11. La viña y la tierra
La tierra. La diosa tierra.
He aquí el misterio de los misterios.
¿Por qué no tomar como ejemplo el vino de Champagne del que es famoso solamente el elaborado con la viña de la montaña de Reims? ¿Por qué, a dos kilómetros o a mil metros de ahí no es el mismo? ¿Por qué las cepas del pinot de Bourgogne, transplantadas al Marne, no han dado el Beaume o el Nuits, sino Champagne? ¿Por qué estas mismas cepas de Bourgogne dan vinos tan diferentes según los lugares en los que se plantan? Incluso si el propietario de las viñas es el mismo, si los cuidados dados a la viña son esmerados y cuidadosos, las manipulaciones las mismas, ¿por qué el gusto del vino, su color, su aroma, son diferentes? Hemos visto que la flora puede dar un perfume al vino impregnando a la viña; otro tanto ocurre con la fauna. Pero, a uno o dos kilómetros de distancia, ni la flora, ni la fauna son diferentes, ¿entonces? A causa de la Tierra. La diosa tierra. La diosa Madre.
Al principio de todo, y más especialmente al principio del vino, existe la tierra. Esta tierra sobre la que crece la vegetación y a donde retorna el despojo mortal del hombre, permite intuir por qué la gran diosa, la tierra–madre, desde el principio de las civilizaciones, aparece como la representación de las fuerzas telúricas, esto es fertilizadoras e infernales, pero también protectoras.
Es imposible separar el vino del hombre que lo elabora, pero también es imposible separar el vino de la tierra que produce su viña. La tierra plantea al mismo tiempo el problema y su solución. Esta solución, no la resuelve sola. Ha hecho la viña, las ampelidáceas, como dicen los sabios y, entre ellas, la vitis vinifera con la que se elabora el vino.
Para ser exacto, no importa nada más que la tierra, porque un punto geográfico, cualquiera que sea, no queda definido más sólo por una coordenada geodésica: existen también coordenadas solares, es decir, su altitud, su latitud y luego su clima. No se les puede separar. Aunque se encuentre alguna parte en el mundo, un rincón que, geológicamente, sea el equivalente a la montaña de Reims –ya que hemos aludido a ella en este ejemplo–, no lo será verdaderamente y no podría serlo jamás, porque no se encontraría bajo la misma latitud: no estaría pues bajo el mismo ángulo solar, ni lunar. El principio de identidad, está aquí sometido a ciertas condiciones, que impiden que puedan darse condiciones idénticas en dos lugares distintos. Y para el vino, la luz es más importante que el calor.
Gracias a la luz se fabrica el azúcar.
Si, por un azar extraordinario se hubieran reunido un conjunto de condiciones (el suelo, la composición del suelo, la situación geográfica, su iluminación, su clima, la humedad, resumiendo, todo lo que fuera, sería preciso aún encontrar la cepa ad hoc adecuada para ese terreno, el terreno que le satisficiera.
Aun cuando todas las condiciones se encuentren reunidas, la viña quizás sienta algo diferente que nada puede satisfacerle. Puede que la flora no sea la misma; o bien que la fauna que corre a través de las viñas, o también el canto de los pàjaros… ¡vaya usted a saber!
¿Qué ocurrirá entonces? La viña se adaptará. Pero la cepa será diferente. Y el vino no tendrá el mismo gusto. Será mejor o peor, poco importa: será diferente.
Y el psiquismo del individuo que va a cuidar la viña y el proceso de hacer el vino intervendrá igualmente; pues si la tierra exige las plantas determinadas, el hombre influye también: al igual que la viña, el hombre sufre la impronta de las fuerzas telúricas de la tierra, y evoluciona diferentemente según el lugar donde vive.
El vino es fruto de la tierra, pero no de cualquier tierra. Además es preciso que la tierra posea algunas cualidades que no son solamente químicas, sino también espirituales.
Si la tierra donde se planta la viña carece de espíritu, ¿qué darían las parras? ¿Qué se obtendría pues del zumo del emparrado?
Si la tierra carece de espíritu ¿qué daría en la bodega donde madura lentamente, donde se eleva lentamente su mosto?
Desde hace mucho tiempo se reconoce que, si la cepa tiene algún valor, la mejor de las cepas plantada en una tierra sin espíritu no da más que una bebida más o menos aceptable, pero bebida al fin y al cabo.
Existe verosímilmente entre la constitución geológica de las tierras y las corrientes telúricas que las recorren, relaciones que son seguramente muy estrechas, como existe entre los cursos de agua –más o menos subterráneos– y estas mismas corrientes.
Como existiera en el ser humano, entre su constitución física y las corrientes que constituyen la vida propiamente dicha, relaciones que la ciencia médica actual ignora –como las de la tierra– pues se ha creído más “científico” no considerar más que lo que era estrictamente material.
Sin embargo, Dios, si se cree en la Biblia, empieza con un trabajo de escultura. Hace al hombre a su imagen y semejanza, lo que no se comprende muy bien, luego le insufla el espíritu, y si este espíritu no está insuflado, el hombre no es más que un cadáver, muy material y muy materialista. Y, sin embargo, el materialismo mismo del hombre comprende, en tanto vive, lo que no se encuentra bajo el escalpelo, pero sin lo cual no es más que un cadáver.
Otro tanto ocurre con la tierra. Virgilio debía adivinar o presentir estas corrientes telúricas y su importancia en la agricultura; por ello aconseja: Nudus ara, sere nudus, “Trabaja desnudo, siempre desnudo”. Sabía que el hombre debe estar en comunicación, en comunión estrecha con las fuerzas cósmicas tan necesarias para la viña.
Mientras que la química agrícola, hoy, no conoce más que las relaciones y las cantidades de elementos que componen esta tierra e ignora totalmente la vida de la tierra, no la vida de los que viven, sino de la tierra misma, elemento esencialmente viviente.
Es sin embargo este conjunto el que da la vida, tanto a los vegetales como a los animales; y los animales lo sienten y buscan para su vida los lugares donde estas corrientes, además de la composición material del suelo, aportan lo que se está obligado a llamar bajo el nombre de la corriente vital, cualquiera que sean la cualidad y la construcción de esas corrientes.
Entonces, el vino toma, normalmente, una calidad particular que no es precisamente la que un análisis químico puede establecer. Por esto, hay vinos que aportan, además del alcohol, es decir además de su gusto y del placer que pueden dar con este gusto, estados que son quizás menos debidos de lo que se cree a las cualidades alcohólicas. Existen vinos que aportan en sí mismos, la alegría, ligereza y otros estados; y que incluso aportan, para ello, el equilibrio que puede faltar al hombre.
No sin razón, desde hace tiempo, el vino estuvo considerado como un medicina –la más importante– y en absoluto por las cualidades debidas a su composición química, sino por su constitución espiritual que todo buen cultivador toma a su cuidado no destruir en absoluto mediante manipulaciones muy alejadas de la naturaleza.
No hay que extrañarse de que los Antiguos hayan divinizado a la tierra. Los egipcios, bajo el nombre de Isis, habían hecho de ella a la madre del dios Horus; los griegos, además de Cronos, la habían hecho, bajo el nombre de Gaia, la madre de todos los dioses. Los galos, bajo el nombre de Belisama, adoraban a la madre del joven dios; Belisama que, con el cristianismo, se convirtió en María a la que san Bernardo llama Nuestra–Señora; la Andere que los vascos llamaban Maya, luego Mari, y cuyo espíritu poblaba los abismos y las cavernas. Esto recuerda que todos los genios creadores de la antigua religión vasca eran femeninos, damas de cavernas en las cuales vivían.
Por todas partes, en la Antigüedad, desde Palestina a Fenicia, de Grecia a Roma, siempre se encuentra esta leyenda de la tierra madre que asocia el vino al culto a los dioses.
Existe un complejo tierra–viña que puede y que debe representar a la Madre. Así mismo, la uva pasa a estado de vino masculino, hijo del complejo viña–tierra. El hombre está ahí, de alguna manera, el padre alimentador. Por otra parte, “adiestra” el vino. Se emplea la misma palabra para el hijo y para la viña.
Es muy evidente que en algunos lugares, la tierra madre se manifiesta de una forma o de otra. Hay lugares donde la tierra da todo lo que es preciso para hacer un gran vino. Si no fuera así, es evidente que no existirían en absoluto crudos.
La viña, en efecto, la vitis o la ampelidácea, cualquiera que sea el nombre botánico que se le quiera dar, arraiga perfectamente en todos los lugares; y generalmente produce racimos que llegan a madurar, pero sin embargo, no se puede extraer, en todo lugar, vino aceptable.
Los geólogos y químicos actuales, gentes muy sabias, han explicado esto por la naturaleza del suelo; nosotros hemos visto que esta no es la única razón.
Antes que el hombre participe, la tierra decide. El cielo también. El cielo de esta tierra, y esta tierra. Se trata de algo que es preciso que el hombre aprenda. Es inútil decir que, para aprenderlo, es preciso ante todo que lo sepa. Cualquiera que sea la forma como lo sepa, por experiencia o por intuición. Poco importa en el fondo.
La viña es el producto de un terruño, de un lugar. Lógicamente para producir Vino con una V mayúscula, el divino brebaje, es preciso y necesario que la viña sea plantada en un lugar sagrado.
Y existen lugares sagrados, allí donde el sol tiene una cualidad particular, susceptible de revelar al hombre a sí mismo, de situarlo en un estado tal que se pueda sentir en comunión con la naturaleza, símbolo de la divinidad que expresan.
He guardado esta impresiones en los grandes crudos, donde verdaderamente existe la posibilidad de hacer un vino de una cualidad superior, eran lugares sagrados antes incluso de que se plantaran las viñas.
Pues hay vinos y vinos, si se quiere, vinos y zumos de uva fermentados. Matiz y gradación.
La uva crece no importa donde. Sea. Se puede hacer una bebida fermentada, pero el vino, aquel que se bebe no por sed, no por su alcohol, sino por sus virtudes, el vino de eso que se llama grandes crudos… eso es otra cosa.
Disculpadme si me excedo, pero:
Basta mirar los mapas del Valle del Saona hasta Alta Borgoña: partamos de Morgon, el lugar del hada de la mañana. Más arriba, Broully en el monte Broully con su romería, frente a Beleville, Villie–Morgon que ampara Chiroubles en su aire y Fleuri. El Moulin–à–Vent, por su parte, se resguarda bajo La Chapelle; Julienas, consagrada al emperador después de estarlo a otros dioses. Saint–Amor, cuyo nombre habla por sí mismo. Aquí está Fuissé bajo su roca antigua y sagrada de Solutré… y luego la ruptura sobre la Roche Vineuse [literalmente Roca Vinosa].
Los grandes vinos cesan; no los encontraremos más que más arriba, abandonando las orillas del Saona, en Mercurey que tuvo un templo dedicado a Mercurio.
Saltando la Dheume, henos aquí en Chasagne–Montrachet cercano al dolmen con pasillo cubierto bajo La Roche–Pot; he aquí Meursault al levante de Melón, he aquí Volnay con otro dolmen cercano y Pommard que tuvo tiempo dedicado a Pomone.
Beaune, finalmente, “sobre todos los demás vinos adonada”, Beaune que tuvo santuario dedicado a Belenos, cuyo nombre guarda su memoria. He aquí Aloxe–Corton (una Aliaze sin duda). Y luego también: Nuits–Saint–Georges donde existió un Gargan (San Jorge esconde siempre, o casi, un Gargan), cuya sombra se entiende hasta Vosne–Romanée. Aquí está el Clos–Vougeot que tuvo un menhir en su cumbre; Chambolle que es un campo Bellon.
Para Gevrey–Chambertin, me falta documentación, pero estar seguros de que existe una piedra o montículo.
Abandonemos Beaujolais o Borgoña y recordemos que las Côtes Rôties disponían de un templo al sol y Tains su ermita: que el Châteauneuf–du–Pape está en terreno sagrado, que las buenas Côtes–de–Provence se abrigan bajo Sainte–Victoire.
En Alsacia, existen capillas en las viñas…
Sobre las orillas del Loira, encontramos Sancerre un lugar sagrado de los galos muy antiguo. Si el vino de Beaugency tenía mas espíritu que cuerpo, es que su suelo, rodeado de dólmenes, tiene mayor espíritu que poder; y si el vino de Vauvray tiene tanto encanto, es que una fuerza actúa aún bajo sus bodegas y bajo las de Montlouis.
La Iglesia, para San Nicolás, ha santificado Bourgueil, y, de Saumur a Argers, las piedras hincadas han canalizado el espíritu del suelo.
Del Bordelés es difícil hablar. ¿Qué extraer ahora de un Lafite o de un Rothschild? Pero Saint–Estèphe y Saint–Emilion hablan a mi corazón… ¿Y quien me informará sobre las virtudes pasadas de Yquem?
Estos lugares sagrados, en los que el suelo tiene una cualidad particular susceptible de revelar al hombre a sí mismo, de ponerlo en un estado tal que pueda sentirse en comunión con la naturaleza, símbolo de la divinidad que expresan, son justamente lugares donde la viña se revela también a sí misma, dando un gran vino. Pues, estas corrientes telúricas sagradas, las experimentan y por ello –por esto también– están próximos al hombre…
Hay más: en el análisis de los lugares sagrados del cristianismo en Francia, es por otra parte necesario hacer una distinción entre los lugares “geográficos” y los lugares “clericales”. Así, una tumba de santo, venerada, puede entrañar una peregrinación debida no al lugar, sino a la reliquia. Y toda la filosofía de Abelardo no ha bastado para hacer del Paráclito un lugar sagrado…
Mientras que Lourdes, por ejemplo, fue un lugar sagrado antes de la aparición de Bernadette. Aquel lugar posee una “gruta de damas”, es decir de hadas. La “cualidad” anterior del lugar está comprobada. Se puede tener por cierto que fenómenos religiosos ya se habían producido quizás incluso antes del cristianismo.
Por ello en ese mismo lugar, se produjo algo más que un fenómeno propio del siglo XIX.
Entiendo por fenómeno religioso, que una niña educada en estos lugares, impregnada de espiritualidad por el lugar mismo, por todo ello entre en contacto con lo divino. El espíritu de Dios, por emplear la única expresión válida a nuestro nivel, está aquí
Estos lugares, habitados por Espíritu, han sido y son aún lugares de peregrinación muy frecuentes.
¿La relación con el vino? Es simple, se desprende de la fuente, si puede decirse así. A lo largo de la peregrinación a Compostela, el vino es excelente: los monjes benedictinos, cuyas abadías jalonan el Camino, y que han creado viñas que existen aun en nuestros días, supieron instalarlas en lugares donde soplaba el espíritu.
Importa poco que el hombre comprenda porqué esta tierra y no otra, porqué este lugar sagrado –o lo que fuera– y no otro, le diera un crudo famoso; lo que importa es que lo sepa. Y no puede saberlo más que si está en comunión con esta tierra, y, necesariamente, en comunión con la viña, por el hecho mismo de que éste es el producto de la tierra.
Pues extraer el vino de la viña no puede ser hecho sin el hombre. Es preciso el hombre. Es preciso, previamente y durante todo el tiempo de la vinificación, que haya comunión.
12. La viña, planta mágica
El padre Noé plantó cepas de viña, no semillas de uva. ¿Casualidad o saber?
Saber, muy probablemente, pues no en vano este sabio parecía conocer muy bien la viña, uno de los vegetales más extraños. En su vida personal la viña no parece obedecer a las leyes genéticas tal como las han supuesto nuestros científicos.
Una semilla de uva no reproduce la especie de la simiente de la que ha salido, sino que da un carácter diferente. De esta semilla, se podría obtener, por ejemplo, una mitad de plantas que presenten un cierto carácter, un cuarto de otro tipo y, finalmente, el resto con cualquier otro carácter. Ninguna de las variedades resultantes tiene a menudo relación con la semilla original.
Quizás incluso se podría ver más lejos y decir que la uva no es solamente el fruto de una viña determinada, sino que su maduración lo hace escapar de las leyes clásicas de la genética que rigen a los vegetales.
Por ello que no se siembran semillas para obtener viñas. La ampliación de los cultivos se obtiene por la plantación de cepas surgidas de viveros, cepas obtenidas a través de esquejes de una misma especie.
Ciertamente, Noé había debido llevar con él plantas de vitis vinifera, de viña de vino, ya que lo que hizo fue, precisamente, vino.
Esta viña, que sin duda hubo plantado en un suelo arcilloso, se puede decir que vivió y resistió, visto que recibió la parte de tierra, de alimento, de aire y de sol que le era estrictamente necesario. Pero la viña plantea, en su empuje, en su extensión, y en su “fin vital”, de alguna manera, un extraordinario problema: está dotada de una posibilidad fantástica de crecimiento que puede alcanzar hasta varios metros por año.
Por todo esto, se puede pensar pues –y de hecho se ha pensado– que la viña sería un vegetal aun no estabilizado y que se encuentra todavía en plena evolución. Sin embargo, parece que la aparición de la viña haya sido muy lejana y se remonta a la irrupción del hombre sobre la tierra. Y como se puede augurar que su dinamismo es aún susceptible de numerosas transformaciones, gracias al poder sorprendente de la sabia, surge la pregunta de hasta dónde habrá conducido a la viña dentro de un millón de años en su evolución, por ejemplo.
La cuestión se plantea tanto más en cuanto que todo esto está superado por un misterio cuya solución escapa totalmente: la existencia de una relación sorprendente entre la viña y el hombre. Se la constata en primer lugar, en su hoja, uno de los muy raros vegetales dotados de una simetría de orden cinco, lo que representa a la vez, la mano humana y el pentagrama en el cual se inscribe normalmente al hombre. Es preciso añadir que este ritmo cinco es tan raro que constituye casi una anomalía en sí misma.
Además, la hoja presenta una superficie considerable si se considera el endeble tallo que la lleva, tan delgado que le es necesario siempre un soporte.
Y esto no es todo: las dos caras de la hoja –muy diferentes– tienen atribuciones diversas y muy organizadas; la superficie externa está destinada a captar energía solar y su actividad clorofílica es intensa; no vive más que del gas carbónico y de la irradiación solar; y esta irradiación le permite transformar el gas carbónico en azúcar.
La aportación de sabia, que es sin embargo muy fuerte en la viña, no sirve más que de catalizador. La riqueza en azúcar producida por esta hoja se vuelve a encontrar luego en la uva, en cantidades excepcionales en relación a otros frutos. Se puede, de alguna manera, considerar a la hoja como la fábrica de azúcar de la que se provée la sabia.
La otra superficie de la hoja, gracias a su dimensión, constituye una verdadera pantalla de protección de la uva en relación al sol, tal como veremos más adelante.
Esto es lo que ocurre: todo lo que ocurre en la evolución estacional de la viña no tiene más que un solo fin: la preparación de la uva; estaríamos tentados de decir “del vino”, si no pareciera un poco forzado. En efecto, cuando han salido cierto número de hojas y la viña debe juzgar que son suficientes, entonces aparece la floración, sobre la que se debe volver en número cinco tal como ya hemos constatado sobre la hoja, lo que la sitúa entre las plantas más evolucionadas del reino vegetal.
El fenómeno de la floración está ligado directamente a un ritmo cósmico emparentado con el solsticio de verano. En la mayor parte de las variedades de viña, según las mediciones científicas, hay un período óptimo de floración, que permite clasificar a las cepas en diferentes épocas, según que sean más o menos precoces o tardías. Lo único que interesa es que la floración se produce en un momento que permite a la viña alcanzar su plena expansión durante el verano,
Madurar demasiado o madurar muy tarde es igualmente nefasto para la uva. Y gracias a la adaptación de la cepa en un terruño y en un clima –lo que da grandes vinos–, la floración de la viña alcanza su punto culminante hasta el solsticio de verano. Es lícito pensar que esto no se produce por azar.
Veamos otro fenómeno particular de la viña y del vino, que ha sido hasta el presente imposible explicar y que es no menos extraño: cuando se produce la floración, se constata al mismo tiempo en las cubas un recrudecimiento de la fermentación, especialmente en las pequeñas bacterias. Este fenómeno se produce también en las cavas isotérmicas, es decir cuya temperatura no varía, tanto como en las bodegas a pie llano donde sí tiene tendencia a variar. Además si las botellas han sido transportadas lejos, más allá de los mares o del océano, el vino sabe cuando su viña está en flor y fermentará en esta fecha, no en otra.
Ninguna explicación “científica” válida ha podido aportarse; pero existe aquí una relación cierta y muy extraña entre el vino y su viña, relación que nadie osaría calificar de afectiva… Pero, sin embargo, todo ocurre como si el cordón umbilical no se hubiera cortado y no estuviera nunca completamente roto.
Si consideramos el papel de la viña preparando la uva bajo el aspecto de los cuatro elementos alquímicos, percibimos que cada uno de estos cuatro elementos, a través de los elementos diferentes, tiene correspondencias secretas. Así, el papel del elemento fuego, es evidentemente la luz solar; el del elemento aire, a la vez como factor de respiración y como comisario de gas carbónico, no es menos evidente; queda pues la parte del elemento agua, y la del elemento tierra.
Tomemos primero el agua: la viña consume mucha, pero no hace una reserva importante; esta agua es, al mismo tiempo, el vehículo de la sabia, es decir de la sabia bruta bombeada desde el suelo y luego de la sabia elaborada que vuelve al fruto; es en parte evaporada por el metabolismo de la hoja, y lo que queda es puesto reservado en la uva, a fin de constituir el elemento líquido de los frutos.
Por otra parte, en el elemento tierra la viña encuentra su alimento. Y no sería preciso creer que la raíz se alimentara pasivamente del abono que se le da. Ejerce ella misma una selección en el suelo donde se encuentra y elige lo que le es necesario para su alimento mineral. Al igual que una buena ama de casa, elige en el mercado, si se puede decirse así; y hace falta añadir: lo hace con discernimiento. Fechner tiene mucha razón cuando escribe: “¿Por qué deberíamos creer que una planta es menos consciente de su hambre y de su sed que un animal? Aquel va a la búsqueda de su alimento con todo su cuerpo, la planta con una parte solo, guiada no por nariz, ojos o orejas que no tiene, sino por otros sentidos”1.
En lo que respecta a los caracteres relativos de la viña, se constata –y con qué sorpresa– una cantidad no específica de aromas, de bouquet de las cepas; y este fenómeno se encuentra también en otros niveles. Tales como las materias colorantes. Así, los vegetales simples, como la rosa, la peonia, el azucena y cierto número de flores muy vivas en color, tienen colorantes simples que ahora están identificados y que predominan casi exclusivamente en estas flores.
La viña, por el contrario, presenta una multitud de colorantes vegetales que son los mismos que los de otras flores, pero las posee en grupo, si se puede decir así, y según una forma de distribución de cada cepa.
En el Libro de los Secretos de Enoch, se dice que todo, en el universo, desde las hierbas de los campos hasta las estrellas del cielo, contienen su espíritu o su ángel individual. Se reconoce que las plantas son sensibles, es cierto que la sensibilidad de la viña es superior a la de otras plantas; es, al mismo tiempo, tan intensa que impregnará más tarde el vino con las impresiones que le ha dejado la estación.
Esta vida sensible de la viña no ha dejado de sorprender a Ernst Jünger:
“En China, la cosecha de sandías debía tener lugar en el silencio más profundo de la noche, pues los frutos más delicados estallaban cuando un sonido, por ligero que fuera, les afectase.
“Estas delicadezas del arte de la jardinería y los placeres que procura se han convertido en irrealizables. Un avión a reacción a vuelo rasante destrozaría la cosecha de toda una provincia. Todos estamos amenazados en la cultura de la viña, por experiencias similares. Al igual que en tiempos felices, todo se convierte en música y melodía, todo puede cambiarse en placer: los tiernos cuidados que los campesinos dispensan a su viña, tanto como la euforia voluptuosa que encuentra el conocedor en el crudo”2.
Tocar el violín o no importa que instrumento de cuerda cerca de un viñedo debería acelerar el crecimiento de la viña, igual que la producción de flores, es decir de uva. A condición, naturalmente, que se toquen arias tiernas y dulces, como las de Mozart o Schubert, pero tocar música moderna a ritmo sincopado o una música cacofónica tal como la música rock, por ejemplo, convierte a la planta en neurasténica y la debilita; se han hecho experiencias en ambas direcciones.
Pero me gustaría saber si dar una serenata a la viña cambiaría el gusto de su vino. Aunque los gorriones que, desde la aurora están en las viñas, ya les hagan un maravilloso concierto.
¿Y si la viña tiene una vida sexual muy desarrollada –mucho más que otras plantas– por qué no tendría igualmente una vida sentimental?
Naturalmente, una planta no puede correr, galopar, volar o nadar como un animal, sino moviendo las ramas tan delgadas, sus largas hojas y sus zarcillos, con los que se agarra, y que dibujan círculos perfectos cuando busca su soporte, la viña se emparenta mucho con un animal que intenta capturar una presa con sus garras, a menos que no parezca extenderse voluptuosamente al sol.
Y como no importa qué ser vivo, hombre o animal, la viña tiene necesidad de ternura, de afecto incluso, que le es necesaria tanto como el sol. Cuidar su viña con sentimientos de amistad, de simpatía, no puede dar más que excelentes resultados, incontestablemente mejores que los que obtendrá aquel que considere su trabajo en la viña como una tarea ingrata y fastidiosa. Pues la cosa viviente más obstinada del mundo y más difícil de manipular, es una planta fijada en sus hábitos”.
Es preciso pues admitir que, aunque no importa que otra cultivo el de la viña exige que no todo se refiera a la rentabilidad, sino, sobre todo, al arte. Se trata de una energía universal proyectada por el pensamiento, en tanto que esté en armonía con el universo. Y esto es lo que interviene en la viña, verdadero nexo de unión entre el hombre y el cosmos.
No puedo dejar de traer a colación esta reflexión de Marcel Jouhandeau, hablando de su suegro, que era cartero y que, una vez terminado su trabajo, cultivaba su pequeño bancal de viña: “El trabajo en la viña era su oración”.
Hemos visto que una de las caras de la hoja ejerce el papel de pantalla protectora de la uva en relación al sol.
Esta protección –no solamente contra el sol, sino igualmente contra el frío– empieza antes incluso del nacimiento del racimo. La viña, en efecto, prepara, desde antes de la floración, la defensa del brote que se convertirá en flor frente a todos los peligros de la atmósfera: sol, frío, e incluso humedad.
La pelusa de un brote de viña es un verdadero envoltorio calorífico que está preparado desde seis meses antes, desde el momento de la formación de los “brotes durmientes”. Y los primeros síntomas de floración no llegarán hasta que, si se nos permite decirlo así, se hayan tomado precauciones contra el frío y contra el sol.
Las hojas salen las primeras, con un ritmo alterno, de tal manera que la “defensa” se extienda por todas partes, y sólo tras la disposición de cierto número de hojas, tal como hemos visto, aparece la floración.
En efecto, parece que, sin esta protección, la uva sería destruida por rayos demasiado brutales del sol; el proceso es análogo a algunos principios alquímicos. Es extraño –pero completamente cartesiano– que encontremos aquí una manifestación muy cristiana del nacimiento de Cristo que se hace en la sombra, tal como debería hacerse todo nacimiento.
El exceso de sol es particularmente nefasto para los recién nacidos que carecen de defensas contra los muy nocivos rayos solares; también sobre ellos deben extenderse las sombras, tal como la viña lo hace mediante sus propias hojas sobre el racimo.
Ante todo, la viña prepara la uva de la misma forma que una madre humana prepara la llegada de su hijo. Cuando pienso en este fenómeno tengo tendencia en evocar la escultura que se encuentra en la galería elevada entre la nave y el presbiterio de la catedral de Chartres, demolida en el siglo XVIII y actualmente, según creo, en el Museo del Louvre, donde se ve a la Virgen tendida sobre la cuna de Cristo aún niño y al que acaricia con una mano, en un gesto que encierra toda la ternura del mundo.
13. Sol y luz
Noé debió saludar con alegría el retorno del sol tras las tinieblas del diluvio, pues, sin él, era inútil plantar las cepas que había transportado en el arca: la viña es hija del sol, elemento absolutamente indispensable tanto para la expansión de la planta como para la maduración de la uva.
La irradiación del astro parte del epicentro y llega hasta el cenit, extendiéndose sobre la casi totalidad del hemisferio que irradia. Sin embargo, si el sol irradiante expone así su orgullo de creador y fertilizador, exalta, con ello, la victoria del espíritu sobre los genios del suelo, así mismo el rey de los veranos comporta también una periferia oscura, una zona de sombra.
A pesar de que su curso a través de la bóveda celeste sea evocado por un carro tirado por caballos fogosos o por la barca de Anubis navegando del Este al Oeste, no es menos cierto que, carro o barca, se encamina cada tarde hacia Occidente, hasta la entrada del dominio del Hades donde residen los muertos, límite que se llamaba en Grecia la Puerta del Sol.
Se puede decir que la virtud iniciática del sol nace de su travesía cotidiana de las regiones infernales, travesía que realiza sin morir, pues resplandece de nuevo cada mañana, mientras que la luna muere, tal como pensaban los Antiguos, durante los tres días de su ausencia del cielo.
El sol, siempre inmortal, permanece fuera de toda comparación humana y no tiene equivalencia más que con los dioses.
Y la función de la viña –hacer, crear y llevar a la madurez a la uva– es justamente un trabajo entre la viña y la tierra, e igualmente entre la viña y el sol. El hombre no se mezcla más que muy accidentalmente y en especial para la obtención de una uva determinada; lo que equivale a elegir las cepas; y, para ello, a elegir la tierra, o más exactamente el mejor clima, que permitirá a la viña expandirse y dar lo mejor de sí misma, es decir la mejor uva.
Hemos visto que la hoja de la viña desarrolla una actividad excepcional en la producción de clorofila. Extendida en toda su amplitud, y en una de las superficies presentadas al astro irradiante, tal como una mujer extendida voluptuosamente al sol, la hoja es, en toda la amplitud del término, una superficie de captación de esta energía solar. Así, no vive más que de esta irradiación y del gas carbónico; y el trabajo clorofílico no se realiza más que para el racimo.
Es naturalmente el sol quien determina el inicio de la vegetación; y, luego, será esta misma energía solar la que ayudará a la viña a transformar el gas carbónico en el azúcar del que se alimentará su hijo: la uva.
Este azúcar no es producido por la hoja de viña más que con un solo fin: alimentar la uva. Y no son precisamente pocas cantidades azúcar las que se producen; son las más elevadas del mundo vegetal: la viña llega a acumular hasta doscientos gramos de azúcar por litro; es enorme en sí y sensacional si se cuenta esta producción con la de otros frutos.
El azúcar es dado por el sol y solamente por él. El resto del fruto está constituido por sales minerales, es decir vegetales que son, por su parte, facilitados por la tierra.
Es el hombre quien deberá elegir la posición de la viña en relación al sol, es decir, la mejor exposición para recibir la máxima irradiación solar, el calor y la luz que le son necesarios para producir este famoso azúcar. Son generalmente elegidos los ribazos.
Y ello porque el hombre debe defender a su viña, y deben plantearse en las tierras que presentan mejores oportunidades para esta defensa. Primeramente con el agua. La viña no es en absoluto una planta acuática. Es evidente que Noe, plantando su viña en el barro –pues tras el diluvio, nadie duda que el suelo permaneció durante mucho tiempo húmedo–, Noé no debió obtener un vino muy generoso, sino una aguachirle cuya embriaguez debió ser muy difícil de alcanzar…
Es evidentemente posible que el exceso de agua pueda entrañar una superproducción de uva, pero esto iría en detrimento de su sabor, y la calidad del vino se resentiría de forma poco agradable.
Los ribazos son pues indicados ya que el agua se deslizará y no será retenida. Es inútil añadir que su exposición es muy particularmente estudiada a fin de que la viña sea preservada por el viento del norte, heladas y aproveche lo más posible el sol y la luz. Es pues la orientación Sur–Este la elegida frecuentemente como la más racional.
Actualmente, esteriliza el vino mediante procedimientos químicos y artificiales que corren el riesgo de matar al vino; hay que entender por ello matar los principios vitales que posee y que son necesarios para el hombre. Pero ¿por qué ir tan lejos? Para esterilizar una botella de vino, existe una fórmula muy simple: ponerla bajo la luz del sol. Así, el vino será esterilizado sin ser desvitalizado; y será neutro desde el punto de vista microbiano. Ocurre que, por descuido, en la época de las vendimias, un vendimiador o un químico dejan un frasco de levaduras al sol: quedan completamente destruidas, o lo son en un noventa y nueve por ciento para ser exactos.
Es inútil hablar de las bacterias: todo lo que es microbio huye del sol. Y los microbios forman parte de las esferas subterráneas.
Todo el reino vegetal responde a los movimientos de la tierra, así como a las influencias del sol y de todos los planetas que gravitan en torno a el; pero la luna tiene una influencia especial y considerable sobre la viña, como sobre la mujer, por otra parte.
14. La luna
“¿Dónde vas cuando abandonas los cielos, cuando la oscuridad desciende sobre tu rostro? ¿tienes una morada como Ossian? ¿vives en la sombra y en la tristeza?”
Esta invocación a la luna, en el poema de Ossian, define el pensamiento de los Antiguos y sus inquietudes.
Las fases de la luna, su creciente con su apogeo, su disminución y su desaparición y finalmente su reaparición tras cuatro días, han intrigado mucho a los pueblos de la Antigüedad, pero les ha demostrado que la muerte no es nunca definitiva: hay siempre un renacimiento. Y la mayor parte de sus religiones estaban basadas en la vida post mortem, la vida del más allá. Sin embargo, se señala que la luna no es nunca adorada por sí misma, sino en tanto que es manifestación de lo sagrado.
Los vascos la llamaban Ilarghi, la “luz de los muertos”; y Estrabón escribía que en las noches de luna llena, cantaban y danzaban en honor de un dios desconocido.
El calendario lunar ha nacido mucho tiempo antes que el estudio astronómico del ciclo solar. Los semitas, así como numerosas civilizaciones hoy desaparecidas, tanto en el Este como en el Oeste, contaban el tiempo por las noches y por lunas.
La luna jugó en la Antigüedad, y sobre todo en la protohistoria, un papel capital, sin duda a causa de las influencias –reales– que ejerce sobre toda la naturaleza: influencia sobre las mareas que le ha valido entre los celtas el sobrenombre de “Señor de las aguas”, influencia sobre la periodicidad de las mujeres y, también, influjo sobre la vegetación.
El signo universal de la luna representada –astrológica y poéticamente– es el creciente, y en mitología, las divinidades nocturnas fueron representadas con cornamenta que evocaba ese creciente.
La reverberación de la luz de la luna sobre la tierra es muy peligrosa. Al igual que el sol, puede abrasar, demoler y matar. Sus rayos causan un desequilibrio que puede provocar una especie de locura: se puede tener un “golpe de luna” como se tiene un “golpe de sol”, una insolación, y si los efectos son diferentes, pues la luna actúa como un excitante, no son menos temibles. Y añadiré incluso que los de la luna me parecen más peligrosos.
El doctor J. Valnet explica que, durante la guerra, tras una batalla mortífera, a causa de la falta de espacio, se había instalado ante la tienda hospital, al aire libre, a los soldados con heridas menos graves. A la mañana siguiente, algunos habían muerto y no eran, precisamente, los heridos más graves. Tras la investigación, se percibió que habían muerto aquellos que, precisamente, no se habían cubierto el rostro y la cabeza. Se suele desconfiar del sol, pero no se toma ninguna precaución con la luna llena. Por el contrario los pueblos que tienen la costumbre de dormir bajo las estrellas le prestan mucha atención1.
Virgio escribe que “la luna ordena los diferentes días favorables para los diversos trabajos Evita el quinto: el pálido Orco y las Euménides nacieron este día... El décimo séptimo es favorable para la plantación de la viña… Además, muchos trabajos se hacen mejor en la frescura de la noche, o cuando la estrella de la mañana, al levantarse el sol, impregna las tierras de rocío”2.
Por otra parte, es fácil observar la influencia de la luna sobre la viña, tanto sobre la vitis vinifera o sobre la simple ampelopsis; se constatará un aumento brutal de veinte centímetros y más, cuando la luna es ascendente y es curioso ver como los jóvenes brotes aumentan en esa época. Y, naturalmente, cuando la luna llega a su fase descendente, el crecimiento disminuye.
Pero, en el caso de la viña, la expansión de la planta es a menudo perjudicial para el fruto. No olvidemos que la viña es hija del sol, y su hijo, la uva, está en relación directa con el astro del día. Por tanto, no es extraño que con la luna ocurra lo contrario.
La astrología puede ser empleada con éxito en la viticultura aplicando los ciclos lunares, a condición de disociar los ciclos que se llama mensuales –el primero y segundo cuartos, es decir los cuartos crecientes– de los otros ciclos, que son los tránsitos de la luna a través de las constelaciones.
Creo recordar que se produjeron pequeñas discusiones para saber si se debía tomar el paso de la luna ante las constelaciones o ante el zodíaco, es decir si se debía basarse sobre la astronomía o sobre la astrología. “Por mi parte –me decía un amigo viticultor– me he servido durante mucho tiempo, y continúo haciéndolo del paso de la luna ante el zodíaco, y no ante las constelaciones. Dicho de otra manera, adopto el método astronómico, pues son los únicos datos científicos que son reconocidos como válidos. Pero añadiría que poco importa, en definitiva, la forma de calcular, ni la forma de proceder, si aquel que lo utiliza no cree. La práctica debe entrar en juego; es indispensable. Para mí, creo en la validez de este método; este es el punto más importante”.
Se sabe que existe una correspondencia entre los signos de las constelaciones y los cuatro elementos: el agua, la tierra, el aire y el fuego. Así, bastará conocer la correlación que se establecerá obligatoriamente entre uno de estos cuatro elementos y el efecto deseado.
Esto permite reforzar o neutralizar ligeramente las influencias de la luna, utilizando su tránsito en el zodíaco para obtener un resultado complementario. Para los frutos, por ejemplo, se buscará el calor, esto es un signo de fuego; un signo de agua para el tallo; de aire para la flor; y, finalmente, para la raíz, un signo de tierra.
Dado que es el fruto lo que se toma en consideración en la viña, se deberá pues vendimiar durante el tránsito de la luna por un signo de fuego. Mientras que, si se realiza en luna creciente y en signo de tierra, la vendimia no daría ciertamente los beneficios esperados.
Este principio es, por lo demás, bien conocido. Se comprende fácilmente si se admite –y es preciso admitirlo– esta sucesión de fuerzas que se imponen y que descienden según las fases de la luna. Es pues necesario tenerlo en cuenta para extraer beneficios de esta dinámica.
Pero volvamos a la viña. Desde el momento en que ha sido podada, un ciclo vegetativo comienza; y la poda misma puede considerarse como su punto de partida. Desde todos los puntos de vista, para la viña como para todas las plantas, este momento es crucial, y es por ello que interesa escoger la época; pues se trata, de alguna manera, de una fecha de nacimiento; de este signo zodiacal dependerá el destino de la viña y de su hija, la uva.
Esta teoría es fácil de aplicar sobre una pequeña superficie; para un gran viñedo, es importante suprimir todos los períodos desfavorables, para no tener en cuenta más que los buenos. Se podrá asociar, por ejemplo, el elemento raíz al elemento tallo o fruto, pero se dejará de lado el elemento aire, que es un signo específicamente favorable para la flor.
Para los rosales, la flor es lo que importa; pues, será el elemento aire el que deberá tomarse en consideración. Todo lo que es flor es aéreo, es la evidencia misma.
Todo esto es muy fácil y no es más que una simple cuestión de buen sentido: se corta en luna creciente para aumentar una vegetación, y en luna menguante para disminuirla. A condición, naturalmente, que se esté en un signo favorable y que no llueva en un momento inoportuno. Como siempre, la teoría es muy simple…
Evidentemente, hay movimientos o períodos clave si se prefiere, o más bien períodos vegetativos clave, que se observan en la viña. Y es preciso saber que el vino, estando siempre en correspondencia secreta con su viña, sigue exactamente las mismas influencias.
Así, en algunos casos, la manipulación del vino debería ser efectuada en el momento de tránsito de los ciclos del zodíaco, teniendo en cuenta a la luna, para obtener el máximo de beneficios.
Es hasta tal punto evidente que, al igual que existe una relación muy estrecha entre la vegetación de la viña –corregidos, por otra parte, por los efectos del sol–existe igualmente una influencia muy neta de la luna sobre la fermentación del jugo de uva; y se obtienen resultados muy diferentes según las buenas y malas lunas.
Así, los años en los que se pone el mosto en la cuba durante la luna vieja, se ha notado que fermentaban lentamente; y solamente comienzan, finalmente, a activarse cuando la luna cambia.
Esta influencia sobre la fermentación es normal, porque, por su misma constitución, todo lo que es fermento es de esencia lunar. El fermento es un ser vivo que no puede vivir más que en la oscuridad y en un medio cerrado. Es lunar, y totalmente sujeto a los ciclos de la luna.
En lo que respecta a los vinos biodinámicos, se puede apreciar su sensibilidad extrema a los efectos lunares. Los vinos degustados en torno a la luna llena se saborean mal y no tienen ningún bouquet, no permanecen en el paladar; son muy etéreos a casa de la acción de los rayos lunares fríos. Mientras que estos mismos vinos, degustados fuera de la influencia de la luna, al principio de la luna nueva o al final de la luna vieja, es decir cuando el creciente es muy débil, estos vinos se encuentran en toda su plenitud y podrían ser apreciados en su verdadero valor.
Pero no hay más que dos luminarias que ejercen un gran influjo sobre la viña y, en consecuencia, sobre el vino. Todos los planetas del zodíaco concurren a su expansión; es el cosmos entero el que se une para la gestación del divino brebaje. Venus, dios del vino y de la reproducción, juega, entre otros y más que otros, un papel muy importante en el crecimiento de la viña y en la calidad de la planta.
La tierra. La diosa tierra.
He aquí el misterio de los misterios.
¿Por qué no tomar como ejemplo el vino de Champagne del que es famoso solamente el elaborado con la viña de la montaña de Reims? ¿Por qué, a dos kilómetros o a mil metros de ahí no es el mismo? ¿Por qué las cepas del pinot de Bourgogne, transplantadas al Marne, no han dado el Beaume o el Nuits, sino Champagne? ¿Por qué estas mismas cepas de Bourgogne dan vinos tan diferentes según los lugares en los que se plantan? Incluso si el propietario de las viñas es el mismo, si los cuidados dados a la viña son esmerados y cuidadosos, las manipulaciones las mismas, ¿por qué el gusto del vino, su color, su aroma, son diferentes? Hemos visto que la flora puede dar un perfume al vino impregnando a la viña; otro tanto ocurre con la fauna. Pero, a uno o dos kilómetros de distancia, ni la flora, ni la fauna son diferentes, ¿entonces? A causa de la Tierra. La diosa tierra. La diosa Madre.
Al principio de todo, y más especialmente al principio del vino, existe la tierra. Esta tierra sobre la que crece la vegetación y a donde retorna el despojo mortal del hombre, permite intuir por qué la gran diosa, la tierra–madre, desde el principio de las civilizaciones, aparece como la representación de las fuerzas telúricas, esto es fertilizadoras e infernales, pero también protectoras.
Es imposible separar el vino del hombre que lo elabora, pero también es imposible separar el vino de la tierra que produce su viña. La tierra plantea al mismo tiempo el problema y su solución. Esta solución, no la resuelve sola. Ha hecho la viña, las ampelidáceas, como dicen los sabios y, entre ellas, la vitis vinifera con la que se elabora el vino.
Para ser exacto, no importa nada más que la tierra, porque un punto geográfico, cualquiera que sea, no queda definido más sólo por una coordenada geodésica: existen también coordenadas solares, es decir, su altitud, su latitud y luego su clima. No se les puede separar. Aunque se encuentre alguna parte en el mundo, un rincón que, geológicamente, sea el equivalente a la montaña de Reims –ya que hemos aludido a ella en este ejemplo–, no lo será verdaderamente y no podría serlo jamás, porque no se encontraría bajo la misma latitud: no estaría pues bajo el mismo ángulo solar, ni lunar. El principio de identidad, está aquí sometido a ciertas condiciones, que impiden que puedan darse condiciones idénticas en dos lugares distintos. Y para el vino, la luz es más importante que el calor.
Gracias a la luz se fabrica el azúcar.
Si, por un azar extraordinario se hubieran reunido un conjunto de condiciones (el suelo, la composición del suelo, la situación geográfica, su iluminación, su clima, la humedad, resumiendo, todo lo que fuera, sería preciso aún encontrar la cepa ad hoc adecuada para ese terreno, el terreno que le satisficiera.
Aun cuando todas las condiciones se encuentren reunidas, la viña quizás sienta algo diferente que nada puede satisfacerle. Puede que la flora no sea la misma; o bien que la fauna que corre a través de las viñas, o también el canto de los pàjaros… ¡vaya usted a saber!
¿Qué ocurrirá entonces? La viña se adaptará. Pero la cepa será diferente. Y el vino no tendrá el mismo gusto. Será mejor o peor, poco importa: será diferente.
Y el psiquismo del individuo que va a cuidar la viña y el proceso de hacer el vino intervendrá igualmente; pues si la tierra exige las plantas determinadas, el hombre influye también: al igual que la viña, el hombre sufre la impronta de las fuerzas telúricas de la tierra, y evoluciona diferentemente según el lugar donde vive.
El vino es fruto de la tierra, pero no de cualquier tierra. Además es preciso que la tierra posea algunas cualidades que no son solamente químicas, sino también espirituales.
Si la tierra donde se planta la viña carece de espíritu, ¿qué darían las parras? ¿Qué se obtendría pues del zumo del emparrado?
Si la tierra carece de espíritu ¿qué daría en la bodega donde madura lentamente, donde se eleva lentamente su mosto?
Desde hace mucho tiempo se reconoce que, si la cepa tiene algún valor, la mejor de las cepas plantada en una tierra sin espíritu no da más que una bebida más o menos aceptable, pero bebida al fin y al cabo.
Existe verosímilmente entre la constitución geológica de las tierras y las corrientes telúricas que las recorren, relaciones que son seguramente muy estrechas, como existe entre los cursos de agua –más o menos subterráneos– y estas mismas corrientes.
Como existiera en el ser humano, entre su constitución física y las corrientes que constituyen la vida propiamente dicha, relaciones que la ciencia médica actual ignora –como las de la tierra– pues se ha creído más “científico” no considerar más que lo que era estrictamente material.
Sin embargo, Dios, si se cree en la Biblia, empieza con un trabajo de escultura. Hace al hombre a su imagen y semejanza, lo que no se comprende muy bien, luego le insufla el espíritu, y si este espíritu no está insuflado, el hombre no es más que un cadáver, muy material y muy materialista. Y, sin embargo, el materialismo mismo del hombre comprende, en tanto vive, lo que no se encuentra bajo el escalpelo, pero sin lo cual no es más que un cadáver.
Otro tanto ocurre con la tierra. Virgilio debía adivinar o presentir estas corrientes telúricas y su importancia en la agricultura; por ello aconseja: Nudus ara, sere nudus, “Trabaja desnudo, siempre desnudo”. Sabía que el hombre debe estar en comunicación, en comunión estrecha con las fuerzas cósmicas tan necesarias para la viña.
Mientras que la química agrícola, hoy, no conoce más que las relaciones y las cantidades de elementos que componen esta tierra e ignora totalmente la vida de la tierra, no la vida de los que viven, sino de la tierra misma, elemento esencialmente viviente.
Es sin embargo este conjunto el que da la vida, tanto a los vegetales como a los animales; y los animales lo sienten y buscan para su vida los lugares donde estas corrientes, además de la composición material del suelo, aportan lo que se está obligado a llamar bajo el nombre de la corriente vital, cualquiera que sean la cualidad y la construcción de esas corrientes.
Entonces, el vino toma, normalmente, una calidad particular que no es precisamente la que un análisis químico puede establecer. Por esto, hay vinos que aportan, además del alcohol, es decir además de su gusto y del placer que pueden dar con este gusto, estados que son quizás menos debidos de lo que se cree a las cualidades alcohólicas. Existen vinos que aportan en sí mismos, la alegría, ligereza y otros estados; y que incluso aportan, para ello, el equilibrio que puede faltar al hombre.
No sin razón, desde hace tiempo, el vino estuvo considerado como un medicina –la más importante– y en absoluto por las cualidades debidas a su composición química, sino por su constitución espiritual que todo buen cultivador toma a su cuidado no destruir en absoluto mediante manipulaciones muy alejadas de la naturaleza.
No hay que extrañarse de que los Antiguos hayan divinizado a la tierra. Los egipcios, bajo el nombre de Isis, habían hecho de ella a la madre del dios Horus; los griegos, además de Cronos, la habían hecho, bajo el nombre de Gaia, la madre de todos los dioses. Los galos, bajo el nombre de Belisama, adoraban a la madre del joven dios; Belisama que, con el cristianismo, se convirtió en María a la que san Bernardo llama Nuestra–Señora; la Andere que los vascos llamaban Maya, luego Mari, y cuyo espíritu poblaba los abismos y las cavernas. Esto recuerda que todos los genios creadores de la antigua religión vasca eran femeninos, damas de cavernas en las cuales vivían.
Por todas partes, en la Antigüedad, desde Palestina a Fenicia, de Grecia a Roma, siempre se encuentra esta leyenda de la tierra madre que asocia el vino al culto a los dioses.
Existe un complejo tierra–viña que puede y que debe representar a la Madre. Así mismo, la uva pasa a estado de vino masculino, hijo del complejo viña–tierra. El hombre está ahí, de alguna manera, el padre alimentador. Por otra parte, “adiestra” el vino. Se emplea la misma palabra para el hijo y para la viña.
Es muy evidente que en algunos lugares, la tierra madre se manifiesta de una forma o de otra. Hay lugares donde la tierra da todo lo que es preciso para hacer un gran vino. Si no fuera así, es evidente que no existirían en absoluto crudos.
La viña, en efecto, la vitis o la ampelidácea, cualquiera que sea el nombre botánico que se le quiera dar, arraiga perfectamente en todos los lugares; y generalmente produce racimos que llegan a madurar, pero sin embargo, no se puede extraer, en todo lugar, vino aceptable.
Los geólogos y químicos actuales, gentes muy sabias, han explicado esto por la naturaleza del suelo; nosotros hemos visto que esta no es la única razón.
Antes que el hombre participe, la tierra decide. El cielo también. El cielo de esta tierra, y esta tierra. Se trata de algo que es preciso que el hombre aprenda. Es inútil decir que, para aprenderlo, es preciso ante todo que lo sepa. Cualquiera que sea la forma como lo sepa, por experiencia o por intuición. Poco importa en el fondo.
La viña es el producto de un terruño, de un lugar. Lógicamente para producir Vino con una V mayúscula, el divino brebaje, es preciso y necesario que la viña sea plantada en un lugar sagrado.
Y existen lugares sagrados, allí donde el sol tiene una cualidad particular, susceptible de revelar al hombre a sí mismo, de situarlo en un estado tal que se pueda sentir en comunión con la naturaleza, símbolo de la divinidad que expresan.
He guardado esta impresiones en los grandes crudos, donde verdaderamente existe la posibilidad de hacer un vino de una cualidad superior, eran lugares sagrados antes incluso de que se plantaran las viñas.
Pues hay vinos y vinos, si se quiere, vinos y zumos de uva fermentados. Matiz y gradación.
La uva crece no importa donde. Sea. Se puede hacer una bebida fermentada, pero el vino, aquel que se bebe no por sed, no por su alcohol, sino por sus virtudes, el vino de eso que se llama grandes crudos… eso es otra cosa.
Disculpadme si me excedo, pero:
Basta mirar los mapas del Valle del Saona hasta Alta Borgoña: partamos de Morgon, el lugar del hada de la mañana. Más arriba, Broully en el monte Broully con su romería, frente a Beleville, Villie–Morgon que ampara Chiroubles en su aire y Fleuri. El Moulin–à–Vent, por su parte, se resguarda bajo La Chapelle; Julienas, consagrada al emperador después de estarlo a otros dioses. Saint–Amor, cuyo nombre habla por sí mismo. Aquí está Fuissé bajo su roca antigua y sagrada de Solutré… y luego la ruptura sobre la Roche Vineuse [literalmente Roca Vinosa].
Los grandes vinos cesan; no los encontraremos más que más arriba, abandonando las orillas del Saona, en Mercurey que tuvo un templo dedicado a Mercurio.
Saltando la Dheume, henos aquí en Chasagne–Montrachet cercano al dolmen con pasillo cubierto bajo La Roche–Pot; he aquí Meursault al levante de Melón, he aquí Volnay con otro dolmen cercano y Pommard que tuvo tiempo dedicado a Pomone.
Beaune, finalmente, “sobre todos los demás vinos adonada”, Beaune que tuvo santuario dedicado a Belenos, cuyo nombre guarda su memoria. He aquí Aloxe–Corton (una Aliaze sin duda). Y luego también: Nuits–Saint–Georges donde existió un Gargan (San Jorge esconde siempre, o casi, un Gargan), cuya sombra se entiende hasta Vosne–Romanée. Aquí está el Clos–Vougeot que tuvo un menhir en su cumbre; Chambolle que es un campo Bellon.
Para Gevrey–Chambertin, me falta documentación, pero estar seguros de que existe una piedra o montículo.
Abandonemos Beaujolais o Borgoña y recordemos que las Côtes Rôties disponían de un templo al sol y Tains su ermita: que el Châteauneuf–du–Pape está en terreno sagrado, que las buenas Côtes–de–Provence se abrigan bajo Sainte–Victoire.
En Alsacia, existen capillas en las viñas…
Sobre las orillas del Loira, encontramos Sancerre un lugar sagrado de los galos muy antiguo. Si el vino de Beaugency tenía mas espíritu que cuerpo, es que su suelo, rodeado de dólmenes, tiene mayor espíritu que poder; y si el vino de Vauvray tiene tanto encanto, es que una fuerza actúa aún bajo sus bodegas y bajo las de Montlouis.
La Iglesia, para San Nicolás, ha santificado Bourgueil, y, de Saumur a Argers, las piedras hincadas han canalizado el espíritu del suelo.
Del Bordelés es difícil hablar. ¿Qué extraer ahora de un Lafite o de un Rothschild? Pero Saint–Estèphe y Saint–Emilion hablan a mi corazón… ¿Y quien me informará sobre las virtudes pasadas de Yquem?
Estos lugares sagrados, en los que el suelo tiene una cualidad particular susceptible de revelar al hombre a sí mismo, de ponerlo en un estado tal que pueda sentirse en comunión con la naturaleza, símbolo de la divinidad que expresan, son justamente lugares donde la viña se revela también a sí misma, dando un gran vino. Pues, estas corrientes telúricas sagradas, las experimentan y por ello –por esto también– están próximos al hombre…
Hay más: en el análisis de los lugares sagrados del cristianismo en Francia, es por otra parte necesario hacer una distinción entre los lugares “geográficos” y los lugares “clericales”. Así, una tumba de santo, venerada, puede entrañar una peregrinación debida no al lugar, sino a la reliquia. Y toda la filosofía de Abelardo no ha bastado para hacer del Paráclito un lugar sagrado…
Mientras que Lourdes, por ejemplo, fue un lugar sagrado antes de la aparición de Bernadette. Aquel lugar posee una “gruta de damas”, es decir de hadas. La “cualidad” anterior del lugar está comprobada. Se puede tener por cierto que fenómenos religiosos ya se habían producido quizás incluso antes del cristianismo.
Por ello en ese mismo lugar, se produjo algo más que un fenómeno propio del siglo XIX.
Entiendo por fenómeno religioso, que una niña educada en estos lugares, impregnada de espiritualidad por el lugar mismo, por todo ello entre en contacto con lo divino. El espíritu de Dios, por emplear la única expresión válida a nuestro nivel, está aquí
Estos lugares, habitados por Espíritu, han sido y son aún lugares de peregrinación muy frecuentes.
¿La relación con el vino? Es simple, se desprende de la fuente, si puede decirse así. A lo largo de la peregrinación a Compostela, el vino es excelente: los monjes benedictinos, cuyas abadías jalonan el Camino, y que han creado viñas que existen aun en nuestros días, supieron instalarlas en lugares donde soplaba el espíritu.
Importa poco que el hombre comprenda porqué esta tierra y no otra, porqué este lugar sagrado –o lo que fuera– y no otro, le diera un crudo famoso; lo que importa es que lo sepa. Y no puede saberlo más que si está en comunión con esta tierra, y, necesariamente, en comunión con la viña, por el hecho mismo de que éste es el producto de la tierra.
Pues extraer el vino de la viña no puede ser hecho sin el hombre. Es preciso el hombre. Es preciso, previamente y durante todo el tiempo de la vinificación, que haya comunión.
12. La viña, planta mágica
El padre Noé plantó cepas de viña, no semillas de uva. ¿Casualidad o saber?
Saber, muy probablemente, pues no en vano este sabio parecía conocer muy bien la viña, uno de los vegetales más extraños. En su vida personal la viña no parece obedecer a las leyes genéticas tal como las han supuesto nuestros científicos.
Una semilla de uva no reproduce la especie de la simiente de la que ha salido, sino que da un carácter diferente. De esta semilla, se podría obtener, por ejemplo, una mitad de plantas que presenten un cierto carácter, un cuarto de otro tipo y, finalmente, el resto con cualquier otro carácter. Ninguna de las variedades resultantes tiene a menudo relación con la semilla original.
Quizás incluso se podría ver más lejos y decir que la uva no es solamente el fruto de una viña determinada, sino que su maduración lo hace escapar de las leyes clásicas de la genética que rigen a los vegetales.
Por ello que no se siembran semillas para obtener viñas. La ampliación de los cultivos se obtiene por la plantación de cepas surgidas de viveros, cepas obtenidas a través de esquejes de una misma especie.
Ciertamente, Noé había debido llevar con él plantas de vitis vinifera, de viña de vino, ya que lo que hizo fue, precisamente, vino.
Esta viña, que sin duda hubo plantado en un suelo arcilloso, se puede decir que vivió y resistió, visto que recibió la parte de tierra, de alimento, de aire y de sol que le era estrictamente necesario. Pero la viña plantea, en su empuje, en su extensión, y en su “fin vital”, de alguna manera, un extraordinario problema: está dotada de una posibilidad fantástica de crecimiento que puede alcanzar hasta varios metros por año.
Por todo esto, se puede pensar pues –y de hecho se ha pensado– que la viña sería un vegetal aun no estabilizado y que se encuentra todavía en plena evolución. Sin embargo, parece que la aparición de la viña haya sido muy lejana y se remonta a la irrupción del hombre sobre la tierra. Y como se puede augurar que su dinamismo es aún susceptible de numerosas transformaciones, gracias al poder sorprendente de la sabia, surge la pregunta de hasta dónde habrá conducido a la viña dentro de un millón de años en su evolución, por ejemplo.
La cuestión se plantea tanto más en cuanto que todo esto está superado por un misterio cuya solución escapa totalmente: la existencia de una relación sorprendente entre la viña y el hombre. Se la constata en primer lugar, en su hoja, uno de los muy raros vegetales dotados de una simetría de orden cinco, lo que representa a la vez, la mano humana y el pentagrama en el cual se inscribe normalmente al hombre. Es preciso añadir que este ritmo cinco es tan raro que constituye casi una anomalía en sí misma.
Además, la hoja presenta una superficie considerable si se considera el endeble tallo que la lleva, tan delgado que le es necesario siempre un soporte.
Y esto no es todo: las dos caras de la hoja –muy diferentes– tienen atribuciones diversas y muy organizadas; la superficie externa está destinada a captar energía solar y su actividad clorofílica es intensa; no vive más que del gas carbónico y de la irradiación solar; y esta irradiación le permite transformar el gas carbónico en azúcar.
La aportación de sabia, que es sin embargo muy fuerte en la viña, no sirve más que de catalizador. La riqueza en azúcar producida por esta hoja se vuelve a encontrar luego en la uva, en cantidades excepcionales en relación a otros frutos. Se puede, de alguna manera, considerar a la hoja como la fábrica de azúcar de la que se provée la sabia.
La otra superficie de la hoja, gracias a su dimensión, constituye una verdadera pantalla de protección de la uva en relación al sol, tal como veremos más adelante.
Esto es lo que ocurre: todo lo que ocurre en la evolución estacional de la viña no tiene más que un solo fin: la preparación de la uva; estaríamos tentados de decir “del vino”, si no pareciera un poco forzado. En efecto, cuando han salido cierto número de hojas y la viña debe juzgar que son suficientes, entonces aparece la floración, sobre la que se debe volver en número cinco tal como ya hemos constatado sobre la hoja, lo que la sitúa entre las plantas más evolucionadas del reino vegetal.
El fenómeno de la floración está ligado directamente a un ritmo cósmico emparentado con el solsticio de verano. En la mayor parte de las variedades de viña, según las mediciones científicas, hay un período óptimo de floración, que permite clasificar a las cepas en diferentes épocas, según que sean más o menos precoces o tardías. Lo único que interesa es que la floración se produce en un momento que permite a la viña alcanzar su plena expansión durante el verano,
Madurar demasiado o madurar muy tarde es igualmente nefasto para la uva. Y gracias a la adaptación de la cepa en un terruño y en un clima –lo que da grandes vinos–, la floración de la viña alcanza su punto culminante hasta el solsticio de verano. Es lícito pensar que esto no se produce por azar.
Veamos otro fenómeno particular de la viña y del vino, que ha sido hasta el presente imposible explicar y que es no menos extraño: cuando se produce la floración, se constata al mismo tiempo en las cubas un recrudecimiento de la fermentación, especialmente en las pequeñas bacterias. Este fenómeno se produce también en las cavas isotérmicas, es decir cuya temperatura no varía, tanto como en las bodegas a pie llano donde sí tiene tendencia a variar. Además si las botellas han sido transportadas lejos, más allá de los mares o del océano, el vino sabe cuando su viña está en flor y fermentará en esta fecha, no en otra.
Ninguna explicación “científica” válida ha podido aportarse; pero existe aquí una relación cierta y muy extraña entre el vino y su viña, relación que nadie osaría calificar de afectiva… Pero, sin embargo, todo ocurre como si el cordón umbilical no se hubiera cortado y no estuviera nunca completamente roto.
Si consideramos el papel de la viña preparando la uva bajo el aspecto de los cuatro elementos alquímicos, percibimos que cada uno de estos cuatro elementos, a través de los elementos diferentes, tiene correspondencias secretas. Así, el papel del elemento fuego, es evidentemente la luz solar; el del elemento aire, a la vez como factor de respiración y como comisario de gas carbónico, no es menos evidente; queda pues la parte del elemento agua, y la del elemento tierra.
Tomemos primero el agua: la viña consume mucha, pero no hace una reserva importante; esta agua es, al mismo tiempo, el vehículo de la sabia, es decir de la sabia bruta bombeada desde el suelo y luego de la sabia elaborada que vuelve al fruto; es en parte evaporada por el metabolismo de la hoja, y lo que queda es puesto reservado en la uva, a fin de constituir el elemento líquido de los frutos.
Por otra parte, en el elemento tierra la viña encuentra su alimento. Y no sería preciso creer que la raíz se alimentara pasivamente del abono que se le da. Ejerce ella misma una selección en el suelo donde se encuentra y elige lo que le es necesario para su alimento mineral. Al igual que una buena ama de casa, elige en el mercado, si se puede decirse así; y hace falta añadir: lo hace con discernimiento. Fechner tiene mucha razón cuando escribe: “¿Por qué deberíamos creer que una planta es menos consciente de su hambre y de su sed que un animal? Aquel va a la búsqueda de su alimento con todo su cuerpo, la planta con una parte solo, guiada no por nariz, ojos o orejas que no tiene, sino por otros sentidos”1.
En lo que respecta a los caracteres relativos de la viña, se constata –y con qué sorpresa– una cantidad no específica de aromas, de bouquet de las cepas; y este fenómeno se encuentra también en otros niveles. Tales como las materias colorantes. Así, los vegetales simples, como la rosa, la peonia, el azucena y cierto número de flores muy vivas en color, tienen colorantes simples que ahora están identificados y que predominan casi exclusivamente en estas flores.
La viña, por el contrario, presenta una multitud de colorantes vegetales que son los mismos que los de otras flores, pero las posee en grupo, si se puede decir así, y según una forma de distribución de cada cepa.
En el Libro de los Secretos de Enoch, se dice que todo, en el universo, desde las hierbas de los campos hasta las estrellas del cielo, contienen su espíritu o su ángel individual. Se reconoce que las plantas son sensibles, es cierto que la sensibilidad de la viña es superior a la de otras plantas; es, al mismo tiempo, tan intensa que impregnará más tarde el vino con las impresiones que le ha dejado la estación.
Esta vida sensible de la viña no ha dejado de sorprender a Ernst Jünger:
“En China, la cosecha de sandías debía tener lugar en el silencio más profundo de la noche, pues los frutos más delicados estallaban cuando un sonido, por ligero que fuera, les afectase.
“Estas delicadezas del arte de la jardinería y los placeres que procura se han convertido en irrealizables. Un avión a reacción a vuelo rasante destrozaría la cosecha de toda una provincia. Todos estamos amenazados en la cultura de la viña, por experiencias similares. Al igual que en tiempos felices, todo se convierte en música y melodía, todo puede cambiarse en placer: los tiernos cuidados que los campesinos dispensan a su viña, tanto como la euforia voluptuosa que encuentra el conocedor en el crudo”2.
Tocar el violín o no importa que instrumento de cuerda cerca de un viñedo debería acelerar el crecimiento de la viña, igual que la producción de flores, es decir de uva. A condición, naturalmente, que se toquen arias tiernas y dulces, como las de Mozart o Schubert, pero tocar música moderna a ritmo sincopado o una música cacofónica tal como la música rock, por ejemplo, convierte a la planta en neurasténica y la debilita; se han hecho experiencias en ambas direcciones.
Pero me gustaría saber si dar una serenata a la viña cambiaría el gusto de su vino. Aunque los gorriones que, desde la aurora están en las viñas, ya les hagan un maravilloso concierto.
¿Y si la viña tiene una vida sexual muy desarrollada –mucho más que otras plantas– por qué no tendría igualmente una vida sentimental?
Naturalmente, una planta no puede correr, galopar, volar o nadar como un animal, sino moviendo las ramas tan delgadas, sus largas hojas y sus zarcillos, con los que se agarra, y que dibujan círculos perfectos cuando busca su soporte, la viña se emparenta mucho con un animal que intenta capturar una presa con sus garras, a menos que no parezca extenderse voluptuosamente al sol.
Y como no importa qué ser vivo, hombre o animal, la viña tiene necesidad de ternura, de afecto incluso, que le es necesaria tanto como el sol. Cuidar su viña con sentimientos de amistad, de simpatía, no puede dar más que excelentes resultados, incontestablemente mejores que los que obtendrá aquel que considere su trabajo en la viña como una tarea ingrata y fastidiosa. Pues la cosa viviente más obstinada del mundo y más difícil de manipular, es una planta fijada en sus hábitos”.
Es preciso pues admitir que, aunque no importa que otra cultivo el de la viña exige que no todo se refiera a la rentabilidad, sino, sobre todo, al arte. Se trata de una energía universal proyectada por el pensamiento, en tanto que esté en armonía con el universo. Y esto es lo que interviene en la viña, verdadero nexo de unión entre el hombre y el cosmos.
No puedo dejar de traer a colación esta reflexión de Marcel Jouhandeau, hablando de su suegro, que era cartero y que, una vez terminado su trabajo, cultivaba su pequeño bancal de viña: “El trabajo en la viña era su oración”.
Hemos visto que una de las caras de la hoja ejerce el papel de pantalla protectora de la uva en relación al sol.
Esta protección –no solamente contra el sol, sino igualmente contra el frío– empieza antes incluso del nacimiento del racimo. La viña, en efecto, prepara, desde antes de la floración, la defensa del brote que se convertirá en flor frente a todos los peligros de la atmósfera: sol, frío, e incluso humedad.
La pelusa de un brote de viña es un verdadero envoltorio calorífico que está preparado desde seis meses antes, desde el momento de la formación de los “brotes durmientes”. Y los primeros síntomas de floración no llegarán hasta que, si se nos permite decirlo así, se hayan tomado precauciones contra el frío y contra el sol.
Las hojas salen las primeras, con un ritmo alterno, de tal manera que la “defensa” se extienda por todas partes, y sólo tras la disposición de cierto número de hojas, tal como hemos visto, aparece la floración.
En efecto, parece que, sin esta protección, la uva sería destruida por rayos demasiado brutales del sol; el proceso es análogo a algunos principios alquímicos. Es extraño –pero completamente cartesiano– que encontremos aquí una manifestación muy cristiana del nacimiento de Cristo que se hace en la sombra, tal como debería hacerse todo nacimiento.
El exceso de sol es particularmente nefasto para los recién nacidos que carecen de defensas contra los muy nocivos rayos solares; también sobre ellos deben extenderse las sombras, tal como la viña lo hace mediante sus propias hojas sobre el racimo.
Ante todo, la viña prepara la uva de la misma forma que una madre humana prepara la llegada de su hijo. Cuando pienso en este fenómeno tengo tendencia en evocar la escultura que se encuentra en la galería elevada entre la nave y el presbiterio de la catedral de Chartres, demolida en el siglo XVIII y actualmente, según creo, en el Museo del Louvre, donde se ve a la Virgen tendida sobre la cuna de Cristo aún niño y al que acaricia con una mano, en un gesto que encierra toda la ternura del mundo.
13. Sol y luz
Noé debió saludar con alegría el retorno del sol tras las tinieblas del diluvio, pues, sin él, era inútil plantar las cepas que había transportado en el arca: la viña es hija del sol, elemento absolutamente indispensable tanto para la expansión de la planta como para la maduración de la uva.
La irradiación del astro parte del epicentro y llega hasta el cenit, extendiéndose sobre la casi totalidad del hemisferio que irradia. Sin embargo, si el sol irradiante expone así su orgullo de creador y fertilizador, exalta, con ello, la victoria del espíritu sobre los genios del suelo, así mismo el rey de los veranos comporta también una periferia oscura, una zona de sombra.
A pesar de que su curso a través de la bóveda celeste sea evocado por un carro tirado por caballos fogosos o por la barca de Anubis navegando del Este al Oeste, no es menos cierto que, carro o barca, se encamina cada tarde hacia Occidente, hasta la entrada del dominio del Hades donde residen los muertos, límite que se llamaba en Grecia la Puerta del Sol.
Se puede decir que la virtud iniciática del sol nace de su travesía cotidiana de las regiones infernales, travesía que realiza sin morir, pues resplandece de nuevo cada mañana, mientras que la luna muere, tal como pensaban los Antiguos, durante los tres días de su ausencia del cielo.
El sol, siempre inmortal, permanece fuera de toda comparación humana y no tiene equivalencia más que con los dioses.
Y la función de la viña –hacer, crear y llevar a la madurez a la uva– es justamente un trabajo entre la viña y la tierra, e igualmente entre la viña y el sol. El hombre no se mezcla más que muy accidentalmente y en especial para la obtención de una uva determinada; lo que equivale a elegir las cepas; y, para ello, a elegir la tierra, o más exactamente el mejor clima, que permitirá a la viña expandirse y dar lo mejor de sí misma, es decir la mejor uva.
Hemos visto que la hoja de la viña desarrolla una actividad excepcional en la producción de clorofila. Extendida en toda su amplitud, y en una de las superficies presentadas al astro irradiante, tal como una mujer extendida voluptuosamente al sol, la hoja es, en toda la amplitud del término, una superficie de captación de esta energía solar. Así, no vive más que de esta irradiación y del gas carbónico; y el trabajo clorofílico no se realiza más que para el racimo.
Es naturalmente el sol quien determina el inicio de la vegetación; y, luego, será esta misma energía solar la que ayudará a la viña a transformar el gas carbónico en el azúcar del que se alimentará su hijo: la uva.
Este azúcar no es producido por la hoja de viña más que con un solo fin: alimentar la uva. Y no son precisamente pocas cantidades azúcar las que se producen; son las más elevadas del mundo vegetal: la viña llega a acumular hasta doscientos gramos de azúcar por litro; es enorme en sí y sensacional si se cuenta esta producción con la de otros frutos.
El azúcar es dado por el sol y solamente por él. El resto del fruto está constituido por sales minerales, es decir vegetales que son, por su parte, facilitados por la tierra.
Es el hombre quien deberá elegir la posición de la viña en relación al sol, es decir, la mejor exposición para recibir la máxima irradiación solar, el calor y la luz que le son necesarios para producir este famoso azúcar. Son generalmente elegidos los ribazos.
Y ello porque el hombre debe defender a su viña, y deben plantearse en las tierras que presentan mejores oportunidades para esta defensa. Primeramente con el agua. La viña no es en absoluto una planta acuática. Es evidente que Noe, plantando su viña en el barro –pues tras el diluvio, nadie duda que el suelo permaneció durante mucho tiempo húmedo–, Noé no debió obtener un vino muy generoso, sino una aguachirle cuya embriaguez debió ser muy difícil de alcanzar…
Es evidentemente posible que el exceso de agua pueda entrañar una superproducción de uva, pero esto iría en detrimento de su sabor, y la calidad del vino se resentiría de forma poco agradable.
Los ribazos son pues indicados ya que el agua se deslizará y no será retenida. Es inútil añadir que su exposición es muy particularmente estudiada a fin de que la viña sea preservada por el viento del norte, heladas y aproveche lo más posible el sol y la luz. Es pues la orientación Sur–Este la elegida frecuentemente como la más racional.
Actualmente, esteriliza el vino mediante procedimientos químicos y artificiales que corren el riesgo de matar al vino; hay que entender por ello matar los principios vitales que posee y que son necesarios para el hombre. Pero ¿por qué ir tan lejos? Para esterilizar una botella de vino, existe una fórmula muy simple: ponerla bajo la luz del sol. Así, el vino será esterilizado sin ser desvitalizado; y será neutro desde el punto de vista microbiano. Ocurre que, por descuido, en la época de las vendimias, un vendimiador o un químico dejan un frasco de levaduras al sol: quedan completamente destruidas, o lo son en un noventa y nueve por ciento para ser exactos.
Es inútil hablar de las bacterias: todo lo que es microbio huye del sol. Y los microbios forman parte de las esferas subterráneas.
Todo el reino vegetal responde a los movimientos de la tierra, así como a las influencias del sol y de todos los planetas que gravitan en torno a el; pero la luna tiene una influencia especial y considerable sobre la viña, como sobre la mujer, por otra parte.
14. La luna
“¿Dónde vas cuando abandonas los cielos, cuando la oscuridad desciende sobre tu rostro? ¿tienes una morada como Ossian? ¿vives en la sombra y en la tristeza?”
Esta invocación a la luna, en el poema de Ossian, define el pensamiento de los Antiguos y sus inquietudes.
Las fases de la luna, su creciente con su apogeo, su disminución y su desaparición y finalmente su reaparición tras cuatro días, han intrigado mucho a los pueblos de la Antigüedad, pero les ha demostrado que la muerte no es nunca definitiva: hay siempre un renacimiento. Y la mayor parte de sus religiones estaban basadas en la vida post mortem, la vida del más allá. Sin embargo, se señala que la luna no es nunca adorada por sí misma, sino en tanto que es manifestación de lo sagrado.
Los vascos la llamaban Ilarghi, la “luz de los muertos”; y Estrabón escribía que en las noches de luna llena, cantaban y danzaban en honor de un dios desconocido.
El calendario lunar ha nacido mucho tiempo antes que el estudio astronómico del ciclo solar. Los semitas, así como numerosas civilizaciones hoy desaparecidas, tanto en el Este como en el Oeste, contaban el tiempo por las noches y por lunas.
La luna jugó en la Antigüedad, y sobre todo en la protohistoria, un papel capital, sin duda a causa de las influencias –reales– que ejerce sobre toda la naturaleza: influencia sobre las mareas que le ha valido entre los celtas el sobrenombre de “Señor de las aguas”, influencia sobre la periodicidad de las mujeres y, también, influjo sobre la vegetación.
El signo universal de la luna representada –astrológica y poéticamente– es el creciente, y en mitología, las divinidades nocturnas fueron representadas con cornamenta que evocaba ese creciente.
La reverberación de la luz de la luna sobre la tierra es muy peligrosa. Al igual que el sol, puede abrasar, demoler y matar. Sus rayos causan un desequilibrio que puede provocar una especie de locura: se puede tener un “golpe de luna” como se tiene un “golpe de sol”, una insolación, y si los efectos son diferentes, pues la luna actúa como un excitante, no son menos temibles. Y añadiré incluso que los de la luna me parecen más peligrosos.
El doctor J. Valnet explica que, durante la guerra, tras una batalla mortífera, a causa de la falta de espacio, se había instalado ante la tienda hospital, al aire libre, a los soldados con heridas menos graves. A la mañana siguiente, algunos habían muerto y no eran, precisamente, los heridos más graves. Tras la investigación, se percibió que habían muerto aquellos que, precisamente, no se habían cubierto el rostro y la cabeza. Se suele desconfiar del sol, pero no se toma ninguna precaución con la luna llena. Por el contrario los pueblos que tienen la costumbre de dormir bajo las estrellas le prestan mucha atención1.
Virgio escribe que “la luna ordena los diferentes días favorables para los diversos trabajos Evita el quinto: el pálido Orco y las Euménides nacieron este día... El décimo séptimo es favorable para la plantación de la viña… Además, muchos trabajos se hacen mejor en la frescura de la noche, o cuando la estrella de la mañana, al levantarse el sol, impregna las tierras de rocío”2.
Por otra parte, es fácil observar la influencia de la luna sobre la viña, tanto sobre la vitis vinifera o sobre la simple ampelopsis; se constatará un aumento brutal de veinte centímetros y más, cuando la luna es ascendente y es curioso ver como los jóvenes brotes aumentan en esa época. Y, naturalmente, cuando la luna llega a su fase descendente, el crecimiento disminuye.
Pero, en el caso de la viña, la expansión de la planta es a menudo perjudicial para el fruto. No olvidemos que la viña es hija del sol, y su hijo, la uva, está en relación directa con el astro del día. Por tanto, no es extraño que con la luna ocurra lo contrario.
La astrología puede ser empleada con éxito en la viticultura aplicando los ciclos lunares, a condición de disociar los ciclos que se llama mensuales –el primero y segundo cuartos, es decir los cuartos crecientes– de los otros ciclos, que son los tránsitos de la luna a través de las constelaciones.
Creo recordar que se produjeron pequeñas discusiones para saber si se debía tomar el paso de la luna ante las constelaciones o ante el zodíaco, es decir si se debía basarse sobre la astronomía o sobre la astrología. “Por mi parte –me decía un amigo viticultor– me he servido durante mucho tiempo, y continúo haciéndolo del paso de la luna ante el zodíaco, y no ante las constelaciones. Dicho de otra manera, adopto el método astronómico, pues son los únicos datos científicos que son reconocidos como válidos. Pero añadiría que poco importa, en definitiva, la forma de calcular, ni la forma de proceder, si aquel que lo utiliza no cree. La práctica debe entrar en juego; es indispensable. Para mí, creo en la validez de este método; este es el punto más importante”.
Se sabe que existe una correspondencia entre los signos de las constelaciones y los cuatro elementos: el agua, la tierra, el aire y el fuego. Así, bastará conocer la correlación que se establecerá obligatoriamente entre uno de estos cuatro elementos y el efecto deseado.
Esto permite reforzar o neutralizar ligeramente las influencias de la luna, utilizando su tránsito en el zodíaco para obtener un resultado complementario. Para los frutos, por ejemplo, se buscará el calor, esto es un signo de fuego; un signo de agua para el tallo; de aire para la flor; y, finalmente, para la raíz, un signo de tierra.
Dado que es el fruto lo que se toma en consideración en la viña, se deberá pues vendimiar durante el tránsito de la luna por un signo de fuego. Mientras que, si se realiza en luna creciente y en signo de tierra, la vendimia no daría ciertamente los beneficios esperados.
Este principio es, por lo demás, bien conocido. Se comprende fácilmente si se admite –y es preciso admitirlo– esta sucesión de fuerzas que se imponen y que descienden según las fases de la luna. Es pues necesario tenerlo en cuenta para extraer beneficios de esta dinámica.
Pero volvamos a la viña. Desde el momento en que ha sido podada, un ciclo vegetativo comienza; y la poda misma puede considerarse como su punto de partida. Desde todos los puntos de vista, para la viña como para todas las plantas, este momento es crucial, y es por ello que interesa escoger la época; pues se trata, de alguna manera, de una fecha de nacimiento; de este signo zodiacal dependerá el destino de la viña y de su hija, la uva.
Esta teoría es fácil de aplicar sobre una pequeña superficie; para un gran viñedo, es importante suprimir todos los períodos desfavorables, para no tener en cuenta más que los buenos. Se podrá asociar, por ejemplo, el elemento raíz al elemento tallo o fruto, pero se dejará de lado el elemento aire, que es un signo específicamente favorable para la flor.
Para los rosales, la flor es lo que importa; pues, será el elemento aire el que deberá tomarse en consideración. Todo lo que es flor es aéreo, es la evidencia misma.
Todo esto es muy fácil y no es más que una simple cuestión de buen sentido: se corta en luna creciente para aumentar una vegetación, y en luna menguante para disminuirla. A condición, naturalmente, que se esté en un signo favorable y que no llueva en un momento inoportuno. Como siempre, la teoría es muy simple…
Evidentemente, hay movimientos o períodos clave si se prefiere, o más bien períodos vegetativos clave, que se observan en la viña. Y es preciso saber que el vino, estando siempre en correspondencia secreta con su viña, sigue exactamente las mismas influencias.
Así, en algunos casos, la manipulación del vino debería ser efectuada en el momento de tránsito de los ciclos del zodíaco, teniendo en cuenta a la luna, para obtener el máximo de beneficios.
Es hasta tal punto evidente que, al igual que existe una relación muy estrecha entre la vegetación de la viña –corregidos, por otra parte, por los efectos del sol–existe igualmente una influencia muy neta de la luna sobre la fermentación del jugo de uva; y se obtienen resultados muy diferentes según las buenas y malas lunas.
Así, los años en los que se pone el mosto en la cuba durante la luna vieja, se ha notado que fermentaban lentamente; y solamente comienzan, finalmente, a activarse cuando la luna cambia.
Esta influencia sobre la fermentación es normal, porque, por su misma constitución, todo lo que es fermento es de esencia lunar. El fermento es un ser vivo que no puede vivir más que en la oscuridad y en un medio cerrado. Es lunar, y totalmente sujeto a los ciclos de la luna.
En lo que respecta a los vinos biodinámicos, se puede apreciar su sensibilidad extrema a los efectos lunares. Los vinos degustados en torno a la luna llena se saborean mal y no tienen ningún bouquet, no permanecen en el paladar; son muy etéreos a casa de la acción de los rayos lunares fríos. Mientras que estos mismos vinos, degustados fuera de la influencia de la luna, al principio de la luna nueva o al final de la luna vieja, es decir cuando el creciente es muy débil, estos vinos se encuentran en toda su plenitud y podrían ser apreciados en su verdadero valor.
Pero no hay más que dos luminarias que ejercen un gran influjo sobre la viña y, en consecuencia, sobre el vino. Todos los planetas del zodíaco concurren a su expansión; es el cosmos entero el que se une para la gestación del divino brebaje. Venus, dios del vino y de la reproducción, juega, entre otros y más que otros, un papel muy importante en el crecimiento de la viña y en la calidad de la planta.
© Por el texto original en francés: Louis Charpentier
© Ernest Milà – infoKrisis – infoKrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen
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