Concluimos con esta tercera entrega, la serie de artículos sobre la "cuestión kurda", centrándonos en dos hechos: el referéndum por la independencia convocado en el Kurdistán iraquí... una semana antes que el referéndum convocado por Carles Puigdemont en Cataluña, y el giro en la política exterior turca certificado con la inauguración por Putin y Erdogan del "Turk-Stream", el gaseoducto que llevará el gas ruso hasta Europa, a través del Mar Negro, Turquía Grecia y Serbia, evitando Ucrania. El "Gran Kurdistán", en este contexto, es hoy una utopia del pasado...
> CUANDO
EL JEQUE BARZANI IMITÓ AL
JEQUE PUIGDEMONT
JEQUE PUIGDEMONT
En
2017, el Kurdistán iraquí era, gracias como hemos visto, a los norteamericanos,
la única zona próspera del país. Existía una administración autónoma que
actuaba, prácticamente, como un Estado independiente en el que el gobierno de
Bagdad no tenía ninguna influencia, ni siquiera podía influir mínimamente.
Mientras en todo Iraq la corrupción era endémica (llegó a ocupar el segundo
lugar en la lista de “países más corruptos”), en el Kurdistán era algo menor. Mientras
en Bagdad no ha existido desde 2003 un gobierno digno de tal nombre, en el
norte kurdo, existía más seguridad, autoridad y orden. Las antiguas bases
norteamericanas utilizadas durante la invasión norteamericana se habían
convertido en aeropuertos internacionales, afluía el dinero, se construía, se
comerciaba, se explotaban los pozos de petróleo ocupados y administrados por
los kurdos iraquíes y la prosperidad que se vivía era un espejo y un
objetivo a alcanzar por el resto de kurdos de otros países.
En
ese momento (2017), incluso el PKK de Öcalam, ya había renunciado a la creación
de un “Gran Kurdistán” como Nación-Estado, la República de Mahabad en Irán era
un recuerdo, en Siria, los kurdos nunca habían hablado de Estado propio. Con
más o menos matices, todos ellos estaban a favor de una “autonomía” y solían
poner como ejemplo el régimen español y el alemán. Quizás por esto, el jeque
Barzani, jefe de la tribu kurdo-iraquí más poderosa y líder de los kurdos de
aquel país desde su puesto de responsable de la administración autónoma, se interesó
por lo que estaba ocurriendo en Cataluña: los independentistas habían
desafiado al Estado. Vio las fotos de sus manifestaciones de masas, examinó su
trayectoria en los últimos 40 años y llegó a la conclusión de que todo
nacionalismo, termina con la independencia nacional o queda como proyecto
frustrado. Es innegable que, además de la coincidencia en el tiempo, Barzani
intentó imitar el “procés” que había iniciado Artur Mas y que en esos momentos tenía
al frente a Carles Puigdemont.
Por
otra parte, también en aquellos años, existía un debate abierto sobre el
futuro de Irak como Estado. Muchos analistas negaban que pudiera
consolidarse de nuevo: antes lo había hecho gracias a la existencia del Baas y
a un poder fuerte que gobernaba con mano de hierro el país; desaparecido este y
sumido en el caos a causa de la intervención norteamericana, lo que quedaban
eran tres zonas completamente diferentes: kurdos al norte, sunnitas en el
centro y chiitas al sur, todo ello sobre un volcán de intereses económicos
y estructuras tribales.
Ante
esta situación, Barzani pensó que había llegado la ocasión de llegar a la
independencia: faltaba el episodio puramente formal de un referéndum que la
sancionara. Y lo convocó para el 25 de septiembre de 2017 (el frustrado convocado
por Puigdemont tendría lugar el apenas una semana después…). El resultado,
de hecho, era lo de menos: nadie dudaba de que los que acudieran a las urnas
votarían a favor: lo hizo el 92,73%, mientras que un 7,27% lo hizo en contra.
Votaron algo más de 3.000.000 de kurdos, sobre un total de 5.00.000.
El referéndum solamente había contado con el apoyo de Israel (y, claro está, de Carles Puigdemont, que se mostró entusiasmado). El resto de países de la comunidad internacional y, por supuesto, el gobierno iraquí, o no se pronunciaron, o lo condenaron, o lo desaconsejaron, incluidos los EEUU, el gran apoyo con el que han contado los kurdos iraquíes. El parlamento lo declaró ilegal, Turquía, Siria e Irán se opusieron, la ONU hizo otro tanto.
Las
reservas petroleras de Kirkuk, evaluadas a la baja en 45.000 millones de
barriles petróleo, constituían el verdadero botín y el soporte para el deseo de
independencia kurda. Barzani creía que un país con tales reservas aseguraba
su viabilidad económica, olvidaba que, aunque la corrupción eran menor que en
Iraq, seguía existiendo en la zona kurda, el país tenia deudas que
desequilibraban su balanza de pagos y, para colmo, la economía era
completamente dependiente de los precios del petróleo. Éste, además, para
exportarse a Occidente, debía atravesar el oleoducto que pasa por Turquía, país
que se había opuesto con más energía que cualquier otro a la independencia
querida por Barzani y que, en cualquier momento, podía cerrarse y asfixiar
económicamente al país.
Tras
los resultados, Barzani proclamó la independencia, a lo que siguió la intervención
militar iraquí y el regreso al punto de partida: dimisión de Barzani,
pérdida del pulmón petrolero de Kirkuk que volvió a ser controlado por Irak y
fracaso del proyecto independentista. Barzani, por lo demás, tenía todos los
rasgos para liderar una catástrofe de este estilo: su historia personal estaba
llena de iniciativas aventureras, giros copernicanos en su política y
oportunismo que le llevo a aliarse con Saddam Hussein en los años 90, cuando se
vio en apuros por la guerra civil entre fracciones kurdas, alineamiento luego
con los EEUU e, incluso, un breve período como presidente de Irak en 2004.
Así
terminaba otra aventura independentista, posible solamente cuando el
nacionalismo se sitúa delante de cualquier otra consideración.
> TURQUÍA Y RUSIA, SANTA ALIANZA
CONTRA LOS KURDOS SIRIOS
El caso kurdo
muestra hasta qué punto los nacionalistas son capaces hipotecar su propia
nación, vender y traicionar a otras fracciones de su propio ambiente político,
para sacar adelante su proyecto. A pesar de que los medios de comunicación
occidentales han seguido las instrucciones de los laboratorios de operaciones
psicológicas de los EEUU y mostrado el aspecto más “agradable” de los kurdos
(su lucha contra los fundamentalistas islámicos del DAESH), lo cierto es que, sus
dirigentes, desde Öcalam a Barzani, han demostrado ser políticos con pocos
escrúpulos, capaces de desencadenar conflictos que, sobre todo, han costado
sangre y sufrimientos a sus pueblos y que, tras fracasar, han adoptado, sin el
menor rubor, posiciones diametralmente opuestas.
La actual
situación del Kurdistán es el reflejo, así mismo, de lo nefasto de las
intervenciones militares norteamericanas en la zona y de cómo éstas han ido
variando de rumbo con el paso del tiempo, demostrando la ausencia de una
verdadera política exterior de la Administración norteamericana en la zona: de
la ambición demostrada por el president H.W.Bush por mostrar la potencia de los
EEUU al final de la Guerra Fría y presentar a los EEUU como “única potencia
mundial” durante la Segunda Guerra del Golfo (Kuwait), a la ambición de Bill Clinton
por estar presente constantemente en la zona para garantizar la “seguridad de
Israel y el suministro de petróleo”, al intervencionismo colonial de George W.
Bush motivado, por encima de todo, para aumentar los ingresos de las
corporaciones y los contratistas militares, hasta la “estrategia del caos” de
Obama, todas estas variaciones han demostrado ausencia de una política
lineal en la zona y un empobrecimiento progresivo de los objetivos
norteamericanos.
Finalmente, con
la llegada de Donald Trump a la presidencia, no quedaba nada más que reconocer
los hechos y el fracaso de las políticas anteriores. Y lo hizo, como buen empresario
que está dispuesto a liquidar un negocio al demostrarse inviabilidad.
En el otoño de
2019, los EEUU retiraron a los asesores militares que apoyaban a las
guerrillas kurdas en Siria. Pero, el vacío no existe en política exterior:
siempre es rellenado por alguien. Desde el momento en el que se conocieron los
planes de la candidatura de Trump a la presidencia y sus posibilidades de
victoria, era evidente que el nuevo presidente se desharía de los problemas más
molestos y menos comprensibles para la opinión pública y se replegaría en
política interior. A Erdogan no se le escapó esta posibilidad y decidió, a
partir de 2015, variar su política exterior ligeramente para prepararse a la
nueva situación que podía darse a la vuelta de unos años.
Erdogan era
consciente de que, mientras que los EEUU seguirían teniendo una política
oscilante en Oriente Medio a causa de su alejamiento, su desconocimiento de la
zona y los cambios de administración sucesivos, Rusia estaba más próxima,
conocía mejor los problemas de Oriente Medio y Asia Central y, sobre todo, era
más lineal y constante en sus políticas y en su administración. Lo que,
unido a la decepción que suponía los desaires de la UE a la candidatura turca y
el hecho de que muchos opositores a Erdogan se refugiaran en los EEUU
(empezando por Fetullah Gulen, considerado como “golpista”), generó un
corrimiento progresivo en las posiciones turcas y una mejora en las relaciones
con Rusia. Este acercamiento era todavía más doloroso para los países “occidentales”,
en la medida en que Turquía es miembro de la OTAN y, al menos, en teoría debería
garantizar la integridad de su flanco sud oriental…
Pero las
iniciativas adoptadas a partir de 2015 por Erdogan indican que su cambio de
política no es una mera táctica, sino que indica una nueva estrategia y la
definición de unos intereses completamente distintos a los que mantuvo el país
entre 2000 y 2010.
Por una parte, el
1 de diciembre de 2014, Putin, durante un viaje a Turquía firmó con Erdogan el
proyecto de construcción de un gaseoducto -el Turk-Stream- que partiría de Anapa, en las orillas del Mar
Negro, cruzaría el Mar Negro hasta la Tracia turco-europea, penetraría en
Grecia y luego enlazaría distribuiría el gas ruso a través de Bulgaria y Serbia
hacia Europa. El gaseoducto, una obra de ingeniería monumental, respondía,
al igual que el proyecto del Nord-Stream (tránsito del gas ruso hacia Alemania
a través del Báltico), a la estrategia rusa de evitar que el gas ruso
llegara a Europa Occidental a través de Ucrania, restarla a este país miles
de millones de euros en “derecho de paso” e ir mejorando las relaciones con los
países del “flanco sur” de la OTAN: Putin, no solamente pactó el gaseoducto con
Turquía, sino también con Grecia (visita de Tsipras a San Peterburgo en 2015).
A partir de
las buenas relaciones económicas con Turquía, era natural que se pasara a las
relaciones políticas. Turquía estaba dispuesta: veía en la retirada
norteamericana de Siria una puerta abierta para que las guerrillas kurdas,
ahora que habían vencido al DAESH instalaran “santuarios” para atacar a
Turquía. Paradójicamente, esta nueva etapa quedó certificada con el derribo
de un Sukhoi S-24 de la Fuerza Aérea rusa el 24 de noviembre de 2015 (era
la primera vez en 50 años que un avión ruso era derribado por fuerzas de la
OTAN). Cuando el mundo preveía que el incidente generaría un enfrentamiento
entre la OTAN y Rusia, este país tendió la mano amigablemente a Turquía
(después de unas primeras declaraciones beligerantes) y, a partir de ahí las
posiciones se fueron acercando, hasta llegar a la compra de mísiles, alcanzando
su máxima sintonía el 8 de enero de 2020 con la inauguración por ambos
mandatarios del Turk-Stream. El avión derribado, por cierto, operaba
desde la base de Latakia en territorio sirio.
Además de los
resentimientos, las frustraciones y las desconfianzas que puede albergar
Erdogan hacia Occidente, el elemento desencadenante de su giro en política
exterior, ha sido la “cuestión kurda” generada por la guerra civil de Siria.
A Turquía le consta particularmente, lo artificial de aquel conflicto (en el
que estuvo encargado en una primera fase de apoyar a las milicias sunnitas en
su rebelión con al-Asad que luego se integraron en el DAESH). La magnitud de la
guerra civil y el hecho de que el DAESH se aproximara momentáneamente a las
fronteras turcas, y que las fuerzas kurdas, entrenadas por Israel y por los
EEUU, se mostraran particularmente efectivas, atemorizó a Erdogan y coadyuvó
a acelerar el giro en su política exterior.
A diferencia de
Israel que, en estos momentos, se va más aislada en la zona y que ha sido el
gran perdedor del conflicto sirio, la única potencia que ha apoyado las
iniciativas kurdas y que siempre se ha alineado a su favor (en tanto que los
kurdos tendían a debilitar a los adversarios de Israel y a Turquía), Turquía
ha sabido encontrar razones suficientes para un cambio de política exterior,
previendo el aislacionismo de los EEUU y la recuperación de influencia rusa en
la zona.
En estas
circunstancias, el sueño del “Gran Kurdistán” es una utopía nacionalista irrealizable
y en la que ya nadie piensa.