Info|krisis.- ¿Qué queréis que os diga? Odio el
fútbol. De joven, de estudiante, jugaba al fútbol (como extremo-izquierdo, sí,
soy diestro con las manos y siniestro con las piernas, en todo lo demás ataco
por el centro), me divertía, simplemente. Cuando acabé los estudios, el fútbol
dejó de interesarme. Una cosa es “jugar al fútbol” y otra “ver el fútbol”. Lo
segundo me aburría; peustos a ver hay otras cosas mucho más interesantes. Por
entonces, la izquierda decía: “el fútbol
es el opio de las masas” y lo decían simplemente porque en la tarde del 1º
de mayo, TVE, la única televisión de la época, se retransmitía algún partido
con lo que la oposición democrática pensaba que disminuiría la asistencia a las
ilegales manifestaciones convocadas por CCOO y por el PCE. ¡Qué dirían hoy,
cuando raro es el día en el que no hay en alguna de las 50 emisoras de TV algún
partido, nacional o extranjero, de interés regional o estatal!
El fútbol quita tiempo a la vida:
se ve fútbol casi obsesivamente (hay incluso un canal sobre el CF Barcelona que
emite partidos de hace diez, veinte o treinta años y me temo que algo parecido
tendrán otros clubs), se habla de fútbol constantemente, parece como si no se
pueda vivir sin el fútbol y si la honrilla nacional o autonómica dependieran de
los resultados de tal o cual partido. Para colmo, los jugadores de unos cuantos
equipos cobran unos salarios obscenos que constituyen un verdadero desprecio a
quienes se ganan la vida con su trabajo y con salarios de miseria que, por
cierto, no tienen inconveniente en dilapidar pagando la entrada al estadio.
Los hay incluso que realizan su
tránsito de la pubertad a la juventud en los estadios. De la misma forma que
los niños de cualquier tribu africana, llegada la edad se realizan una
mutilación corporal y luego realizan la aventura iniciática de cazar un león,
nuestros jóvenes se rapan el pelo, y asumen la aventura de enfrentarse con la
hinchada rival en el estadio. Esta es su “aventura iniciática”, su “rito de
tránsito” de la pubertad a la juventud.
Por cierto, ¿habéis visto algo
más parado que un futbolista? Sí, se les paga para que den patadas, no para que
respondan a ruedas de prensa, pero cuando lo hacen demuestran su rematada sosez
y sus escasos recursos acaso porque la mayoría solamente sirven para dar
patadas a un balón. Los misters son, desde luego, quienes mejor controlan los
medios pero tampoco son la alegría de la huerta. Y, para colmo, ¿qué interés
puede tener una liga de fútbol como la española –sin duda la más competitiva de
todo el mundo- cuando solamente dos clubes tienen acceso permanente a los
puestos de cabeza y se han tenido que inventar otras competiciones, no
solamente para que otros equipos tengan acceso en ocasiones a alguna copa, sino
también para tener entretenidas a las masas cuando la liga acaba?
A la empresa de ingeniería de un
amigo la Seguridad Social le requisó sin previo aviso el dinero de las cuentas
corrientes simplemente porque se había retrasado dos meses en el pago de las cuotas
a la seguridad social. Sin embargo, los principales deudores a la Seguridad
Social son los clubes miembros de la Liga Nacional de Fútbol: exactamente 752
millones de euros en 2012. Nadie, por supuesto, piensa en intervenirles las
cuentas. Dos pesos, dos medidas. Resulta inmoral, así mismo, que la mayoría de
presidentes de los clubes sean empresarios, habitualmente del sector de la
construcción, que hasta hace poco utilizaban su cargo para realizar grandes
pelotazos inmobiliarios o simplemente para despistar dinero negro; o para
cambalachar con los ayuntamientos tal o cual terrenito o este o aquel permiso
de obras.
Pero, sin duda, lo más deletéreo
del fútbol es su impacto sobre las masas. Hoy un número creciente de población no
vive sino para el fútbol, por el fútbol y en el fútbol. La vida familiar
anulada salvo que la mujer y los hijos acepten ser integrados en la hinchada
(la familia que va al estadio unida permanece unida). El fanatismo transmitido
de padres a hijos. Esposas que se ven libres para cornear a sus maridos o
departir con las amigas, en las horas del fútbol. Omnipresencia del fútbol,
omnipotencia del fútbol… y, para colmo, preocupación por el fútbol. Si el equipo
va bien, se diría que aquello a lo que representa (¿y qué representa? ¿A una
ciudad? ¿A sus aficionados? ¿A sí mismos? O más bien ¿a una sociedad anónima
que, como todas, no es más que un negocio, solamente un negocio y nada más que
un negocio para el cual es necesario encontrar consumidores?) eso supone que está
tocado por la mano divina, pero si el equipo pierde inexplicablemente es que
existe alguna conspiración y el hecho de que el árbitro tenga un primo de un
cuñado del vecino del quinto que sea jugador del equipo rival, eso implica una
puñalada por la espalda para los propios colores.
El fútbol además tiene dos
vertientes políticas. De un lado estimula el nacionalismo. Todo nacionalismo.
Si España gana el Mundial, España es una caña. No hay quien nos gane. Somos,
simplemente, la hostia: “Ser español es
lo más serio que se puede ser en el mundo”. Si apenas llegamos a los
cuartos de final, el orgullo nacional se siente erosionado: “Español es aquel que no puede ser otra cosa
en el mundo”. El nacionalismo español depende en buena medida del fútbol.
Casi se diría que las costuras de España resisten por la Liga Nacional de Fútbol
y por la posibilidad de conquista de nuevas glorias futbolísticas. Y ¿qué decir
de los nacionalismos regionalistas? El Barça es, como rezaba un lema antiguo, “algo más que un club”. En efecto, es
una sociedad anónima. Bastante más que un club, ciertamente. Pero, de ahí a
decir que el CF Barcelona representa a la sociedad catalana sería excesivo,
como máximo sería más adecuado decir que representa a los ciudadanos de Barcelona
a los que les gusta el fútbol y siguen a este club. De la misma forma que decir
que el Real Madrid es franquista es una simplificación ridícula. Pero es que,
las filias y las fobias despertadas en torno al fútbol son ridículas. Todas,
sin excepción.
La alianza entre fútbol y
nacionalismo es simplemente una forma de fanatizar a masas que de otra manera
ni se interesarían por los colores nacionales o regionales. La desintegración
de Yugoslavia comenzó con un partido de fútbol al que siguieron tres largas
guerras balcánicas con miles de muertos. Es un caso extremo, pero es que
fanatizar a las masas en un partido de fútbol cuesta menos que fanatizarlas por
una causa política. Se debe a Gustav Le Bon el primer estudio no superado
todavía sobre la psicología de las multitudes. Decía Le Bon que la inteligencia
de una masa no se sitúa en la media aritmética, sino en el nivel más bajo de
sus integrantes. Mirad las reacciones de la peña en los partidos de fútbol:
gritos al unísono, arrebatos de ira, de aplausos, de entusiasmo, de violencia
incluso, al unísono, como si la personalidad se disolviera y emergiera un yo
colectivo superior a cualquiera de sus partes y siempre primitivo e infantil.
Podríamos también aludir al
fútbol y a la “identidad”. En efecto, en la selección francesa, al parecer,
todavía queda algún jugador que parece hijo de galos, la mayoría tienen colores
y fisonomías que demuestran que tienen tanto de francés como la paella o el
pepito de lomo. Ese mismo problema tienen algunos clubs españoles en los que,
entre otras lindezas, en la propia camiseta aparece el nombre del patrocinador “Qatar”…
¡Eso es identidad y lo demás son gaitas!
No es que el fútbol sea el “opio
del pueblo”, a fin de cuentas el opio lo consume un adulto consciente de lo que
está haciendo. El niño, en cambio, se ve arrastrado por otros niños, por sus
instintos, por cualquier cosa salvo por la racionalidad. Tal es el
comportamiento del público presente en un estadio. La irracionalidad es su
comportamiento y su ley suprema. No tiene otro. Se dice que el público que asiste
a un estadio consigue liberar allí las tensiones que reprime en su trabajo, en
su vida social o entre su familia y que allí se libera gritando y, a la postre,
termina sintiéndose bien. Pobre resignación esa de tener que desfogarse para
sentirse bien. ¿No sería mejor que el individuo aprendiera a controlarse a sí
mismo y a generar un mundo y un entorno social en el que no tuviera que sufrir
represiones ni se convirtiera en una especie de olla a presión que solamente se
puede liberar en un estadio o ante una TV panorámica?
En 1973, Zbigniew Brzezinsky, fundador
de la Comisión Trilateral, que luego sería secretario de Estado con Jimmy
Carter y que aún hoy sigue siendo uno de los hombres más influyentes de los
EEUU, escribió en su obra La Era
Tecnotrónica que lo esencial para mantener la estabilidad social en unas
décadas siguientes que iban a estar marcadas por la pérdida de derechos
sociales y unas dificultades crecientes a la vista de que a ningún observador avispado
se le ocultaba ya por entonces que nos dirigíamos hacia una “convergencia de
catástrofes”, lo esencial era, decía Brzezinsky, el “entertaintment”: el entretenimiento. Se “entretiene” a la gente
para que no advierta la miseria que le rodea, la oscuridad que tiene por
delante y viva en medio de un estado de narcosis en el que no basta con convertirlo
en un tubo digestivo, sino que se le da la posibilidad de que “entretenga” su
tiempo entre digestión y digestión, mediante TV, videojuegos y espectáculos
deportivos. Si hoy el sistema mundial consigue que el absurdo generalizado (la
globalización, la economía desregulada, las burbujas económicas, la creación de
dinero, incluso que se llame “democráticos” a gobiernos que no gobiernan sino
que son gobernados por la plutocracia) consiga mantenerse sin que existan
oposiciones notables, se debe, entre otras cosas, a que unas masas narcotizadas
por el “entartaintment” no solamente
comulgan con ruedas de molino sino que han visto como sus neuronas se
convertían en puro teflón.
Creo que el próximo viernes hay
una final en Madrid. Y creo que la juegan dos equipos de la “periferia” en
donde el nacionalismo es el rey de la fiesta. Así que la final a celebrar en
Madrid, será de máxima tensión y los nacionalistas tratarán de convertir el
encuentro en un acto de afirmación separatista… Se silbará al himno nacional y
se silbará al príncipe Felipe. Y esto, al parecer, será una tragedia nacional.
Para colmo, pequeños grupos de extrema-derecha quieren llevar la contra y
convertir el acto en uno de “afirmación nacional y patriótica”. Y yo me
pregunto… ¿qué tiene que ver algo tan banal como una final de fútbol (hay
tantas “finales”, tantas “copas”, tantas “ligas” que una mas debería de
importar muy poco) con el himno nacional ¿es que hay que tocarlo
necesariamente? ¿Y qué diablos hace el príncipe allí? ¿Cómo? ¿Qué es la copa
del Rey y debe entregarla? ¡que la envíen por MRW! Claro está que la banalidad
de la casa real se demuestra y confirma en espectáculos banales como éste,
¡menudo ejemplo el del rey dando su título a una competición como muestra de
que si hay monarquía es porque la gente no solamente sabe del rey en la prensa
del colorín o últimamente en las páginas de sucesos (por los castañazos reales
y la corrupción en la propia casa real) sino también en la entrega de trofeos
deportivos.
Que suene o no el himno nacional
en una final de fútbol es irrelevante y si se me apura, en lo personal,
preferiría que los símbolos de algo tan importante como es la patria no
tuvieran nada que ver con algo tan banal e irracional como el fútbol. El
problema es que todo nacionalismo no pierde comba a la hora de excitar a las
masas. El nacionalismo –todo nacionalismo- es pura irracionalidad, como el
apoyo a tal o cual club o equipo. Por tanto, no es raro que exista una alianza
entre nacionalismo y fútbol, alianza que, como en el caso de Yugoslavia,
terminó resultando siniestra. Gane quien gane el viernes, ganará el
nacionalismo. Y perderá el sentido común y la nacionalidad.
Los ultrillas que vayan allá
convocados por pequeñas formaciones que subsisten a título residual se llevarán
la peor parte y no terminarán de entender porqué a sus convocatorias siempre
acude tan poca gente. Pero también ellos tendrán su momento de gloria dentro de
unas semanas si España pasa de los octavos a los cuartos y de los cuartos a las
semifinales en próximos campeonatos internacionales. Seguirán siendo pequeñitos
y redonditos, pero felices.
Seamos positivos: la alegría de
un triunfo deportivo no es algo necesariamente negativo. Alegrarse, siempre es
mejor que mesarse los cabellos o rasgarse las vestiduras. Lo que nos tememos es
que una muestra creciente de población acude a los estadios, no para alegrarse,
para ver un espectáculo, sino para, además de “desfogarse”, para demostrar
filias y fobias que tienen poco que ver con el deporte. Es un signo propio de estos
tiempos de masificación, despersonalización y entertaintment. Hay cosas más importantes en la vida que gritar en
un estadio o ver a veintidós tipos con pantaloncito corto corriendo detrás de
un balón, está bien verlos como está bien ver cualquier espectáculo. El
problema es cuando para alguien solamente termina existiendo ese espectáculo y
todo lo demás pasa a segundo plano. Entonces se llega a un estado de narcosis.
Nuestra sociedad ha llegado,
globalmente considerada, a ese estado detestable en el que las realidades
objetivas, los problemas, las posibilidades de obtener satisfacción real,
incluso física, los proyectos personales, la vida misma, todo, pasa a segundo
plano ante un partido de fútbol. Como si durante los 90 minutos del encuentro
el sol parara su curso y los tiempos se detuvieran. Y es que nuestra sociedad
ha sacralizado el fútbol: el estadio se convierte en un espacio sagrado como lo
fueron los templos; los 90 minutos es el tiempo sagrado intocable e
inmarcesible en el que nada ni nadie puede distraer nuestra atención; los
oficiantes laicos son los jugadores y el gran miste el árbitro; el rito está
marcado en el reglamento; pero, lamentablemente, esta nueva religión laica no nos
llevará mucho más lejos del estado de narcosis. Es la religión de las masas, la
única que pueden seguir las masas hoy, cuando por delante no tienen más que
crisis, precariedad y miseria. Haría falta convertir en obligatoria la lectura
del último capítulo del Rivolta contro il
mondo moderno de Julius Evola, para que aquellos elementos de las masas a
los que todavía les queda una pizca de racionalidad pudieran ver la lógica de
este fenómeno. El futbol es una cobertura al nihilismo, sirve para ocultar al
hombre moderno, la miseria existencial y material en la que vive y que tiene
por delante.
Definitivamente ¿Cómo queréis que
no odie el fútbol?
© Ernesto Milá – ernesto.mila.rodri@gmail.com