sábado, 16 de octubre de 2010

Ultramemorias (V de X). Tipologías insólitas. El camarada maricón

Digo maricón, en lugar de “gay”, porque siendo esta una palabra que indique “alegría”, los camaradas que gustaban de otros de su mismo sexo, tenían de alegre lo que un cangrejo hermitaño desahuciado por impago del inmueble. Haberlos los ha habido y los hay, como mínimo en el mismo porcentaje que en la sociedad, pero el maricón en la ultra ha estado siempre malamente acomodado y difícilmente ha salido del armario. Y ha hecho incluso algo más terrible: no solamente ha permanecido refugiado en la ebanistería, sino que además, muchos de ellos han negado por activa y por pasiva su condición sexual. No es raro si la alegría “gay” no ha estado presente en el camarada maricón.

El primer camarada que conocí cuando me metí en estos berenjenales –puesto a empezar- resultó ser maricón. Lo intuí desde el día en que se me acercó demasiado en un fuego de campamento y me lo confirmó cuando empezó a glosar la calidad de las películas de gladiadores y, en especial a Steeve Reeves. Luego supe que había abandonado su Murcia natal dejando tras de sí más de un culo descerrajado. A este siguieron otros demasiado evidentes como para que negaran sus tendencias y demasiado buenos militantes como para que yo me metiera con sus hábitos sexuales. Poco a poco se ha ido desdramatizando esto del mariconeo en la sociedad e incluso en las últimas trincheras ultras e incluso corre por foros gente que reconoce explícitamente, reivindicando esa condición. Llegan tarde, porque a estas alturas, a nadie le importa si fulano o mengano sienten atracción particular por cualquier culo peludo. Ha llovido mucho desde 1968 cuando dentro del armario, el camarada ocultaba a todos su condición –y en algunos casos, doy fe, incluso a él mismo- hasta ahora cuando se ha convertido en algo irrelevante.

El homófilo sufre en un ambiente que suele exaltar la virilidad y consiera timbre de gloria el tener reputación de tronchamozas. Los chistes de maricones siempre ha hecho reír en todas las épocas antes de situarse en el índice de lo políticamente incorrecto. Un camarada cuya homofilia ignoraba, se fue de la ultra –años después lo supe cuando se había convertido en uno de los puntales fundacionales del Front d’Alliberament Gay de Catalunya- después de aquel viejo chiste que conté de que, para un marica, el pedo es el suspiro de un culo enamorado. Su opción sexual no pudo evitar sentirse ofendida por la risotado con la que animé a que los otros a que rieran también. Debo reconocer que lo sentí.
De todas formas con el paso de los años he creído ver cambios en el ambiente gay. Los que conocí hasta mediados de los 70 habían tenido todos infancias similares, con madres de personalidad extremadamente acusada, con cierta frecuencia invasiba, otros deparaban a su madre amor edípico desmesurado y al no encontrar mujer que las igualara, tiraron por la otra acera. Sin embargo, en la segunda mitad de los 70 cuando el movimiento feminista ya se había afirmado e incluso atravesaba momentos de radicalismo infantil propios de todo maximalismo que nace, coincidiendo con la implantación de la coeducación –esa tragedia impuesta por la pedagogía progre y a la que hoy ningún pedagogo serio concede la más mínima ventaja- otros se sumaron al carro homofílico por tres motivos: a causa del temor que experimentaban hacia aquellas mujeres que querían comportarse como hombres y ante las que el original era mejor que la copia; a causa del desinterés que había generado en ellos la proximidad de la mujer (los alumnos de los Escolapios íbamos a la salida de clase al vecino colegio de Las Damas Negras o del Nelli para practicar el ingenuo arte de levantar las faldas a las chicas: el secreto y el misterio de lo femenino ejercían en nuestra pubertad una atracción que difícilmente puede sentir quien tiene desde la preescolar a cuerpos femeninos al lado del pupitre); y, finalmente, a causa de que en la sociedad española de la transición se afirmó la idea de que había que acostarse con cualquier cosa, sin importar si fuera hombre, mujer, oveja o pez, lo importante, sostenían los gurús de la época, era no tener represiones, ni restricciones motivadas por la deformación en el carácter al que indujo la educación franquista. Quien hacía gala de restricciones –por pequeña que fuera- no era lo suficientemente progre como para poder figurar en el cuadro de honor de la mentecatez. Una actriz que se negara a desnudarse no tenía lugar en el cine de la época, y un tío bragado, de heterosexualidad a toda prueba, debía necesariamente tener una experiencia gay, hacer un trío o una cama redonda, y no preocuparse mucho si en la confusión sentía como si alguien le petara el culo. La transición fue, en definitiva, eso, el momento en que a las dos Españas se les partió el culo, a una mitad de risa y a la otra a base de irse metiendo cosas.

Todo esto y, sin duda, la publicidad de Calvin Klein que descrubrió en la minoría gay un mercado seguro, hizo que cuando tuve que irme de España, el mariconeo se hubiera enseñoreado ya de la industria del cine y del teatro. Pero desde los 80 ocurrió algo extraño. Yo sabía que en la Organización de las Naciones Unidas el número de gays era inusualmente alto. Es fácil entender porque se produjo este fenómeno: arrojados a los márgenes de la normalidad en sus países respectivos, habían literalmente huido al edificio de Manhattan que, ya a finales de los 60 se había convertido en paraíso sicalíptico gay. En el ambiente ultra existió en los años 50 un autor de culto, Mauricio Carlavilla, que también firmaba como Mauricio Karl, Julien d’Arleville, etc, especializado en la masonería, el judaísmo y el comunismo y a la que un día le dio por escribir 400 páginas de un tema intocable en la época, la homosexualidad. Al bueno de Carlavilla –que, en general, andaba desenfocado tanto en masonería como en judaísmo- se le ocurrió “historiar” la homosexualidad en un libro de título llamativo: “Sodomitas”. Pueden imaginar lo que representó en la placidez sexual del franquismo, en donde lo más osado era el bikini de la sueca o el pantalón pitillo hasta media pantorilla de los guateques del sábado noche, el ver en los escaparates de las librerías un libro con el título de “Sodomitas”. Como todo en Carlavilla remitía a lo mismo, la conclusión final era que la “abundancia” de sodomitas (eufemismo para evitar el empleo de la palabra “maricones” porque la más respetable de “gays” todavía no había irrumpido) de los años 50, de debía a una conspiración masónica y comunista. Hace poco releí el libro del que lo único que podía salvarse era el depósito legal, y n pude por menos que sonreir benévolamente: cuantas ridiculeces se han dicho y se han escrito en nombres del antimasonismo.

Además –Carlavilla lo citaba y los de CEDADE lo recogieron en uno de sus primeros boletines- en los EEUU existió el primer lobby homófilo anterior a la contracultura, los “matachines”, miembros de la Matachines Society. El nombre venía a cuento de los “soldados de la virgen de Chihuahua”, danzates provistos de hábitos coloristas; estos, a su vez, habían tomado el nombre de los bufones renacentistas, igualmente coloristas, esto es “gays”. Un tal Jennings, fundador de la Matachine Society, resultó arrestado en 1952 por “conducta obscena”, según la mitología gay, después de que un policía se le insinuara en casa. En el juicio que siguió, Jennings asumió su homosexualidad, pero negó que su conducta fuera delictiva. Los cargos se retiraron retirados y el caso de “El Estado contra Jennings” pasó a ser la primera victoria legal de los Matachines que sin duda habría rezado a Zapatero y a Cerolo como a sus “jesusitos de mi vida”. Fueron también los Matachines quienes empezaron a utilizar la palabra “homófilo” en lugar de “homosexual” para destacar que no todo en el mariconeo debía ser sexo. Al año siguiente, en 1953, las lesbianillas apechugaron con lo suyo y crearon las Hijas de Bílitis, primera organización sáfica desde el mundo griego. Por cierto –y aprovecho para afirmarlo- que en la ultra no he conocido a ninguna pareja de lesbianas, ni he sabido de ninguna, como máximo, el que algunas ex novia de camaradas, cambiaran sus preferencias sexuales a poco de haberlos dejado. Y me resulta imposible evitar añadir la ironía de que ellos, en sí mismos, sus exnovios, eran en algún caso el reclamo más potente para cambiar de preferencias.

Los Matachines tuvieron cierto éxito en los años 60 hasta el famoso incidente del antro de Stonewall en donde la mitología del movimiento homófilo fija su arranque histórico entroncándolo con la contracultura, la revuelta estudiantil y la protesta contra la guerra del Vietnam, todo lo cual parece excesivo y no deja de ser una mera coincidencia temporal. Antes, los arrojados y excluidos de todos los países, como digo, fueron a parar al edificio de la ONU en Manhatan, de ahí contaminaron el edificio de la UNESCO en París y, finalmente, hicieron todo lo posible, primero por abolir la discriminación por cuestión de preferencias sexuales (lo que parece razonable) y luego simplemente en difundir al máximo las bondades del amor homófilo hasta situarlo en el mismo rango que el heterosexual (lo que es completamente abusivo a la vista de que, se meta por donde se meta, el amor gay no logra acceder a la procreación). Pero entre los Matachines de Jennings a principios de los 50 y la irreprimible tendencia de ZP a identificar su gobierno con los ideales de los grupos gays más radicales, han mediado cincuenta años, no lo bastante para evitar que un chiste sobre gays siga generando carcajadas, ni para evitar pensar que el aumento gay sea un epifenómeno que evidencia la existencia de causas más profundas.

Tengo a gala decir siempre la verdad y no he tenido el más mínimo empacho en explicarles a mis amigos gays –que, como todos, los tengo- que lo suyo es una enfermedad sin duda inducida por algún exceso de hormonas femeninas ingeridas con los muchos alimentos embardunados de mierda química que consumimos. Contrariamente a lo que opinan los gays, la opción sexual viene determinada por tres factores por orden de importancia: la biología el primero y, en concreto de las secreciones hormonales. Altere usted a una sociedad el volumen de esas secreciones y la alterará profundamente. Los otros dos factores, están mucho más alejados: el subconsciente formado en los primeros años de vida y que nos condiciona a lo largo del tránsito que nos queda sobre esta pelotilla y, finalmente, en última instancia y en muy pequeña medida, casi despreciable, las opciones conscientes y libres, independientes del sistema hormonal y de las influencias del subconsciente… en el caso de que eso pueda existir, algo que, sinceramente, dudo. Es la biología y el sistema hormonal quien condiciona nuestras preferencias, especialmente. Por eso hay hombres y mujeres; y cualquier horticultor sabe que determinadas plantas sometidas a estrés generan reacciones anómalas y exceso de tipos en donde están presentes los dos sexos.

Nuestra sociedad ha perdido la noción de “normalidad”: lo normalidad es que un hombre y una mujer se sientan atraídos para gozar, reproducirse y, si les van los rollos raros o han leído a Evola, practicar el tantra como forma de experiencia trascendente. Y eso ha sido así desde que el australopithecus bajó de un árbol. Afirmar ahora que el progreso civilizacional nos ha llevado a nuevas formas de erotismo y sexualidad sería tanto como decir que eso de que haya dos orejas a un lado es un mal asunto, una de tantas muestras del conservadurismo humano que se resiste al cambio y que el verdadero progreso sería el implante estereofónico de otras dos, en frente y cogote. Posible es, probable quizás, absurdo, seguro.

Pero no es aquí el mejor lugar para juzgar al mundo gay. A ello ya le he dedicado 200 páginas de mi libro “Los Gays vistos por un hétero” [que en breve será publicado en las páginas de Infokrisis] y no tengo nada más que añadir. Así pues, ya sea por lastre subconsciente, por atrofia de unas hormonas y sobredosis de otras, los gay existen y en la extrema derecha como en cualquier otro lugar de la Galaxia.

Como decía antes, la pérdida de encanto de la mujer y la brutalización de algunos hábitos femeninos (véase las crónicas sobre la violencia en las escuelas protagonizada por chicas que aspiran a rivalizar con chicos en bordería e hijoputez), está en el origen de algunas pulsiones homosexuales que he visto en elementos de la ultraderecha. Recuerdo el caso de un militante que arrastraba cierta indefinición sexual, seguramente como resaca lógica de su adolescencia, esos años en los que todavía no ha aparecido la sexualidad tal cual, somo despunta, y el adolescente tiende a confundir admiración y amistad hacia otro compañero con amor erótico. Este militante, no ligaba desde que Dios creó los domingos, para colmo se sintió atraído por otro camarada, también próximo a la adolescencia, pero que había dejadó atrás cualquier indefinición sexual, demostrado por activa y por pasiva que lo suyo era ir tras mujer blanca. En un ambiente de camaradería es habitual que unos apoyen a otros y que, en general, todos busquen –como en todo sistema jerárquico- completar las carencias de otros. He tenido que acompañar a muchos camaradas a su primer polvo en un putiferio y, siempre, al salir, con sonrisa reforzada, entiendes que han triunfado y que a partir de entonces habrán perdido un miedo más; eso siempre es bueno. El problema era que nuestro camarada frecuentaba tugurios punkis e intentó que el otro ligara con una amiga suya. Intento peligroso porque la chica, además de desaliñada, digamos, poco pulida, de higiene paupérrima y con aspecto piojoso, era además capaz de potarte encima en pleno acto, mucho más lamentable si se trataba de la primera experiencia con el otro sexo. Al otro, por supuesto, aquel primer coito no le dejó buen recuerdo y siguió dudando sobre su identidad sexual hasta el punto de intentar arrojarse por la ventana del local del FNJ. Espero que en los últimos treinta años haya encontrado su identidad sexual auténtica.

Otros, como diría, han tenido demasiada actividad sexual. En esto del sexo hay que ir con cuidado porque es capaz, si no se le ata corto, de convertirse en obsesión. Cito de nuevo al Buda y a la cuerda que si no se tensa lo suficiente no suena, o suena aflautada y que si se tensa demasiado se rompe. Por esos mundos de Dios he conocido gente que si no se pegaba un polvo al día le era imposible conciliar el sueño y créanme que es un fasticio aterrizar en un país remoto del que solamente uno tiene una ligera constancia de que existe en los atlas de geografía, para andar buscando un burdel en el que el camarada que va contigo se pueda relajar y, mucho peor, si después de recorrer los burdeles, no ha encontrado ninguno que satisfaga sus tiquismiquis sanitarios (algo muy habitual en otros hemisferios). Entonces la cosa es peor porque hay que ir a ligar y eso, por rápido que se sea, requiere su tiempo. Si para colmo, el camarada es bajito y regordete estamos ante una misión casi imposible y casi incompatible con las exigencias de la clandestinidad, cuando te acompaña un pasaporte malamente falsificado y unos visados recién hechos, sin ver los originales, que tienen poco que ver con los reales. Luego está la brecha antropológica y cultural: cuando tú estás en Lima y le pides a un taxista limeño que te lleve a donde haya chicas, lo más probable es que te lleve a locales de chicas que a él le gustan, ante las cuales experimentas un deseinterés absoluto, y ocasionalmente, por qué no decirlo, incluso horror extremo.  Al final conseguimos conocer a unas periodistas –era la profesión que, además, ponía nuestro pasaporte, que, por otra parte, era cierta- una de las cuales hacía menos de una semana había recibido a uno de los Ansones (no sabría decir si al periodista o al ligón de misses) y, poco antes de las 24:00 de aquel día, mi querido camarada logró vaciarse de tensiones sin importarle mucho si la otra, como me temo, se había quedado a dos velas. Total, tampoco la vería una segunda vez…

Nemen, que así se llamaba, saciaba así su apetito sexual desmadrado y omnipresente. Era un tipo pragmático al que no le gustaba perder el tiempo y estaba siempre en permanente actividad. Entre otras conquistas suyas figuraba la hija del famoso mafioso neoyorkino Copola, lo que justifica, por lo demás, que debiera de huir camino de los pastos más benignos de Florida y luego por Centro y Suramérica. Nacido en el Caribe era heterosexual empedernido y la mera posibilidad de rozar a un tipo se le antojaba asquerosa. Los excedentes energétidos segregados por sus hormonas masculinas, tras su polvete diario, eran consumidos por el trabajo político, y créanme que también en este terreno era hiperactivo, como si el único pensamiento que le ocupaba desde la mañana hasta la noche fuera interrogarse sobre la mejor manera de hacer el hijoputa.

Sin embargo, otros dirigentes políticos y militantes de la ultraderecha desarrollaban niveles parecidos de actividad pero –eh ahí la diferencia- acompañados por una sexualidad homofílica. El jefe del PENS era uno de estos y casi resultaba la caricatura estereotipada del mundo gay. Lo que de verdad le gustaban eran los uniformes. De hecho siempre he pensado que asumió la bandera de la ultraderecha solamente porque en los sesenta, todavía, el uniforme era algo característico e imprescindible. Más tarde, cuando su homosexualidad salió a relucir, cambió los uniformes ultras por el militar y llegó a capitancete antes de estamparse con su vehículo contra un árbol. Lo mató su hiperactividad. Este camarada siguió yendo acelerado tanto en el PENS, como en las fuerzas armadas. Además tenía veleidades artísticas y le encantaba la equitación seguramente por la fascinación que le causaban las botas altas de cuero negro y la fusta. Una vez pasada la página de la actividad política y embarcado ya en las FFAA, alternaba la vida cuartelera con la organización de exposiciones de arte, suyas o de sus amigotes (y alguna que otra amigota de ilustre familia y destacada cultural barcelonesa). Para colmo frecuentaba un gimnasio en donde practicaba alterofilia a destajo. No era raro, con esta agenda, que sus horas de sueño se redujeran a menos de las necesarias y, menos raro aún que volviendo de un gimnasio, en un tramo de carretera rectilíneo, fuera a empotrarse contra el único árbol del camino. Murió sin salir del armario y murió contando él mismo chistes sobre maricones.

La pertinaz resistencia a salir del armario ha ocasionado no pocos problemas a los militantes ultras gays. Y es lógico que así sea: sonetidos a una permanente tensión entre lo que se pensaba y no se podía manifestar, lo que atraía y no parecía prudente demostrar y lo que se deseaba y jamás se obtendría, el ultra gay, para colmo, debía mostrarse como el más viril de los militantes, si quería ser uno más entre ellos. No se trataba solamente de ocultar lo que se era, sino de intentar afirmar lo que no se era. No es extraño que, el comportamiento de estos militantes, frecuentemente tuviera altibajos, fuera errático, a menudo incompensible y siempre neurótico. En general daban la razón a los que opinaban –y yo me encontraba entre ellos- que los gays tienen comporamientos sociales anómalos e imprevisibles. Salir del armario fue para muchos una liberación, pero entonces quedó a las claras otro problema.

Era, en efecto, difícil saber, si un gay militaba políticamente en tal o cual opción, por convicción o simplemente porque había allí otro militante –probablemente heterosexual- que le atraía. No era nada nuevo, porque por esa misma regla de tres no estaba claro si muchos militantes varones y hembras estaban en su “puesto de combate” por convicción, para seguir a su pareja o simplemente como plataforma heterosexual de ligoteo. En eso los gays, lograron cierta equiparación con los héteros.

Luego estaba el complicado problema de los bujarrones, los que, por así decirlo, no excluyen, ni pelo, un pluma, ni escama. En la ultra los he visto casados unos y puteros otros. Para un heterosexual impenitente como yo, resulta, como mínimo un shock que aquel camarada con cinco hijos te glose las dimensiones del nabo de un travestí. O que te enteres por otro que aquel que se casó y divorció en un tiempo record, era porque su mujer le encontró con el hijo del vecino en el lecho conyugal al que le daba clases de mates. Aunque más sorprendente era aquel otro camarada que te daba vía libre para tirarte a su mujer con la única condición de estar él delante (y lo realmente curioso es que ninguno de sus hijos se le parecía y todos tenían algún rasgo que recordaba a tal o cual camarada de su promoción, lo que permitía pensar que aquello era algo má que una fantasía erótica). Mas normal eran las camas redondas, las fiestas de parejas intercambiables y el que tuvieras que enterarte de las performances sexuales de tal o cual camarada (o su ausencia misma de performances) gracias a tener como amiga íntima a una cuya iniciación, dearrollo y plenitud sexual, se había realizado en las distintas siglas en las que ha ido evolucionando la ultra. No hablemos ya de divorcios en donde la parte contratante de la segunda parte, te explicaba –a veces incluso con ingenuidad- que su marido estaba más bien atraído por su madre, que le iban los chicos jovencitos y que en la cama, en lugar de picha, tenía algo parecido a una morcilla enana gutemalteca. Y entonces entendías porqué la evolución de un grupo había sido así o asá. Si a algunos les tiran más tetas que dos carretas, otros se vuelven locos por un culito peludo y un pezón de adolescente gamberro. Lo sorprendente es que en algunos grupos ultras –y el FNJ fue uno de ellos; como para irlo mitificando- su trayectoria es inseparable de las filias, las fobias, las neurosis y los cambios hormonales de su dirigente dirigió.

Pero esto, en realidad, ocurría –y ocurre- en todas partes. En la ultraderecha quizás todo esto sea aun más cómico por los grandes valores que se esgrimen (aquel al que no se le levantaba ni con polipasto con su mujer, pero en cambio se ponía cachondo al ver a su santa madre en bikini, se definía a sí mismo “como un gran hispanista” y anduvo el tiempo que se mantuvo en la ultra preocupado por las “esencias del pensamiento joseantoniano”) y por la superioridad moral que algunos pretenden esgrimir argumentando los grandes valores de “familia, religión, patria, Estado, honor, raza” detrás de los cuales solamente se ocultan filias, parafilias, neurosis y atracciones extremas que les hacen estar donde están y no en otro lugar.

A alguien le puede parecer contradictorio que se defienda a la familia y a la religión y se ejerza la sexualidad por el boquete que jamás dará lugar a una familia o condenado por la Iglesia, pero, finalmente, he llegado a la conclusión de que en todas partes cuecen habas. El independentismo catalán, por ejemplo, desde mediados de los sesenta hasta ahora, es la crónica de unas cuantas parejas que se crean, se destruyen, se recomponen intercambiando sus miembros, se vuelven a recomponer, explicándose así con facilidad la larga lista de siglas y su evolución hacia las fusiones o las escisiones, con mucha más facilidad que si atendemos a las cuestiones doctrinales o programáticas que han esgrimido para justificarlas. Y esto sigue así en plena menopausia de unas y apaciguanmiento de ardores eróticos de otros. En la ultraderecha no se ha llegado a tanto, ni remotamente.
Los más veteranos en el ambiente ultra, tácitamente hemos adoptado una posición ante este asunto que quizás le parezca a alguno, relativista. De todo tiene que haber, y los homófilos entran en ese “de todo” por derecho propio. Siempre los ha habido, y no puede condenarse así a la primera a algo que ha existido desde que el erotismo se impuso a la animalidad. En toda sociedad, existen psicópatas, albinos, místicos, pirados, enanos y superdotados con excedentes de neuronas. La ingeniería social propia del reduccionismo zapateriano no va a lograr que esto cambie por decreto ni ley. Un chiste sobre maricones siempre hará reir y el “pedo-caca-culo” estará durante toda la eternidad en el origen de la sonrisa de un crío. Es inevitable y es bueno que así sea. Si un día al año nos disfrazamos de aquello que no vamos a ser durante el resto del año es justamente para recordar lo ridículo de no ser quien somos en realidad. Por tanto, una sociedad sana puede permitirse el 3% de homosexualidad en su seno sin que quiebran sus valores ni se desmoronen sus esctructuras. Los problemas sociales solamente son problemas cuando se convierten en masivos y, especialmente, cuando se pierde el concepto de “normalidad”. Nuestra sociedad lo ha perdido desde finales de los 70 –coincidiendo con la transición, pero que no teniendo a la transición como único responsable- y tiende a elevar al rango de “normalidad” lo que son tendencias minoritarias. Ciertamente había que desdramatizarlas y quitar hierro a las filias y a las fobias sexuales. Lo cuestionable es que se haya pasado al extremo opuesto.

La gente de mi generación siempre recordará con cierto cariño a camaradas de los que todos sabíamos que eran maricones, que evitaban que su homofilia repercutiera de una forma u otra en su trabajo político, que habían derivado sus preferencias al dominio inviolable de lo privado, y que tenían menos plumas que un edredón sintetíco. Nunca, ninguno de ellos, por muy carroza que esté, se sumará a la fiesta del orgullo gay, ni siquiera mirará con menos desconfianza y desprecio la permanente de Cerolo su Styling Bálsamo para rizos de Schwarzkopf (verdadera sangría para el presupuesto nacional en estos tiempos de crisis) de lo que lo miramos usted y yo.

© Ernesto Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar procedencia.