Infokrisis.- Las líneas que siguen pretendían ser la introducción al libro que finalmente renuncié a escribir y publicar sobre el diablo y el satanismo contemporáneo. Es fácilmente perceptible que estas páginas, facilonas y poco trabajadas literariamente, constituyen un texto que podía -y debía- limarse en muchos aspectos. Quede constancia de él solamente a modo de curiosidad: frecuentemente el tiempo nos devora literalmente y no disponemos de las horas que hubiéramos deseado para dar forma a estas notas que reconocemos, deslabazadas.
EL DIABLO EN LA MODERNIDAD
Introducción
Introducción
Déjemne que les cuente algo sobre el título. Nada más infame que el Diablo y nada más rotundo que mentar a la puta madre del susodicho. Servidor, educado en los Escolapios y con esmero por sus padres, dista mucho de ser un chusco malhablado y macarrilla. Habituado a utilizar las palabras justas en el momento justo, la alusión a la puta madre del Diablo es lo que conviene a la hora de iniciar un trabajo sobre el Gran Tentador. Por que lo importante y terrible del Diablo no es él mismo, sino su obra. El Príncipe de Este Mundo, tiene aquí, precisamente en este mundo, su manifestación más depurada. No tiene rostro, pero al Diablo se le reconoce por sus obras: veo la obra del Diablo en el mundo que me rodea. Eso es lo verdaderamente terrible en la cuestión del satanismo, eso y no el poseso de turno que suele ser una particular categoría de ezquizofrénicos. De hecho, más que de posesiones, cabría hablar de reflejos extremos de crisis ezquizofrénicas. Miren un espectáculo moderno de masas y verán lo que es un caso de posesión.
Aparentemente Dios y el Diablo son equivalentes. Jodidamente opuestos, pero equivalentes. Los maniqueos de todos los tiempos no concibieron a uno sin el otro, habían superado lo que Ortega y Gaset llamó “hemiplegia mental”. Pero la modernidad parece haber superado los delirios más ingenuofelizotes de los maniqueos de ayer. Por que resulta paradójico constatar que Dios goza de menos favor entre los modernos, postmodernos y preapocalípticos, que el Diablo. Muchos no creen en ningún dios, pero muchos más creen en la existencia del Diablo. Y los dos iconos resultan la negación misma del diseño: uno con el triángulo en la cabeza, el otro con cuernos y leotardos rojos, así que ya me dirán. Pero justo es constatar que mientras Dios parece haberse replegado a sus alturas, esto de aquí abajo se va convirtiendo en el espacio privilegiado del Diablo. No es raro que Stanás goce de gran prestigio y mayor credibilidad entre los coetáneos que cualquier dios. Se ignora a Dios, se teme al Diablo. Existe un deslizamiento hacia lo siniestro, incluso en el diseño y la imagen, porque, da la sensación que existe una demanda social. Abran la TV y vean como media docena de spots incluyen referencias explícitas a lo diabólico. Incluso cuando uno muestra un ángel en la primera toma, en la última se recoje la cola diabólica recién incorporada, mientras lleva sus alas bajo el brazo. Al parecer hubiera sido imposible vender el mismo producto con un argumento opuesto: el diablillo opta por el buen camino y regresa a su hogar con los cuernos y el rabo a la funerala.
En el fondo, el Diablo es más accesible que Dios. Aquí me tienen, por ejemplo, sin tener ni idea de teología y escribiendo sobre el Diablo. Reconozco que no podría hacerlo sobre Dios. Dios está en las alturas por mucho que los teólogos progres quieran convertir a su Hijo en un coleguilla jipiosillo. Dios está lejos, nos lo imaginamos lejos. Nadie duda, por el contrario, que el Diablo camina entre nosotros. Tal es el oscuro presentimiento que cobra forma en los bajos fondos de la modernidad. Los místicos enseñan lo difícil que es vivir la experiencia de la trascendencia. Alcanzar a vivir la trascendencia es como un imposible encerrado en un improbable y todo ello envuelto en un inalcanzable que, además, no se sabe donde alguien desconocido lo ha escondido. La modernidad ha cerrado las puertas a lo divino, pero se ha arrojado en brazos de lo diabólico.
Si la fealdad, lo grotesco, lo siniestro son los reflejos del Diablo, nuestro atribulado mundo está, como quien dice, en su regazo, mamando de su teta. Me esfuerzo por tocar los caracteres de mi tiempo y no percibo otra cosa sino fealdad, brutalidad, tinieblas incluso en los lugares bañados por el tibio sol, ese que deshace con dulzura la nieve de primavera. Esa percepción explica por qué, desde Nietzsche, Dios ha muerto y por qué a partir de Nietzsche el “último hombre” camina codo a codo con el tipo ese de los leotardos rojos y la cornamenta incorporada.
En nuestra sociedad proliferan los tipos ampliamente desagradables. Usted y yo los encontramos cada día. Estadísticamente, de cada 100 personas que usted se cruza, dos son psicópatas integrados: hacen una vida normal, no delinquen en el sentido jurídico de la palabra, no han pasado por la cárcel ni hay artículo del código penal que se les pueda aplicar y, sin embargo, hacen daño a quienes están en su entorno: a sus amigos, a sus cónyuges, a sus compañeros de trabajo, a sus subordinados, a sus hijos. Si usted conoce a 100 personas, dos, no le quepa la menor duda, dos son psicópatas integrados. Yo he conocido a varios a lo largo de mi vida y si he extraído alguna consecuencia de mi breve presencia en el mundo sublunar, es que hay que guardarse de los psicópatas como de las ladillas culeras. Afortunadamente, la mayoría de ellos son gilipollas estructurales, es decir, que no es cerebro lo que les sobra, precisamente. De otra manera, aviados estaríamos. Sin embargo hay algunos que si, que tienen la inteligencia suficiente como para traducir los oscuros corredores de su cebrero enfermo en una voluntad de poder proyectada sobre el mundo. Algunos de los grandes dictadores responden a este perfil, pero, no crean, también es aplicable a algunos de los grandes líderes elegidos, democrática e irreprochablemente; habría que pedir un certificado de salud mental para poder acceder a un cargo público por elección.
Además, se sabe que los psicópatas son, ante todo, grandes seductores. El Diablo es un gran seductor; de hecho, ha logrado seducir a nuestro mundo. Insensibles ante el dolor de los demás, con una ausencia total de empatía, mentirosos por naturaleza, provistos de un ego que hace palidecer al Sol y de una ambición desmedida, generalmente muy por encima de sus capacidades y posibilidades reales, mamá de pequeños pesó mucho en su educación, demasiado, mientras papá estaba ausente o empequeñecido, grandes seductores, en definitiva, para quien quiere ser seducido… así son los psicopatones y a poco que usted repase las biografías de los grandes líderes de la modernidad, verá que entre ellos no faltan candidatos con este perfil.
Si usted conoce a algún psicopatón, no albergará la menor duda de que es la emanación misma del mal. No se ha inventado la pastilla que los cure y, lamentablemente, los escrúpulos morales emanados de lo políticamente correcto, impiden lobotomizarlos convenientemente o simplemente incorporar a su anatomía una luz-piloto que nos advierta de que por ahí anda un peligro ambulante. Incluso en la forma de mirar –la famosa “mirada contenida”- el psicópata exterioriza su familiaridad con lo diabólico. Un 2% de nuestros vecinos, son así y nada en el mundo los va a curar, lo oyen, nada. Piense en la gente que le ha hecho daño en alguna ocasión y compárelo con la descripción somera que hemos dado del psicópata: se sorprenderá de las afinidades. Seguramente, a usted le habrá hecho daño un psicópata en alguna ocasión: son un peligro público; entre ellos están los maltratadores, los que practican el moving laboral, los violadores y abusadores, los grandes asesinos y algún que otro jefe de Estado. Son, por así decir, la traslación del Diablo en la sociedad, los funcionarios avanzados de su reino. Esos si son preocupantes y no aquellos otros que asisten a misas negras de pastel en las que una improbable “virgen” se expone a miradas lascivas de ese pobre cenáculo a la búsqueda de un polvo épico-morboso-retorcido.
La mala noticia es que el Diablo camina al paso con nuestra época. La buena noticia es que, probablemente, según el esquema maniqueo que proyecta cierta simetría entre lo malvado y lo divino, debería de existir también en la sociedad un 2% de personas que encarnaran los valores de la bondad. Creo que, efectivamente, existen, sólo que cada vez su presencia se nota menos en la medida en que la sensación de caos, desorden, corrupción, maldad e hijoputez, aumentan. Los “buenos”, quizás sean tantos como los “malvados”, sólo que la modernidad ha creado un eco-sistema (la “sociedad del espectáculo” de la que hablara Veneigen) en el que a estos últimos les es más fácil actuar. Mientras que los primeros resultan progresivamente cada más incomprendidos.
El lenguaje popular es rico en giros suficientemente ilustrativos de tal estado de espíritu: frecuentemente, una “buena persona”, es un “pringao”; y un malvado psicópata sin escrúpulos, un “hijoputa”, hasta graciosillo y envidiado en sus travesuras y triunfos arrancados al dolos de otros. Incluso en el cine, el protagonista que encarna la figura del anti-héroe debe incluir algunos rasgos de su malvado oponente. Los actores más cotizados, tras asumir interminablemente el papel de “chico bueno”, llegado a un punto deben protagonizar el papel de malvado. Y las masas, a partir de ese momento, aplauden al malvado, se identifican con él y muchos darían lo que se les pidiera para ser como él. Y es que, en definitiva, el explotador genera más envidia y admiración que el explotado, en tanto goza de una privilegiada situación. El “listillo” diestro en atropellos, marrullerías y abusos, es respetado mucho más que el “pringao” en su inocencia y desgracia. Cuando tiene un resbalón en plena calle, suscita la sonrisa general; pero nadie piensa en aplaudir y vitorear a quien le ayuda a levantarse. Y así nos van las cosas, con Satán paseándose por la modernidad y la sensación de que se encuentra en su tierra natal, patria originaria de lo siniestro. Sartre en “A puerta cerrada” expresó la idea de que el infierno son los otros. Decididamente, es difícil percibir quien está más muerto, si Sartre o su obra. No es que el infierno seamos nosotros, es que el infierno se ha instalado entre nosotros.
Las 120 páginas que siguen son una invitación a la reflexión sobre el tema del Diablo en la modernidad. Les vamos a contar muchas historias, grotescas unas, siniestras otras, sorprendentes casi todas. Les vamos a invitar a acompañarnos en esta excursión por el vecindario. Y al terminar, usted convendrá con nosotros que Satanás está vivo y activo en nuestro planeta. Lo cual tiene un punto preocupante y delata una situación poco agradable y sombría. El que suscribe no es cocinero, simplemente un observador de su tiempo y un coleccionista de historias y situaciones; no tengo la receta para erradicar el mal del mundo. Y bien que lo siento. Lo único que puedo ofrecer son estas reflexiones sobre el Diablo.
Barcelona, 1 de noviembre de 2004
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