Info|krisis.- Cualquier estudio sobre la Tradición ha de ocuparse, más tarde o más
temprano, del mundo de los Símbolos. Los
arcanos mayores del Tarot, por ejemplo, constituyen conjuntos simbólicos que,
sin duda, están en condiciones de ayudarnos a comprender y a meditar sobre
aspectos de la vida y de la naturaleza humana. El primer arcano nos presenta la
imagen de un joven con un hatillo al hombro que camina hacia un precipicio; un
perro le muerde una pierna. Si tomamos cada uno de estos elementos ‑joven,
hatillo, precipicio, perro‑ en su sentido simbólico ‑pureza, necesidad,
devenir, instintos y pasiones, respectivarnente‑ obtendremos un significado de
conjunto: el devenir de la vida humana, emprendida al nacer con los mínimos
imprescindibles, nos arrastra hacia el abismo en caso de que nuestros
instintos y pasiones no sean controlados. Y al mismo tiempo irá implícita una
enseñanza: hay que salir de la corriente del devenir, bloqueando primero y
anulando después el impulso aninial que anida en nosotros. La carta en
cuestión se llama "El Loco”, “The fool”, "Le Mat”. Despojando al
Tarot de la devaluación y banalización que sufre en los tiempos modernos como
objeto predilecto (le todo tipo de charlatanes y estafadores, se convierte en
un "mutus liber”: un libro mudo, sin texto, pero con imágenes ‑esto es,
símbolos‑, en las cuales se encierran algunas "enseñanzas".
Ahora bien, el Tarot no constituye un universo sinibólico aislado, sino
que está relacionado con otras ciencias tradicionales: hermetismo, alquimia,
cábala, astrología, medicina, etc. Ciencias cuya existencia misma sería
impensable de no ser por la utiliación del símbolo. Igualmente, la práctica
operativa de lo que se llama “sistemas de meditacion con apoyo” implica el
conocimiento del universo simbólico: se medita fijando la atención sobre una
forma geométrica (en ocasiones un mandala) que facilita el tránsito hacia
estados diferenciados de conciencia.
Todo lo anterior evidencia que un estudio serio (le las doctrinas y
técnicas tradicionales nos lleva, antes o después, al mundo de los símbolos.
I. UNIVERSALIDAD DEL SÍMBOLO
Ahora bien, lo primero que llama la atención en este terreno es la
reiteración con que los mismos símbolos, apenas sin alteraciones, se repiten
en marcos geográficos muy diferentes: un lagarto tiene el mismo significado
para los pastores de los Pirineos que para
los chamanes del altiplano andino. Un triángulo simboliza el elemento fuego tanto entre los indios guatemaltecos
como entre los hermetistas de Beirut. Por no hablar de la svástica, símbolo
universal por excelencia. El campesino pirenáico nutre su conversación de
sabiduría tradicional (tradición = transmisión) y, excluyendo su posibilidad de
contactos culturales con otros grupos étnicos fuera de los que pueblan el
entorno de los valles Pirenáicos, hay que concluir que en él ‑en algún lugar de
su persona‑ residen los mismos arquetipos que en el chamán andino.
En cierta ocasión un pastor nos contó bajo un sol de plomo, la historia de
una salamandra que se introdujo en el fuego y se convirtió en una hermosa
mujer; por ello, los restos de madera quemada, el carbón vegetal, en
definitiva, es utilizado para curar ciertas enfermedades. Una leyenda parecida
circula en el "mercado de las brujas" de La Paz, ligada así mismo a
pretensiones terapéuticas: la mujer en cuestión, reconvertida en especie
proxima a la salamandra, un lagarto local, se vende disecada para curar
enfermedades de columna; hay que colocársela durante un tiempo en el cuello
para sanar de hernias discales, escoliosis, etc. También sabemos que las
doctrinas tántricas y yóguicas hablan de una fuerza ígnea contenida en la base
de la columna vertebral (la Kundalini)
que el practicante debe despertar, y que tal fuerza tiene un carácter
serpentino y femenino (la Shakty).
Las leyendas medievales europeas, igualmente, aluden al regalo que el mítico
"rey Pescador”, el "Preste Juan", realizó al Emperador Federico I:
un abrigo de piel de salamandra que protegía del fuego. Y no queremos agotar
las correspondencias. Es evidente que en todos estos temas existe una
interrelación simbólica: mujer – reptil – fuego - curación.
Ahora bien, a poco que investiguemos sobre el tema utilizando el material
facilitado por la antropología, la arqueología y la historia de las
religiones, advertiremos que la naturaleza de los símbolos es universal tanto
en lo espacial como en lo temporal; el origen de los simbolos se pierde en la
noche de los tiempos, más aún, da la sensación de que con el paso del tiempo
han ido perdiendo concreción y hoy no son más que productos degenerados bajo la
forma de cuentos y leyendas o supersticiones.
Hay que descartar, pues, que el símbolo en sentido tradiclonal sea una
construcción “original” ligada a la fantasía poética de tal o cual persona,
fijado en un marco geográfico concreto y surgido en un tiempo histórico
preciso; por el contrario, su universalidad es demasiado evidente como para que
pueda ignorarse.
Por lo demás, en el sistema que les era propio, los símbolos sintetizaban
los conocimientos de las distintas ramas del saber ‑en las distintas ciencias
tradicionales‑ a la par que se trataba de instrumentos interdisciplinarios que
las conectaban y daban a la ciencia tradicional el aspecto unitario que, por lo
demás, caracterizó a este tipo de sociedades.
II. HACIA UNA DEFINICIÓN DEL SÍMBOLO
El concepto de símbolo que asumimos no tiene nada que ver con las teorías semióticas
que deambulan entre la intelectualidad occidental desde finales del siglo
XVIV. Tampoco tiene nada que ver con las divagaciones de ciertas escuelas
psicoanalíticas (las capitancadas por Rank y Jung principalmente).
El símbolo ‑a efectos de nuestro estudio‑ no puede entenderse como
desvinculado de la sociedad tradicional y habrá que apelar a una clasificación
de los símbolos en el parágrafo siguiente para fijar esta idea.
Así pues, no es raro que Guénon dijera del símbolo que "se ha
convertido en algo ajeno a la mentalidad modernia”. Y uno de sus comentaristas
añade: "El símbolo es todo lo contrario de lo que conviene al
racionalismo". En otra de sus obras, el propio Guenon perfila más estos
conceptos cuando establece que el símbolo es la expresión sensible de una
idea".
En estas frases está contenida toda la ciencia del símbolo. No se trata de
algo que pueda ser entendido, aprendido o asimilado por la razon, sino que su
sentido y esencia hay que captarlo a través de la intuición intelectual. Toda
“práctica tradicional”, en definitiva, no es sino un conjunto de métodos para
estimular tal intuición, siendo el símbolo una ayuda para recorrer ese camino.
No es raro, pues, que se afirme que el símbolo es exterior al mundo
moderno, en tanto que este mundo no es otra cosa más que una derivación
monstruosa del racionalismo. No se vea en este orden de ideas una defensa de lo
irracional ‑infra‑racional, en realidad‑ sino de una forma de conocimiento asimilada
mediante otros medios diferentes de los racionales. Situarnos en la esfera de
la suprarracionalidad es situarnos en el terreno del universo simbólico.
En cierta ocasión nos explicaron una hermosa parábola a propósito de las
formas de descripción de estados de conciencia diferenciados. "Un hombre
se retiró al desierto para meditar, allí vió a dios. Cuando regresó a la ciudad
sintió la necesidad de contar a los suyos lo que había experimentado. Hubo de
apoyarse en parábolas y descripciones limitadas; aún así, quienes le oyeron
adquirieron una nueva fe y mataron y murieron por ella, pero ¿,cómo pueden unas
pobres palabras definir la esencia y el contenido de lo Absoluto”.
En efecto, las construcciones humanas son limitadas para definir y penetrar
en lo que está más allá de lo humano. Toda práctica tradicional se basa en la
posibilidad de atravesar la línea divisoria que separa el mundo físico del
mundo que está más allá de él. La doctrina tradicional afirma que el verdadero
sentido de la vida y las respuestas a buena parte de los misterios que encierra
la existencia, anidan en esa "otra parte", esto es, en el universo
metafísico. De ahí que, desde el punto de vista tradicional, no tenga sentido
discutir sobre metafísica, dee la misma forma que tampoco tiene sentido
discutir sobre las posibilidades de cambios de estado de los fluidos: basta con
experimentarlos. Esta experimentación es lo que hemos llamado hasta ahora “práctica
tradicional”.
Dado que en el inicio de esta práctica el hombre no cuenta con otro apoyo
más que su propio ser y sus sentidos físicos, y que estos no están
acondicionados para percibir otra realidad que la estrictamente material,
estamos forzados a utilizar unos instrumeutos que se sitúan a medio camino
entre el universo estríctamente físico y el metafísico, esto es, los símbolos.
Puede entenderse ahora por qué Guénon había definido al símbolo como
"expresión sensible de una idea". En tanto que expresión tiene algo
de esa idea, y en tanto que sensible participa del mundo físico.
La justeza de esta
definición viene avalada por el estudio etimológico de la palabra. Símbolo
procede de la palabra griega Sumbolon,
derivada del verbo súmballo, juntar,
reunir. La antigüedad griega registraba una costumbre consistente en romper un
objeto en dos partes y dar una de ellas al huésped, quedándose el arifitrión la
otra. Cada una de las partes era transmitida de padres a hijos, para que, en
caso de que volvieran a unirse, fuera señal de la amistad y hospitalidad que
existió tiempo atrás. Se trataba de un objeto de reconocimiento.
Así pues la palabra expresa, en su etimología, una concepción que recorre
transversalmente todas las expresiones temporales del mundo tradicional: el
hombre es un ser roto que inicialmente no lo era; ese proceso de ruptura
constituyó lo que en distintos mitologemas es la "caída", es decir,
la imposibilidad para el hombre de vivir dos órdenes de realidad diferentes: la
física y la metafísica; también marca, implícitamente, un objetivo: la
reunificacion de las dos partes en un todo renovado.
En la Edad Media, esta idea es expresada a través del mito de la espada
rota, que el héroe debe soldar para volver a empuñar y vencer al dragón (mito
nórdico de Sigfrido). También se expresa a través del mito céltico‑artúrico de
la espada clavada en la piedra, entendiendo por ello un poder superior que está
retenido por la pura materialidad (representada por la piedra) y que es preciso
liberar (acto de extraer la espada). Próximo a este orden de ideas sería
también el concepto hermético del Rebis
andrógino, el de "puente" y de "pontífice" (hacedor de
puentes) como instrumento de tránsito entre dos realidades jerárquicamente
dispuestas, o las llaves que abren y cierran mundos.
El símbolo es, pues, un mediador. Captar su sentido metafísico equivale a
comprenderlo. Es evidente que puede existir una aproximación intelectual al
símbolo. De hecho, tal es la función de los muchos diccionarios de símbolos
que existen en el mercado. Un círculo, por ejemplo, en hermetismo simboliza el
caos: el círculo cerrado sobre sí mismo abarca en su interior elementos indiferenciados
y por tanto, caóticos. Ese mismo círculo con un punto en el centro, pasa a ser
un símbolo solar, el caos ordenado, igual que el sol físico de nuestro
sistema, situado en el centro de gravitación de los planetas. Un cubo es la
representación de la materia, en tanto que es el mas inmóvil de todos los poliedros,
y este concepto sugiere la “pesadez” y la “densidad” de la materia. Sin
embargo, una esfera, la mas perfecta de las formas físicas, por ello mismo es
asimilada al alma. Estos serían ejemplos de aproximaciones intelectuales a la
naturaleza del símbolo.
Podemos hablar también de aproximaciones, naturalistas. A través del
estudio sobre alquimia clásica sabemos que la salamandra es asimilada siempre
al fuego, pero fue necesario que viéramos una salamandra moverse sobre las
rocas para que entendiéramos por qué se le ha otorgado tal símbolo: su movimiento
“recuerda” al de las llamas. Igualmente, el espíritu en la tradición hermética
ha sido comparado con el mercurio: el temblor de una porción de mercurio
indica su movilidad, el hecho de que no tenga forma propia, sino que se adapte
siempre a la del recipiente que lo contiene, así como su aspecto exterior que
evoca el color de la luna ‑forma astral cambiante por excelencia‑, por todo
ello, el mercurio es símbolo de un espíritu ‑entendido como conjunto de
construcciones mentales ernanadas de nuestro cerebro‑ no fijo, sino en continuo
movimiento por el perpetuo fluir de las ideas. Otros han comparado ese mismo
espíritu a la mariposa que se posa de flor en flor, nerviosa y sin apenas
detenerse. Imágenes que nos sugieren que el espíritu es puro devenir, flujo mental,
caos, movilidad, ideas todas ellas contenidas en los objetos o materiales
presentes en la naturaleza, a través de los cuales son representadas
aproximativamente.
Pero todo ello son, efectivamente, aspectos
intelectuales o naturalistas. Penetrar en el sentido de un símbolo ‑no
meramente aproximarse‑ quiere decir comprender su significado metafísico. Y al
llegar a este punto es imposible dar más explicaciones: no se puede conocer
esta parte del camino sin franquearla y este recorrido no puede ser sino
personalizado. Luego insistiremos sobre esta idea.
III. INTENTO DE CLASIFICACIÓN DE LOS SÍMBOLOS
Tomemos un episodio evangélico suficientemente conocido: Cristo azotado
tras su detención. Este episodio es susceptible de múltiples niveles de
interpretacion. Encontraremos a una escuela psicoanalítica que nos hablará de
evidencias de un complejo sado‑masoquista en el autor del texto evangélico, el
cual habrá plasmado sus pulsiones eróticas más recónditas, adquiridas durante
su infancia, en el episodio descrito. Es lo que podríamos llamar una
interpretación profana basada en un intento de racionalización y análisis de
los procesos mentales.
Paralelamente, el fiel católico verá en el episodio una etapa del
sufrimiento de Cristo para la redención del género humano; episodio necesario
en el desarrollo de la pasión y muerte de aquel a quien todo cristiano considera
su Redentor. Estamos en plena interpretación sagrada del mismo episodio.
Afinando más, podemos decir que se trata de una interpretación exotérica, es decir, situada en el plano de la mera religiosidad.
Pero este episodio no constituye algo exclusivo del cristianismo: temas
parecidos se describen en otras tradiciones. Así por ejemplo, cuando Mithra
atraviesa las aguas del río en el que acaba de nacer, y gana la otra orilla, se
ve "azotado" por un viento que desgarra sus vestiduras y castiga su
cuerpo. Es evidente que se trata de la misma experiencia dramatizada de forma
diferente que en el Evangelio.
Esta experiencia puede entenderse en un sentido interior y ser vivida de
formas muy distintas. Puede ser también el momento en que el practicante
"separa" ‑el hermetismo fue llamado "el arte de la
separatoria"‑ su cuerpo físico de su flujo mental, es decir, de la primera
fase del desplazamiento de la conciencia: del cerebro (conciencia racional) al
corazón (conciencia intuitiva). En esta fase, una y otra vez, la conciencia
racional se resiste a abandonar el soporte que representa para ella el cuerpo
físico y, al mismo tienipo, siente una especie de terror cuando lo ha
conseguido, ya que acaece una sensación de vacío, como de caída libre, que
provoca la regresión de la experiencia y la vuelta al punto de partida.
Pues bien, una vez madurada esta fase, la sensación universal de todos los
que la han atravesado suele ser de desgarramiento interior: puede comprenderse
entonces por qué unos la representan como azotes, otros como el golpear del
viento contra el propio cuerpo y otros ‑se nos permitira añadir una experiencia
interior al respecto‑ como si el cuerpo fuera atravesado por discos de vidrio
afilados que lo rompieran. Se trata de la misma experiencia vivida de formas
diferentes. La ecuación personal de cada uno influye decisivamente, así como la
actividad profesional, los mitos y símbolos de la propia cultura, los tenias
centrales de un exoterismo. Este último es el caso del cristianismo con su pathos de expiación a través del cual se obtiene la salvación. Un el caso
del mithraismo, sistema mistérico de tipo guerrero, se entieende como lucha
del hombre contra los elementos, y en el caso de los discos de vidrio afilados
que cortan al practicante, aparece en alguien que participaba en las tareas
del campo y, por tanto, tenía relación con el instrumento utilizado para
romper los terrones apelmazados tras el paso del arado.
Todo lo anterior nos permite ya establecer una sucinta clasificación de
los símbolos: profanos y sagrados y, estos últimos, símbolos exotéricos y
símbolos esotéricos. Tal es la clasificación del conjunto. Profano: todo lo
que está ligado a la vida cotidiana y vinculado a interpretaciones
racionalistas. Sagrado: lo que esta ligado a sistemas de tipo trascendente.
Exotérico: todo lo que se rrianifiesta en el exterior. Esotérico: todo aquello
que es interiorizado. Exotérico sería
equivalente a religioso, y esotérico ‑más o menos‑ a metafísico; ambos
serían los dos polos de un conocimiento sagrado, esto es, trascendente, no racional
y jerárquicamente estructurado: el exoterisnio requiere fe; el esoterismo,
experimentación, y ésta es una forma de conocimiento directo y superior a la
fe.
IV. CÓMO ACTÚA EL SÍMBOLO
Anexo a la iglesia de San Cugat del Vallés, en las proximidades de
Barcelona, existe un claustro de singular belleza cuyos capiteles llaman
inmediatamente la atención del visitante. Hacia el año 1945 fue a parar a este
lugar Marius Sclineider, musicólogo alemán, considerado heterodoxo por sus
colegas. Poco a poco fué interesándose por los capiteles, en los que intuía un
ritmo y una armonía. Buena parte de las figuras grabadas en piedra
representaban a animales en distintas actitudes. Schneider tuvo la idea de
asociar cada animal a un sonido específico: el oso representaría un sonido
bajo; la hiena, agudo; el cuervo estaría entre uno y otro, y así
sucesivamente. La actitud de los animales representados en los capiteles
marcaría un ritmo. Como conclusión de sus trabajos, Schneider intentó llevar
todas estas observaciones al pentagrama y de ahí salió una música. Años después
‑cuando el erudito alemán ya había muerto‑, en el curso de unos trabajos de
remodelación en el Monasterio de San Cugat del Vallés, fueron encontrados unos
códices medievales y entre ellos la partitura de lo que fue el himno perdido
del lugar. Pues bien: se trataba de la misma música que Schneider había
intuido en la piedra...
Esto es mas que una hermosa historia. Es la muestra fehaciente de que nada
en el arte medieval es gratuito o superfluo, nada motivado por razones
frívolamente estéticas o por una religiosidad ingenua y devota. Música y
arquitectura implican conocimientos técnicos específicos, leyes objetivas de
ritmo, armonía, resistencia de materiales, medida, proporción, etc. y, además,
la capacidad de combinarlas entre sí. ¿Con qué fin? ¿Para qué?
El mundo tradicional hablaba de la existencia de una armonía en el cosmos
percibida por el iniciado que había conquistado un estado de conciencia diferenciado.
Pitágoras habló de la “música celestial” aludiendo a ésto; Platón mismo aludió
a la "armonía de las esferas cósmicas"; más recientemente, Robert
Flud escribió en 1617 De musica mundana y
Atanasius Kircher Musurgia Universafis en
1650. El espacio que va entre unos y otros es cubierto por la arquitectura
medieval. A este respecto, el estudio de Selmeider sobre el Monasterio de San
Cugat y el de Charpentier sobre la Catedral de Chartes muestran que se percibía
en el Cosmos una armonía que se quería transmitir al hombre mediante la música
y la arquitectura.
¿Qué permitía realizar tal tránsito y por qué? La sensación de existencia
de un orden cósmico era fundamental en la humanidad tradicional. El macrocosmos
era sentido coino la expresión de fuerzas que actuaban armónicamente, exentas
de contradicciones. Algunos llamaron a esta sensación "Amor". El hombre,
en cambio, tenía otra dimensión, microcósmica y, en tanto que formaba parte
del cosmos, reproducía en sí mismo las características fundanientales de éste.
El hermetista árabe Geber, cuando tradujo un manuscrito alejandrino que
llevaba el título de La Tabla Esmeraldina, alcanzó la fama al
redescubrir para Occidente la primera frase del escrito: “Loque está arriba es
como lo que está abajo”. Es decir, el microcosinos humano reproduciría, según
esta escuela, el orden macrocósmico; pero tal microcosmos estaba amputado de
una parte de sí mismo y, no percibiendo otra realidad que la física, había
caído en el caos primordial. Y de la misma forma que el Génesis anuncia las etapas en las cuales el Caos se transformó en
Orden, el hermetista debe “trabajar” su propio Caos y ordenarlo.
Ecos de todo esto subsisten incluso en la enseñanza escolástica. La
"ciudad de Dios" no es sino aquella construida a imagen y semejanza
de lo divino, o si se quiere, como reflejo de lo divino. Así mismo, cuando en
el Génesis se dice que "Dios
creó al hombre a su imagen y semejanza" lo que se está haciendo es enunciar
una ley de correspondencias y analogías. Pablo, en su Epístola a los romanos, ofrece algo similar cuando dice (1, 20):
"Lo cognoscible de Dios es manifiesto; porque desde la creación del mundo,
lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las
obras". Goethe, siglos más tarde, repetiría casi textualmente la
traducción de Geber: "Lo que está dentro es como lo que está fuera”.
Mircea Eliade, en su Tratado de Historia de
las Religiones, reconocería:
"Si el todo se puede apreciar contenido en un fragmento es porque cada
fragmento repite al Todo". Y Guénon, finalmente, resumiendo toda la tradición
metafísica que le precedió, establecería que "el fundamento del símbolo es
la correspondencia que une entre sí todos los órdenes de realidad, ligándolos
unos a otros", concluyendo que "el universo entero es un símbolo".
El símbolo transmite y canaliza esta ley de analogía entre el hombre y el
cosmos. Al ocupar un mundo intermedio entre uno y el otro, es reflejo del
cosmos y traducción cognoscible de algunos aspectos de éste, pero en tanto que
representación sensible, puede ser entendida por los sentidos físicos del
hombre y, en estado de meditación profunda, "sugiere" o le hace
intuir aspectos de ese mismo Cosmos.
En realidad, los sistemas de meditación del mundo tradicional, como hemos
dicho, no tienen otra finalidad más que transferir la conciencia del cerebro al
corazón, es decir, de una forma de pensar dualista a una forma de entender y
conocer más inmediata, intuitiva y directa. Se trata de unas técnicas
progresivas de aprendizaje y desarrollo de facultades que habitualmente
permanecen sofocadas por nuestro sistema de pensar dualista, técnicas que por
lo demás, en su mayor parte, no requieren ninguna cualificación especial y hoy
están al alcance de cualquiera gracias a la proliferación de textos que
divulgan sistemas de meditación Zen, determinados tipos de yoga, incluso
residuos de sistemas ligados al catolicismo, tanto occidental (Meister Eckhart
y la mística renana) como a la iglesia ortodoxa oriental (filocalia y hesicasmo).
El sistema es siempre el mismo: total abandono del Yo (superación del
principio de individuación), adquisición de una conciencia inmediata del aquí
y del ahora, introspección (pregunta repetida de ¿quién soy yo? ¿cuál es mi verdadera
naturaleza?), meditación sobre algunos símbolos (cruz, mandalas, letras, etc.),
salida a la superficie de los estratos más profundos de la personalidad e
identificación con ellos, etc. Este proceso termina en aquello que quienes lo
han pasado, a través de todas las épocas y lugares, han definido con nombres
característicos y similares: el Despertar, la Iluminación, el Fuego Interior,
la experiencia de la Luz, etc.
En cualquier caso, la persona decidida a estudiar seriamente estas vías no
debe hacer de ello un objeto de erudición. El mundo tradicional,
jerárquicamente concebido, prescribía que todo practicante de cualquier
disciplina debía tener un instructor y recibir de él una enseñanza viva y
personalizada, en absoluto libresca y masificada. Una enseñanza en la cual el
secreto formaba parte sustancial de la misma. ¿Por qué este culto al secreto?
El practicante debía descubrir por sí mismo lo que se encontraba al final de
cada etapa, y esto no sólo por la dificultad que entraña definir coloquialmente
estados diÍcrenciados de conciencia, sino porque explicar al neófito la
naturaleza de cada experiencia supondría crear en él un deseo de alcanzarla, y
tal deseo ‑en tanto que mera pulsión cerebral‑ hubiera bloqueado la experiencia
misma. Esto es fácil de entender si se tiene en cuenta que toda práctica
tradicional implica sacrificio del Yo, pero el instructor no puede evitar
hablar a ese mismo Yo que ha decidido vivir otra realidad jerárquicamente
superior. Si el instructor facilita excesivos datos sobre cada etapa, el Yo los
asimila e intenta expermentarlos por sí mismo, pero tales estados no pueden
vivirse a través del Yo, sino de su renuncia. De ahí que hayamos dicho que el
deseo de la experiencia bloquea a esa misma experiencia. En cambio, si el
instructor facilita sólo la técnica, el practicante se limitará a utilizarla,
sin esperar nada en concreto, es decir, sin que el Yo se pueda interferir por
la vía del deseo concreto).
V. LAS INTERPRETACIONES PSICOANALÍTICAS
Llegados a este punto, hay que repetir la pregunta que otros muchos han
hecho: ¿Dónde “viven” los simbolos? ¿Cuál es su “lugar de residencia”? A partir
de Jung y de su intento de psicología analítica, tales preguntas han
polarizado las discusiones centrales en torno a los símbolos. ¿Por qué los
mismos símbolos se repiten en todas las épocas en lugares distantes y sin
contacto entre sí? ¿Por qué encuentran eco en las profundidades del alma
humana? ¿No será que es ahí donde se encuentra su hábitat natural?
Las teorías de Jung han intentado dar respuesta a estas preguntas a través
de la psicología analítica, heterodoxa en relación a Freud, pero, al mismo
tiempo, limitada, como ésta. Las tres teorías de Jung ‑sobre los “procesos de
individuación”, el “inconscienie colectivo” y los “arquetipos”‑ aminoran la
importancia dada por Freud a la sexualidad infantil, principal aberración del
psicoanálisis, pero, a decir verdad, no penetran en la naturaleza del mundo
tradicional que pretendió estudiar y que alardeó de haber desvelado.
Las distintas técnicas tradicionales ‑y la alquimia en particular, a la
que Jung consagró un voluminoso trabajo: Psicología y Alquimia‑ serían para Jung proyecciones de contenidos psíquicos del
inconsciente sobre las cosas. A esto Jung lo llamaba "proceso de
individuación" y mostraría la tendencia hacia la realización del ser. ¿Por
qué se producía una convergencia de símbolos? Porque todos los seres humanos
tenían desde el momento mismo de su nacimiento, grabados en su cerebro, mitos
y creencias propios de su raza, una especie de herencia psicológica a la que
Jung llamó "inconsciente colectivo". Otto Rank, psicoanalista
freudiano ortodoxo durante mucho tiempo, convergió con estos postulados
afirmando que "el mito es el sueño colectivo de un pueblo". Sería en
este inconsciente colectivo en donde residirían los "arquetipos",
rnodelos simbólicos recurrentes.
Estas teorías fueron expuestas en diversos libros: El secreto de la flor de oro, Transformaciones y símbolos de la líbido y Psicología y Alquimia, fundamentalmente, y ya en su momento sufrieron
críticas muy duras, beneficiándose de la ventaja de eludir los aspectos más
problemáticos de las teorías freudianas y de recurrir a exposiciones
frecuentemente cargadas de poesía. Por lo demás, en la discusión entre Freud y
Jung lo que hubo fue una confrontación racista del "SIgfrido suizo"
contra el "judío de Viena", repleta de ajustes de cuentas (Totem y tabú, de Freud, es solo un
ajuste de cuentas con la escuela de Jung), insultos mutuos y dos personalidades
en disputa por la jefatura de la Asociación Psicoanalítica Internacional. Era
rigurosamente cierto, por lo demás, como achacó Ernst Jones a Jung, que éste
solía cubrir sus exposiciones con "inmensa espuma de verborrea".
Pero tras todas estas disputas y teorías, lo que existe es una teoría
freudiana difícil de comprobar, frente a un "cuento de hadas"
junguiano que se desvanece en presencia de la genética actual (los caracteres
adquiridos no se transmiten por herencia). Efectivamente, ni uno ni otro
utilizan el método científico para establecer sus teorías. Freud fue
lamarckista hasta su muerte y Jung no va rnás allá de él cuando intenta
explicar los símbolos tradicionales no como un eslabón de enlace entre el
mundo físico y el nictafísico, sino entre el consciente y el inconsciente. En
este punto ‑el que interesa verdaderamente‑, Jung permanece en el mismo nivel
de ideas que Freud.
La tendencia del psicoanálisis, sea cual sea su escuela, es siempre la de haber superado
efectivamente, al menos en parte, el materialismo que dominaba hasta finales
del siglo XIX (“no existe más realidad que la que se puede percibir con los
sentidos”) y el haber concebido estados de conciencia subpersonales, pero sin
contemplar siquiera la posibilidad de existencia de estados de conciencia
diferenciados que trasciendan al
individuo. La confrontación entre el psicoanálisis y las doctrinas
tradicionales estriba en la naturaleza de los símbolos. Para el psicoanálisis,
se trata de una plasmación del inconsciente colectivo albergada en un estrato
más profundo del insconsciente individual, mientras que para las doctrinas
tradicionales tal inconsiciente no es sino una manifestación de lo mental y,
por tanto, está alejada de la metafísica y la espiritualidad pura. El mundo
tradicional contemplaba la existencia del inconsciente entendido en sentido
psicoanalítico ‑a eso aluden los mitos sobre el "reino de Neptuno" y
los monstruos abominables que moran en él‑ pero considerándolo como capas
infrarracionales y subpersonales. Al mismo tiempo, afirmaba la existencia de
niveles superiores a la conciencia ordinaria, supra‑personales. Estos niveles
suprapersonales estarían en el umbral de la otra realidad, la metafísica, y
mantendrían con ella "territorios" comunes. Esta situación
privilegiada permitiría al símbolo ejercer su función de mediador entre lo
humano y lo metafísico. Por lo demás, para la metafísica tadicional no existe
realidad individualizada ‑este sería uno de los aspectos de "maya",
la ilusión‑, sino unicidad orgánica, demostrable a través de la persistencia
espacio‑temporal de los símbolos.
VI. EL SÍMBOLO
COMO BASE PARA LA RECONSTRUCCIÓN DEL ORDEN TRADICIONAL
La sociedad tradicional, como todo lo que tiene un soporte humano, se fue
agotando en el curso de los siglos y su influencia ha ido disminuyendo en el
plano contingente. Hoy incluso ha desaparecido el concepto mismo de
"tradición" y "tradicionalismo", pasando, en ocasiones, a
ser sinónimo de "ochocentismo" o de "burguesismo".
Pero es innegable que cuando se habla de "alternativa al sistema"
en materia espiritual, una de las pocas alternativas posibles es la
recuperación de los valores de la Tradición. La búsqueda de la novedad parece
el callejón sin salida de todos los intentos "alternativistas".
Martin Buber escribió: “Imago mundi nova,
imago nulIa”, que no creemos necesario traducir; pero si no se quiere ser
tan radical, es preciso reconocer, como mínimo, que cuando se han agotado todas
las fórmulas "nuevas" no queda más remedio que buscar entre el
arsenal de las que se dieron en el pasado y adaptar sus principios al tiempo
moderno.
Pero esto suscita una serie de problemas. En primer lugar,
"tradición" implica "transmisión". Y esto se ha perdido. El
hilo que une las escuelas tradicionales del pasado con el presente es tan débil
que no puede considerarse como realmente válido y operativo. Cualquiera que
haya tenido relación con escuelas tradicionales ‑budistas, sufíes, hinduístas,
ortodoxas, residuos occidentales‑ habrá advertido lo problemático de todas
ellas. Desde Taishen Deshimaru, uno de los japoneses que más hicieron por
adaptar el budismo a Occidente, hasta Allan Wats, gurú de la contracultura y
divulgador del Zen en los años 60 y 70, pasando por el lama Tchongyam Grumpa
Rimpoché, uno de los más lúcidos maestros tibetanos llegados a nuestras latitudes,
todos ellos ‑cuyos escritos nos han ayudado extraordinariamente- murieron de
algo tan prosaico como la cirrosis hepática... No puede esperarse encontrar un
"maestro" perteneciente a una escuela regular sobre cuyo origen,
actitud o regularidad no existan dudas. El mundo moderno no puede ofrecer
ningún tipo de certidumbre si no es la de su propio fin, y esto afecta a los
residuos tradicionales que subsisten en su seno.
En la polémica entre Jullus Evola y René Guerion en torno a la “regularidad
iniciática”, estamos tentados de dar la razón al primero en contra de la
innegable ortodoxia del segundo. Como se sabe, todas las doctrinas
tradicionales sostienen la posibilidad de injertar en el aspirante una fuerza
que le trasciende a través del rito y de la iniciación; algo así como colocar
un molino de viento justo donde pasa una corriente de aire para activarlo.
Pero nuestra experiencia personal nos ha permitido conocer decenas de
"iniciados regulares" en distintas escuelas budistas e islámicas, que
han aportado poco o nada al sujeto que la recibía, al igual que la recepción de
los sacramentos no suele varias la condición de quienes los reciben. En la
Grecia crepuscular ocurrió otro tanto: los ritos dejaron de ser
"eficaces"; al igual que en los mornentos actuales, los ritos y las iniciaciones
“se dernocratizaron”: como los sacramentos, se recibían sin ninguna
preparación previa en profundidad, sin pasar por un período de ascesis y, de
la misma forma que el corcho absorbe cualquier vibración, el así
"iniciado" se convertía en impermeable a la "fuerza
actuante" de los ritos.
Sobre este tema se podría discutir mucho ‑y de hecho así ha ocurrido‑, pero
a nuestros efectos carece de interés en tanto que, si bien es posible dar la
prueba en negativo (la actual ineficacia de las iniciaciones), no lo es en
positivo (nunca sabremos "positivamente" si en el pasado fueron o no
eficaces ciertos ritos). A su favor está la tesis de la duración dilatada de
los ciclos tradicionales; el arqueólogo e historiador Contenau pone, al
respecto, el dedo en la llaga: los ciclos tradicionales, con sus ritos y
mancias, nunca habrían podido sostenerse durante muchos años de no ser por
haber mostrado un porcentaje significativo de éxitos, Gaston Bachelard, por su
parte, abunda en la misma idea preguntándose: "¿Cómo podría perpetuarse y
mantenerse una leyenda si cada generación no tuviera razones íntimas para
creer?”.
Despojando al mundo tradicional de todo aquello que es accesorio, de lo
que fueron construcciones históricas sujetas a imperativos étnicos, geográficos
o históricos; quitando a todo exoterisrno sus rasgos propios superfluos y su
utilitarismo social, abandonando en el camino todo aquello que se presta a
discusión intelectual y reviste caracteres problemáticos o indemostrables, lo
único que nos queda hoy son tres factores: unos métodos de meditación e
instrospección, unos elementos mínimos de metafísica (de conquista de lo que
está más allá de lo físico) y un sistema de símbolos sobre los que apoyar la
práctica. Es decir: teoría, práctica y puntos de apoyo. ¿Para qué debería
faltar algo más?
A la hora de la verdad, meditar ‑es decir, abordar una de las prácticas
tradicionales posibles‑ es estar solo consigo mismo, y nada ni nadie puede
ayudarnos en la búsqueda de nuestro Ser más profundo. A la iniciación
"real" y “ortodoxa” como la teorizada por Guenon, el tiempo nuevo
debe oponer, ha opuesto, una “iniciación virtual”, derivada de una práctica
seria, personalizada, basada en una rigurosa ortodoxia metafísica y apoyada en
un sistema de símbolos que encuentre eco en nuestro interior.
No puede haber reconstrucción de orden tradicional alguno, si antes no se
reconstruye la élite tradicional que lo alumbrará. Nunca el efecto fue anterior
a la causa.
(c) Ernesto Milà – ernesto.mila.rodri@gmail.com
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