El ambiente falangista, por su misma naturaleza,
tuvo algunas similitudes con la deriva que siguió fatalmente F/N pero también
notables diferencias. Las distintas tendencias falangistas no entendieron que,
en 1975, había terminado una época definitivamente y para siempre: empezaba el
tiempo de los partidos políticos convencionales; lo que hubiera sido Falange
Española durante la República, en los primeros años del franquismo, durante la
guerra civil o en el tardofranquismo, ya importaba muy poco. El “tiempo nuevo”
no era proclive ni para uniformes, ni para formaciones paramilitares, ni
siquiera para los mismos mensajes que unos pocos años atrás difundía el FES, o
los Círculos José Antonio o los falangistas anidados en el vetusto caserón de la
Secretaría General del Movimiento. Incluso los falangistas que buscaron
“renovar” más su arsenal propagandístico y agitativo, los miembros de la
FE-JONS(a), no lograron nada más que aumentar el caos y la confusión en torno
al nacional-sindicalismo. No bastaba con dejarse el pelo largo, barba y
pantalones campaña para “estar al día”. Cuando ese estilo se combinaba con la
camisa azul y el yugo y las flechas que remitían, no tanto a la lejana en el
tiempo Falange de José Antonio fundada en 1933, sino al franquismo desaparecido
anteayer, era muy difícil obtener credibilidad proclamando estar a favor de la
“ruptura democrática”, tratando de ser más obreristas que nadie (“Falange
con el obrero”).
Justo es reconocer que las gentes de “la Auténtica”,
fueron los más activos, los más dinámicos, incluso los más imaginativos, de entre
todos los grupos falangistas de la transición. Pero eran, tan ingenuos como el
resto de la familia azul; eran la desembocadura imposible de un ideal que se
había hundido en 1945, cuando los tanques rusos y la aviación norteamericana
convirtió Europa en tierra de reconstrucción. El fascismo murió ese año y las
distintas variedades de “fascismos nacionales” murieron con él. Y el problema
de “la auténtica” es que no quiso reconocer que la Falange de José se parecía
más a los fascismos nacionales que a cualquier otro movimiento político de su
tiempo. A diferencia de los fascismos que, después de 1945, se convirtieron en “neo-fascismos”,
no hubo un “neo-falangismo”. Salvo Cantarero del Castillo, que intentó
una reconversión del movimiento hacia la social-democracia -muy ingenuo por lo
demás-, el resto de tendencias falangistas se enrocó en la búsqueda de la “ortodoxia”,
la “autenticidad” o la alianza con nacional-católicos.
A años de distancia no creo que se pueda
reprochar a ninguna de las tres tendencias el “haberse equivocado”, a la vista
de la desaparición efectiva del falangismo de la escena política que se hizo
patente a partir del primer tercio de los años 80. No es que esa desaparición
fuera solamente el resultado de la suma de errores acumulados durante el
franquismo, ni de las carencias de la falange fundacional que apenas tuvo tres
años intensos y plagados de tensiones extremas para poder forjar doctrina,
estrategia, clase política, tácticas, etc, ni de que sus mejores cabezas
desaparecieran en el marasmo de la guerra civil o cayeran en Rusia: es que,
simple y sencillamente, a partir de 1945, no podían vencer. Se adoptara la
línea política que se adoptase, se emplearan los medios tácticos y se eligiera cualquier
estrategia, vencidos los “fascismos” solamente quedaba “desfascistizarse”. Y
aquí, como en el estar embarazados, no había término medio. O se cambiaba la
uniformidad, las consignas, los símbolos, el nombre mismo del movimiento y de
la doctrina que fuera el resultado de un análisis oportunista y coyuntural,
sino que surgiera de una reflexión total sobre la realidad mundial y la deriva
que había tomado Europa -y con ella España- en la segunda mitad del siglo XX.
No se pudo hacer porque faltaron teóricos de altura, lúcidos con capacidad para
transmitir ideas, que, además, fueran respetados por las bases, admirados,
temidos y que hubieran mostrado su capacidad como conductores de masas.
La realidad fue que, a partir de 1942-45, los sectores “revolucionarios” de la Falange -que la historia demuestra que había fiado el destino de su revolución a la suerte de las armas del Eje- quedaron completamente desorientados, desmoralizados, desmovilizados, por el resultado final de la guerra mundial (sería este grupo, precisamente, el que iría escorándose a la izquierda a medida que avanzara el franquismo. ¿Su figura central? Dionisio Ridruejo. ¿Su mito? Un Hedilla que solamente buscaba su rehabilitación). Otros falangistas siguieron dentro de las estructuras franquistas, subordinados a la figura de Franco, aceptando el hecho de que eran una componente más del régimen y así permanecieron hasta noviembre de 1975. Hubo en este grupo mucha retórica, bastante “acción social” desde los puestos de poder y un indudable acomodamiento a las poltronas. Y, finalmente, existieron núcleos que leyeron las Obras Completas, fueron formados en el Frente de Juventudes o en las demás organizaciones del Movimiento y creyeron que aquellas intuiciones geniales podían -todavía- llevarse a la práctica y empezaron a “disentir” del aparato oficialista. De ahí surgieron los Círculos José Antonio, antes que ellos, el FES, un poco después el FSR, los Antiguos Miembros de Juventudes, y de ahí, finalmente, surgieron también “los auténticos”.
Lo que caracterizaba a estos últimos es que eran
“obreristas”, más sindicalistas que nacionalistas. En buena lógica deberían
haber terminado su andadura política, como hicieron muchos de ellos, en las
filas de la CNT de la transición que todavía tuvo cierta fuerza e, incluso, en
Barcelona, atrajo a un par de docenas de jóvenes falangistas radicalizados en
lo social. O en el FSR que agrupaba a falangistas vergonzantes -fundado por
Narciso Perales que luego sería expulsado del grupo cuando los no-falangistas
se convirtieron en mayoritarios- con sindicalistas puros a lo Pestaña y que,
por supuesto, también terminaría extinguiéndose como se extingue todo aquello
que termina, inevitablemente, siendo rescoldos de otras épocas. Y la CNT lo era
tanto como la Falange.
Algunos de aquellos “auténticos” estaban
seducidos por la experiencia montonera en los años en los que los montoneros ya
estaban ampliamente derrotados. Vale la pena dedicar unas líneas a aquella
experiencia que, como dicen los argentinos, “cagó” a toda una generación. La derrota
montonera fue el resultado de sucesivos “errores tácticos” (asesinar a José
Ignacio Rucci, jefe del sindicalismo peronista, enfrentarse al propio Perón y
pretender seguir siendo “peronistas” y cometer decenas de atentados que
generaron inseguridad y confusión en la sociedad argentina, hasta precipitar y
justificar, en sí mismo, el golpe del 24 de marzo de 1976). Tras los errores
tácticas empezaron los secuestros por motivos exclusivamente económicos. El 19
de septiembre de 1974 la “Columna Norte de los Montoneros” secuestró a los
hermanos Juan y José Born, propietarios de la multinacional Bunge & Born
por el que cobraron 260 millones de euros (en cotización de 2015). Parte de ese
dinero fue “invertido” en Cuba a través del banquero David Graiver (que, al
morir en un dudoso accidente aéreo, pasó a manos del gobierno castrista). Dado
que el rescate se cobró en partes, la dirección juzgó adecuado reagrupar a los
militantes que se encontraban en el exilio y financiar la “contraofensiva” de
1979 que fracasó por completo y costó la muerte de 80 guerrilleros. Estaba
claro que ya no se podía derrocar al gobierno militar mediante “la lucha
armada”. Quizás por eso, la “Conducción Montonera”, alegando que la situación
internacional estaba cambiando y que la victoria sandinista en Nicaragua y el
derrocamiento del Sha de Persia, demostraba que “las masas” podían vencer a los
gobiernos dictatoriales, promovieron una segunda contraofensiva en enero de
1980. Pero también hay quienes alegan -y con razón- que la dirección montonera,
en ese momento, conocía que todos depósitos de armas habían sido localizados por
las fuerzas de seguridad y los militantes que entraban clandestinamente en
Argentina, eran sistemáticamente detenidos en la frontera. En apenas un mes, la
totalidad de los militantes enviados al interior resultaron detenidos: el
Batallón 601, encargado de la represión tenía “información privilegiada” sobre
los militantes que regresaban del exilio para desencadenar nuevas operaciones
terroristas. ¿Qué había ocurrido? Algo tan simple como que, cuando una lucha se
da por perdida, lo último que queda es discutir quién se queda con la caja (por
cierto, ¿os habéis dado cuenta de que nadie ha aludido al “tesoro de ETA” tras
la disolución de la banda…). Y del secuestro de los Born todavía quedaba mucho.
El envío de militantes del exilio al interior, tenía como único fin reducir el
número de personas que se repartirían lo que quedaba de aquella operación. Los
que se negaron a reingresar en Argentina fueron expulsados de la organización
alegando “indisciplina”. Negocio redondo, en una palabra. Allí murió el ideal
montonero que ya estaba muerto desde los errores tácticos de 1973-1974.
Ajenos a todo esto, los falangistas “auténticos” realizaron el siguiente encadenamiento de silogismos: “Perón era “justicialista”. El “justicialismo” era patriotismo más justas políticas sociales. Los montoneros eran peronistas. Los falangistas tenían en España los mismos objetivos que los peronistas: patriotismo más justicia social. La situación en España en 1973-1977 era igual a la Argentina: en efecto, en ambos países existía una “dictadura militar”. Los montoneros parecían ser los peronistas más radicales”. Los falangistas “auténticos” querían ser los más radicales del nacional-sindicalismo. Por lo tanto, se mirarían en el espejo de los peronistas.
Estas distorsiones son lógicas cuando se ven las
cosas a los 10.000 kilómetros que separan Madrid de Buenos Aires y cuando se
tiene tendencia a creer -porque se quiere “creer”, toda forma de militancia
política deriva de una “creencia”, es decir, de la consideración de que existen
fórmulas divinas que escapan a la racionalidad, para solucionar cualquier
problema- las informaciones distribuidas por las grandes cadenas informativas
que, en aquel momento, en España eran tres: PRISA, Cadena 16, y Zeta,
las tres alineadas con una visión “progresista” y más favorable a condenar las
“desapariciones” de los terroristas en Argentina y, por tanto, a condenar al
régimen militar, que a ver la actividad montonera como simple terrorismo. Los
“auténticos” fueron víctimas de una alucinación generada por la combinación de este
tipo de prensa y por su propia “creencia”.
Para muchos de ellos -en la falange “auténtica”
había muchas sensibilidades y opiniones diferentes entre sus miembros- el
“modelo montonero” era el ideal: “creían” que respondía a su concepción de la
justicia social basado en un sindicalismo fuerte y autónomo, en un nacionalismo
que parecía más presentable si se planteaba como “anti-imperialismo” y estaba
enfrentado a muerte a los “gorilas” (los militares en Argentina) como ellos
estaban en contra del ”búnker”, “de la dictadura franquista” y demás. Y, todo
esto, que desde lejos y según el alimento intelectual que se consumiera, podría
ser asumible en Madrid al contemplar lo que ocurría al otro lado del Océano, no
dejaba de ser un cuadro irreal y deformado, tanto de lo que ocurría en España
como de los sucesos argentinos y sobre la realidad del peronismo.
Ignoraban, por ejemplo, que cuando Perón residía
en Madrid, había concedido una entrevista a la revista Juanpérez,
publicada en Barcelona por Ediciones Acervo, propiedad de un excombatiente de
la División Azul, relacionado familiarmente con Narciso Perales. La revista, de
la que hablaré en otro lugar, era exponente de los sectores falangistas más
europeístas y vinculados al neofascismo. El grupo originario que daría lugar a
la creación del Círculo Español de Amigos de Europa (CEDADE), nació
precisamente de ese entorno en el que, además, se encontraron exiliados de los
países del Eje, jóvenes falangistas que estaban conectados con grupos
neofascistas franceses, alemanes, italianos, belgas y portugueses, y antiguos
miembros de Jeune Europe. Además, la revista contaba con el apoyo de antiguos
miembros de la OAS (los primeros mandos del Armée Secrète antigaullista tenían
como único contacto al llegar a Madrid, el teléfono de Narciso Perales).
Mencionó a Juanperez porque, luego, cuando
Madrid se llenó de exiliados italianos, fue a través de antiguos colaboradores
de esta revista como Stefano delle Chiaie contactó con Perón en el momento en
el que Rucci era su hombre de confianza en Argentina. La “sintonía” entre Rucci
y Delle Chiaie fue muy buena. Rucci era originario del Sur de Italia y, gracias
a él, Delle Chiaie pudo conocer la realidad de Perón en aquel momento: el
general seguía en las mismas posiciones que antes de su exilio, con las
concesiones necesarias a los cambios que se habían producido en sus casi dos
décadas desde que tuvo que abandonar su Patria. Cuando tuvieron lugar esos
encuentros, a principios de 1973, Perón ya tenía graves problemas de salud.
Rucci con el entorno sindicalista, por un lado, y María Estela Martínez y López
Rega, por otro, suplían sus momentos en los que ya no estaba en condiciones de trabajar.
Ambos entornos se llevaban muy mal. Rucci tenía que enviar mensajes en el
interior de libros a Perón; uno de ellos, delante de Delle Chiaie cayó al
suelo, siendo visto por María Estela que montó el cólera. Aun así, Perón llegó
a algunos acuerdos con Delle Chiaie: el futuro gobierno peronista permitiría la
estancia de una colonia de exiliados italianos (y españoles, que también hubo
alguno) que recibirían todas las facilidades para establecerse allí. La
contrapartida era realizar por cuenta del gobierno argentino algunas gestiones
que la diplomacia oficial no podía desarrollar. No era algo extraño en aquella
época. El propio Coronel Skorzeny había realizado el mismo tipo de “misiones
diplomáticas” (en 1974, ejerció como mediador entre el gobierno del general
Hugo Banzer y el general Augusto Pinochet, para negociar entre Bolivia y Chine
una salida del primer país al Pacífico por Arica). Fue así como, finalmente,
muchos exiliados neo-fascistas italianos que, hasta diciembre de 1976 residían
en España, finalmente terminaron en Buenos Aires. Incluso algún exiliado
español terminó allí. Algunos seguirían allí hasta hace muy poco. Augusto
Cauchi, a quien introduje en España pocas semanas después del atentado del
Italicus -en el que no tuvo nada que ver- y que nos dio la primera pista, ya en
septiembre de 1974, de que existía una red compuesta por masones de Arezzo que pagaba
para que se cometieran atentados y de la que formaban también parte miembros de
los servicios de inteligencia, murió hace tres años allí. De todas formas,
reconozco que esta no fue la “revelación más clamorosa” que me realizó Cauchi:
gracias a él conservo todavía la afición a regalarme un whisky con cola de
tanto en tanto.
Sea como fuere -y volvamos a lo que nos interesa-
lo cierto es que deliberadamente la “Falange Auténtica” buscaba asumir, sino no
un posicionamiento “de izquierdas”, sí al menos, una actitud que estuviera lo
más distante posible de la “extrema-derecha” y del franquismo. Lo que equivalía,
objetivamente, a una posición próxima a la izquierda o que, como mínimo, se
identificara más con la izquierda que con la derecha. Como ya hemos dicho, una
equidistancia entre izquierdas y derechas -la posición oficial e histórica de
José Antonio Primo de Rivera- no solamente era difícil sino prácticamente
imposible y suponía un ejercicio de equilibrio inestable, susceptible de ser
malentendido, tanto por la derecha como por la izquierda.
Pero, eso sí, existió una similitud entre los
“montoneros” y la Falange Auténtica: en ambos sectores, el elemento dominante
era la juventud, con su carga de radicalismo, su visceralidad, su idealismo,
pero también con su inexperiencia, su falta de sentido de la realidad, su
narcisismo. La suerte para los falangistas “auténticos” fue que las tentaciones
de pasar a la “luchar armada” no pasaron del nivel de conversaciones informales,
algunos contactos aislados con miembros del exilio montonero en España y gestos
de solidaridad. Los montoneros argentinos, en cambio, pagaron caro su
desenfoque. En primer lugar, con el aislamiento político, incluso en el
interior del propio movimiento peronista, y luego pagando un precio de sangre
elevadísimo (entre los 8.327 desaparecidos entre 1969 y 1980, dos tercios
estaban vinculadas a gentes que, o bien eran o habían sido o tenían relación
con el movimiento montonero).
¿Estos posicionamientos de los falangistas
“auténticos” reportaron la incorporación de elementos procedentes de la
izquierda? Quizás hubo alguno, pero no, desde luego, en número significativo.
En realidad, históricamente, si es rigurosamente cierto que núcleos importantes
falangistas, tanto en los años 60, como en los años 70, incluso en los 50 (los
casos de Dionisio Ridruejo, Antonio Tovar, Laín Entralgo), pasaron a integrarse
en distintas sensibilidades de izquierda. Pero ese proceso nunca se dio en
sentido inverso de forma significativa. En el microcosmos barcelonés, pudimos
ver como entre 1970 y 1973 aparecieron sectores visiblemente muy inclinados a
la izquierda; se decían “sindicalistas”, pero no había entre ellos ninguno que
trabajara en una fábrica o en un tajo. Eran jóvenes procedentes de Hogares del
Frente de Juventudes, de clase media. Entre 1974 y 1976 lanzaron más y más
siglas, innecesarias porque sus ideales ya estaban reflejados en el Frente
Sindicalista Revolucionario, en el que terminarían integrándose algunos. Todos
esgrimían la “autogestión” como eslogan que era, por cierto, el mismo que
manejaba la “izquierda carlista” y que se había popularizado tras mayo del 68
especialmente por la CFDT francesa y en España por los folletos de editorial
ZYX (Autogestión en Yugoslavia, Autogestión en Argelia, Autogestión en
Checoslovaquia…, libros de los que era difícil sacar algo en claro
aplicable a la España de la época) y al “personalismo” de Mounier (también
venteado por ZYX y que, redimensionado hoy, es, simplemente, aburrido, ingenuo,
confuso e “idealista” en el peor sentido de la palabra).
Paro, así como la inclusión de ideas “autogestionarias”
facilitó la integración del Partido Carlista en la Junta Democrática de España,
estos pequeños grupos falangistas autogestionarios fueron escorándose hacia la
CNT, hogar común del anarcosindicalismo español, en el que, finalmente,
terminaron disolviéndose en 1976. En Valencia, recuerdo a uno de los dirigentes
de los Círculos José Antonio, fanático del sindicalismo, que terminó en el
PSOE. Hubo sindicalismo falangista a principios de los 60 en torno a la figura
de Ceferino Maestú, pero la triste realidad, es que, a poco de aparecer
Comisiones Obreras, este sector quedó desdibujado y ya nunca más recuperó
protagonismo, ni siquiera en el tardofranquismo, cuando Maestú lanzó la revista
Sindicalismo (creo recordar que aparecieron una veintena de números
entre abril de 1975 y, quizás, mayo de 1976). Tampoco los sindicatos
falangistas creados por la “auténtica” consiguieron integrar a franjas notables
de trabajadores. Era como si la “izquierda falangista” intentase circular por
un carril que no fuera el suyo y, por consiguiente, nadie se sumara a él, salvo
los que ya había embarcados, la mayoría de los cuales, al advertir la
inviabilidad del intento, saltaron para integrarse en organizaciones
propiamente de izquierdas o bien emprendieran el camino del “desencanto” y el
silencio.
Este fenómeno me recuerda mucho lo que ocurrió entre las filas troskystas con la tendencia llamada “pablista”, partidarios de Michel Pablo. Pablo y los suyos propusieron realizar “entrismo” en los partidos socialdemócratas. Además -mira por dónde- eran “autogestionarios”. Después de décadas de practicar este “entrismo”, todos, casi sin excepción, tanto en Francia como en Grecia, los que había penetrado en los partidos socialistas, se acomodaron a ellos, incluso, en ambos países llegaron a primeros ministros (Andreas Papandreu, Lionel Jospin, Rocard). “Muchos entran, ninguno sale…”. Lo mismo le pasó a los falangistas de izquierda que jugaron a la “autogestión”: los más consecuentes terminaron en la CNT.
Lo esencial e incuestionable es reconocer que
este posicionamiento “a la izquierda” no reportó el que se integraran en él
gentes procedentes de sectores “de izquierda”, sino que pareció, mucho más, un
posicionamiento estético y personal de un grupo de jóvenes que querían ser como
la aparente componente mayoritaria de la juventud de la época, pero que no
conseguían terminar de desprenderse de sus orígenes políticos. Por el
contrario, en todos los grupos de extrema-izquierda e, incluso, de izquierda
moderada, existía un número significativo de miembros que procedían del
falangismo.
En la adaptación del esquema de JP Faye que
hemos realizado, puede verse que en la misma línea se encuentran las
tres falanges: la izquierda falangista la “Auténtica”, situada más a la
izquierda y, por tanto, más próxima, al otro lado, pero todavía con una parte
dentro del círculo de influencia de la extrema-derecha. En efecto, ni los
falangistas más “izquierdistas” pudieron zafarse de lo que representaba su
pasado. Éste les obligaba, casi necesariamente, a orbitar en torno a los otros
grupos azules, de los que extraían la mayor parte de su militancia. Los
falangistas, en su conjunto, captaban poca militancia del “exterior”: unos grupos
falanhgistas crecían y otros menguaban, pero siempre a costa unos de otros. Esa
fue su característica. El “centrismo” falangista, representado por los Círculos
José Antonio, luego convertidos en Partido Nacional Sindicalista, cuando ya
habían perdido buena parte de su militancia en dirección a la “izquierda
falangista”, fue desangrándose hasta desaparecer cuando terminaron integrándose
a mediados de los 80 en la formación presidida hasta ese momento por Fernández
Cuesta. Por entonces, la “izquierda falangista”, por este orden, había llamado
la atención (1975-76), había atraído a sectores del “falangismo centrista”
(1976-1977), empezó a deshilacharse tras sus modestísimos resultados en las
elecciones de junio de 1977 y, dos años después, ya no quedaba apenas nada de
toda “la auténtica”. Proyecto imposible, final lógico. Cuando escribimos en
1977 La ofensiva neofascista, en el capítulo dedicado a España, ya
augurábamos este final.
Todos los grupos falangistas se apoyaban en el “pactaremos
muy poco”, el malhadado “punto 27” que siempre esgrimieron para preservar
su orgullosa independencia, olvidando que aquel punto fue un agregado
coyuntural impuesto por la creación en 1934 del Bloque Nacional de Calvo Sotelo
que había hecho la vida imposible a José Antonio entre finales de ese año y los
seis primeros meses de 1935 (interrumpiendo el flujo de fondos acordados en los
Pactos de El Escorial, favoreciendo la “conspiración de Ansaldo”, estimulando
la “escisión de los jonsistas”, financiando La Patria Libre contra el Arriba,
etc, todo ello al negarse José Antonio a integrarse en el Bloque). La respuesta
fue el “punto 27”. Aquel pegote, forzado por una circunstancia que, después de
febrero de 1936 ya no tuvo ningún valor ni interés (José Antonio a partir de
febrero ya era consciente de que iba a tener que trabajar con otras fuerzas
políticas para derribar a la República y él fue el primero en pactar con
Renovación Española y el propio Manuel Hedilla -nada que ver con los
“hedillistas” de los 70, pero nada de nada- fue el encargado de contactar con
militares, partidos de la derecha, católicos y demás), constituyó la piedra
angular del argumentario falangista para mantener su independencia… y, a la
postre, su absoluta esterilidad y su desaparición práctica a partir de mediados
de los 80. En esos años puede decirse que se alcanzó la “unidad falangista”,
pero no por agregación de las partes, sino por desaparición.
Aprovecharé el inciso para recordar que, a
finales de abril de 2023, cuando los restos de José Antonio fueron trasladados
del Valle de los Caídos al cementerio de San Isidro, los “tertulianos” de
derechas repitieron el que José Antonio había sido una víctima del Frente
Popular, porque la “insurrección del 18 de julio se había producido cuatro
meses después de estar encarcelado y, por tanto, desde prisión no podía
organizar el golpe de Estado…”. Ignorancia histórica e ignorancia práctica:
como si un golpe de Estado se preparara hoy y se ejecutara mañana. Desde el
verano de 1935, en la reunión del Parador de Gredos, José Antonio Primo de
Rivera ya tenía claro que la salida estratégica de Falange era el golpe de
Estado. Y, en aquella ocasión lo propuso por primera vez y luego, cuando fue
encarcelado, encargó a Manuel Hedilla Larrey los contactos con los militares
golpistas. Sin olvidar que la oficialidad del Ejército de África, de mayoría
falangista, ya estaba trabajando en el golpe. Este caso demuestra que, incluso
los tertulianos más deseosos de “salvar” la figura de José Antonio, manifiestan
una ignorancia histórica tan fuerte como los “memorialistas históricos” del pedrosanchismo.
Para terminar, un balance. En cualquier caso,
Falange proporcionó buenos militantes a la izquierda, a la izquierda
trotskista, a la izquierda anarcosindicalista, e incluso a la izquierda socialista,
pero no recibió de estos ambientes -por lo que recuerdo- ni un solo militante
seducido por sus consignas. Catalán Deus, en su libro recuerda a algunos
primeros cuadros del PCE(m-l) de procedencia falangista. Cuando el
recientemente fallecido Sánchez-Dragó en los años 90 o Fernando Márquez,
lanzaron piropos a la Falange a finales de los 70, lo hacían a lo que ellos
interpretaban que era la “doctrina falangista”, en absoluto por lo que era el
“movimiento falangista” en ninguna de sus tres variedades.