sábado, 16 de octubre de 2010

Ultramemorias (V de X) Tipologías insólitas. El camarada chivato (1ª Parte)

Hay dos versiones sobre lo que fue la transición española de 1976 a 1981. La “versión oficial” dice que el pueblo español entendió la necesidad de evolucionar pacíficamente ante la imposibilidad de prorrogar el franquismo y ante la falta de fuerza social suficiente de la oposición democrática para alcanzar la “ruptura”. Ante este situación, la clase política que detentaba el poder en aquellos momentos, capitaneada por Adolfo Suárez, estableció un puente con la oposición democrática, a través, inicialmente de Santiago Carrillo, secretario general del único partido digno de tal nombre que existía en aquellos momentos en la clandestinidad, y seguidos por toda la clase política consciente del impás de la situación, aceptaron marchar mancomunadamente hacia la democracia formal adoptando posiciones moderadas, esto es, de centro. La población española, guiada por una clase política lúcida y responsable aisló a los extremismos, que finalmente vivieron su momento final el 23-F de 1981. Esta versión es la muestra mas palpable de cómo el Gran Hermano falsifica la realidad. No hay absolutamente sino una semejanza remota entre lo que fue realmente la transición y cómo nos la cuenta la versión oficial. Por que hay otra versión…

A pesar de que es rigurosamente cierto que estos últimos 30 años de democracia han registrado una caída en picado de la calidad de nuestra clase política, lo cierto es que en el tiempo de la transición, el nivel tampoco era excesivamente alto. A pesar de que hoy se tiene tendencia a mitificar el papel de Adolfo Suárez y elevarlo a la categoría de “genial y templado conductor del cambio”, más debido a su tragedia personal que a sus méritos reales, lo cierto es que ya tenía todas las características de oportunismo, frivolidad, improvisación y falta de proyecto que luego se ha convertido en paradigma del político democrático celtibérico. Si existió un “programa” de la transición, era evidente que éste no podía haber sido redactado por Adolfo Suárez, ni mucho menos por el Rey; a ambos, en efecto, les faltaban cualidades y experiencia. En cuanto a Felipe González, en la época, no era más que un apéndice de la socialdemocracia alemana de cuyos bolsillos salieron los fondos para levantar casi del cero absoluto un partido que, como le acusaban los comunistas, había pasado 40 años de vacaciones. Y, Carrillo, por su parte, era el dirigente del partido más importante de la oposición democrática, pero también pesaba sobre él estigma de comunista y la sombra de los acuerdos de Yalta que ni siquiera el recurso al “eurocomunismo” había conseguido disipar. De Paracuellos, ni hablemos por demasiado obvio.

Lo más probable es que la transición fuera pilotada estratégicamente desde instancias internacionales interesadas en que España ingresara en la OTAN, aumentar las ventas de material militar a España, espolear el flujo comercial hacia España, en contacto con fuerzas económico-sociales españolas que aspiraban junto a lo mismo: a que la integración en Europa favoreciera sus negocios; para esto era necesario que el país adoptara una democracia formal como sistema. La sinergia de estos elementos, es más que probable que se estableciera a partir de la reunión que el Club Bildelberg celebró en Palma de Mallorca justo en el arranque de la transición. No debió tratarse de establecer un plan estratégico sino un objetivo a alcanzar, en función del cual, instancias de menor nivel establecerían la estrategia, mientras que las partes protagonistas serían dueñas de la táctica en función de su rol y de sus intereses particulares. Los grandes cambios socio políticos no son nunca el resultado de la decisión personal de un individuo, sino de la sinergia de factores muy diversos, incluidos los de nivel más bajo. A fin de cuentas se trataba de una “operación de inteligencia” que tenía mucho que ver también con las “operaciones psicológicas”. Así pues, hay que buscar en nuestra opinión, en los servicios de inteligencia nacionales y extranjeros, al autor de la partitura encargada por el círculo de Bildelbergs que sería el “autor intelectual” del proceso. Esto explicaría el porqué en todas las fases de la transición está presente un elemento problemático: la violencia política.

En efecto, la “versión alternativa” cuenta otra cosa: el puebo español estaba dividido en 1975 en tres sectores: el partidario del franquismo, el que seguía a las distintas siglas de la oposición democrática y la mayoría silenciosa, numéricamente mayoritaria a la que le daba exactamente igual quién gobernara. El equilibrio de fuerzas entre franquismo y oposición democrática se rompía a favor del primero que contaba con el apoyo de lo que en la época se llamaba “poderes fácticos”: ejército, magistratura, policía, solo en parte contrabandeados por el apoyo que parte de la clase obrera y el estudiantado deparaban hacia la oposición democrática. La patronal estaba a favor del cambio, sin duda, pero de un cambio sin convulsiones. Ese cambio era literalmente imposible porque las dos partes (franquismo y oposición democrática) habían estado repitiendo durante los últimos 10 años que sus posiciones eran inamovibles y definitivas: la “constitucionalidad” del franquismo y la legalidad constitucional del régimen eran el tema obligado en los telediarios desde la aprobación de la Ley Orgánica del Estado en 1967, mientras que la cantinela sobre la ruptura democrática y la alianza de las fuerzas del trabajo y de la cultura para llegar a ella, era el leit-motiv de la otra parte. En condiciones normales hubiera sido imposible que unas y otras renunciaran a sus posiciones. Pero hay sistema para ello: el recurso repetido a los traumatismos y a la violencia política.

Porque la transición, a fin de cuentas, no fue más que una serie de episodios de inusitada violencia, casi siempre homocida –se suele olvidar que el “cambio” generó más de 200 muertos en apenas seis años- que fueron los que indujeron a la población española a situarse bajo el paraguas protector del Estado aceptando lo que éste deparase. Fue la violencia lo que hizo que la población española abandonara los maximalismos practicados en los diez años anteriores, y emprendiera una larga marcha hacia el centro político que se configuró como las dos columnas básicas del sistema entonces construido: un centro-derecha y un centro-izquierda. Esa marcha fue favorecida e impulsada por el horror de las acciones terroristas surgidas de los extremos del arco político. No fue que la población española, guiada por su clase política, asumiera la marcha hacia el centro, sino los episodios de violencia surgida en los extremos que se sucedían con inusitada frecuencia, lo que convenció a la población de las bondades del centro político. Por eso, fue posible la transición, soldando momentáneamente las “dos Españas” (la franquista y la democrática) en un centro, primero protagonizado por Suárez y que luego dejaría paso al PSOE que culminó la parte más comprometida del trabajo (el ingreso en la OTAN). Pero esto no es todo.

Si asumimos esta otra interpretación de la transición, asumiremos también que alguien generaba violencia deliberadamente. Hoy se reconoce que los pactos de la transición establecieron el aislamiento de los “extremismos”. Y hace falta ser muy precavido con lo que quiere indicar este concepto. Por que si los “extremismos” eran formas de radicalismo político, detestables para la opinión pública, no era necesario “aislarlos”: su mera práctica homicida ya lo hubiera hecho en elecciones sucesivas. Y, por lo demás, ¿quién definía lo que era un “extremismo”? Para Fraga, ese gran político intocable “de solera y tradición democrática”, “extremismo” era todo lo que le podía quitar votos y se situaba a su derecha. El hecho de que hoy sea un anciano decrépito, un dinosaurio de otros tiempos, no puede hacernos olvidar que fue uno de los autores de la transición con toda su carga de mentiras y maquiavelismo en sentido estricto: para Fraga, el fin, la democracia formal, justificaba cualquier medio. Y claro que lo demostró, él más que nadie. Mientras los corre-ve-y-diles de Fraga al convocarse elecciones en 1979, hicieron creer a Blas Piñar y a toda la redacción de El Alcázar, hasta última hora, que era posible una coalición entre Unión Nacional y Alianza Popular, él estaba maniobrando para aislar a esos mismos partidos con quien nunca jamás quiso pacto alguno. Este episodio de la  transición merece ser estudiado aunque ponga en tela de juicio la honestidad política de Fraga.

Pero había otro problema: los extremismos, eran formas de radicalismo político, que frecuentemente se desgastaban realizando proposiciones radicales ricas sólo en verbalismo agresivo, enarbolando banderas de otros tiempos (comunistas, anarquistas, carlistas o falangistas), realizando gesticulaciones revolucionarias… pero no necesariamente estaban alumbradas de un impulso homicida y, salvo ETA, no habían asumido el terrorismo como práctica cotidiana.

Dicho de otra manera: no existían “potencia suficiente” para generar un estado de violencia capaz de precipitar la marcha hacia el centro. Y como no existía, se creó artificialmente. Eso fue la transición. No es raro que la mitología oficial sobre aquella tortuosa época, tienda a olvidar que vivimos sobre un régimen constituido inicialmente sobre una infamia y al escribir esto no puedo evitar pensar en los 200 muertos de aquellos años, la mayoría muertos por nada, muertos sin saber por qué, muertos inocentes, arrollados y apisonados por el mecanismo generado durante la transición.

La violencia, especialmente si acarrea muertes, dispone de una formidable capacidad para apoderarse de las conciencias y condicionarlas. Cuando un ciudadano sale a la calle o ve salir a alguien de su familia, espera que vuelva, sano y salvo, la posibilidad de perder la vida o ver como la pierde un familiar, un amigo, un vecino, se convierte en un fantasma aterrador para evitar el cual se acepta cualquier renuncia a las propias posiciones mantenidas hasta ese momento. Ante una situación de asesinatos políticos y desórdenes públicos diarios, incluso el más liberal acepta las restricciones a las libertades públicas, si ello contribuye a que cese la violencia. Lo hemos visto en su versión más extrema en EEUU con la promulgación del Acta Patriótica tras los autoatentados del 11-S. Algo parecido ocurrió en la transición… la violencia continua indujo a los franquistas a aceptar que algo debía cambiar y a los miembros de la oposición democrática, que debían olvidarse de la “ruptura”.

Para realizar una transición así concebida eran precisos cuatro elementos:
1)    La existencia de unos partidos radicales
2)    La presencia en esos partidos radicales de agentes provocadores infiltrados
3)    La complicidad de unos medios de comunicación
4)    La existencia de un centro coordinador difícilmente identificable, pero cuyos apéndices si son posibles de establecer en un estudio pormenorizado.

A la derecha, Falange y Fuerza Nueva existían junto a una constelación de pequeños grupos incontrolados, y en la izquierda la CNT, el PCE(r) y ETA eran igualmente estructuras muy reales, junto a la abundancia de grupos anarquistas y marxistas-revolucionarios periféricos. Se trataba de que todos estos grupos generaran actos violentos en número e intensidad suficiente para operar el efecto esperado: inducir la marcha hacia el centro de la opinión pública. Y eso se hizo, mediante la provocación y la infiltración.
Nosotros éramos conscientes de que en la extrema-derecha no existía una organización terrorista al estilo de ETA o del GRAPO (fuera lo que fuera), sabíamos que los actos terroristas que procedían de nuestro ambiente eran acciones individuales de las que, solamente durante la Semana Trágica empezamos a tener conciencia de que estaban generadas por provocadores. A estos les resultó extremadamente fácil penetrar en un ambiente que tenía unas estructuras organizativas muy débiles y una carencia absoluta de educación política, en sus sectores más juveniles y activistas. Además, especialmente en Madrid, los grupos ultras practicaban el compadreo con los medios policiales y muchos estaban convencidos de que contaban con la cobertura, la complicidad o la afinidad de muchos policías; y es posible que así fuera en algún caso, pero, por lo general, los funcionarios policiales servían al Estado, sólo al Estado y nada mas que al Estado y hacían lo que el Estado (o alguna de sus alcantarillas) les requería.
Además, no entendíamos como la prensa solía atribuir más peligrosidad a una información vendida por cualquier provocador (Interviu en la época tenía la sala de espera llena de chivatillos ultras vendiendo cuatro tonterías) sobre tramas ultras ficticias que al asesinato de dos Guardias Civiles asesinados por ETA(p-m) en una carretera camino de Ispaster. Cada semana había una nueva noticia que nos criminalizaba, cuando ya a finales de 1976 empezábamos a intuir que el número de infiltrados con tareas provocadoras y el “efecto contagio” no eran casuales.

A esas alturas ya había ocurrido la tragedia del Montejurra 76 (cuando Fraga era, no lo olvidemos, Ministro del Interior), había explotado la bomba en la revista El Papus y se había desarticulado un grupo culpable de cualquier otra cosa menos de esa explosión emblemática, la Sala Scala había ardido y la CNT aparecía como responsable sin importar mucho que todo fuera obra de “el Grillo”, un confidente habiual, un tarado había reivindicado por su cuenta, en nombre de una fantomática Alianza Apostólica Anticomunista –que nunca existió, repito, nunca existió, por mucho que en Wikipedia figure como autora de la masacre de Atocha- el secuestro y asesinato de “Pertur”, a pesar de que desde la propia izquierda abertzale se intuía un ajuste de cuentas dentro de la banda, pero durante años la prensa prefirió creer que era “La Triple A”. Luego vino la Semana Trágica.

El GRAPO mantenía secuestrado a Antonio María de Oriol y al General Villaescusa, y tuvieron incluso fuerzas y recursos para asesinar a dos guardias civiles en el interior de una sucursal bancaria. Nadie sabía lo que era el GRAPO, pero sí se supo luego que, Espinosa, un guardia civil infiltrado en su interior a través del muy vulnerable MPAIAC, consiguió llevar a la pista que concluyó en la liberación de ambos. ¿Y por que esa infiltración no consiguió que el comando el GRAPO fuera desarticulado antes de los secuestros? Por lo demás, en el momento en que se produjeron estos secuestros, los medios, especialmente Diario 16 y la Cadena Zeta, acusaron a la extrema-derecha de haberlos cometido, hasta el punto de que Della Chiaie, todavía en España en ese momento, tuvo que entrevistarse con el hermano de Oriol para desmentirlo personalmente, oficiando de mediador el antiguo responsable del SEDEC, San Martín. Para colmo, la semana trágica había tenido un preludio anterior, cuando Cuadernos para el Diálogo, entonces semanario en situación económica terminal, publicó las fotos de Montejurra… que no se habían publicado medio año antes, tomadas con teleobjetivo y en las que se veía con singular precisión a Della Chiaie presente en los incidentes. Si algún periodista de Cuadernos explicara hoy a través de qué canales llegaron esas fotos al semanario, sin duda tendríamos un cabo del que tirar. Hay otros muchos.

Mariano Sánchez Covisa, ex combatiente de la División Azul, considerado como “fundador” de los Guerrilleros de Cristo Rey, hombre austero donde los hubiera, pero también vidrioso en todos sus contactos y movimientos, citó a Della Chiaie a la misma hora y en el mismo lugar en el que Jorge Cesarsky Goldstein, argentino y peronista que no hacía mucho acababa de conceder una entrevista al semanario Fuerza Nueva, asesinó a bocajarro al estudiante Arturo Ruiz Villalba. Era imposible que Covisa no supiera que esa tarde iba a haber incidentes en la zona, entonces ¿por qué citó, justo en el lugar y en el momento en que se produjeron los disparos, a Della Chiaie? La versión oficial era que Della Chiaie estaba participando también en el “raid” contra la izquierda. Puedo jurar donde haga falta que esta versión es falsa y mendaz. Para un dirigente político italiano exiliado en España, estar presente en una manifestación en la que se asesina a un estudiante, no tenía ningún significado estratégico, ni interés alguno. Una médium debería de preguntar a Covisa quien le indujo a quedar en esa hora, en ese lugar con Delle Chiaie y a Cesarsky por qué realizó aquellos disparos por los que fue condenado y por qué inopinadamente, tras dirigirse a la sede del SEDEC, explicó a la policía que había visto a Delle Chiaie (éste llegó a la zona del enfrentamiento en metro; al salir por las escaleras y percibir el disturbio volvió a entrar en el metro sin que nadie, salvo la persona que iba con él, lo viera).

El interés manifestado en aquel momento por implicar a Delle Chiaie en cualquier incidente que ocurriese en España en aquel período se debía fundamentalmente a dos motivos: las presiones realizadas por Italia para alejarlo del escenario de su país y las acusaciones realizadas contra él (que se demostraron luego completamente falsos en los procesos que siguieron a partir de 1987) que lo situaban en el vértice del “terrorismo negro”. Hoy se sabe que en una medida asfixiante aquel terrorismo era un producto del mismo Estado hasta el punto de que una tarea inédita para cualquier periodista que quiera ganar puntos en su historial profesional sería el escribir un artículo sobre los paralelismos increíbles entre el terrorismo provocador que apareció en España entre 1976 y 1981 y el que se dio en Italia entre 1969 y 1982. Y si ya quiera obtener el cum laude de la profesión podría llegar a comparar los atentados del 11-M con los que tuvieron lugar en Italia en aquellos años, que convirtieron a trenes y estaciones en objetivos privilegiados, tanto en su modus operandi, como en sus sombras e implicaciones. Hoy, nadie en Italia alberga la menor duda de que aquellos atentados del Italicus, de la Estación de Bolonia, de la Fleccia del Sud, fueron urdidos en las alcantarillas del Estado. Esclarecer los funcionarios policiales y de los servicios de inteligencia italianos y españoles que tuvieron contactos en aquella época puede aportar datos que serían más que significativos y convertirían a cualquier becario de redacción en fijo. En aquellos años, citar a Della Chiaie e implicarlo en los episodios de la transición, todavía equivalía a traer a colación crímenes y atentados espectaculares de los que luego, insisto, fue absuelto sin excepción.

El asesinato del estudiante Arturo Ruiz Villalba tuvo años después una extraña repercusión para Delle Chiaie. Uno de los buscados como sospechosos del crimen era un tal Fernández Guaza que huyó a Argentina a través del País Vasco. Estuvo durante unos días albergado en un antiguo hogar de la OJE cerrado, con la recomendación de que no saliera de allí. Sin embargo, en un alarde de irresponsabilidad que por sí mismo le define, se fue a tomar unas copas a un bar próximo. Lucía collares y pulseras de oro, propias de lo que en el País Vasco se tenía como caricatura del nacional-horterismo fachoso. Para colmo, mientras estaba dándole al coñac los informativos de TVE sacaron su foto con la consiguiente alarma de toda la parroquia allí presente que había reparado en su presencia desde que pisó el local. Evacuado a prisa y corriendo terminó recalando en Buenos Aires. En España había sido chivatillo de la policía y en Argentina quería seguir siéndolo. Denunció a Delle Chiaie y a algunos otros italianos a la seguridad, añadiendo que se trataba de “peligrosos terroristas italianos”. El mismo receptor de la denuncia informó a Della Chiaie de la calidad moral del personaje. Hay gente que lleva la traición en la sangre.

La Semana Trágica culminó con la masacre de Atocha. Siete abogados afiliados al PCE terminaron seguidos por medio millón de simpatizantes de la oposición democrática camino del cementerio. En las semanas anteriores algunos funcionarios policiales (de los que solamente ha salido a la superficie el nombre de González Pacheco, pero que sino eran legión, superaban la docena) recorrieron sistemáticamente los centros de reunión de la ultraderecha enarbolando el mismo discurso ante un público no siempre predispuesto a escucharlos: “sois unos mierdas, pandilla de cobardes; no tenéis cojones; se os están comiendo y no reaccionáis; tenéis que hacer algo o acabarán con todos”. Y se referían a los comunistas: explícitamente estaban sugiriendo que había que darles “una lección”. Visitas de estas, decenas de veces repetidas, en los lugares de reunión ultras (locales, bares, pizzerías…) tuvieron finalmente como efecto el que un grupo de exaltados terminó llamando a la puerta del despacho de Atocha para dar “una lección a los comunistas”.
La versión que tengo de lo que ocurrió allí es próxima a los protagonistas. No iban allí con la intención de matar, pero un desgraciado tropezón con una alfombra hizo que se disparara la automática del 22 mm de tiro olímpico y gatillo sensible. Fernández Cerra, en otra habitación, creyó que alguno de los abogados había disparado, abalanzándose hacia el lugar desde donde procedía el disparo y emprenderla a tiros con los abogados; García Juliá, para no ser menos, vació las balas que le quedaban sobre aquellos cuerpos sanguinolentos que se iban desplomando. Fuera del despacho, Lerdo de Tejada, guardaba la entrada.

La conmoción que provocó el asesinato de los siete abogados laboralistas de Atocha en todo el país fue inmensa, tanto por la magnitud del crimen, como por el momento en que se produjo, como por la visión de medio millón de comunistas en silencio tras los féretros. Si en el momento de los secuestros de Oriol y Villaescusa, en algunos cuarteles e instancia militares sonó ruido de sables, tras la masacre de Atocha se restableció el equilibrio: “golpear” en ese momento hubiera parecido ser solidarios del crimen. Cuatro meses después el PCE era legalizado argumentándose el civismo demostrado en aquellas tristes jornadas.

En cuanto a los responsables del crimen fueron detenidos un mes después. La madre de Lerdo de Tejada supo por su hijo que había participado en el crimen. Ésta, a su vez, secretaria de la notaría de Blas Piñar, lo comentó con su jefe, conviniendo ambos que la criatura, lo primero que debía hacer era confesarse, hecho lo cual desapareció camino de los Andes. Una semana después del crimen, un número relativamente alto de personas de los círculos ultras, conocían la identidad de los autores que fueron finalmente detenidos y condenados. Nadie molestó, por supuesto, a quienes habían contribuido tan insistentemente a prender la mecha. Y esto, ocurrido hace ya 30 años, empieza a ser objeto de “memoria histórica”.

Hubo segundas y terceras partes. Una vez condenado García Juliá a 193 años de prisión, acertó allí a encontrarse con Juan Magaña un antiguo militante ultra de mediados de los sesenta, de origen carlista, pasado luego a la delincuencia común, pero sin abandonar completamente sus sentimientos ultramontanos. Era Magaña hijo y nieto de carlistones. Cuando Sixto Enrique de Borbón-Parma se alistó en la Legión Española con el nombre de “Juan de Austria”, la Comunión Tradicionalista buscó a un “ayudante” que estuviera siempre cerca del aspirante al trono. Y le tocó ir al mayor de los Magaña. Lamentablemente, Sixto Enrique, localizado a las pocas semanas en la Legión con nombre falso, fue expulsado, quedándose Magaña chupándose a pulso los tres años que le quedaban de compromiso con el tercio de extranjeros. El menor de los Magaña había participado en el famoso asalto a la Galería Theo de Madrid en 1970, en la primera acción protagonizada por los Guerrilleros de Cristo Rey. Destrozaron una quincena de grabados de Picasso, que luego resultó que no eran sino copias. El mismo policía que les había inducido a la acción, estaba en la acera de enfrente fotografiándolos al entrar y al salir (por lo que pudiera pasar, seguramente) y fue el encargado de detenerlos, algo que luego se convertiría en tradición. Esto convenció al menor de los Magaña que la política así concebida no era terreno para el honor y la lealtad, la tradición, la patria, ni ninguno de los valores que había apreciado hasta ese momento. Así que tiró por el camino de la delincuencia, hasta terminar encontrándose con García Juliá en la antigua prisión de Ciudad Real. Allí, unos militantes del Frente de la Juventud, en el curso de una visita a los “camaradas presos”, lograron introducirles una bayoneta pavonada de los marines, tras establecer un plan de fuga. Magaña tenía la fuga en la sangre.

En la cárcel de Meco, Magaña me contaba que durante el primer año de su encierro había estado verdaderamente obsesionado con fugarse. Cuando ya se había relajado, terminó tomando cafelitos en la cantina de la cárcel de Ciudad Real con García Juliá y allí había reverdecido su afán de fuga. El día convenido, a la hora del recuento de las noches, Magaña explicó al funcionario que pasaba ante su celda, que su compañero de encierro, García Juliá, se encontraba indispuesto. Cuando el funcionario entró, le pusieron la bayoneta en la garganta, y con sus mismas llaves le encerraron en la celda. Luego uno de ellos buscó al funcionario de la galería explicándole que el otro funcionario le pedía que viniera. Cuando llegó a la celda volvió a ver el pavonado de la bayoneta. Ya eran dos los carceleros encarcelados. Luego se trataba de atraer al funcionario de guardia en el centro y luego al otro que estaba en la cancela de entrada. La celda de Magaña y García Julía, a esas alturas, parecía ya el camarote de los Hermanos Marx.

Cuando habían conseguido alcanzar el recinto exterior y estaban a dos pasos de la salida, viendo en frente el vehículo con los militantes del Frente de la Juventud que les esperaban, la fatalidad quiso que entraran unos funcionarios despistados que los conocían, con lo que tuvieron que desviarse hábilmente hacia la derecha donde se encontraban las viviendas de los funcionarios. Llamaron a una que resultó ser la del director. Lo secuestraron, para variar, con la bayoneta; luego a la hija que volvía del cole; más tarde al médico de la prisión que traía unas medicinas.

Desde la ventana del piso, lograron hacerse ver por el vehículo que les esperaba, indicándoles con unas sábanas que trenzarían una cuerda para descender. Cuando concluyeron, para mayor fatalidad, justo debajo de la ventana en la que se encontraban, acertó a detenerse un Vespino con signos de que la bujía o la carburación, o acaso ambas, tenía problemas. Dentro de la prisión, los galeotes empezaron a expresar su protesta por que nadie les apagaba la luz. Los Guardias Civiles no conseguían ponerse en contacto con el centro de la prisión, así que pronto cobró forma la sensación de que algo no funcionaba normalmente. Uno de ellos, casualmente, vio la inconfundible humanidad de García Juliá (grandote y con una poblabada barba de patriarca bíblico) por la ventana del piso del director y dio la alarma. Los camaradas del Frente de la Juventud optaron por abrirse en forma de paraguas antes de que alguien reparara en su presencia; todavía, antes de llegar a Madrid oyeron por la radio la entrevista que Encarna Sánchez realizó por teléfono a García Juliá. “¿Por qué estás en la cárcel?”, “Es que he matado a siete comunistas…”. De ahí al Puerto de Santa María pasaportados en Tercer Grado y alojados en celdas de castigo.

Me encontré a Magaña en Meco. Era un tipo silencioso al que le debo haberme iniciado en el noble arte de hacer maquetas navales. Se hubiera podido ganar perfectamente la vida ejerciendo ese hoby, sin embargo, su personalidad, que a un psicólogo no le costaría mucho definir como entre totalmente asocial y psicopática en grado extremo, le llamaba por caminos más truculentos. Era uno de esos camaradas “a la antigua” para el que compartir un mismo espacio político equivalía a establecer un vínculo de lealtad hasta la muerte. Del grupo que estábamos presos en Alcalá, era el único que estaba preso por delitos comunes. Conocía al dedillo el ambiente político ultra del tardofranquismo y era capaz de distinguir a un confidente policial en una centuria uniformada y en formación. Era un tipo extraño, pero lo suficientemente curioso como para que le diera mi teléfono. Total, pensé, en los próximos 20 años no creo que me llame. Sin embargo, no había pasado un mes desde que saliera de Meco, cuando llamaron al teléfono: era Magaña. “Me he fugado…”, me dijo cuando le expresé mi sorpresa. Su abogado, Pepe Las Heras, le había conseguido un permiso penitenciario para rehacerse la dentadura (tenía la de comer verdaderamente destrozada) en un dentista de la familia. Una vez en la calle, claro, no volvió.

Tras tomar unas copas en el Paralelo barcelonés, seguido de visita pagada al Barrio Chino, terminó pidiéndome el consabido pasaporte que, finalmente, un policía le vendió por 500.000 pesetas, con DNI y Carné de Conducir con los que alcanzó Venezuela sin más dilación. De ahí volvió años después, e implicado en nuevos actos de delincuencia común conoció un breve período de cárcel. Terminó sus días trabajando como sicario de confianza para un cartel de narcos colombianos. En uno de estos “viajes de trabajo” la persona a la que tenía que asesinar, terminó asesinándolo a él.

Magaña y el propio García Juliá, pertenecían a la última generación de militantes ultras criada durante el franquismo. En 1973, García Juliá ya había aparecido con camisa azul y boina roja, junto a Blas Piñar, enarbolando una bandera española en el curso de una manifestación de Fuerza Nueva en protesta por el atentado de ETA en la Calle del Correo de Madrid. La policía cargó y Blas, como caballero que era y es, recogió del suelo el zapato de una dama perdido en la refriega. Una cámara sorprendió a Blas enarbolando el zapato en la mano siendo la única que difundió cierta prensa cada vez que se refería al “caudillo del Tajo”, como queriendo acentuar la agresividad que, en el fondo Blas jamás ha tenido. Liberado tras extinguir su condena por el Caso Atocha, García Juliá volvió a resultar detenido en Suiza y otra vez en Bolivia, por temas relacionados con el narcotráfico. Tras lo cual se extendió el rumor de que había muerto, falso, por que el muchacho, talludito él, sigue como en sus mejores momentos.
Ni Magaña ni García Juliá pueden ser acusados precisamente de “chivatillos”, sino como máximo de gente que se había acercado demasiado a los ambientes policiales madrileños, hasta quemarse. O quizás fuera al revés, que habían aceptado demasiado fácilmente la camaradería de policías que, en realidad, no hicieron más que llevarlos al matadero. Los “chivatos” de estricta observancia tenían otra pasta.

El primero que conocí fue un tipo extraño que se afilio al Círculo José Antonio de Barcelona. Explicaba, para caer bien, historias sobre militares de Ceuta y Melilla, que si el coronel Berruezo por aquí, que si el comandante Castillo por allá, un verdadero pelmazo. Me dio la impresión de ser un enviado de la policía con ganas de conocer exactamente las vinculaciones del SEDEC con la extrema-derecha de las postrimerías del franquismo. Seguramente por esprit de corps, en España, nunca los distintos cuerpos de seguridad del Estado han utilizado la vaselina para relacionarse entre sí. A menudo han surgido entre ellos las fricciones. Yo he llegado a ver incluso como la policía intervenía los teléfonos de los miembros de una red ocasionalmente contratada por el CESID para ahorrarse la molestia de tener que penetrar directamente medios bastante restringidos. He visto también como se cambiaba droga por información. Ni siquiera las relaciones entre distintas “brigadas” de un mismo cuerpo han sido todo lo excelentes que se podía presumir (de esto sabe mucho el IV Grupo de la Brigada de Información de Barcelona en los tiempos en los que era dirigida por Alfonso Simón Viñao, diestro en choques y rivalidades con otros Grupos). E incluso dentro de cada grupo de información tampoco las relaciones entre sus miembros han sido excepcionalmente correctas. Los dos policías que me dieron fuerte y flojo durante mi detención finalmente terminaron peleándose a causa de que uno elegía a una rubia también miembro del cuerpo -y cuerpo por excelencia- como permanente compañera de servicios. La vida en esos ambientes, como se puede intuir, no es ninguna ganga y las tensiones y rivalidades son el pan de cada día. Puestos a pisarse la manguera, cada uno está predispuestos a pisar la de los demás, sean las de cuerpos, brigadas o compañeros.

Aquel primer infiltrado del que no tuve la menor duda de que se trataba de un chivatillo, lo examiné como si se tratara de un objeto de laboratorio. Hablaba demasiado y daba demasiados datos para que lo tomáramos en consideración. Dado que el jefe de la Sección Juvenil del Círculo estaba enamorado de los entorchados, los galones y las palas de oficial, el otro entendió que todos los demás nos interesaba tanto la vida militar. Craso error, porque a los pocos días empezó a tener fama de pelmazo, enterado de todo lo que no interesaba a nadie. Era posible seguir a través de sus historias la filiación de las familias militares de la guarnición de Ceuta. Seguramente, el chaval habría hecho allí la mili, probablemente como machaca de algún comandante y habría oído y visto todo lo que luego contaba hasta lograr el tedio más absoluto. Un buen día nos dijo que se iba a Ceuta y volvió con un regalo comprado: se trataba de un cenicero al que en la parte posterior todavía no había quitado la etiqueta de “Corte Inglés – Barcelona”, a menos de 100 metros del local…

Fuerza Nueva, en Barcelona tenía una densidad particularmente abigarrada de confidentes del CESID, situados en las alturas y en cargos influyentes. No creo que fuera diferente en otras delegaciones importantes. Durante la transición fue muy frecuente la existencia de ambientes en donde existía una peligrosa y ambigua interferencia entre el conjunto policial y el conjunto ultra. Era un espacio imprevisible en el que no estaba muy claro cuáles eran las fidelidades de cada elemento y que en Madrid llegaba hasta el compadreo. En Barcelona tampoco iban a la zaga.

Esto duró hasta bien entrado el felipismo cuando el “Señor X” a través del “Señor Cero” reclutó a los “alegres muchachos del GAL”.

© Ernesto Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar procedencia.