De tanto en tanto, se renueva la superchería de que Ramiro
Ledesma fue “nacional-bolchevique” y que ese es la definición que mejor le
cuadra. Sin embargo, esta catalogación no es más que un título espectacular
para un contenido decepcionante: quienes afirman que Ledesma fue “nacional-bolchevique”,
evidencian una doble ignorando. No solamente ignoran lo que fue el
nacional-bolchevique (movimiento existente en Alemania en los años 20-30,
surgido de la extrema-izquierda en la ciudad de Hamburgo y luego, reavivado en
los años de la perestroika por algún sector de la “oposición nacional” durante
los años de la perestroika), sino lo que intentó políticamente Ramiro Ledesma
en la España de los años 30. Con estas notas queremos simplemente evitar que
serpiente ideológicas primaverales sigan circulando generando confusión en
torno a un pensador que vale la pena conocer en su auténtico rostro, como doctrinario
del nacional-sindicalismo, entendido como la forma que asumió la “revolución
nacional” en España.
En 1974 Editorial Taurus, especializada en obras de estudio
universitarias, publicó la voluminosa obra de Pierre Faye Los lenguajes
totalitarios que pasó completamente desapercibida en los circuitos de
extrema–derecha españoles. Quince años después, con la irrupción de la
perestroika y de la glasnost en Rusia, empezó a ser conocido en los países de
Europa Occidental, Alexandr Duguin que realizaba una curiosa simbiosis de
doctrinas propias del alma rusa, pensamiento tradicional, nueva derecha, con
una revisión del bolchevismo. Fue Duguin y otros nombres que aparecieron en su
estela, en especial, Eduard Veniaminovich Savenko (a) «Eduard Limonov», los que
asumieron el viejo nombre olvidado desde los años 30 y al que Pierre Faye había
algunas páginas en su obra: el «nacional–bolchevismo». Esto coincidió con la
reaparición de Jean Thiriart en el terreno de la política, reconvertido en
doctrinario casi unidimensionalmente anti–norteamericano. En Rusia apareció un
Partido Nacional Bolchevique que, provocadoramente, mostraba una hoz y un
martillo sustituyendo a la esvástica en el centro de una bandera roja con el
círculo blanco. Para colmo, a principios de los años 90, los restos de la
edición del libro de Pierre Faye se liquidaron en las librerías de segunda mano
y fue así como algunos miembros de la extrema–derecha a la búsqueda de
exotismos y originalidades pudieron leerlo de manera salteada y, la mayoría sin
llegar a entender las sutilezas
semánticas que proponía el autor. Fue así como a principios de los años 90, en
círculos muy restringidos y marginales de la extrema–derecha empezó a hablarse
de «nacional–bolchevismo». Y, entonces, surgió el equívoco…
Hasta ese momento, con la designación de
«nacional–bolchevismo», se entendía solamente a una fracción disidente del
Partido Comunista Obrero Alemán en la ciudad de Hamburgo, dirigido por Heinrich
Laufenberg y Fritz Wolffheim que no pasó de ser una de tantas pequeñas
escisiones que sufrió el movimiento comunista alemán en aquellos años. La
internacional comunista y el propio Lenin lanzaron todas sus baterías contra la
escisión nacional–bolchevique que pronto quedó pulverizada sin poder establecer
contactos profundos con sus homólogos del otro lado del espectro político, los
«conservadores revolucionarios» en sus distintas variantes. Así pues, todo
quedó como curiosidad apta sólo para amantes del exotismo y del freakysmo
político.
Cuando se produjo la invasión del Rhur entre 923 y 924, los
activistas de extrema–derecha hostiga-ron las comunicaciones francesas siendo
duramente reprimidos. Uno de sus exponentes más conocidos, Albert Leo
Schlageter fue capturado, sometido a juicio sumarísimo y fusilado. La
popularidad de Schlageter, su adscripción al NSDAP y su evidente y absoluto
alejamiento de las corrientes reaccionarias, hizo que el propio Karl Radeck,
enviado por la III Internacional a Alemania, escribiera algunos artículos y
pronunciara algunas conferencias en las que trataba a Schlageter casi con
cariño y admiración, defin-iéndolo como «valeroso soldado de la
contra–revolución». Entonces volvió a hablarse de «nacional–bolchevismo» y
algunos creyeron entender que el líder de la Internacional se había aproximado
a esta corriente, algo que el propio Radeck se encargó de desmentir aludiendo a
que una cosa era el «nacional–bolchevismo» ya condenado por Lenin y otra muy
diferente la adaptación del bolchevismo a las caracte-rísticas de una nación
concreta.
También es cierto que entre las rarezas que aportó Francia
al fascismo se encuentra el caso del minúsculo Partido Nacional Comunista de
Francia, fundado por Pierre Clementi el 7 de abril de 934. Clementi (al que
conocimos a principios de los años 70, estuvo en contacto con las distintas
corrientes neofascistas de postguerra) fundó en 938 la revista Le Pays Libre, órgano
del PNCF. A pesar de su nombre, nadie dudaba de el partido estaba situado en el
área heteróclita y poliforme del fascismo galo como una de sus fracciones más
minúsculas. Tras el desplome del ejército francés en junio de 940, el partido
fue reactivado de nuevo en julio, pero los alemanes rechazaron que figurara en
el nombre la referencia «comunista» por lo que Clementi decidió llamarlo
«Nacional–Colectivista», lo que le permitía mantener la misma sigla. Clementi
apoyó la creación de la Legión Francesa de Voluntarios que luchó en el frente
del Este. En la postguerra, participó, junto a Per Enghald, Maurice Bardéche,
René Binet, etc, en la creación del Movimiento Social Europeo del que se
escindió creando el Nuevo Orden Europeo. En definitiva, otra rareza política de
las muchas de la época.
Ninguno de estos caminos se cruza con Ramiro Ledesma: ni era
europeísta como lo fue Jean Thiriart, uno de los que recuperaron en parte el
tema nacional–bolchevique; ni demuestra la más mínima adscripción al marxismo como
Laufenberg y Wolffheim, ni, por supuesto evidencia en lugar alguno el más mínimo
signo de simpatía por Karl Radeck o por la Internacional Comunista. Es más,
siempre que se expresa en relación a ella lo hace en términos hostiles.
Es cierto que, en los primeros números de La Conquista del
Estado, Ledesma colocó algunos entrefilets en los que cometía excesos
conceptuales: «Viva la Alemania de Hitler, Viva la Rusia de Stalin, Vila la
Italia de Mussolini». Pero también era un signo de los tiempos. En Francia, los
«no conformistas» consideraban que las «juventudes europeas» seguían varios
caminos, el del bolchevismo, el del fascismo y el del nacion-alsocialismo, así
pues, se trataba de encontrar también una «vía francesa» para las juventudes de
ese país. Y otro tanto pretendía hacer Ramiro Ledesma en España. Pero, es
evidente, y lo hemos demostrado hasta la saciedad, que Ledesma buscó apoyos
para sus proyectos en la derecha monárquica bilbaína, tenía una concepción
estratégica que tendía hacia la unificación de las distintas corrientes del
«fascismo nacional» para lograr una vía propia para las «juventudes de España»
y en todo momento y sin fisura alguna rechazó las tesis marxistas y profesó
hacia el comunismo una hostilidad que era, a la vez, doctrinal y práctica. Así
que, en buena lógica, Ramiro Ledesma no pudo tener absolutamente ninguna
relación con el nacional–bolchevismo, ni se interesó jamás por él, ni hay
fundamento alguno para considerarlo ni s-quiera remotamente como simpatizante
de esta corriente. Pero, como algunos parecen pensar que el pensamiento, la
vida y la obra de Ramiro son deformables a voluntad, no faltó lo que podemos
calificar como «deformación ingenua» o bien como «torsión forzada
nacional–bolchevique».
¿Cuáles son los argumentos para ello? Débiles,
excepcionalmente débiles. De un lado, leemos en la web en un artículo titulado
“Ramiro Ledesma nacional-bolchevique”: «Si como he indicado en anteriores ocasiones,
el Nacional–Bolchevismo es la unión armónica entre las concepciones más radicales
de lo nacional y lo social, evidentemente podemos afirmar que Ramiro Ledesma
Ramos era un Nacional–Bolchevique. ‘He aquí esas dos palancas: una la idea
nacional, la Patria como empresa histórica y como garantía de existencia
histórica de todos los españoles; otra, la idea social, la economía
socialista, como garantía del pan y del bienestar económico de todo el pueblo’,
afirmará con rotundidad Ramiro»...
Henos aquí en pleno delirio: cualquiera que manifieste
ciertas dosis de patriotismo y una «vocación social» será, por eso mismo,
«nacional–bolchevique» pues no en vano, el autor considera que el
nacional–bolchevismo es solamente eso: unir lo nacional con lo social… algo que
si se consulta el programa del Partido Popular verá incluso reflejado, como
está reflejado en las democracias cristianas, en las socialdemocracias, en los
partidos liberales y, por supuesto, en todos los comunismos, incluso en
aquellos que hacían gala de internacionalismo y en los que, antes o después,
aparecía el patriotismo propio de la izquierda jacobina. Por lo mismo,
podríamos decir que «si nacional–bolchevismo es el día sucediendo a la noche,
el orden del mecanismo cósmico newtoniano es… nacional–bolchevique».
El problema es que el nacional–bolchevismo no es eso, no es
en absoluto unión «entre las concepciones más radicales de lo nacional y lo
social»… y retamos a alguien a que nos demuestre que el nacional–bolchevismo de
Laufenberg y Wolffheim fuera radical en «lo nacional»… cuando simplemente lo
que hacía era introducir en la ecuación de la III Internacional el «factor
nacional» como una pieza más a tener en cuenta, pero que no desembocaba en
absoluto en un «nacionalismo radical». En ocasiones se ha tenido como
«nacional–bolchevique» a aquellas concepciones geopolíticas que, en la crisis
terminal del Esta-do Soviético, abogaban por un eje euro–soviético frente al
americanismo (Thiriart por un lado y Duguin por otro, eran los heraldos de esta
corriente). Ledesma no tiene ni una sola frase en la que se muestre como decidido
partidario de una alianza euro–soviética. Es más, ni siquiera contempla al
Partido Comu-nista (y en muy escasa medida el Bloque Obrero y Campesino de
Joaquín Maurín del que apenas realiza un par de referencias elogiosas en sus
escritos) como una fuerza revolucionaria, sino que tiende a considerar como tal
al anarco–sindicalismo de la CNT, el cual elogia con relativa frecuencia y que,
por supuesto, no solamente no es «bolchevique», ni «nacional–bolchevique», sino
anti–bolchevique. Pero esto es lo de menos, porque tales elogios son
recuperados por el autor del citado artículo en el que olvida el título para
intentar demostrar que Ledesma propuso en su época un «frente unido contra el
sistema», afirman-do que intentó alzar la bandera de la «revolución nacional
proletaria»…
Es triste morir fusilado para que setenta años después venga
un ignorante y malentienda hasta tal punto la propia obra. El autor termina el
artículo, cuya lectura genera una irresistible tristeza y la convicción de que
la intelectualidad no es precisamente una de las cualidades de la
extrema–derecha española actual, con esta frase: «Fueron sin lugar a dudas los
primeros Nacional–Bolcheviques españoles y tal como diría el propio Ramiro
Ledesma Ramos al final de su genial ¿Fascismo en España?, «tanto a él como a
sus cama-radas les venía mejor la camisa roja de Garibaldi que la camisa negra
de Mussolini». Afanosamente hemos intentado releer el artículo varias veces
para entender cómo se puede concluir que Ledesma y los suyos «fueron los primeros
nacional–bolcheviques españoles» y, cómo para cerrar la demostración citar la
frase con la que se cierra ¿Fascismo en España?, a propósito de Garibaldi… que
ni era bolchevique, ni marxista, sino que representaba uno de los puntales de
la revolución burguesa, del nacionalismo liberal y de la unificación italiana,
que en un artículo sobre el nacional–bolchevique es como mezclar la velocidad
con el tocino.
No, Ramiro Ledesma Ramos no fue un «nacional–bolchevique»,
ni nada por el estilo, conclusión a la que habrían llegado algunos si se
hubieran preocupado de saber qué diablos era el «nacional–bolchevismo»…