Infokrisis.-Las líneas que siguen constituían la conclusión de esta obra non nata y lo que debía de dar sentido al título malsonante. Es una especie de recopilación y explosición de las líneas básicas de los ocho capítulos anteriores. En realidad, la mayoría de tales capítulos ya han sido incluidos en infokrisis y huelga repetirlos, basta para leerlos colocar la palabra "satanismo" en el buscador interior. Desde entonces (2004) no hemos vuelto a escribir absolutamente nada sobre el tema del satanismo contemporáneo, aunque todos los días nos veamos obligados a escribir algo de política. Al no tener tiempo para escribir algo sobre el Día de Difuntos he optado por recuperar este viejo texto.
La puta madre del Diablo
La tesis final de este libro no es de los conspicuos antisatanistas que afirman que el Diablo anda suelto en la modernidad, sino justo la contraria. El Diablo, el “pobre Diablo” era un tipo casi olvidado en siglos anteriores, recluido al enfermizo culto satánico y a la imaginería religiosa. Muy pocos se acordaban de él. Casi nadie, en realidad, durante la Edad Media, muy pocos en el Renacimiento. El índice de popularidad de Dios estaba muy por encima del Diablo, éste, a decir verdad, era residual. Hoy ocurre lo contrario. Entre los primeros espadas, Satanás ocupa el primer puesto del escalafón. Pero la inversión es mucho más preocupante. Por que si las civilizaciones antiguas habían sido modeladas en torno a la idea de Dios (fuera “hombre” o “mujer”, el Sol o la Gran Diosa), la nuestra es precisamente la que ha modelado la idea del Diablo y no el revés.
De ahí que el título de este libro sea “El Diablo y su puta madre…”. La “puta madre”, por así decirlo, es la modernidad enfermiza y crepuscular. Son las madres las que paren hijos, no los hijos quienes regurgitan a sus madres. Del seno de la modernidad ha emanado un Diablo particular que no tiene nada que ver con el que se conoció hasta anteayer.
Recuerda Borges que para los niños negros de Louisiana, esclavos recién importados, el Diablo era blanco, montaba a caballo y hablaba inglés. Es lógico que para los antiguos romanos, adoradores de Apolo y Zeus, practicantes de una religión olímpica, uránica y solar, el Diablo fuera Cartago y sus ídolos, todas reproducciones de la Gran Madre, femenina, telúrica, lunar y abisal. Cuando el campesino medieval acudía a misa, le decían con una seriedad pasmosa que la concupiscencia era un signo diabólico, así que al mirar al correr, le era difícil concebir otra forma diabólica que la del macho cabrío, follador impenitente. Habitualmente, la imagen del Diablo se ha formado en todas las civilizaciones como la cristalización de sus obsesiones y temores. La multiplicidad de formas diabólicas evidencia una diversidad de terrores atávicos.
Pero en la modernidad el proceso ha sido inverso. La modernidad es “titánica”. El Titán mítico es la antítesis del Héroe igualmente mítico. Prometeo y Hércules. Prometeo, el Titán; Hércules, el Héroe. El Héroe, a través de una serie de pruebas, más o menos dificillas, pasa airoso y conquista la inmortalidad. Pertenece a una raza aparte: la de los Héroes, nacidos hombres y devenidos gracias a su esfuerzo victorioso, dioses. El Titán es el Héroe fracasado: ha asumido una empresa que no está en condiciones de superar; en el curso de la misma, se derrumba como si le hubiera pasado un calambrazo que fundiera sus plomos. Ese mismo calambrazo, es el que ha dado la inmortalidad al Héroe.
Nuestra civilización es titánica: al menos desde Nietzsche quedó claro los peligros de creerse el rey del mambo, matar a dios y predicar el superhombre cuando no uno no levanta ni dos metros del suelo. Nietzsche, en nombre del realismo, certificó la muerte de dios; a partir de ese momento, el ser humano debería de caminar solo y la religión ya no sería un clavo ardiendo, esperanza para desesperados, refugio para místicos y contemplativos y medio de vida para hijosdalgos segundores. Se sabe lo que siguió: si dios ha muerto, todo está permitido. La moral ya no tiene una sanción superior impuesta por lo divino. Nada tiene su centro en lo indiscutible –la trascendencia, el ser supremo, Dios- por que todo puede discutirse al negarse el principio de lo indiscutible. La primera generación de nietzscheanos, gente seria y responsable, a la que le gustaba llegar hasta las últimas consecuencias de sus teorías, tuvo la mala ocurrencia de suicidarse por goteo. Después de constatar que todo está permitido, constataron que nada de lo permitido valía la pena. El suelo les faltó bajo los pies; el batacazo de toda una generación fue brutal. Mejor le fue a Nietzsche que solamente acabó loco si bien algo podridillo por la sífilis.
Pero cuando Nietzsche caminaba con grandes zancadas hacia el desmadejamiento de sus neuronas, ya se habían dado en el conjunto de la sociedad otros pasos en la misma dirección. Hubo un hombre llamado Darwin. Su teoría, que todos ustedes conocen, sigue siendo una hipótesis de trabajo, aceptada por casi todos. No es la parte científica la que vamos a cuestionar, sino el espíritu que se traslucía a partir del darwinismo. Tenía un nombre: el progreso. Las especies progresaban, así había sido a lo largo de toda la historia del mundo. Luego el progreso era la médula y el motor de la Humanidad.
Hubo otro hombre, de melena aleonada, ventripotente, barbiflorido y perpetuamente sentado en la misma plaza de la Biblioteca de Londres. Se llamaba Marx. Era dirigente político, creó la Internacional, pero se movía mejor en el terreno teórico. Venía a decir que, por una especie de fatalismo económico, la Humanidad progresaba a trompicones y conflictos. El les llamaba “contradicciones”. Dos pares opuestos generaban una contradicción de la que, finalmente, daba lugar a un nuevo término el cual entraba en contradicción con otro y de ahí surgía una nueva síntesis. Y tiro por que me toca… El progreso viajaba a golpe de contradicciones hasta una síntesis final que no era sino la Utopía de los poetas. Una delicia exenta de contradicción. El marxismo fue la traslación de la idea de “progreso” al campo de la filosofía, la economía y la política.
Sin embargo, ni Darwin ni Marx, eran del todo originales, sino que en el núcleo de su pensamiento estaban influenciados por la idea del progreso indefinido, una sensación que impregnaba la sociedad de su tiempo. Se había pasado en pocos años de la iluminación con candelas a la luz de gas, de la tartana a la locomotora, la dinamita empezaba a sustituir a la pólvora, se ensayaban nuevos materiales de propiedades desconocidas hasta entonces (cauchos), los telares proliferaban por media Europa movidos a vapor, no pasaba un día sin que un nuevo avance técnico o científico se incorporase a la sociedad y ojos como platos lo tuvieran como un signo de los tiempos: era el progreso, en ese contexto “progresista”, cobraron forma el darwinismo y el marxismo. Algunos incluso aplicaron el darwinismo a la sociedad: progresan más (ya en el plano económico) los mejores. La idea encontraba un eco en el calvinismo así que tenía sólidas y profundas raíces. Triunfo.
Desde entonces, la idea del progreso indefinido ha seguido estando presente en la sociedad. Se terminó inventando la máquina más pesada que el aire que volaba, luego se le incorporó una hélice accionada por un motor de explosión, mas tarde se trabajó en motores de reacción y luego en cohetes; finalmente se alcanzó la velocidad y la potencia que permitían vencer la gravedad. Y un buen día un tipo mascando chicle debajo de su casco, pisó la Luna. Realmente poco por que veinte años después, una sonda espacial llegó a los confines del sistema solar. Todo ello en menos de cien años. ¿Cómo la civilización podía ignorar la idea del “progreso”? Además, ese progreso, debía ser, necesariamente, indefinido.
Hay que decir que, efectivamente, la idea de progreso tiene una fuerza inconmensurable. Un semiólogo me comentaba hace unos meses: “Hitler tuvo la habilidad de utilizar la idea de “nuevo orden”y me explicaba en qué consistía la genialidad del Führer: “Nuevo es mejor que viejo y orden mejor que desorden, así las masas reciben estímulos positivos”. Sea semiólogo para dar explicaciones mangatonas como está. No hace falta una tesis doctoral para saber que “progreso” es mejor que “decadencia”. En política la notación “progresista” es frecuentemente utilizada, pero díganme alguien que haga otro tanto asumiendo la calificación de “inmovilista”. Una publicación de extrema-derecha durante la transición se editaba con el lema de “No es cierto que seamos inmovilistas, nos encanta la marcha atrás”. Aquí lo que hacían era contrarrestar el efecto negativo del concepto “inmovilista”, con la llamada a la ambigüedad y al cachondeito de la alusión a la “marcha atrás”. La cuestión es que en nuestra civilización, la idea de “progreso” es indiscutible.
En este sentido suele decirse también que Dios es conservador, pero el Diablo es progresista. Si Dios es perfecto y ha creado el mundo, solo necesita conservarlo tal como es. Pero el Diablo no lo ha creado, para él, “progresar” implica, necesariamente, alterar la obra de Dios y cualquier alteración de lo perfecto es necesariamente introducir un elemento problemático que tiende a desembocar en la aparición de conflicto y crisis en el interior de lo perfecto.
A partir del último tercio del siglo XVIII se produjeron en todo el mundo una serie de alteraciones. La revolución americana primero, la revolución francesa después y todas las que siguieron, implicaron el hundimiento del antiguo régimen –frecuentemente “monarquías de derecho divino” para instaurar repúblicas laicas. Este proceso de sustitución caminó al paso con la instauración de la sociedad burguesa, del capitalismo industrial y, finalmente del progreso científico. Y es en ese punto, en medio de la oleada de progreso y racionalismo, positivismo y laicismo… y no en una sociedad ultraconservadora, carca, devota y religiosa, en donde el Diablo realiza sus primeros escarceos, gana fuerza y a finales del siglo XIX, en toda Europa, oíganlo bien, en toda Europa se produce una primera epidemia de satanismo que afecta incluso al clero. Algo que antes solamente había aparecido en la historia (el caso de Urban Grandier y poco más) como resultado de mentes tan calenturientas como aisladas.
Spengler, inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial analizó el fenómeno en su “Decadencia de Occidente”. Concluyó tras las mil densas páginas, que cuando una civilización pierde la religiosidad tradicional (Nietzsche hacia veinticinco años que acababa de asesinar a Dios), no cae en la racionalidad, sino en formas extremas de superstición: proliferan cultos exóticos, videntes, magos, astrólogos y todo lo que constituye el entorno de lo supersticioso. Esa es nuestra época. Y en ella el Diablo se mueve a sus anchas.
Pero decíamos que es la sociedad la que ha creado al Diablo y no al reves. La modernidad es la madre de todas las diabluras. Hasta hace poco, la religiosidad tradicional protegía a la sociedad con una especie de muralla defensiva formada en base al concepto de “pecado”: “no hagas esto o aquello… es pecado”. Bueno ¿y qué? “Si pecas tu alma eterna e inmortal se perderá para siempre”. Bien, creyentes y no creyentes deberán estar de acuerdo en que la religión es un factor de orden, estabilidad y cohesión social. La sanción superior del dios era superior a la de cualquier poder humano. Era la “noble mentirijilla” de la que hablaran los filósofos antiguos. Una mentira tenía, a la postre, una consecuencia positiva que era, precisamente lo que se buscaba. Justificando el poder en Dios se conseguía hacerlo incuestionable, esto es, estable e incluso aceptable por otros sujetos iguales al líder máximo, gran timonel y ayatolla de la tribu, luego de la horda, más tarde de la nación. Pero “nación” rima con “revolución” y a partir de la francesa, la idea de nación va unida a otros conceptos: burguesía como clase hegemónica, economía capitalista y libremercado, democracia política, ejército de leva… triunfa la idea de la igualdad y la ley del número. Si todos somos iguales, 51 ganan sobre 49 y deben gobernar, el gobernante es uno los entre los iguales, no hay “sanción superior”, solo ley del número. Bueno, el sistema no ha dado malos resultados, pero ha tenido efectos colaterales.
Desaparecido Dios queda la Humanidad, ese conjunto de seres libres e iguales. Y ahí está que de iguales nada. Ni en derechos ni en deberes, ni en cuenta corriente, ni en guapura y donosía, ni en genes ni en neuronas. Usted y no, no nos parecemos en nada. Ni usted y sus vecinos, ni sus hijos entre sí… somos producto de la diversidad: diversidad de capacidades, diversidad de actitudes, diversidad de físicos, diversidad de intereses, diversidad de voluntades, diversidad de estilos y portes, diversidad de saberes, diversidad de procederes, somos hijos de la diversidad tanto como de papá y mamá. La “igualdad” es otra de esas “nobles mentiras” que, a la postre, sirve sólo para depositar una papeleta en una urna y sea contabilizada en igualdad con las demás. Por lo demás, la igualdad es pura ficción.
Pero la igualdad tiene otra virtud: satisface el ego. Cuando a un atontao se le dice que su voto vale lo mismo que el del último Premio Nobel de Física, recibe una inyección de autoestima. La crítica más demoledora a la democracia numérica –que no a toda la democracia- es que 51 border line tendrían siempre la mayoría sobre 49 Premios Nobel. La desgracia radica en que la crítica que hace Leo Strauss a la democracia es justa… pero sólo Leo Strauss en este nuestro tiempo y en esta nuestra comunidad democrática, ha osado proclamar que, dado que esto es así, hay que aprovecharse de la situación y gobernar en beneficio de los “filósofos” y de los “gentiles”, teniendo como material desechable a las masas.
Nuestro tiempo es el tiempo de las masas. Y las masas son a la élite lo que el cero al infinito. Basta leer la “Psicología de las Masas” de Gustav Le Bon para advertir hasta qué punto tiene razón el autor cuando dice que la inteligencia media de una masa no se sitúa en la media aritmética de sus integrantes… sino en el nivel más bajo de los presentes. Vean un espectáculo de masas, un linchamiento colectivo o simplemente un talk-show televisivo y ya me explicarán si Le Bon tenía o no razón.
Solo los demagogos adulan a las masas, al considerarles la madre de todas las confirmaciones: puedes tener personalidad, ideas y dinero, pero si no lo utilizas para seducir a las masas, como la vaca seduce al toro, el poder te quedará siempre lejos. Y a las masas se las seduce engañándolas o adulándolas, que es la forma más redomada y cínica de engaño. Eso –no otra cosa- es lo que da poder.
En un libro encantador de esta misma colección, concretamente en “¿Aún votas, merluzo?”, Pol Ubach se encargó de viviseccionar los problemas de las democracias modernas. El primero de todos es que más que democracias, había que llamarlas “plutocracias”, pues el único poder que lleva al poder, es el poder del dinero, de tal forma que el objetivo de todo poder y a lo que aspira es al dinero del poder. Sabido es que los grandes negocios se hacen a la sombra del poder.
Un sistema así fundado basa su estabilidad en cuatro elementos:
1) El doble lenguaje: lo que se dice y lo que se piensa no tienen nada que ver con lo que se hace. Públicamente se adula a las masas, justo para aprovecharse de las masas. Se dice que se sirve al pueblo, cuando en realidad, se sirve del pueblo.
2) La idea de irreversibilidad: todos los procesos más deletéreos y negativos que vive nuestra civilización (liberalismo salvaje, globalización, inmensas concentraciones de capital, precariedad) son considerados irreversibles y muestras de progreso.
3) Colada cerebral permanente: asómese a la pequeña pantalla, asómese al mundo de la literatura, al espectáculo y al deporte, asómese a las costumbres sociales, a la música, etc, verá que todas estas planos se alimentan de banalidades y terminan no siendo otra cosa más que estupefacientes sociales. Se achacaba a los césares el distraer voluntades con el “pan y circo” y lo hacían, ciertamente, la plebe entraba gratis en el Coliseo. Hoy ocurre eso mismo centuplicado, solo que el consumidos consumido abona la entrada, como la Ramoneta que hacía de puta y pagaba la cama. Toda la banalidad convertida en espectáculo tiene como resultado un embotamiento del cerebro y el permanecer de espaldas del verdadero rostro de la modernidad
4) Régimen de distracciones: lo que unifica a una masa es la sensación de que tiene un enemigo común. En un tiempo fue el “fascismo”, luego el “comunismo” y ahora es el “terrorismo internacional”. Siempre hay gente que da verosimilitud al fenómeno que, una vez lanzado, tiene vida propia. A la vista de un atentado como el del WTC, el “efecto contagio” hace el resto. Ha habido gente a la que se le ha sodomizado sin vaselina mientras estana en guardia para no ser sorprendido por el enemigo común. La retaguardia siempre es el punto más sensible.
La combinación de estos cuatro elementos es diabólica. No es el Diablo en persona, pero si genera un clima en el que el Diablo se mueve con comodidad. Piensen, por ejemplo, en las drogas. Siempre han existido drogas, solo que en la antigüedad se administraban bajo el control del brujo de la tribu o del curandero que, por lo demás, solían ser lo mismo, y en la actualidad son un fenómeno de masas. En tanto que consumo ritual propio de tribus y organizaciones sociales antiguas, el consumo de droga era una rareza antropológica. Hoy es una patología social creciente. El Diablo anda por ahí.
Yo no sé, por ejemplo, si entre los organizadores de los grandes conciertos de rock hay satanistas convictos y confesos, ni sé si detrás de algunas grandes estrellas y bandas del rock más heavy, hay individuos que pretenden hacer gala de un satanismo auténtico. Lo que sí se, es que en un after hours se vive un clima de posesión extática. Y, por supuesto, que determinados grupos rock se autopromocionan a base de blasfemias a tutiplé, guiños a Satán y afirmaciones explícitas de loa, gloria y alabanza al Diablo. Me maquino que todos estos deben ser unos giliflautas de mucho cuidado, pero no olviden que dicen aquello que creen mejor para promocionar su música construida por chirridos, desafinos y desafinos a partes iguales. Lo importante no es eso sino constatar que en ellos queda confirmada nuestra tesis: no es el Diablo el que crea la modernidad, sino la modernidad la que crea lo diabólico.
En Internet hay cientos de páginas sobre música rock y satanismo. Pero ni una sola, ni siquiera la más sofisticada, permite pensar que detrás de los líderes del rock satánico alguno ha leído algo más que la inofensiva Biblia Satánica de Sandor LaVey. No se pacta con el Diablo matando a un gato negro, ni mezclando un tripi con una hostia consagrada. Así lo único que se evidencia es el aspecto grotesco de las sectas diabólicas y la mentecatez de los pobres Diablos que las integran.
En la edad media tardía y en el renacimiento sobre todo se daba la fórmula de “Satán es Dios invertido”. Dejando al margen los aspectos de confort, los avances tecnológicos y científicos y ciertos aspectos de civilización, lo cierto es que, en otros aspectos, nuestra humanidad del siglo XXI es la inversión pura y simple de una sociedad normal. Vivimos un período neodiabólico en el que a un conservador mundano como el que suscribe le es muy fácil descubrir las inversiones de la normalidad: hasta ahora un “matrimonio” era el enlace entre personas de dos sexos. Ahora, mientras que los matrimonios así considerados disminuyen, se reivindican los matrimonios homosexuales. Bien, será un avance progre. Mientras que la música tenía ritmo, medida, armonía, hoy contiene ruido, estruendo, chirrido y atonalidad. Cuando en otro tiempo la primera norma educativa era “sé tu mismo”, hoy se ha creado un nuevo tipo humano, productor alienado y consumidos integrado, en el que la personalidad se mide por el número de logos de marcas que luce cubriendo su desnudez. Si el sexo debía de dar gustirrinín, placer, morbo y éxtasis, hoy es un vehículo de patologías, anormalidades, chaladuras y coto privado para sicopatones de todos los pelages. Contra más extendida es un hábito social, contra más éxito tiene un producto cultural, adolece de una mayor banalidad; y es lógico que así sea: para poder satisfacer a los más, debe rebajar sus exigencias de calidad y hacerse asequible a todos; y lo logra diseñándose para uso y disfrute de los más simples. Si educas a un hijo se te presenta la disyuntiva de, o bien darle una personalidad propia o hacerlo similar a sus compañeros; en el fondo –terminas preguntándote- yo quiero que mi hijo sea como todos; si le doy una educación exquisita y un “estilo”, a lo peor hago de él a un inadaptado. Porque hoy, los tipos cultivados, son rarezas que viven una especie de exilio interior. Vean en qué canales y a qué horas se emiten programas culturalmente exigentes y compárenlo con el contenido de los prime-time. Cuando hay más masa ante la pantalla, puede establecerse una relación matemática infalible: la cutrez y casposidad de un programa está en razón directa al share de audiencia, contra mayor es, mayor tiene que ser la zafiedad del programa y aun mayor la zafiedad de quienes aceptan salir en pantalla. Lo normal debería ser lo contrario: que los programadores, por sí mismos, por su propio interés, intentaran elevar el nivel cultural de las masas y operar la transformación alquímica orteguiana, vertebrándola y dándole el aspecto de “pueblo”. Para todos, incluso para los programadores de TV, parece lógico que sea más interesante vivir en una sociedad culta que en una sociedad cutre. Pero no, es justo lo contrario lo que se persigue.
Una sociedad así concebida ha hecho el boca a boca al Diablo y lo ha colocado en el centro de su panteón, como nuevo icono.
Es preciso que el Diablo exista para que la sociedad tenga una referencia de su modelo: egoísta, aprovechado, triunfador al margen de los métodos empleados, encantador en su “imagen”, psicópata en su “realidad”, obsesionado por la sexualidad como el cabroncete del Diablo, gran follador y burlador conspicuo, ansioso del poder por el poder, de la fama por la fama, sin aportar nada propio al ejercicio del poder, ni nada bueno que proyectar con su fama, sin otras ideas que las del “progresismo”, madre de todas las catástrofes, estas características, propias de las del Diablo, son asumidas cada vez por más elementos de una sociedad que ha hecho suyos los valores diabólicos.
En este sentido, la madre del Diablo es la sociedad postmoderna. El Diablo moderno es su emanación y su iconoco. De ahí que este libro que ahora concluye, se haya titulado “El Diablo y su puta madre…”.
Barcelona, Día de Difuntos de 2004 (hoy Hallowyn para mayor vergüenza y tragedia).
(c) ERnesto Milà - infokrisis - infokrisis@yahoo.es - http://infokrisis.blogia.com - Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen
La puta madre del Diablo
La tesis final de este libro no es de los conspicuos antisatanistas que afirman que el Diablo anda suelto en la modernidad, sino justo la contraria. El Diablo, el “pobre Diablo” era un tipo casi olvidado en siglos anteriores, recluido al enfermizo culto satánico y a la imaginería religiosa. Muy pocos se acordaban de él. Casi nadie, en realidad, durante la Edad Media, muy pocos en el Renacimiento. El índice de popularidad de Dios estaba muy por encima del Diablo, éste, a decir verdad, era residual. Hoy ocurre lo contrario. Entre los primeros espadas, Satanás ocupa el primer puesto del escalafón. Pero la inversión es mucho más preocupante. Por que si las civilizaciones antiguas habían sido modeladas en torno a la idea de Dios (fuera “hombre” o “mujer”, el Sol o la Gran Diosa), la nuestra es precisamente la que ha modelado la idea del Diablo y no el revés.
De ahí que el título de este libro sea “El Diablo y su puta madre…”. La “puta madre”, por así decirlo, es la modernidad enfermiza y crepuscular. Son las madres las que paren hijos, no los hijos quienes regurgitan a sus madres. Del seno de la modernidad ha emanado un Diablo particular que no tiene nada que ver con el que se conoció hasta anteayer.
Recuerda Borges que para los niños negros de Louisiana, esclavos recién importados, el Diablo era blanco, montaba a caballo y hablaba inglés. Es lógico que para los antiguos romanos, adoradores de Apolo y Zeus, practicantes de una religión olímpica, uránica y solar, el Diablo fuera Cartago y sus ídolos, todas reproducciones de la Gran Madre, femenina, telúrica, lunar y abisal. Cuando el campesino medieval acudía a misa, le decían con una seriedad pasmosa que la concupiscencia era un signo diabólico, así que al mirar al correr, le era difícil concebir otra forma diabólica que la del macho cabrío, follador impenitente. Habitualmente, la imagen del Diablo se ha formado en todas las civilizaciones como la cristalización de sus obsesiones y temores. La multiplicidad de formas diabólicas evidencia una diversidad de terrores atávicos.
Pero en la modernidad el proceso ha sido inverso. La modernidad es “titánica”. El Titán mítico es la antítesis del Héroe igualmente mítico. Prometeo y Hércules. Prometeo, el Titán; Hércules, el Héroe. El Héroe, a través de una serie de pruebas, más o menos dificillas, pasa airoso y conquista la inmortalidad. Pertenece a una raza aparte: la de los Héroes, nacidos hombres y devenidos gracias a su esfuerzo victorioso, dioses. El Titán es el Héroe fracasado: ha asumido una empresa que no está en condiciones de superar; en el curso de la misma, se derrumba como si le hubiera pasado un calambrazo que fundiera sus plomos. Ese mismo calambrazo, es el que ha dado la inmortalidad al Héroe.
Nuestra civilización es titánica: al menos desde Nietzsche quedó claro los peligros de creerse el rey del mambo, matar a dios y predicar el superhombre cuando no uno no levanta ni dos metros del suelo. Nietzsche, en nombre del realismo, certificó la muerte de dios; a partir de ese momento, el ser humano debería de caminar solo y la religión ya no sería un clavo ardiendo, esperanza para desesperados, refugio para místicos y contemplativos y medio de vida para hijosdalgos segundores. Se sabe lo que siguió: si dios ha muerto, todo está permitido. La moral ya no tiene una sanción superior impuesta por lo divino. Nada tiene su centro en lo indiscutible –la trascendencia, el ser supremo, Dios- por que todo puede discutirse al negarse el principio de lo indiscutible. La primera generación de nietzscheanos, gente seria y responsable, a la que le gustaba llegar hasta las últimas consecuencias de sus teorías, tuvo la mala ocurrencia de suicidarse por goteo. Después de constatar que todo está permitido, constataron que nada de lo permitido valía la pena. El suelo les faltó bajo los pies; el batacazo de toda una generación fue brutal. Mejor le fue a Nietzsche que solamente acabó loco si bien algo podridillo por la sífilis.
Pero cuando Nietzsche caminaba con grandes zancadas hacia el desmadejamiento de sus neuronas, ya se habían dado en el conjunto de la sociedad otros pasos en la misma dirección. Hubo un hombre llamado Darwin. Su teoría, que todos ustedes conocen, sigue siendo una hipótesis de trabajo, aceptada por casi todos. No es la parte científica la que vamos a cuestionar, sino el espíritu que se traslucía a partir del darwinismo. Tenía un nombre: el progreso. Las especies progresaban, así había sido a lo largo de toda la historia del mundo. Luego el progreso era la médula y el motor de la Humanidad.
Hubo otro hombre, de melena aleonada, ventripotente, barbiflorido y perpetuamente sentado en la misma plaza de la Biblioteca de Londres. Se llamaba Marx. Era dirigente político, creó la Internacional, pero se movía mejor en el terreno teórico. Venía a decir que, por una especie de fatalismo económico, la Humanidad progresaba a trompicones y conflictos. El les llamaba “contradicciones”. Dos pares opuestos generaban una contradicción de la que, finalmente, daba lugar a un nuevo término el cual entraba en contradicción con otro y de ahí surgía una nueva síntesis. Y tiro por que me toca… El progreso viajaba a golpe de contradicciones hasta una síntesis final que no era sino la Utopía de los poetas. Una delicia exenta de contradicción. El marxismo fue la traslación de la idea de “progreso” al campo de la filosofía, la economía y la política.
Sin embargo, ni Darwin ni Marx, eran del todo originales, sino que en el núcleo de su pensamiento estaban influenciados por la idea del progreso indefinido, una sensación que impregnaba la sociedad de su tiempo. Se había pasado en pocos años de la iluminación con candelas a la luz de gas, de la tartana a la locomotora, la dinamita empezaba a sustituir a la pólvora, se ensayaban nuevos materiales de propiedades desconocidas hasta entonces (cauchos), los telares proliferaban por media Europa movidos a vapor, no pasaba un día sin que un nuevo avance técnico o científico se incorporase a la sociedad y ojos como platos lo tuvieran como un signo de los tiempos: era el progreso, en ese contexto “progresista”, cobraron forma el darwinismo y el marxismo. Algunos incluso aplicaron el darwinismo a la sociedad: progresan más (ya en el plano económico) los mejores. La idea encontraba un eco en el calvinismo así que tenía sólidas y profundas raíces. Triunfo.
Desde entonces, la idea del progreso indefinido ha seguido estando presente en la sociedad. Se terminó inventando la máquina más pesada que el aire que volaba, luego se le incorporó una hélice accionada por un motor de explosión, mas tarde se trabajó en motores de reacción y luego en cohetes; finalmente se alcanzó la velocidad y la potencia que permitían vencer la gravedad. Y un buen día un tipo mascando chicle debajo de su casco, pisó la Luna. Realmente poco por que veinte años después, una sonda espacial llegó a los confines del sistema solar. Todo ello en menos de cien años. ¿Cómo la civilización podía ignorar la idea del “progreso”? Además, ese progreso, debía ser, necesariamente, indefinido.
Hay que decir que, efectivamente, la idea de progreso tiene una fuerza inconmensurable. Un semiólogo me comentaba hace unos meses: “Hitler tuvo la habilidad de utilizar la idea de “nuevo orden”y me explicaba en qué consistía la genialidad del Führer: “Nuevo es mejor que viejo y orden mejor que desorden, así las masas reciben estímulos positivos”. Sea semiólogo para dar explicaciones mangatonas como está. No hace falta una tesis doctoral para saber que “progreso” es mejor que “decadencia”. En política la notación “progresista” es frecuentemente utilizada, pero díganme alguien que haga otro tanto asumiendo la calificación de “inmovilista”. Una publicación de extrema-derecha durante la transición se editaba con el lema de “No es cierto que seamos inmovilistas, nos encanta la marcha atrás”. Aquí lo que hacían era contrarrestar el efecto negativo del concepto “inmovilista”, con la llamada a la ambigüedad y al cachondeito de la alusión a la “marcha atrás”. La cuestión es que en nuestra civilización, la idea de “progreso” es indiscutible.
En este sentido suele decirse también que Dios es conservador, pero el Diablo es progresista. Si Dios es perfecto y ha creado el mundo, solo necesita conservarlo tal como es. Pero el Diablo no lo ha creado, para él, “progresar” implica, necesariamente, alterar la obra de Dios y cualquier alteración de lo perfecto es necesariamente introducir un elemento problemático que tiende a desembocar en la aparición de conflicto y crisis en el interior de lo perfecto.
A partir del último tercio del siglo XVIII se produjeron en todo el mundo una serie de alteraciones. La revolución americana primero, la revolución francesa después y todas las que siguieron, implicaron el hundimiento del antiguo régimen –frecuentemente “monarquías de derecho divino” para instaurar repúblicas laicas. Este proceso de sustitución caminó al paso con la instauración de la sociedad burguesa, del capitalismo industrial y, finalmente del progreso científico. Y es en ese punto, en medio de la oleada de progreso y racionalismo, positivismo y laicismo… y no en una sociedad ultraconservadora, carca, devota y religiosa, en donde el Diablo realiza sus primeros escarceos, gana fuerza y a finales del siglo XIX, en toda Europa, oíganlo bien, en toda Europa se produce una primera epidemia de satanismo que afecta incluso al clero. Algo que antes solamente había aparecido en la historia (el caso de Urban Grandier y poco más) como resultado de mentes tan calenturientas como aisladas.
Spengler, inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial analizó el fenómeno en su “Decadencia de Occidente”. Concluyó tras las mil densas páginas, que cuando una civilización pierde la religiosidad tradicional (Nietzsche hacia veinticinco años que acababa de asesinar a Dios), no cae en la racionalidad, sino en formas extremas de superstición: proliferan cultos exóticos, videntes, magos, astrólogos y todo lo que constituye el entorno de lo supersticioso. Esa es nuestra época. Y en ella el Diablo se mueve a sus anchas.
Pero decíamos que es la sociedad la que ha creado al Diablo y no al reves. La modernidad es la madre de todas las diabluras. Hasta hace poco, la religiosidad tradicional protegía a la sociedad con una especie de muralla defensiva formada en base al concepto de “pecado”: “no hagas esto o aquello… es pecado”. Bueno ¿y qué? “Si pecas tu alma eterna e inmortal se perderá para siempre”. Bien, creyentes y no creyentes deberán estar de acuerdo en que la religión es un factor de orden, estabilidad y cohesión social. La sanción superior del dios era superior a la de cualquier poder humano. Era la “noble mentirijilla” de la que hablaran los filósofos antiguos. Una mentira tenía, a la postre, una consecuencia positiva que era, precisamente lo que se buscaba. Justificando el poder en Dios se conseguía hacerlo incuestionable, esto es, estable e incluso aceptable por otros sujetos iguales al líder máximo, gran timonel y ayatolla de la tribu, luego de la horda, más tarde de la nación. Pero “nación” rima con “revolución” y a partir de la francesa, la idea de nación va unida a otros conceptos: burguesía como clase hegemónica, economía capitalista y libremercado, democracia política, ejército de leva… triunfa la idea de la igualdad y la ley del número. Si todos somos iguales, 51 ganan sobre 49 y deben gobernar, el gobernante es uno los entre los iguales, no hay “sanción superior”, solo ley del número. Bueno, el sistema no ha dado malos resultados, pero ha tenido efectos colaterales.
Desaparecido Dios queda la Humanidad, ese conjunto de seres libres e iguales. Y ahí está que de iguales nada. Ni en derechos ni en deberes, ni en cuenta corriente, ni en guapura y donosía, ni en genes ni en neuronas. Usted y no, no nos parecemos en nada. Ni usted y sus vecinos, ni sus hijos entre sí… somos producto de la diversidad: diversidad de capacidades, diversidad de actitudes, diversidad de físicos, diversidad de intereses, diversidad de voluntades, diversidad de estilos y portes, diversidad de saberes, diversidad de procederes, somos hijos de la diversidad tanto como de papá y mamá. La “igualdad” es otra de esas “nobles mentiras” que, a la postre, sirve sólo para depositar una papeleta en una urna y sea contabilizada en igualdad con las demás. Por lo demás, la igualdad es pura ficción.
Pero la igualdad tiene otra virtud: satisface el ego. Cuando a un atontao se le dice que su voto vale lo mismo que el del último Premio Nobel de Física, recibe una inyección de autoestima. La crítica más demoledora a la democracia numérica –que no a toda la democracia- es que 51 border line tendrían siempre la mayoría sobre 49 Premios Nobel. La desgracia radica en que la crítica que hace Leo Strauss a la democracia es justa… pero sólo Leo Strauss en este nuestro tiempo y en esta nuestra comunidad democrática, ha osado proclamar que, dado que esto es así, hay que aprovecharse de la situación y gobernar en beneficio de los “filósofos” y de los “gentiles”, teniendo como material desechable a las masas.
Nuestro tiempo es el tiempo de las masas. Y las masas son a la élite lo que el cero al infinito. Basta leer la “Psicología de las Masas” de Gustav Le Bon para advertir hasta qué punto tiene razón el autor cuando dice que la inteligencia media de una masa no se sitúa en la media aritmética de sus integrantes… sino en el nivel más bajo de los presentes. Vean un espectáculo de masas, un linchamiento colectivo o simplemente un talk-show televisivo y ya me explicarán si Le Bon tenía o no razón.
Solo los demagogos adulan a las masas, al considerarles la madre de todas las confirmaciones: puedes tener personalidad, ideas y dinero, pero si no lo utilizas para seducir a las masas, como la vaca seduce al toro, el poder te quedará siempre lejos. Y a las masas se las seduce engañándolas o adulándolas, que es la forma más redomada y cínica de engaño. Eso –no otra cosa- es lo que da poder.
En un libro encantador de esta misma colección, concretamente en “¿Aún votas, merluzo?”, Pol Ubach se encargó de viviseccionar los problemas de las democracias modernas. El primero de todos es que más que democracias, había que llamarlas “plutocracias”, pues el único poder que lleva al poder, es el poder del dinero, de tal forma que el objetivo de todo poder y a lo que aspira es al dinero del poder. Sabido es que los grandes negocios se hacen a la sombra del poder.
Un sistema así fundado basa su estabilidad en cuatro elementos:
1) El doble lenguaje: lo que se dice y lo que se piensa no tienen nada que ver con lo que se hace. Públicamente se adula a las masas, justo para aprovecharse de las masas. Se dice que se sirve al pueblo, cuando en realidad, se sirve del pueblo.
2) La idea de irreversibilidad: todos los procesos más deletéreos y negativos que vive nuestra civilización (liberalismo salvaje, globalización, inmensas concentraciones de capital, precariedad) son considerados irreversibles y muestras de progreso.
3) Colada cerebral permanente: asómese a la pequeña pantalla, asómese al mundo de la literatura, al espectáculo y al deporte, asómese a las costumbres sociales, a la música, etc, verá que todas estas planos se alimentan de banalidades y terminan no siendo otra cosa más que estupefacientes sociales. Se achacaba a los césares el distraer voluntades con el “pan y circo” y lo hacían, ciertamente, la plebe entraba gratis en el Coliseo. Hoy ocurre eso mismo centuplicado, solo que el consumidos consumido abona la entrada, como la Ramoneta que hacía de puta y pagaba la cama. Toda la banalidad convertida en espectáculo tiene como resultado un embotamiento del cerebro y el permanecer de espaldas del verdadero rostro de la modernidad
4) Régimen de distracciones: lo que unifica a una masa es la sensación de que tiene un enemigo común. En un tiempo fue el “fascismo”, luego el “comunismo” y ahora es el “terrorismo internacional”. Siempre hay gente que da verosimilitud al fenómeno que, una vez lanzado, tiene vida propia. A la vista de un atentado como el del WTC, el “efecto contagio” hace el resto. Ha habido gente a la que se le ha sodomizado sin vaselina mientras estana en guardia para no ser sorprendido por el enemigo común. La retaguardia siempre es el punto más sensible.
La combinación de estos cuatro elementos es diabólica. No es el Diablo en persona, pero si genera un clima en el que el Diablo se mueve con comodidad. Piensen, por ejemplo, en las drogas. Siempre han existido drogas, solo que en la antigüedad se administraban bajo el control del brujo de la tribu o del curandero que, por lo demás, solían ser lo mismo, y en la actualidad son un fenómeno de masas. En tanto que consumo ritual propio de tribus y organizaciones sociales antiguas, el consumo de droga era una rareza antropológica. Hoy es una patología social creciente. El Diablo anda por ahí.
Yo no sé, por ejemplo, si entre los organizadores de los grandes conciertos de rock hay satanistas convictos y confesos, ni sé si detrás de algunas grandes estrellas y bandas del rock más heavy, hay individuos que pretenden hacer gala de un satanismo auténtico. Lo que sí se, es que en un after hours se vive un clima de posesión extática. Y, por supuesto, que determinados grupos rock se autopromocionan a base de blasfemias a tutiplé, guiños a Satán y afirmaciones explícitas de loa, gloria y alabanza al Diablo. Me maquino que todos estos deben ser unos giliflautas de mucho cuidado, pero no olviden que dicen aquello que creen mejor para promocionar su música construida por chirridos, desafinos y desafinos a partes iguales. Lo importante no es eso sino constatar que en ellos queda confirmada nuestra tesis: no es el Diablo el que crea la modernidad, sino la modernidad la que crea lo diabólico.
En Internet hay cientos de páginas sobre música rock y satanismo. Pero ni una sola, ni siquiera la más sofisticada, permite pensar que detrás de los líderes del rock satánico alguno ha leído algo más que la inofensiva Biblia Satánica de Sandor LaVey. No se pacta con el Diablo matando a un gato negro, ni mezclando un tripi con una hostia consagrada. Así lo único que se evidencia es el aspecto grotesco de las sectas diabólicas y la mentecatez de los pobres Diablos que las integran.
En la edad media tardía y en el renacimiento sobre todo se daba la fórmula de “Satán es Dios invertido”. Dejando al margen los aspectos de confort, los avances tecnológicos y científicos y ciertos aspectos de civilización, lo cierto es que, en otros aspectos, nuestra humanidad del siglo XXI es la inversión pura y simple de una sociedad normal. Vivimos un período neodiabólico en el que a un conservador mundano como el que suscribe le es muy fácil descubrir las inversiones de la normalidad: hasta ahora un “matrimonio” era el enlace entre personas de dos sexos. Ahora, mientras que los matrimonios así considerados disminuyen, se reivindican los matrimonios homosexuales. Bien, será un avance progre. Mientras que la música tenía ritmo, medida, armonía, hoy contiene ruido, estruendo, chirrido y atonalidad. Cuando en otro tiempo la primera norma educativa era “sé tu mismo”, hoy se ha creado un nuevo tipo humano, productor alienado y consumidos integrado, en el que la personalidad se mide por el número de logos de marcas que luce cubriendo su desnudez. Si el sexo debía de dar gustirrinín, placer, morbo y éxtasis, hoy es un vehículo de patologías, anormalidades, chaladuras y coto privado para sicopatones de todos los pelages. Contra más extendida es un hábito social, contra más éxito tiene un producto cultural, adolece de una mayor banalidad; y es lógico que así sea: para poder satisfacer a los más, debe rebajar sus exigencias de calidad y hacerse asequible a todos; y lo logra diseñándose para uso y disfrute de los más simples. Si educas a un hijo se te presenta la disyuntiva de, o bien darle una personalidad propia o hacerlo similar a sus compañeros; en el fondo –terminas preguntándote- yo quiero que mi hijo sea como todos; si le doy una educación exquisita y un “estilo”, a lo peor hago de él a un inadaptado. Porque hoy, los tipos cultivados, son rarezas que viven una especie de exilio interior. Vean en qué canales y a qué horas se emiten programas culturalmente exigentes y compárenlo con el contenido de los prime-time. Cuando hay más masa ante la pantalla, puede establecerse una relación matemática infalible: la cutrez y casposidad de un programa está en razón directa al share de audiencia, contra mayor es, mayor tiene que ser la zafiedad del programa y aun mayor la zafiedad de quienes aceptan salir en pantalla. Lo normal debería ser lo contrario: que los programadores, por sí mismos, por su propio interés, intentaran elevar el nivel cultural de las masas y operar la transformación alquímica orteguiana, vertebrándola y dándole el aspecto de “pueblo”. Para todos, incluso para los programadores de TV, parece lógico que sea más interesante vivir en una sociedad culta que en una sociedad cutre. Pero no, es justo lo contrario lo que se persigue.
Una sociedad así concebida ha hecho el boca a boca al Diablo y lo ha colocado en el centro de su panteón, como nuevo icono.
Es preciso que el Diablo exista para que la sociedad tenga una referencia de su modelo: egoísta, aprovechado, triunfador al margen de los métodos empleados, encantador en su “imagen”, psicópata en su “realidad”, obsesionado por la sexualidad como el cabroncete del Diablo, gran follador y burlador conspicuo, ansioso del poder por el poder, de la fama por la fama, sin aportar nada propio al ejercicio del poder, ni nada bueno que proyectar con su fama, sin otras ideas que las del “progresismo”, madre de todas las catástrofes, estas características, propias de las del Diablo, son asumidas cada vez por más elementos de una sociedad que ha hecho suyos los valores diabólicos.
En este sentido, la madre del Diablo es la sociedad postmoderna. El Diablo moderno es su emanación y su iconoco. De ahí que este libro que ahora concluye, se haya titulado “El Diablo y su puta madre…”.
Barcelona, Día de Difuntos de 2004 (hoy Hallowyn para mayor vergüenza y tragedia).
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