxismo solamente cuando
fue demasiado evidente que no era en los países más industrializados y con más
proletariado, donde iba a estallar la revolución, sino que ésta, había sido
derrotada justamente allí en donde Marx había profetizado su desencadenamiento,
los futuros post-modernistas, empezaron a dudar de las bondades del marxismo,
cuando se les hizo demasiado pesado aportar argumentos convincentes a la
complicidad de la URSS con las potencias imperialistas durante la Segunda
Guerra Mundial (a menos que la URSS no hubiera degenerado al nivel de potencia
imperialista), con las distintas sublevaciones que se produjeron durante la
Guerra Fría en los países del Este, hasta resultarles evidentes la
contradicción entre el discurso “libertario” que sostenían y la actitud
“liberticida” del “socialismo oficial”. A finales de los 70, tras el impacto de
ver a los T-72 en las calles de Praga y a finales de 1980, cuando se iniciaron
las huelgas en los astilleros de Danzig, a la intelectualidad europea -que
siempre buscaba el calor de las masas y de los medios de comunicación- le
resultaba ya indigerible seguir en posiciones marxistas, especialmente, cuando
el hombre medio de la calle ya se había dado cuenta de que el marxismo, ya
fuera bajo la forma de “eurocomunismo”, de ultraizquierda, estaba cada vez más
alejado de la realidad y se mostraba incapaz de interpretarla con el patrón
economicista y el recurso a la dialéctica y a la lucha de clases. Le pesaba,
pero Lyotard estaba obligado a reconocer que el “gran relato marxista” había
caído y ya muy pocos creían en él, así que optó por formular una crítica
absolutamente brutal contra él, más intensa, incluso que la que había dedicado
a los otros tres “grandes relatos”, al marxista.
El común denominador de estos cuatro
grandes relatos, para Lyotard, es que los cuatro son “teleológicos”, esto es,
todos muestran interés en mostrarnos el fin al que se dirigen y los cuatro nos
muestran una “visión teleológica de la historia”: los cuatro nos presentan un
“final de la historia” en el que todos seremos felices y habremos alcanzado la
plenitud. La
fuerza de cada uno de estos “relatos” radicaba en la visión edénica final que
se alcanzará automáticamente. Son formas de determinismo: el capitalismo a
través del mercado, el marxismo a través de la lucha de clases, el iluminismo
mediante la razón y el cristianismo por el camino de la fe. Pero, además de
determinismos, también constituyen formas de legitimación. Todos ellos tienden
a interpretaciones metafísicas de la Historia al descubrir unas leyes internas
del devenir histórico que no están en su superficie, sino en su misma dinámica
interna y que solamente son inteligibles desde el momento que se aceptan las
cualidades milagrosas del mercado, de la razón, de la lucha de clases o de la
fe.
El punto al que nos conduce Lyotard
es a reconocer que los “grandes relatos” han muerto: la gente ha dejado de
creer en ellos. Este fracaso de los “grandes relatos” que han estado presentes
en la modernidad (esto es, desde el siglo XVII hasta los años 80 del siglo XX),
ha determinado el fin de ese período histórico y el advenimiento de una época
nueva: la post-modernidad.
En el momento en el que se reconoce
el fracaso de las “grandes narrativas”, hay dos posiciones posibles: o bien
se intenta elaborar una “quinta posición” que, teniendo en cuenta las
condiciones de la modernidad, evite caer en los mismos errores, o bien, se
pasa revista a aquellas experiencias históricas del pasado que, por lo limitado
en el tiempo, o por no haber llegado hasta nuestros días, pueden aportar otra
forma de ver el mundo. El Tradicionalismo, tal como lo concibe Julius
Evola y René Guénon, estaría en esta última posición y los fascismos históricos
en la primera. Pero es aquí en donde los filósofos post-modernistas tratan
de dar un paso al frente: son “progresistas”, y este estado de espíritu
completamente subjetivo les induce a creer que no pueden buscarse alternativas
en el pasado. De hecho, el progresismo es la doctrina que sugiere que hay
que seguir la ruta emprendida en la modernidad, aunque esta conduzca hasta el
abismo. Tal es el “sentido de la historia”, como un excursionista que, siempre
ha seguido la dirección sur, sin mapas, ni previsión atmosférica, y que,
llegado ante un barranco opta por arrojarse a él convencido de que esa es la
vía que le llevará más directamente a su destino. E, incluso, son capaces de razonar
y justificar tal actitud.
Cuando este grupo de ex marxistas, obligados por las circunstancias a reconocer que el esquema en el que han creído en su juventud (e, incluso, cuando ya peinaban canas) como remedio a todos los males de la humanidad, no era más que otro “gran relato” que prometía mucho y que, en la práctica, resultaba un fiasco, optan por dar un paso más al frente: no buscan “relatos” de un pasado que hubieran sido usurpados y falsificados por los que surgieron después. Piensan, al parecer, que las manzanas no caen en Tasmania. En efecto, para que una ley científica, como la ley de la gravitación universal, sea admitida unánimemente, no es porque una manzana hubiera caído frente a los ojos de Newton en una tarde pesada y calurosa del siglo XVII, sino porque las manzanas caen en todos los lugares del mundo, en todas las épocas, incluso… en Tasmania. Y este principio de universalidad debería ser observado también en el mundo de las ideas. Si algo aparece como “nuevo” hay que desconfiar, por el principio de prudencia, de que su uso no genere efectos secundarios perversos. Y, en cualquier caso, lo “nuevo” debería ser acorde con lo que ha sido siempre y con lo que siempre ha acompañado a la naturaleza humana desde el neolítico: porque eso, precisamente, es lo que constituye nuestra identidad y ha acompañado a lo largo de milenios al Homo Sapiens. Por ejemplo, tener una familia, respetar la vida, reproducirse, creer en valores superiores, tener una ética y una moral aceptada por todos los miembros de una comunidad, aceptar las diferentes capacidades que se dan en el interior de un grupo y articularlos en forma de jerarquías naturales...
Ha sido la existencia de valores absolutos lo que ha permitido que el ser humano llegase desde el neolítico hasta nuestros días en pos de una meta y lo que ha permitido la creación de estructuras de gobierno cada vez más complejas. Esto, que, en principio parece lógico y razonable -sin valores absolutos unánimemente aceptados- resulta imposible que exista una comunidad- no es aceptado por los pensadores post-modernistas. Miran al frente, más allá de sus narices. Mirar hacia fórmulas de convivencia y valores del pasado es algo que repugna a su naturaleza “progresista”.
Así pues, Lyotard y los post-modernistas no oponen a las “grandes narrativas” que
han criticado y demolido, otras “grandes narrativas” que han estado presentes
en la Historia, simplemente las eluden, evitan prestar atención a “narrativas”
ya olvidados o recluidos en el arcón de los recuerdos históricos, como la idea del
Imperio, que ha sido capaz de proporcionar estabilidad y duración a la vida de
los pueblos. Cuando hablan del fascismo, lo hacen con los tonos de la “propaganda
de guerra” y evitan situarlo en la historia como una reacción a los abusos de
la Segunda Revolución Industrial y al fracaso de la reacción marxista. En su “eurocentrismo”
de circunstancias, evitan igualmente recordar la existencia de filosofías de la
vida en las que hoy se podrían encontrar valores y ejemplos para enderezar la
marcha de la civilización: en el budismo, en el estoicismo romano, en la
filosofía clásica… Y no lo hacen porque todas estas fórmulas proponen actitudes
fáciles de adaptar a cualquier lugar y tiempo. Han centrado su atención en
cuatro “narrativas”, porque les ha resultado más fácil demostrar su fracaso.
Ellos alegan que esta fijación se debe a que se ha tratado de las narrativas
que han estado más presentes en la vida de la “modernidad” desde el siglo XVII.
Y tienen razón en su análisis, pero no en las alternativas que proponen que
desconsideran por completo fórmulas del pasado capaces de inspirar el futuro.
De hecho, lo que están negando son los “valores universales”.
TRAS LA MUERTE DE LAS "GRANDES NARRATIVAS"
Dicen: Las “grandes narrativas”
han muerto por su ineficacia a lo hora de hacer felices a los seres humanos.
Así pues, ya no será posible defender tales ideas de vocación universal. Esta
época de individualismo y de repliegue a lo personal, demuestra que el ser
humano solamente está interesado en defender “pequeños relatos”. O lo que es
todavía más sorprendente: “no-relatos”. Lo privado termina siendo para ellos
mucho más importante que lo comunitario. Cualquier forma de identidad es
una construcción artificiosa y falsa que, frecuentemente, oculta intenciones de
dominación sobre otros grupos. Por lo tanto, se trata de “deconstruir” todo ese
sistema de identidad y, el primero de todos, es la historia.
La historia, nos dicen los
postmodernistas, carece de sentido y de significado, no hay una “historia única”
como pretendía Marx, sino que cada uno de los hechos históricos encierra en sí
mismo su propio sentido. Como máximo, prosiguen, puede admitirse que algunas
“identidades” estén justificadas por la opresión de que han sido objeto: es
razonable, por tanto, que los individuos que comparten determinados rasgos se
agrupen entre sí y formen minorías: los gays, por ejemplo, o las tribus
urbanas, los transexuales, los negros, los aborígenes… Son las “minorías
oprimidas” y éstas, cuanto más minoritarias son, más tienen derecho a ser
protegidas e incentivadas por ley. Todos estos grupos defienden y asumen sus “pequeños
relatos”. Todos estos “relatos” son “iguales” y, por tanto, todos, independientemente
del número de sus miembros, deben a ser reconocidos y tratados en pie de
igualdad. Dado que los “grandes relatos” se han hundido, la tolerancia ante los
“pequeños relatos” marca el futuro de la convivencia humana.
Los nuevos valores, por tanto, son “diversidad”,
“inclusión” y su denominador común, la “igualdad”, unidos a una serie de “valores
finalistas” (antimilitarismo, pacifismo, tolerancia, ecología, responsabilidad
planetaria) considerados como objetivos remotos a alcanzar. El lugar de los “valores
instrumentales” (esfuerzo, autodisciplina, capacidad de sacrificio, lealtad,
afán de superación, responsabilidad, liderazgo, etc, etc) son ignorados o
relegados a una posición muy inferior. Esta actitud va a tener consecuencias
deletéreas para Occidente. Así
se explica el que un joven nutrido por estas ideas, sea un modelo de entrega a
causas solidarias… pero sea incapaz de limpiar su habitación o ayudar a sus
padres en las tareas del hogar: ha sido instruido en “valores finalistas”, pero
nadie le ha explicado la importancia anterior y superior, de los “valores
instrumentales”.
Ese descrédito de los “grandes
relatos” y ese descubrimiento de la importancia axial de los “pequeño relatos”
es lo que lleva a estilos culturales absolutamente delirantes. En el episodio 3 de la cuarta temporada
de la popular serie Seinfeld, la comedia de situación creada por Larry
David en (1989-1998), unos ejecutivos proponen al protagonista la creación de
una serie de televisión, pero parece no se le ocurre ninguna idea. Sin embargo,
su amigo, George Constanza, le propone realizar una serie que no trate de nada.
¿De qué? De nada, sin argumento, ¿por qué debe de haber un argumento? ¿por qué
un guion? ¿por qué una temática? La idea es realizar una serie que no trate de
nada… La serie, por supuesto, fracasa, pero los directivos de la NBC la asumen
como excelente. El episodio está inspirado en la sonata 4,33 para piano de John Cage. El pianista
aparece en el escenario, lleva frac y se sienta ante un piano de cola. Todo
induce a pensar que va a tocar algo. Sin embargo, se limita a abrir el piano,
colocarse las gafas para leer la partitura y poner en marcha un reloj. En
varias ocasiones parece como si iniciara la sonata, pero pasan los minutos y no
ocurre nada. Finalmente, cuando se cumplen 4 minutos y 33 segundos, cierra el piano,
se levanta, saluda al pública y desaparece. Es aplaudido por los espectadores. El
pianista, por cierto, es William Marx, primer hijo de Harpo Marx, pianista,
arreglista y compositor, en 1992 recibió el premio al pianista más popular de
Los Ángeles. Como siempre, en todo esto no hay nada nuevo: en 1969, Tony
Leblanc apareció en un programa de humor con una manzana y un cuchillo. Se
limitó a pelar la manzana y comérsela sin decir ni una sola palabra. Cuando
hubo terminado cinco minutos después, se inclinó ante el público: su actuación
había terminado.
Estos ejemplos nos muestran la naturaleza del arte post-moderno: el elogio y la exaltación de la nada. La nada, a fin de cuentas, cada uno de ellos es un pequeño relato, tan digno e igual a Las Meninas de Velázquez o al Cristo cósmico de Dalí. Como la lata con excrementos de Piero Manzoni que se adelantó a su tiempo y, en el fondo, definió lo que iba a ser el arte 55 años después. Una vez más, puede decirse que la especulación de ideas ha producido otro monstruo. La muerte de los “grandes relatos” ha abierto el paso a los “pequeños relatos” o a los “no relatos”, tan pequeños que se aproximan a la nada y, en cualquier caso, están instalados en ella.