Cualquier reflexión que se haga sobre la modernidad es hoy una reflexión
sobre la tecnología. Más aún, no sobre la “técnica” grosso modo, sino sobre las
“nuevas tecnologías”. Me hace gracia, cuando
algunos amigos ensalzan y creen en la validez de análisis geopolíticos,
mientras que otros rescatan antiguos textos escritos hace diez años por algunos
de los “gurús” habituales en nuestro ambiente o bien leen y releen complejas
teorías de escritores nacidos hace 130 años, destinados a describir el impacto
de la tecnología en el ser humano. Todo esto, hoy, carece de sentido. Ha
quedado, irremediablemente, atrás.
Jünger, sin ir más lejos, realizó un análisis de la técnica desde
el punto de vista del combatiente de las trincheras que se enfrentaba a las
fuerzas de destrucción desencadenadas por las tecnologías bélicas. Jünger llegó
a escribir: “La técnica es la verdadera metafísica del siglo XX”. Hoy,
incluso nosotros, los más persistentes admiradores de su obra, debemos
reconocer que, simplemente, se equivocó. Otro tanto podría decirse de Julius
Evola que vio en la “máquina” el organismo más perfecto en donde no existía
nada superfluo, todo tenía una función y cualquier engranaje servía para una
función que se realizaba sin intervención de nada ajeno a ella. Jünger volvió a
tocar esta temática en El Libro del Reloj de Arena (Tusquets Editores,
Barcelona, 1998).
Jünger daba el salto de la “técnica” al “trabajador”. Para Jünger,
el “trabajador” moviliza las fuerzas puestas en marcha por la técnica. Toda
técnica implica un “estilo” que es lo que debe ser el sello de una comunidad y
expresión de su Ser y sentir. Es, decía Jünger, una forma de superar el
individualismo y de trascender las relaciones económicas. Había que leer -y entender- el complicado entramado teórico de El
Trabajador (Ediciones Tusquets, Barcelona, 1990) para realizar una lectura
correcta de la concepción que su autor se realizaba de la “técnica” y de su
encarnación. Tiempo perdido. La técnica a la que se refería Jünger era la
derivada de la Segunda Revolución Industrial, la de la electricidad, el motor
de explosión, los combustibles fósiles, la producción en serie, el taylorismo y
poco más. El libro fue escrito en 1932. Ni siquiera -que recuerde- hay
alusiones a la energía atómica, a los primeros modelos de computación o a la
ingeniería aeroespacial que entonces se preocupaba de la cohetería…
Otros autores trataron el tema de la técnica. No, no me he
preocupado de lo que dijeron al respecto, ni Heidegger, ni Ortega, ni Spengler,
ni Gehlen, ni McLuhan, ni Ellul, ni siquiera Carl Schmitt que en 1962 llegó a escribir: “Aquél que consiga captar la
técnica desencadenada e insertarla en un orden concreto, está más cerca de una
contestación a la llamada actual que otro que busque aterrizar en la luna o en
Marte con los medios de una técnica desencadenada. La doma de la técnica
desencadenada: he aquí la hazaña de un nuevo Hércules”. Y no me he
preocupado por la sencilla razón de que todo lo que no se haya escrito en
los últimos cinco o siete años sobre la “técnica”, resulta ya hoy, a mayo de
2022, obsoleto y periclitado.
Este largo preámbulo, nos introduce en la
temática de la técnica, no la de la segunda revolución industrial, la que
vivieron Jünger y todos los filósofos que hemos mencionado, ni siquiera la de
la tercera revolución industrial (la de la computación, el microchip y las
redes informáticas integradas), sino la de la revolución que está teniendo
lugar aquí y ahora, ante nuestros ojos.
Hay tres rasgos que llaman la atención en esta revolución:
- que discurre a mucha más velocidad que las anteriores.
- que se trata de una revolución global que afecta a todos los ámbitos de la vida humana.
- que tiende a lograr un verdadero “fin de la historia”…
LA VELOCIDAD DE LA CUARTA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL
Julius Evola había escrito en uno de los ensayos que conforman su
último libro El Arco y la Clava (Edizione Mediterranee, Roma, 2000):
“La oposición entre las civilizaciones modernas y las civilizaciones tradicionales puede expresarse del siguiente modo: las civilizaciones modernas son devoradoras del espacio, mientras que las civilizaciones tradicionales fueron devoradoras del tiempo”.
Evola resaltaba que las civilizaciones modernas dan se
caracterizan por su “fiebre de movimiento y de conquista del espacio”,
generan un inagotable arsenal de medios mecánicos capaces de “reducir todas
las distancias, acortar todo intervalo, contener en una sensación de ubicuidad
todo lo que está esparcido en multitud de lugares”. Otras características
propias de estas civilizaciones serían “orgasmo del deseo de posesión,
angustia oscura por todo lo que está alejado, aislado, lejano, profundo; impulso
a la expansión, a la circulación, a la asociación, deseo de encontrarse en
todas partes, aunque jamás en uno mismo”. Y en alusión a la técnica:
“[esta] refuerza y alimenta este impulso existencial irracional, a la vez que lo refuerza, lo alimenta, lo exaspera” (…) “El espacio terrestre ya no ofrece prácticamente ningún misterio” (…) La mirada humana ha sondeado los cielos más alejados, lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño. Ya no se habla de otras tierras, sino de otros planetas. Una simple orden y se produce la acción, fulminante, allí donde deseamos. Tumulto confuso de mil voces que, poco a poco, se funden en un ritmo lento, atonal, impersonal”.
Se diría que estas líneas han sido escritas anteayer: se aplican,
en efecto, al estadio actual de la técnica: inmediatez, titanismo, globalidad…
en una palabra; la velocidad ha comprimido el espacio y hoy ya no se mide en
tiempo convencional humano, sino en microsegundos, nanosegundos, en el curso de
los cuales, una simple “orden” y se producen millones de reacciones en las
redes informáticas.
El espacio se ha comprimido hasta el punto de que el house-working
nos obliga a trabajar en casa, no precisamos ni siquiera salir. Google Earth
nos permite viajar moviendo solamente el mouse de nuestro ordenador. Los pisos
en los que vivimos se reducen al mínimo de metros cuadrados. Incluso, las gafas
de realidad virtual nos permiten prescindir completamente del espacio real. Es
una línea de tendencia: a medida que la era de la técnica progresa e imprime
al proceso una mayor velocidad, nuestro “espacio” se va comprimiendo. La última
etapa lógica de este proceso es prescindir del espacio real y sumergirnos en
mundos virtuales. A eso tienden alguno gurús de las nuevas tecnologías, con
Mark Zuckerberg a la cabeza: el Metaverso, tal como lo concibe, no debe ser un
medio de intercomunicación entre personas, sino convertirse en la realidad artificial
a la que van a parar todos los despechados, decepcionados, disconformes o,
simplemente, hartos de su triste cotidianeidad real. A los 13 años, cuando Zuckerberg
celebró su Bar Mitzvah en la comunidad judía de Midtown Manhattan, ya albergaba
este sueño loco.
Y a él nos estamos dirigiendo a marchas forzadas, sin apenas
darnos cuenta. Porque la revolución industrial en curso, la cuarta, avanza a
una velocidad inédita. Hasta ahora, las revoluciones industriales no mostraban
tal aceleración entre su comienzo y las consecuencias de todo tipo -políticas,
sociales, laborales, económicas- que implicaba su desarrollo. Sin embargo,
en esta revolución industrial, la implicación en inmediata, las nuevas
tecnologías se aplican a nivel universal inmediatamente salen del laboratorio:
la aplicación del 5G revoluciona las comunicaciones en todo el mundo desde el
mismo momento en que se implementa, la Inteligencia Artificial escapa de las
manos de sus propios programadores desde el mismo momento en que se le lanza en
red y empieza a automejorar utilizando los big-data. Incluso podemos
preguntarnos como los grandes “dueños del dinero” (los Buffet, los Soros, los
Schwab, los Rothschild, los Jay Rockefeller IV, etc.), tienen en torno a 90
años, o los han superado, y si no han adquirido esa longevidad gracias a los
nuevos avances en técnicas de prolongación de la vida humana (desde el “estiramiento”
de telómeros, hasta la técnica Crispr). Porque, y esto es lo importante, el
espacio y la vida se comprimen para la masa… no para la élite. Todo se
comprime para la vida de la masa, pero, paradójicamente, esta compresión está en
razón inversa a la expansión que experimenta la vida de la “élite económica”. A
medida que aumente la velocidad de la revolución industrial, esto se verá con
mucha más claridad.
UNA REVOLUCIÓN QUE AFECTA A TODOS LOS ÁMBITOS DE LA VIDA HUMANA
A esta inmediatez de la cuarta revolución industrial se une otro
problema: es una revolución total, afecta a todos los campos de la actividad
humana. No hay ninguno que pueda zafarse de él, ni siquiera aquellos campos en
los que la naturaleza humana ponía una creatividad que nunca se hubiera pensado
que podría ser sustituida por la máquina. Hoy, por ejemplo, se crea música
-incluso orquestal- electrónicamente, un libro o un guion pueden ser escritos sin
necesidad de que intervenga nada más que el algoritmo creado al efecto. Incluso
con fotos, documentos sonoros, vídeos y notas escritas, puede “revivirse”
electrónicamente a una persona muerta hace tiempo. Ya ni siquiera hace falta
recurrir a la superstición, ni a las videntes y espiritistas, para “comunicarse”
con los muertos.
Las fábricas serán “inteligentes” -lo están siendo-, fabricarán “bajo
demanda”, y lo harán más eficientemente y con mayores controles de calidad que
si lo hiciera un operario de carne y hueso. Podrán adaptarse en tiempo real y
sin interrupciones a las exigencias de tal o cual cliente. No será necesario
que exista un staff de mando en las fábricas, el algoritmo que las dirige, él
mismo, toma las decisiones en tiempo real, a partir de todos los datos en su
poder. Hoy, las compras y las ventas de los grandes consorcios de inversión ya
no son realizadas por brokers, sino por algoritmos que se adaptan a cada
inversor: inversores conservadores, inversores de alto riesgo, inversores
diversificados, etc.
En el futuro veremos a jueces virtuales dictando sentencias y a
abogados robots defendiendo a clientes con un dominio absoluto e inmediato
tanto de la legislación vigente como de la jurisprudencia. No guiaremos nuestro
vehículo; éste nos llevará a donde le pidamos con solo dictar la dirección al
GPS; y, ni siquiera, porque éste estará conectado a nuestra agenda electrónica
y allí habrá constancia de donde debemos ir.
¿Y el poder? Esta discusión es fundamental porque en todas las
revoluciones industriales, los “dueños” la técnica han sido quienes han dictado
la forma de organización del poder.
Aquí reside la gran contradicción, pero también la gran farsa de
nuestra época: hoy existen dos poderes dentro de la misma revolución
industrial: el procedente del “dinero viejo” (el obtenido en anteriores
revoluciones industriales) y el “dinero nuevo” (el generado directamente por
las nuevas tecnologías y las “empresas disruptivas”). Los primeros tienen
experiencia, los segundos ambiciones: no quieren solo dirigir desde la sombra y
por medio de políticos comprado al peso y troquelados bajo demanda, quieren ser
ellos los que dicten las normas, dado que siempre, los Estados tendrán algún
recurso legal para limitar sus ambiciones, moderar su rapacidad o enmendar sus
ansias de dictadura tecnológica.
No está claro, como se resolverá esta contradicción. De momento,
existe una entente, pero lo cierto es que el poder de los propietarios de
las nuevas tecnologías y de las empresas disruptivas, al ser actividad de mucho
más valor añadido que las actividades industriales clásicas, comerciales o
especulativas, crece a mucha más velocidad que las acumulaciones de capital de
las “dinastías económicas” convencionales. No está claro, pues, quien “inspirará”
el futuro político, aunque en el Foro Económico Mundial existe un acuerdo provisional
en que el “sector público” y el “sector tecnológico” tenderán a converger y a
crear un “espacio gris” de cooperación, lo que implica, tal como proponen que el
“poder tecnológico” gobernará sobre el “poder político” y que las decisiones,
exigencias y necesidades del primero, se impondrán, por mucho que se sigan
escenificando los rituales electorales cada cuatro años. Lo que no está tan
clara es si la coexistencia pacífica entre el “dinero nuevo” y el “dinero viejo”
se prolongará durante mucho tiempo y, cómo reaccionará este último ante su
pérdida progresiva de terreno.
En el fondo, la cuestión del impacto de las nuevas tecnologías en
la sociedad resulta inquietante: porque, lo que está en juego no es la
organización de la sociedad, sino la propia concepción del ser humano. Esta es
la demarcación entre las dos posiciones únicamente sostenibles hoy:
- O bien se acepta que las nuevas tecnologías varíen el concepto que tenemos de “lo humano” y su misma naturaleza,
- O bien se exige a las nuevas tecnologías que respeten el concepto de “ser humano”.
Porque, en el fondo, todas las nuevas tecnologías, casi sin
excepción, en sus consecuencias extremas, tienden a desvalorizar, rectificar o
anular lo humano: la Inteligencia Artificial hace innecesaria la presencia
de humanos en las palancas de decisión; determinados aspectos de las técnicas
de ingeniería genética abolen las barreras entre lo humano y lo animal,
insertando genes animales en cadenas de ADN humanas; más y más prótesis
sustituirán a organismo del cuerpo humano que se vayan deteriorando, y, en el
extremo, ya no estará claro si el resultado final seguirá siendo humano, o más
bien un cyborg estilo Robocop. Por lo demás, la vida humana se podrá
prolongar hasta los 320 años, quizás más, “rejuveneciendo” los telómeros
celulares, pero no está claro cómo reaccionará el cerebro ante esta dilatación del
ciclo vital. Los más alucinados, entre los transhumanistas (Elon Musk entre
ellos con el programa Neurolink) buscan conectar el cerebro con el ordenador y
realizar volcados en la nube de todo lo que llevamos en nuestro cerebro. “Nosotros”
seguiremos existiendo en esa “partición de la nube” en donde está nuestro
bagaje mental, el cual se podrá recargar en un robot absolutamente mecánico.
Así lograremos el “don de la ubicuidad” (esta físicamente en un lugar, mientras
una réplica robótica de nosotros mismos, recargada con nuestros datos, actúa en
otro) o viajar a destinos lejanos en el espacio exterior. ¿Qué queda, pues, de
lo humano? ¿Dónde empieza y donde termina lo humano a partir de ahora?
Las anteriores revoluciones industriales generaban diferencias de
clase, diferencias económicas, diferencias entre actividades de distinto valor
añadido. Ahora, las diferencias que se generarán serán entre “humanos” y “humanos
modificados”, entre “humanos naturales” y “cyborgs”.
LA TÉCNICA COMO FIN DE LA HISTORIA
Cuando en 1989, cayó el Muro de Berlín, Francis Fukuyama enunció
su teoría sobre el “fin de la historia” que fue incorporada al arsenal del
pensamiento imperialista americano. La doctrina justificaba, por sí misma, el
papel de los EEUU como única potencia mundial y, por tanto, guardián de la
democracia urbi et orbe. No habría conflictos, luego no habría “historia”, y el
futuro sería el propio de un “mundo feliz”. Doce años después, los extraños
ataques del 11-S y las expediciones coloniales a Afganistán e Iraq, hicieron
que la doctrina del “fin de la historia” fuera sustituida por la del “conflicto
de civilizaciones”, enunciada por Samuel Huntington. La historia no había
terminado. Seis años mas tarde, con el inicio de la crisis de las suprimes y
desencadenamiento de la gran crisis económica mundial, lo que estuvo a punto de
desaparecer fue el capitalismo. De todas formas, algo estaba cambiando.
La historia termina, o bien por una paz universal y el
establecimiento de un “mundo feliz” con un gendarme dispuesto a reprimir a
cualquier alborotador, o bien cuando las voces discordantes son desconectadas y
se vive un simulacro de “paz universal” (descrito por Orwell en su novela 1984,
como look más que como realidad). En la época en
la que Fukuyama enunció su teoría, solamente era posible la primera opción.
Pero el rodillo de las nuevas tecnologías ha creado un mundo nuevo: hoy, sí
es posible generar la “ilusión” de un mundo sin historia, sin disidencias y sin
crispaciones. Entendemos el término “ilusión” en su acepción próxima a
espejismo y como cualidad propia del “iluso”.
Hasta ahora, los debates que se daban en la sociedad estaban marcados,
por la contraposición de la idea de “progreso” frente a tradición en la primera
revolución industrial; mientras que en la segunda revolución industrial el
signo de los tiempos fueron las ideologías políticas contrapuestas; por su
parte, en la tercera, la preeminencia de la discusión se centraba sobre la
economía y, más explícitamente entre liberalismo y neo-liberalismo (habiéndose
certificado y constatado la “muerte de las ideologías”). Pero, en la cuarta
revolución industrial, todo esto ha quedado atrás, la única discusión que vale
la pena abordar gira en torno a las nuevas tecnologías y a su impacto entre la
sociedad. Para el “dinero viejo”, esto es, para las grandes dinastías
económicas, las que generaron el impulso hacia una economía mundial
globalizada, simplemente, porque la discusión tecnológica cubre y oculta la
inviabilidad de un sistema mundial globalizado (inviabilidad que ya puso de
relieve la gran crisis económica 2007-2011) que beneficia solamente a las
élites económicas, pero no al conjunto de la población. De ahí que, en este
terreno, también, los intereses del “dinero viejo” coincidan con los del “dinero
nuevo” (esto es, con los dueños de las nuevas tecnologías y de las “empresas
disruptivas”). Para el “dinero nuevo”, plantear la discusión en términos tecnológicos
es jugar en el terreno propio, promoviendo y presentando los grandes logros que
tenemos ante la vista y que ya están casi al alcance de la mano o implantados
en este momento, eludiendo la discusión sobre los perjuicios que tales
tecnologías pueden generar.
Por unos o por otros, sea como fuere, lo cierto es que hoy la
única discusión posible, no es ni política, ni económica, es, por encima de
todo y, sobre todo, una reflexión sobre la técnica y sobre el mundo generado
por las nuevas tecnologías. La técnica, nos dicen los propietarios de estas
tecnologías, generarán un “mundo feliz”, incluso si la realidad contingente no
nos gusta, siempre tendremos una “realidad artificial” en la que sumergirnos.
No habrá guerras porque nadie estará dispuesto ni a morir ni a matar fuera de
los mundos virtuales. No habrá conflictos porque todos tendremos resueltos
nuestros miedos, podremos culminar nuestras fantasías más íntimas, viviremos en
un estado de felicidad y bienestar permanente generado por la técnica en la que
no tendremos de qué preocuparnos. Habremos llegado, por tanto, a una era de
paz que, gracias a la técnica, supondrá -ahora sí- el fin de la historia.
Se equivocarán, por supuesto, porque este planteamiento no tiene en cuenta ni los efectos negativos que puede generar la técnica (y que, de hecho, sin duda, generará en tanto que “ciencia sin conciencia”), ni permite que las voces disidentes tengan audiencia: el algoritmo construido e implementado en todas las redes sociales y en el motor de búsqueda más utilizado, Google, hace que la disidencia no tenga la posibilidad de expresarse en igualdad de oportunidades con el “pensamiento oficial”. Una vez más, llegamos a la situación descrita por Alexandr Solzhenitsyn, en su análisis del mundo soviético: “La diferencia entre el mundo socialista y el democrático, es que en el primero no puede decirse nada y en el segundo, puede decirse todo, pero no sirve para nada”. Las nuevas tecnologías han demostrado mucha más eficacia en relegar a un lugar secundario a la disidencia, que la GPU, la KGB y cualquier otra medida represiva practicada por el estalinismo.
No hace falta prohibir a la disidencia expresarse, basta con que sus opiniones nunca ocupen los primeros puestos en los buscadores.