A los 14 años, cuando descubrí en la biblioteca de mis padres Los Réprobos de Ernst von Salomón y lo leí, quise ser como él. Más tarde, cuando ya tenía treinta años, encontré en un tenderete de libros de lance en Caracas un ejemplar deshilvanado de El Cuestionario -¿qué historia debían tener aquellas páginas que verosímilmente habían pasado por muchas manos antes de llegar a mí?- escrito por von Salomón. Lo leí camino de Honduras a donde me condujo un desvencijado Douglas en un viaje interminable y ensordecedor. Tres días después todavía tenía el run-run de los motores clavado en los oídos, terminé la lectura y entonces supe lo que era la derrota. Yo estaba siendo en aquel momento, von Salomón y quería vivir mi aventura hasta el final. Anque culminara en derrota.
En 2003 traduje el libro de Dominique Venner, Baltikum, la historia de los Freikorps (Cuerpos Francos alemanes) entre 1918 y 1923 –una obra que en breve editará Ediciones IdentidaD, sirva esto como primera publicidad- y entonces recordé que un día quise ser como von Salomón y que la intensidad de mi aventura no había sido lo suficiente como para igualar esa tensión, ese dolor y esa angustia que solamente pueden estar en el origen de grandes obras, personales, políticas o literarias. Finalmente, hoy he acertado a leer un libro que no recuerdo dónde compré –acaso en el Mercado de Sant Antoni en Barcelona un día ya lejano- y he sabido que de mayor quería ser como von Salomón.
La aventura no es sólo cosa del ayer
La vida es extraña. Breve, pero extraña. Un amigo y camarada de toda la vida me decía que hoy no se pueden vivir aventuras por las que valga defender morir y que no hay grandes causas que justifiquen dar y recibir la muerte. Sí, porque no hay aventura digna de tal nombre sin sangre. La propia o la de otro. Este camarada se equivocaba. Siempre hay alguna aventura sobre la que valga la pena cabalgar hasta arrojarse al vacío.
Quizás las aventuras del ayer eran más nítidas. Los compañeros de aventura de von Salomón, tras cuatro años y medio de trincheras eligieron seguir combatiendo, cuando ya no había mando que lo ordenase, en las alturas de Alta Silesia y plantaron sus banderas y sus culos en lo alto del Annaberg. Antes habían combatido en Riga y en el Báltico, y antes aún combatieron contra los comunistas en las calles de Berlín y de Munich. Atentaron en el Rhur cuando Francia ocupó tierra alemana y algunos, von Salomón entre ellos, llegaron a la conclusión de que algunos traidores no merecían vivir ,o que otros, como Rathenau, eran demasiado buenos y hubieran podido dignificar la República de Weimar, es decir, el reino de la mediocridad. O la aventura de liberar tierra europea del stalinismo hasta las puertas de Moscú o en las calles de la ciudad de nombre maldito y de maldito sea su nombre, Stalingrado. Cada época tiene sus aventuras a medida de los hombres que las protagonizan.
El aventurero y el burgués, separados por la actitud ante la muerte
No es raro que hoy algunos consideren que levantarse cada mañana para ir a trabajar ya es una aventura o que la aventura de tener hijos sea excesiva para ellos. En tiempos serviles, lo que en otro momento era normal se convierte en la única gran aventura posible.
La diferencia que hay entre el aventurero y el burgués es que el segundo aspira a morir en la cama, durante la noche, sin dolor y sin ser consciente de que se le va la vida. Puestos a no querer morir, piensa, lo mejor es no enterarse. El burgués –que ha pasado por la vida sin enterarse qué diablos es la Vida- oculta la muerte y evita mirar a la muerte –ese destino inevitable de lo humano- acaso por eso hoy ya no vemos féretros por las calles e incluso en los hospitales se bajan por ascensores fuera de la vista del público.
Uno de los primeros recuerdos de mi infancia –quizás a los tres años- era la imagen de un féretro desconocido llevado a hombros descendiendo por la calle Viladomat seguido por unas doscientas personas. Así eran los entierros antes: casi exhibicionistas para recordarnos que la muerte nos espera al final del camino. Quien sabe lo que hay al final del camino ,no se sorprende cuando le toca a él sino que simple dice: “Bien, veamos, ahora me toca a mí”. Un lama tibetano durante un curso sobre el concepto de la muerte en el budismo nos decía: “Nadie, ningún hombre, ni el Buda, han escapado nunca a la muerte” y luego añadía: “Desde el momento en que nacemos, nadie ha logrado invertir la línea del tiempo y conseguido recuperar un segundo del tiempo que se le fue”, efectivamente, desde que nacemos nuestro crédito de tiempo se va agotando. No hacía falta ser lama tibetano para saber la conclusión a la que llegamos: “No sabes ni el día ni la hora, sólo sabes que palmarás… así que estate preparado porque lo peor es que la muerte te coja con esos pelos”.
Horrorizado, el burgués niega a la muerte pensando que podrá ganarle la partida de ajedrez, con solo evitar acudir al encuentro o que el trance será menos amargo si le pilla sobando. El aventurero en cambio, siente horror por morir banalmente o de sopa de ajo.
De los rasgos del aventurero: entre el miedo y la lucidez
¿Imagináis a un aventurero sufriendo demencia senil o en un gediátrico? La demencia senil nos desposee de nuestros recuerdos, algo que jamás le podría pasar al aventurero que procura no tener recuerdos -en el canto de la Legión se expresa esta idea en el "nada importa mi vida anterior"-, sino, en su lugar, experiencias, no vive del pasado sino que ansía enfrentarse al futuro o al menos quiere ser dueño de su futuro, así que contra menos servidumbres haya contraído con el pasado, más libre estará.
El aventurero espera que un día suene el teléfono y una voz amiga le diga simplemente: “Vamos a morir”, no como amenaza, ni menos expresando el temor de algo que se sabe cierto, sino como culminación de una aventura que se asume, como orden, como propuesta y determinación: "Vamos a morir". Buscando, siempre se encuentra alguna causa para morir. Hay hombres que están dispuestos a morir como culminación de su vida, hombres que desean con toda la fuerza de su alma -especialmente con los cojones del alma como decía Miguel Hernández- embarcarse en una última aventura, aunque sea precisamente la que, finalmente, le queme y haga de él un cadáver bien churruscado.
La intensidad de la aventura es lo que marca la satisfacción por la misma. El cuerpo y el alma cambian en el curso de una aventura. Si se supera la prueba, el alma sabe el material con que está hecha. Las sensaciones se extreman: el arrojo o el miedo son radicales, distan mucho de los que se puede experimentar al salir a la calle y participar en una vida plácida y llevadera.
El arrojo se experimenta con lucidez. La mejor definición que he oído pertenece a la película Apocalipsis Now, si bien fue extraída de la novela de Joseph Conrad que sirvió de base para el argumento, El Corazón de las Tinieblas (novela que puede bajarse con P2P). El coronal Kurtz, en un momento dado explica al oficial que ha venido a matarlo que la visión de los brazos cortados de los niños a los que sus hombres habían vacunado, le produjo el efecto de una “bala de diamante disparada entre los ojos”. En eso consiste la iluminación, en una nueva percepción de la realidad: nítida, limpia, brusca, íntegra y en experimentar la sensación de implacabilidad e indestructibilidad llegada de no se sabe dónde, pero que uno intuye que emerge del fondo del alma de eso que no estamos seguros que tenemos hasta que se abre una compuerta y entonces solamente nos resulta incomprensible el cómo habiamos sido capaces de vivir antes sin esa sensación.
La lucidez no da valor, pero se superpone a cualquier otro valor. Hace que todo lo demás pase a segundo plano. Concentra toda nuestra atención, todas las fibras de nuestro cuerpo en un solo punto: el deber. Los hindúes lo llaman Dharma (pero hágame caso, y si no es un usted un cursi, un pedante o un memo redomado, lláme deber al deber y no pierda el tiempo). Ese deber puede proceder de la orden de un mando cuya autoridad se acepte. O bien de una fuerza interior, porque el aventurero tiene esa fuerza interior que en cada momento le indica cuál es su deber y qué es lo que hay que hacer en cada mmento. Cualidad importante hoy cuando ya no hay “mando” que ordene.
Luego está el miedo. El miedo que se pasa ante un examen, ante una mala situación que supera al individuo, no es miedo, quizás sea pánico en el peor de los casos o susto en el mejor. El miedo es otra cosa mucho más intensa y puntual. El pánico que puede sentir el parado ante la imposibilidad de afrontar la hipoteca o el miedo del escolar ante el examen que tendrá mañana y que percibe como insuperable, el susto ante el tropezón, pertenecen a ese género de sensaciones menores y atenuadas con las que la modernidad nos pone a prueba y que solamente nuestra debilidad de espíritu nos las hace ver como insoportables. El miedo -casi estaba tentado de escribirlo con mayúsculas, pues no en vano merece el homenaje que habitualmente se le niega a todo lo que establece una criba entre los hombres- es el compañero inseparable del aventurero.
Todos los aventureros han tenido miedo en alguna ocasión. No tenerlo implica ser un inconsciente o un insensato, un fanático o un tarado. El miedo es una fuerza de la naturaleza que cuando se apodera de ti, o la controlas o ella misma se encarga de que pierdas el control de tí mismo. El miedo, a fin de cuentas, no es más que una prueba. Cuando notas que el ano se te comprime, que los latidos del corazón y de las sienes son tan intensos que en cualquier momento podrían saltar, cuando la boca está más que seca y los testículos parecen quererse encoger, con o sin sudor –el sudor es discrecional y no está siempre presente, lo cual no deja de ser curioso-, eso es el miedo.
Los problemas de querer ser otro y no ser uno mismo
Ante el miedo, como ante el segundo botellón de calimocho, o sobrevives o te derrumbas. El aventurero no aspira más que a experimentar la “prueba” (y luego otra y otra más) que le demuestre la calidad de su temple, la valía de la pasta con la que lo han modelado.
Recuerdo un camarada que había visto demasiadas películas y tenía tendencia a identificarse con el prota. El riesgo del cine o de la televisión o incluso de alguna novela, es que terminemos olvidando quien somos y asumamos que somos el tipo duro que tras indecibles peripecias se lleva a la chica. Cuando dejamos de ser nosotros mismos para creernos otro, ese agente secreto tronchamozas, de gustos selectos y habilidades inverosímiles, o ese héroe de opereta que no se despeina ni en los más agitados trances, o aquel otro miembro de los 300 de las Termópilas, que cachas él, ligaba con la más despiporrante heroína ateniense, si esto ocurre es que vamos pero que muy mal. El camarada en cuestión había visto la serie televisiva de los 60, Los Intocables y se creía a ratos uno de los secuaces de Eliot Ness y en otros –lo más habitual, por aquello de que las mujeres siempre se enamoran del chico malo- asumía el rol del ganster entre los gansters, Frank Nitti. Este camarada se había comprado incluso –la estupidez suele tener el límite muy lejano- trajes oscuros a rayas al uso, al parecer, entre los gansters de Chicago y gustaba fumar puros, no porque el aroma le emocionase, sino porque así lo hacían los gansters. El día en que otro camarada, cachondo él, montó en el local –el local del partido, claro- una timba a la que acudían los burlangas de Badalona, nuestro hombrecito se derrumbo: se vio detenido, creyó que al estar el local a nombre de un amigo suyo, sólo con eso bastaría para procesarle, condenarle y ver su apellido arrojado al oprobio badalonés (que ese si es oprobio). Se derrumbó, en definitiva. Una cosa es jugar a ser Frank Nitti, mafioso de pro del Chicago de los años 30 y otro muy distintos, querer asumir su rol en la Badalona de los primeros 70.
Cuando queremos asumir un papel que no es el nuestro, siempre tenemos tendencia a derrumbarnos en el atrio del templo de la verdad. En aquel momento, yo acababa de cumplir 20 años, pero supe lo que era un gilipollas: la persona que se hace daño a sí mismo, sin ser consciente de que intentar ser aquello que no se es, ni para lo que no se tienen cualidades, siempre, indefectiblemente, acaba peor que mal.
Recuperar el sentido de la aventura
Lucidez y miedo, tales son los rasgos que llevados al límite -más allá de los cuales cual la lucidez implica desintegración del ser en el todo y el miedo colapso cardíaco garantizada o embolia galopante- hacen del aventurero un ser de otra pasta. Como von Salomón.
Llegado a un momento de su vida, el aventurero dice basta, hasta aquí he llegado y aquí me paro. Todos tenemos nuestros compromisos con la vida y con la normalidad. Una mujer lleva a un matrimonio, un matrimonio lleva a tener hijos; hay el deber de criarlos y educarlos. Y probablemente, hacia la mitad de la vida, con un poco de suerte, ya sean mayorcitos. Entonces el aventurero mira el teléfono y vuelve a desear recibir la llamada que le llevará a otros horizontes y a nuevas aventuras, a situaciones inesperadas, a probarse a sí mismo, a demostrar de nuevo la dureza de su espíritu y si el material con el que está hecho ha resistido el paso del tiempo o la aluminosos lo ha corroido. Desea entonces recuperar la lucidez de cuando solamente tenía emociones intensas, cuando se sentía vivo y activo, cuando su cerebro ardía por un ideal, cuando se encontraba parachutado en el país más absurdo a donde solamente le había llevado una orden escueta y tenía que demostrar, a partir de cero, si servía para algo o si era mierda bien aplanada que había cometido el error de creerse algo especial.
Von Salomón se encontró en 1928, liberado tras seis años de prisión, de los que salió convertido en el mejor escritor de su generación. En 1945 se sentaba al frente de un capitán del ejécito norteamericano que le interrogaba y no lograba etender sus motivaciones: ¿por qué no ingresó usted en el partido nazi?, Von Salomón le contestó que, efectivamente, muchos de sus amigos habían llegado a Gauleiter, pero él optó por otra vía: “ganaba más dinero como guionista de la UFA”. Hubo un momento en el que se odió a sí mismo por haber perdido el empuje que tuvo en los mejores años de su vida, aquellos en los que todo consistía en trazar planes, participar en conspiraciones, vivir la clandestinidad, esperar órdenes, ejecutarlas con implacabilidad, ser temeraria cuando la situación exigía serlo y ser cauto cuando el plan podía ser estropeado por un acto irresponsable. Ante aquel capitán americano que no hubiera entendido otra razón para que un héroe de la resistencia nacional como era von Salomon no hubiera aspirado a más altos honores, solamente había una forma de explicárselo: el dinero.
Evidentemente, von Salomon estaba tomando el pelo a aquel capitán. Pero su espíritu reverdeció en las semanas siguientes. Pero la realidad es que quien ha sido tocado alguna vez por la caricia de la aventura, nunca más puede olvidar las sensaciones que experimentó y siempre, antes o después, ansía volver a sentirse vivo y activo en medio de la más desmadrada, increíble e incluso, injustificable, aventura.
Von Salomón, fue una de las víctimas del proceso de desnazificación; él que nunca se afilió al NSDAP. De la conversación con aquel capitán americano surigió El Cuestionario. Sin duda su mejor obra después de Los Réprobos.
--------------------------------------------------------------
Dos textos inolvidables
Como homenaje a mi ídolo de juventud que es mi ídolo de madurez y que mal asunto será si sigue siendo mi ídolo de ancianidad, quiero colocar en este blog dos textos que me parecen extremadamente ilustrativos del espíritu de la época (el Zeitgeist que vuelve a estar de moda hoy gracias al vídeo del mismo título que recomiendo ver en youTube o bajarlo íntegro por P2P):
- El primero es la biografía de von Salomón publicada como anexo del libro de Roger Stephane, Retrato del Aventurero. Si tenemos en cuenta que el libro fue prologado por Jean Paul Sartre y que Stephane pertenece al mismo entorno político sartriano, se percibirá mejor que el aventurero genera admiración incluso entre sus enemigos.
- El segundo texto es el capítulo del libro de Dominique Venner, Baltikum, relativo al atentado contra Walter Rathenau en el que von Salomón aparece como uno de los protagonistas. Se trata de algo más que un fragmento de la historia alemana del siglo XX, es la historia de la aventura de todas las épocas, la misma de Leónidas en las Termópilas o de Filípides en la llanura de Maratón, la historia del humilde soldado que busco aventura en Lepanto y obtuvo gloria en las letras, de los caballeros catalanes que forzaron la puerta de San Esteban en Jerusalén y entraron los primeros en la ciudad elevando al mejor de ellos, Godofredo Bouillon sobre sus escudos a la antigua usanza de nuestra raza, a los templarios de Gerard de Ridford y a su última y enloquecida carga de caballería en Tierra Santa, a nuestro tercios curtidos en Flandes, a los soldados españoles de Bailén y a los soldados napoleónicos de la Guardia Imperial que muere pero no se rinde y que, coño, demostraron que la consigna era algo más que un lema de héroes de figurín y relumbrón. Y así hasta llegar a los defensores del Berlín destruido. El resumen de ese espíritu, que es el de nuestra raza, lo encontré concentrado en ese capítulo de Baltikum que ofrecemos a nuestros amigos, pocas semanas antes de que aparezca el volumen editado en español.
© Ernesto Milà – Infokrisis – infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com