Sabemos que nos encontramos en un período electoral porque la
clase política aparece con más frecuencia en los medios, multiplicando promesas
de imposible cumplimiento. A nadie parece importarle ya que sean falsas o que
suenen huecas: lo importante es arañar ese voto que dará mayoría absoluta y
garantizará que tal o cual sigla detente durante cuatro años la llave de la
caja. A pesar de lo absurdo del sistema electoral y de que las promesas
incumplidas salgan gratis, una vez más, el espectáculo, entre circenses y
dramático, vuelve a repetirse y eso nos da la oportunidad de dar cuenta de un
fenómeno creciente que apareció ya en los primeros años del “felipismo”: la
desafección. Todos somos en cierta medida, “desafectos”, pero, también aquí hay
clases y niveles: tres, en realidad.
LA PRIMERA DESAFECCIÓN: LA DEL SER HUMANO QUE MIRA Y VE
En junio de 1977, cuando tuvieron lugar las primeras elecciones
democráticas, se podía tener fe en que el sistema electoral podría redundar en
una mayor representatividad y en que el gobierno que saldría de las urnas implementaría
políticas verdaderamente “populares” y deseadas por las masas. Es cierto que,
ya entonces, otros que nos habíamos preocupado de conocer cuál era la
situación de las “democracias” europeas, sabíamos que el sistema electoral
cuantitativo e inorgánico no era la mejor solución, sino que habitualmente
conducía a la demagogia, la corrupción, las luchas fraccionales, la
inestabilidad y las soluciones erróneas, pero incluso, por un momento,
creíamos que podría “funcionar” o, al menos, conseguir más participación
popular en las tareas públicas.
Pero hoy, ya han pasado 46 años, hemos acudido a las urnas una
media de 4 veces cada cuatro años, entre elecciones generales, municipales,
autonómicas, europeas y referendos, esto es: nos han convocado a las urnas en
torno a cincuenta ocasiones. A pesar de ese medio centenar de elecciones, basta
mirar a nuestro entorno para certificar que estamos mucho peor que hace 46
años, en todos los ámbitos. Lo que puede haber progresado técnicamente
nuestra sociedad no tiene nada que ver con los procesos electorales. La
inflación, las dificultades de acceso a la vivienda, la delincuencia, la
inmigración masiva, la atomización de nuestra sociedad, la inseguridad, la
inestabilidad en el empleo, el paro, la deuda pública, la dependencia exterior
de nuestro país, la imposibilidad para formar un familia y tener hijos, la
degradación de los servicios públicos, todo, absolutamente todo, en todos los
ámbitos, sin excepción, todo ha sufrido un deterioro que, incluso, permite
pensar que llegados a este punto, nuestra sociedad es inviable a corto plazo.
No importa quién gobierne, no importa cómo gobierne. La sensación
que se adquiere, a poco que se compara 1977 con 2023 es que, todas las opciones
políticas han fracasado, no ha habido ninguna sigla que haya conseguido
remontar la herencia recibida de la anterior, todos los gobiernos, sin excepción,
como máximo han aumentado o reducido la velocidad de caída, pero ninguno la ha
revertido, nadie ha conseguido, ni siquiera detener por unos años, la marcha
inexorable hacia la desintegración de nuestras sociedades.
Esto es lo que nos parece más importante a la hora de una nueva
convocatoria electoral: podemos votar o no votar, podemos dar una oportunidad a
esta o a aquella sigla nueva, pero lo que, de ninguna forma podemos creer es
que lo que no se ha hecho en 46 años, vendrá ahora una sigla milagrosa que
redimirá a nuestra sociedad. Nadie, desde hace muchos años, puede dar su voto a
sigla alguna sin algún tipo de reserva mental. Como, por lo mismo, nadie
puede poner la mano en el fuego por ningún partido.
Aceptar esto es tan fácil como aceptar que existe la ley de la
gravedad o que cuando uno asoma más de medio cuerpo fuera del balcón, cae. Por
lo mismo, seguir creyendo que una sigla o un líder carismático solucionará una
situación que ya está demasiado podrida, excesivamente hundida, o que surgirá
un programa electoral milagroso y redentor, supone hacer ejercicio de una
ingenuidad rayana en la estupidez.
Así pues, el ser humano consciente, que tiene capacidad para mirar
en torno suyo y ver, que aún tiene sensibilidad por los problemas que afectan a
su sociedad y los siente, aquel al que no le han podado completamente la
inteligencia y es capaz de advertir que desde hace 46 años nos deslizamos por
un camino erróneo y aquel, en definitiva, que lleva pantalones largos y ya no
cree ni en los Reyes Magos, ni en Papá Noël, y ha dejado atrás los modales de Caperucita,
ni en la posibilidad de que Cenicienta se convierta en princesa, aquel, que ya
no cree en los cuentos difundidos por los distintos partidos políticos, se
encuentra en la primera desafección.
Sentir “afecto”, querencia, atracción, fe, esperanza, en algo lo
contrario de sentir “desafección”: distancia, desapego, incredulidad. Hoy,
la “desafección” es la primera y única actitud razonable y madura ante una nueva
convocatoria electoral. Si alguien no siente “desafección” hacia los partidos
políticos, si alguien no desprecia a la actual clase política, se atrinchere
tras la sigla que sea, es que todavía no ha madurado políticamente lo
suficiente.
Ante unas nuevas elecciones, ante nuevas o viejas siglas, no hay
otra actitud razonable más que el escepticismo y la distancia. La desafección,
en una palabra.
Esta desafección era, en 1977, instintiva. Pero hoy es un producto
de la experiencia. Cuarenta y seis años, medio centenar de elecciones, la
avalan. Los únicos que no han sufrido las crisis, los únicos que no han
conocido la precariedad, los únicos que han conocido estabilidad en el empleo,
los únicos que se han asegurado un futuro esplendoroso para sí mismos y para
sus hijos en varias generaciones e, incluso, la posibilidad de tener hijos, son
los que han pasado por la Moncloa y quienes se han puesto bajo su sombra.
No hace falta elaborar una teoría sobre esto: es un axioma, esto
es una proposición que se acepta como evidente y que no precisa ninguna
demostración, precisamente, por su claridad, pero, a partir de la cual, como
una semilla, pueden inferirse otras deducciones.
Rechazar, desconfiar, recelar de los partidos políticos marca un
primer nivel de desafección. Esto, por supuesto, les resultará incomprensible a
los que viven de pertenecer a tal o cual sigla o a los fanáticos de esta o
aquella opción. Son pocos, de hecho. Ya no hay “afectos” a los partidos políticos
como hubo en 1977, en donde había militantes que realizaban gratuitamente
campaña para su sigla. Hoy, el apoyo a un partido se compra. Los figurantes
que aparecen en los mítines electorales, detrás del orador, son facilitados por
agencias: entre 80 y 120 euros hora. Sino ¿por qué creéis que vitorearían al
líder o aginarían las banderas? Forman parte del espectáculo.
Y ante este espectáculo caben sólo dos actitudes: la del escepticismo
o la de la fascinación. En la lengua española “fascinación”
tiene dos acepciones: “Engaño o alucinación” o “atracción
irresistible”. Cada vez son más los primeros y menos los segundos. Pero
el área del escepticismo hay distintos matices: unos, simplemente, dudan de la
verdad o de la eficacia de algo (en este casi de los programas y de las
promesas de los partidos), mientras que otros sostenemos que ningún partido puede
defender el “bien público”, porque para hacerlo debería de presentar un cuadro
realista de la situación y esto podría costarle votos, impidiendo lanzar
promesas electorales incumplibles y exigiendo sacrificios. Una sigla así nunca
llegaría al poder.
La primera desafección es, pues, el resultado del escepticismo
generado por 46 años de iniquidades cometidas a diario por todas las siglas
políticas. La desafección a los partidos es el primer signo de realismo,
imprescindible, a partir del cual, si tenemos el valor suficiente, podemos, dar
pasos adelante para entender lo que está pasando en nuestras sociedades y en
nuestro momento histórica. Y, a la inversa, si no se reconoce este primer nivel
desafección, nada podrá entenderse, interpretarse, ni, por supuesto, solucionarse.
LA SEGUNDA DESAFECCIÓN: LA DEL SER HUMANO QUE, VIENDO, ANALIZA
Sabemos que no hay solución dentro de la sopa de siglas. La
experiencia histórica así lo enseña. La pegunta siguiente que cabría formular
es: ¿cómo hemos llegado hasta aquí? Y la respuesta la ofrece también el
análisis histórico: hemos llegado hasta aquí porque el arsenal legislativo
aprobado desde la constitución de 1978 permite, justifica y avala el poder de
los partidos políticos, garantiza la seguridad de la clase política -el sistema jurídico “garantista” no se ha elaborado para
proteger al robagallinas o al tironero de la esquina, sino para ofrecer
seguridades a las clases políticas de que solamente, si bajan la guardia y ofrecen
flancos demasiado visibles, serán perseguidos y castigados; hemos llegado hasta
aquí porque la constitución del 78 ha impuesto una dinámica de “alternancia”
entre centro-derecha y centro-izquierda, por mucho que, tanto
centro-derecha como centro-izquierda hayan demostrado su incapacidad para
resolver problemas reales. Hemos llegado hasta aquí porque esas eran las
reglas del juego, como durante la “restauración” entre 1874 y 1931, se aceptaba
un “alternancia” a pesar de que el elemento que la permitía y sobre el que se
asentaba era el caciquismo.
Todo el arsenal legislativo institucional, convertido en leyes ha ido
reforzando el aparato de los partidos políticos y su dominio sobre la totalidad
de las actividades sociales. Se ha comprado al
peso a sindicatos, al mundo asociativo, se han distribuidos subvenciones en
todos los niveles (un porcentaje de las cuales retornaba a quien firmaba la
concesión), se ha impuesto la presencia de los partidos políticos en todos los
órganos representativos y, esta presencia masiva, abusiva, excesiva, ha ido
arrinconando y expulsando a la sociedad civil, hasta el punto de que esta se
encuentra excluida de cualquier posibilidad de ser escuchada. Se ha destruido a
conciencia, desde la época felipista, el tejido asociativo. Incluso en entes
como RTVE los partidos políticos están sobrerrepresentados, pero el espectador,
como tal, está completamente ausente.
Esto ocurre en todos los niveles administrativos. Podría
creerse que los 46 años de democracia han traído una mayor representatividad,
en la medida en que han multiplicado “parlamentos” y organismos de
representación democrática (autonomías), pero, en realidad, lo único que han
hecho ha sido crear réplicas de la estructura estatal a escalas menores para
garantizar la existencia de las clases políticas regionales (que también tienen
derecho a lucrar sin trabajar). Y así se ha llegado a la paradoja de que, cuantos
más organismos representativos existan, menos representatividad real generan y
más burocracia, pesaba, faraónica y cara, se imponen.
Casi medio siglo asistiendo al crecimiento asindótico de la burocracia,
a la conversión de los afiliados a los partidos en funcionarios del Estado, al
descontrol absoluto en la distribución de subsidios y subvenciones con fines
clientelares, a que entre el 3 y el 15% de las subvenciones entregadas retornos
a la cuenta corriente del partido que las ha entregado, a que cualquier
concesión de obra pública, compra de material, ayuda con los más encomiables
fines, devengue una comisión, es algo que ni sorprende, ni siquiera se critica.
De tanto en tanto aparece algún personaje esperpéntico que comete el error de
dejar excesivas pruebas de sus trapacerías y obliga a la fiscalía del Estado a
actuar. Pero no es lo normal: todos sabemos que el sistema político actual se
mueve a base de comisiones, pero las leyes “garantistas”, impiden llegar hasta
el final. Hoy sabemos que los casos de corrupción no son una “excepción”
(como se decía en los años 80 y 90), sino la norma habitual entre la clase
política.
Esto nos conduce al segundo nivel de desafección. Si se acepta la primera -la desafección ante los partidos
políticos- se verá que no basta para explicar la deriva de las democracias
occidentales: no es que, si las siglas fueran diferentes, si por un repentino
shock inesperado aparecieran partidos capaces de enderezar la situación ésta
podría adoptar un nuevo rumbo. El problema no son solo los partidos políticos,
sino el sistema político que han generado y su arsenal legislativo.
Las derechas sostienen que hay que atenerse a la constitución y a
darle una interpretación conservadora. Las izquierdas se adhieren a esta misma
constitución otorgándole una interpretación progresista en la que cabe todo. El
resultado es que, España se está gobernando en el año 2023 por una norma
constitucional elaborada en el marasmo de la transición, cuando nada,
absolutamente nada era igual a cómo lo es hoy.
De 1978 a 2023 hemos pasado de la segunda revolución industrial a
la cuarta, de la era de los hidrocarburos a la de las redes mundiales de
comunicación, de la válvula de vacío a la informática quántica. Cuando a mediados
de los 90 se realizó la reforma del código penal, apenas se prestó importancia
a los “delitos informáticos”, en los juzgados han tardado décadas en
introducirse el magnetofón para registrar los juicios. Las instituciones, los
parlamentos y los parlamentitos, siempre van por detrás, a casi años luz, de la
evolución de la sociedad. La clase política está preocupaba porque cualquier reforma
que pueda introducirse -la tecnología blockchain, la IA, etc- puedan alterar su
hegemonía sobre la sociedad y, por tanto, prefiere eludir modificar en
profundidad marcos legislativos y seguir con “interpretaciones conservadoras o
progresistas” de una constitución que ya es de otro tiempo y que cada día queda
un poco más retrasada en relación a la marcha de la sociedad.
Esto no funciona. No funciona por los partidos políticos y por el
sistema político-legal que han generado. Así pues, la desafección a los
partidos políticos, no puede detenerse allí: debe extenderse a su “creación”, a
la constitución de 1978 y a todo el sistema generado a partir suyo.
El sistema político español ya ha agotado todas sus posibilidades: nacido de la ambigüedad de la transición, crecido por la
corrupción y sobre la destrucción de la sociedad civil, resulta imposible creer
que puede dar más de sí. Es cierto que, una constitución debe nacer de
consensos y estos son hoy inexistentes, pero lo dramático es que los consensos
que dieron lugar a la constitución de 1978, ya no existen y que las fuerzas que
los promovieron, todas, sin excepción, han desaparecido o se han reconfigurado.
Pero el sistema político sigue siendo el mismo.
Por tanto, es necesario rechazar y mostrar “desafecto”, no
solamente a los partidos políticos sino a su obra, la constitución de 1978, los
estatutos de autonomía, el tratado de adhesión a la UE y a la OTAN, etc, etc,
etc. Y este es el segundo nivel de desafección que no es más que racionalizar
las líneas de actuación de los partidos políticos.
En bueno lógica, si se acepta lo primer, hay que aceptar también
lo segundo. La diferencia estriba en que rechazar que el arsenal legislativo y
la propia norma de convivencia constitucional, esto es, “la obra predilecta de
los partidos políticos”, supone dar un salto al vacío al no existir consensos
suficientes como para aprobar una nueva constitución.
LA TERCERA DESAFECCIÓN: LA DEL SER HUMANO QUE, TRAS ANALIZAR,
CONCLUYE EN LA GRAN NEGACIÓN
Ahora bien, las reformas cuando se abordan, no pueden abordarse a
medias. No se trata solamente de limitar el poder de los partidos, eliminar
aforados y aumentar los recursos y la independencia de la fiscalía
anticorrupción, exigir e imponer moralidad a la clase política, adoptar normas
tan básicas como reducir al gasto público, porque 46 años de acumulación de
problemas han generado procesos en los que las raíces son demasiado profundas
como para que un simple cambio legislativo pudiera alterar la situación.
En un país como España, con una deuda pública de casi billón y
medio de euros, está claro que, quien se siente en La Moncloa solamente puede
aspirar a llevarse su cuota del 5%, garantizar que la clase dirigente de su
partido, se asegure el futuro y a beneficiarse de las mieles de los
presupuestos públicos mientras esté en el poder. Nada más. ¿Por qué? Porque se
ha llegado a una situación en la que el gobierno no gobierna. Gobiernan los
tenedores de la deuda pública. Ellos son los que imponen escenarios, los que
permiten o impiden reformas en tal o cual dirección, los que no están
dispuestos a que un gobierno adopte una medida que pueda impedir el cobre de
los intereses devengados. Cualquier salida de todo, por mínima que sea, de un
gobierno constitucional, salido de las urnas, que pudiera lesionar los
intereses de los propietarios de la deuda, implicaría un conflicto insuperable
para cualquier gobierno. Así pues, debemos ver a los dirigentes políticos,
no como responsables de la marcha política de un país, sino como “delegados” de
los grandes tenedores de la deuda pública. Eso es todo.
Y esto no lleva al tercer nivel de desafección: ya no se trata
solo de rechazar la tiranía inútil de las siglas políticas, no se trata siquiera
de sentirse ajeno y distante del marco constitucional y legal generado por esos
partidos y que tiende a perpetuar su dominio sobre la sociedad, se trata,
además, de rechazar el sistema económico que, ha terminado por prevalecer sobre
el sistema político y en el que el poder económico es el que, verdaderamente,
impone sus reglas al poder político.
Así pues, el tercer nivel de desafección deriva de la
certificación de que el poder político (partidos – aparato constitucional) ni son
autónomos, ni soberanos, ni sirven para garantizar otra más que el que los
tenedores de la deuda sigan cobrando sus intereses. Mientras los gobiernos
sean “obedientes” y sigan pagando intereses, a nadie, absolutamente a nadie le
importará el que la deuda crezca hasta hacerse -como ya es- impagable. Hoy, cualquier
disminución de la deuda es solamente un truco contable. Lo único cierto, lo
verdaderamente cierto y comprobable es que la presión fiscal, especialmente
sobre la clase media -pero no solamente, sino sobre toda la sociedad gracias a
los impuestos directos- es cada vez mayor e incrementada de manera cada vez más
irresponsable.
El ciudadano no es completamente consciente de que de cada euro
que pasa por su bolsillo, uno, como mínimo, irá a parar a las arcas del Estado:
la inflación, la pérdida de valor de los salarios, la disminución de la capacidad
adquisitiva y del ahorro e incluso la transmisión patrimonial de padres a hijos,
se añaden a este problema. Y, sin resolver la “cuestión económica”, no
existen posibilidades ni de ejercicio de la soberanía nacional, ni siquiera de
racionalización de la política.
Si pocos son hoy los que niegan el primer nivel de desafección, son
muchos más los que no ven nada más allá de la constitución y sostienen su mantenimiento,
no tanto por su valor en sí misma, como para evitar el salto al vacío. Pero son
muy pocos los que reconocen hoy que la soberanía política y la soberanía
económica van parejas y que, sin esta, aquella es una fantasía irrealizable, un
mito.
Los que nos situamos dentro del tercer nivel de desafección
negamos que las “leyes del mercado” y los principios de la economía liberal generados
en el siglo XVIII sean hoy viables. Cuando algún liberal alega que, no es que
hayan fracasado, sino que nunca se han puesto completamente en práctica, lo que
se les puede responder es que el mercado no es más que un reflejo de los
aspectos más salvajes y primitivos de la humanidad, en la que los grandes se
comen a los pequeños y en donde solamente puede haber “competencia” entre
iguales. Dado que la igualdad es pura ficción
y en economía mucho más, se entiende que las leyes del liberalismo desemboquen
en las grandes acumulaciones de capital y estas en la primacía de la economía
sobre la política y en la reducción de la “soberanía” al gobierno de las
multinacionales, los grandes consorcios, los grandes inversionistas y
especuladores, sobre la totalidad de la población. Cuanto más “liberalismo” se
afirme, paradójicamente, menos libertades se dispondrán.
Quienes mantenemos un tercer nivel de desafección, negamos que los
rumbos económicos “liberales”, hoy indiscutibles y aceptados unánimemente, sean
los que convienen para sacar a las poblaciones de su estado de sumisión a los
intereses de la economía, a la renuncia a sus libertades y a corregir la
tendencia a la acumulación de capital y al empobrecimiento de las masas.
Y este es el gran problema: que la “corrección política”, los “estudios
de género”, la “ideología woke”, el “pensamiento único” y las reflexiones sobre
la postmodernidad, todas, sin excepción, evitan por todos los medios la crítica
al sistema económico, mientras que los sentimos “desafectos” ante los partidos
política y ante el sistema legislativo-institucional que han creado, no podemos
sino terminar reconociendo que uno de los elementos que bloquean cualquier
posibilidad de reforma, es la estructura económico-liberal, ante la que ninguna
sigla manifiesta su más mínimo rechazo, sino que, como máximo, unos interpretan
de una manera “más liberal” y otros, simplemente, de forma “ultraliberal”,
cuando, en cualquier caso, la experiencia de las crisis cíclicas del
capitalismo y la inseguridad que genera, demuestra que el liberalismo económico
es, sin duda, la doctrina más perniciosa que puede haber alumbrado la
perversidad humana y que lleva, paradójicamente a lo que su propio nombre
afirma: “libertad”.
A MODO DE CONCLUSIÓN PROVISIONAL
Ante el inicio de un nuevo ciclo electoral y a la vista del repaso
que hemos dado a la realidad del sistema actual, el problema ya no es votar a
qué sigla, sino para qué votar, especialmente si
tenemos en cuenta que las casi cincuenta veces que nos han convocado a las
urnas desde el inicio del actual ciclo constitucional, liberalmente no han
servido para nada más que para agravar la degradación de la sociedad española y
de sus condiciones de vida.
No solamente, hoy el más mínimo sentido del realismo, ya no supone
votar a favor de tal o cual sigla, pensando que va a acometer reformas necesarias,
sino, en el mejor de los casos, votar en contra de tal o cual candidatura. Enterrar
al pedrosanchismo hoy, parece una tarea urgente y prioritaria, así que
cualquier voto, salvo a la sigla maldita en la que se apoya para seguir siendo jefe
de gobierno, es una opción razonable, incluso para quien acepte el primer nivel
de desafección. No se puede votar “a favor de…”, sino que el voto debe
ser “en contra de…”.
Ahora bien, votar a la contra tiene como contrapartida, el que
nadie puede asegurar que lo que venga sea “mejor” que lo que precede. Como
máximo, la historia de los últimos treinta años demuestra que los partidos de
izquierda, cuando han gobernado, han generado situaciones de crisis económica y
desprecio por el principio de “contener el gasto público”, que luego las
opciones de derecha han debido afrontar y han utilizado como teatro
preferencial de actuación, evitando actuaciones en cualquier otro terreno: Aznar
logró resolver -bien es cierto que gracias a la llegada masiva de fondos de la
UE- los problemas económicos generados por el felipismo; Rajoy conjuró, a costa
de medidas draconianas, el riesgo de paralización del Estado generado tras los
años del zapaterismo, cuando la deuda se disparó. Y quien suceda al
pedrosanchismo concentrará sus esfuerzos en el terreno económico, evitará
afrontando otros “frentes” que hoy son urgentes: reforma de la enseñanza,
reforma de la sanidad, reversión de los efectos más enloquecidos generados por
la presencia de la ultraizquierda y el no-Estado en el poder durante seis años,
etc.
Y, vale la pena no olvidar que hemos vivido 46 años de acumulación
de problemas que se han ido amontonando uno tras otro, y que, actualmente,
constituyen un todo problemático e irresoluble que ya no puede resolverse en
cuatro años de gobierno.
¿Votar? Pues, ¿para qué? Resulta mucho más realista y positivo,
contribuir a extender la desafección en relación a los partidos, al sistema
constitucional y al sistema económico. Y, por supuesto a los “valores”.