Sin embargo, Fuerza Nueva no era el “estación
término” habitual para antiguos trotskistas. Ni siquiera para gentes que, como
el que suscribe, no tuviéramos una acendrada fe católica. Fuerza Nueva tuvo un
crecimiento excesivamente rápido entre el verano de 1977 y el invierno de 1979:
sus pocos cuadros quedaron desbordados, no había dirigentes capaces de encuadrar
ni formar a la masa juvenil que iba llegando, incluso aparecieron problemas
internos entre corrientes católicas tradicionalistas: se entabló una lucha
entre lefevrianos y católicos vaticanistas a raíz de que Blas Piñar invitara al
antiguo obispo de Dakar a oficiar una misa tradicional en la sede del partido,
que terminó con algunas salidas sonoras que se saldó con una pequeña escisión
de los que podríamos llamar “vaticanistas”. Pero éste tampoco era el gran
problema; como máximo era un problema que concernía a las posibilidades de
reclutamiento del partido, a su credibilidad y a la adaptación a la situación
española (que, desde luego, en aquel momento, la cuestión religiosa, no era el
que más preocupaba a los españoles y que, además, en aquel momento, se
planteaba cuando la propia Iglesia sufría una crisis interior -cuya envergadura
todavía no parecía haber advertido- derivada de tres elementos de distinto
origen:
- la inadecuación creciente de los postulados de la Iglesia a la sociedad del bienestar y a la revolución sexual de los 60, con un proceso generado e imparable de laicización.
- la desorientación generada por el cierre en falso del Concilio Vaticano II y especialmente por las reformas litúrgicas que había disminuido la “tensión espiritual” entre el “pueblo católico”.
- por el desarrollo de una “izquierda católica”, ya desde los últimos tiempos del estalinismo, que había facilitado la “marxistización” de amplios sectores de la Iglesia, previos a su dilución.
Blas Piñar y su entorno, enrocados en la cuestión
religiosa y en una defensa ultrancista del nacional-catolicismo franquista (que
era mucho más que nacional-catolicismo: era “falangismo imperial” y luego fue “tecnocracia
desarrollista” y no solo el período que abarcó entre 1943 y 1956 en donde el
elemento dominante de la política franquista fue, efectivamente,
nacional-catolicismo como fórmula más parecida y localista a lo que fue el
gobierno de las democracia-cristiana alemana e italiana surgidas en los países del
Eje vencidos tras la Segunda Guerra Mundial). El problema de Fuerza Nueva era
otro y muy distinto.
Por una parte, era rigurosamente cierto que la
estrategia utilizada durante la “transición” (ese período que, para nosotros,
abarca la totalidad de los años 70 y el primer tercio de los 80 y no solamente,
como se enseña en las escuelas, desde la muerte de Franco a la aprobación de la
constitución) consistía en tratar el problema como los bávaros tratan a las
salchichas: pinchando en los extremos para que estallen por el centro. En otras
palabras: se trataba ventear el riesgo procedente de los extremos (ETA, FRAP,
GRAPO, CNT a un lado y ultras de derechas de otro, entre los que los medios
solían ubicar a Fuerza Nueva y a la Confederación de Combatientes). Es lo que,
a partir de ahora, llamaremos “la teoría de la salchicha bávara”.
Esto explica, entre otras cosas, el que ya desde principios de los 70, los
medios de comunicación divulgaran in crescendo noticias falsas sobre la extrema-derecha
que tenían su base efectiva sobre la existencia real de un “terrorismo de baja
cota” (algún cóctel molotov, alguna agresión, alguna pedrada, alguna riña
tumultuaria) protagonizados por sus militantes. Y esto se hizo, incluso, con
Franco vivo en operaciones que, habitualmente, tenían su origen en iniciativas
de los servicios de seguridad. Incluso, tras el atentado de la calle del
Correo, primera matanza masiva de ETA en Madrid, el Servicio Central de
Documentación de la Presidencia asumió la estrategia de presentar al terrorismo
de extrema-derecha y de extrema-izquierda como un mismo terrorismo que, además,
estaba unido y en contacto. ¿Increíble? Más adelante le dedicaremos unas notas
el “Diario de Argala” publicado por la Cadena Mundo unos meses después
del atentado de la calle del Correo. Otros medios, aún más escandalosos, pero
que en aquel momento gozaban de credibilidad, Cambio 16, empezó a publicar
noticias sobre “entrenamientos paramilitares” en lugares de la península y del
norte de África para “sembrar el terror en España”. Eran noticias con una
mínima base real (o, simplemente, sin base) pero que generaban inquietud y,
sobre todo, un “clima” que flotó a lo largo de los 70: la extrema-derecha se
estaba preparando para realizar matanzas masivas. Era falso, por completo. Pero
compensaba las noticias que llegaban del otro extremo: a lo largo de los 70,
España se fue habituando al terrorismo de extrema-izquierda.
En este clima, cualquier pequeño incidente real
que ocurriera en un partido ultra, era susceptible de ser aprovechado para dar
credibilidad a la “teoría de la salchicha bávara”. Y este era el problema para
Fuerza Nueva, y no sólo para este partido sino para toda la extrema-derecha, en
general. De hecho, el clima que se había creado en el interior del partido estaba
enrarecido y agravado porque, tanto a nivel nacional como local:
- las “delegaciones” estaban penetradas hasta la cúpula por confidentes, chivatos, infiltrados que, además, como es tradicional, no sólo informaban de lo que ocurría en realidad, sino que solían acentuar sus confidencias agravando deliberadamente el nivel de dramatismo para hacer valer las pocas pesetas que recibían a cambio.
- y, además, habían penetrado en el partido y lo rondaban decenas de individuos -jóvenes y no tan jóvenes- demasiado turbulento e incontrolable como para que alguien fuera capaz de imponer el orden y mucho menos un partido en el que los pocos cuadros políticos experimentados, ni con autoridad suficiente, ni con capacidad para entender lo que estaba ocurriendo en esos momentos: ni siquiera, por supuesto, para entrever la “teoría de la salchicha bávara” que estaban aplicando los servicios de seguridad del Estado (o, más bien, sectores de éstos) y determinados sectores mediáticos.
Eso llevaría a una retahíla de enfrentamientos,
incidentes y asesinatos (el de la militante trotskista, Yolanda González,
miembro del minúsculo Partido Socialista de los Trabajadores, cometido por un
miembro de Fuerza Nueva, o el de José Luis Alcazo, asesinado por los “bateadores
del Retiro”, que no pertenecían a ningún partido) cometidos por individuos
completamente incontrolados e incontrolables. Piñar se vio superado por la
situación. Evitar esto hubiera debido convertirse, especialmente, entre 1978 y
1981, en la prioridad: alejar a los violentos, alejar a los indisciplinados, generar
una “seguridad interior” para aislar, alejar y evitar la presencia de
confidentes… algo mucho más importante que gritar “¡Viva la policía!” como se
convirtió en costumbre en loas actos del partido. No se hizo y se pagó. En el
período 1981-83, la situación desmadre interior de Fuerza Nueva era tal que la
autodisolución era la única salida inevitable.
En lugar de asumir las orientaciones de la
ponencia de organización que yo mismo había presentado en el primer congreso
del partido, siguió con discursos semanales por toda la geografía nacional,
incluso en zonas en donde no había posibilidades de que arraigara una
estructura sólida. Siempre la asistencia era de 1.000-1.500 como mínimo:
parecían asistencias respetables, pero, en realidad, buena parte de la
audiencia era siempre la misma, militantes que salían el fin de semana acompañando
a Blas en tal o cual desplazamiento. Y, por lo demás, después del mitin, nunca
se aprovechaba para revisar el estado de la “delegación”, impartir consignas,
formar cuadros y, en una palabra, “construir el partido”. A pesar de las centurias
juveniles paramilitarizadas, los desfiles, los guiones y banderines, los
uniformes, lo cierto es que la organización del partido era caótica y anárquica,
lo más inadecuado para el clima enrarecido, negativo y confuso de la transición
y, mucho más aún, para un partido que aspirase a participar en procesos
electorales.
Especialmente en Madrid, no estaban claras cuáles
eran las fronteras del partido, dónde empezaba y dónde terminaba, quién era
militante fiel, quien cuadro capacitado, quien infiltrado y quién un simple
psicópata que actuase por iniciativa propio o instrumentalizado para cometer
cualquier atrocidad y que luego las culpas recayeran sobre el partido.
En 1979, tras el Caso Yolanda, empezaron las
deserciones de cuadros notables que, tras irse del partido, en su mayor parte, no
volvieron jamás al ruedo político. En aquellos meses, en varios momentos, algunos
que ya no estábamos en el partido, pero que seguíamos en contacto con Blas -en
mi caso particular- o atentos a lo que ocurría en el interior de Fuerza Nueva, tuvimos
la sensación de que el jefe estaba superado por los acontecimientos.
También aparecieron algunos casos de corrupción
interior, minúscula si se quiere, pero significativa. La idea de crear un “sindicato”
propio, levantó esperanzas, pero resultó, a fin de cuentas, perjudicial y mucho
más perjudicial la persona a la que se encomendó la tarea. Olvidable, en
cualquier caso. Podía haberse logrado mucho más, recomendando la militancia en
los “sindicatos independientes”, pero se prefirió un “chiringuito” propio que
resultó un lastre y, terminó siendo una parada de venta de llaveros, gadgets y
quincalla patriótica. Solo en Madrid, en una segunda etapa, adquirió cierto
peso entre los funcionarios, pero en el resto de España fue una entelequia.
También hubo casos de pequeñas sisas sobre las cuotas, sobre la no liquidación
de loterías, sobre los bonos, sobre donaciones… Todas estas miserias de la
política se hacían todavía más inaceptables en un partido que defendía los
valores éticos y morales del catolicismo. Muchos no daban el ejemplo más
adecuado para encarnar esos valores.
Ni Blas ni su entorno parecían darse cuenta de
los problemas que se iban a cumulando: a fin de cuentas, cada desplazamiento
semanal era un éxito. Aplausos, hurras, nuevas filiaciones, fervor patriótico,
manifestaciones cada vez más masivas. De victoria en victoria… hasta la derrota
final. La de las elecciones de junio de 1977, fue la primera. Se pensaba que
Blas Piñar podía salir elegido por Ciudad Real, pero quien se llevó el gato al
agua fue la UCD y, en segundo lugar, el PSOE. La Alianza Popular fraguista y el
PCE fueron los grandes derrotados. Sin embargo, en los meses siguientes, los
desfases de la transición, las huelgas, los incidentes violentos, la crisis
económica, generaron el que, especialmente, sectores juveniles, se acercaran
masivamente al partido que, en pocas semanas triplicó efectivos.
Y entonces vino el “período faraónico”: se compró
una sede nueva, impropia de un partido extraparlamentario (Pepe Las Heras,
entonces secretario general de Fuerza Nueva, que luego se escindió con el
Frente de la Juventud, siendo su presidente, sostenía entonces que era mucho
más rentable políticamente, comprar sedes en distritos y barrios donde el
partido pudiera arraigar en profundidad, pero el encargado de la economía del
partido, Ángel Ortuño, impuso su criterio: comprar un viejo caserón, enorme,
con cientos de oficinas, en el interior de la cual pudieran instalarse todos
los “servicios centrales”. En otras palabras: Fuerza Nueva, partido
extraparlamentario, tenía una sede mayor que la mayoría -sino todos- los
partidos parlamentarios de la época.
Aquella sede se acondicionó. Y de qué manera.
Hasta los “jefes de línea” (responsables de 30 militantes) tenían su despacho.
Cada día había misa en la capilla, incluso se pensó en crear un “corredor de
tiro” en el sótano. En el 79, había una gran sede, el partido creció y Blas
Piñar se sentó en el Congreso de los Diputados. Fue el único. Y no fue diputado
por Fuerza Nueva sino por la Unión Nacional (Fuerza Nueva, más la Falange franquista
de Fernández Cuesta, más el Partido Nacional Sindicalista de Diego Márquez). Ninguno
de los tres partidos se tomó en serio aquella coalición que no pasó de ser una
opción electoral puntual. No volverían a reunirse ni siquiera para formar un
frente común, un programa común o elaborar una estrategia común para las
siguientes elecciones. Cuando éstas llegaron, ya se habían producido todos los
episodios que terminarían con la liquidación política de las esperanzas de la
extrema-derecha española en los siguientes cuarenta años.
En Fuerza Nueva no hubo un “populismo” que pudiera
atraer a sectores que hasta ese momento hubieran sido seducidos por la
izquierda, como ocurrió a partir de los años 80 con el lepenismo francés que, a
partir del nuevo milenio se fue extendiendo por toda Europa. Como ya le dije a
Blas en su momento y ya he repetido unos párrafos atrás: el planteamiento
nacional-católico, ni siquiera era “franquista”, sino que respondía a un
período muy concreto en la historia del franquismo, el comprendido entre 1942 y
1956, nada más. Además, la composición de la Conferencia Episcopal, demostraba
que un planteamiento así, ni siquiera contaba con el respaldo del clero, tan
solo de tres obispos con esa misma orientación pastoral. En suma, no más del 3-5%
del catolicismo español podía considerarse en posiciones integristas y, ni
siquiera, este pequeño porcentaje tenía una respuesta electoral homogénea: algunos
votaban a AP, otros a UCD y buena parte de los votos iban a parar a la
abstención. F/N no podía terminar sino como terminó.
Para colmo, Juan Antonio Bardem, entonces en el
PCE, realizó la película Siete días de enero en la que un émulo de Blas Piñar
aparece como el cerebro y factótum de una trama desestabilizadora. Para los que
conocíamos los entresijos de Fuerza Nueva, aquella película resultó ridícula,
manipuladora y, simplemente, mentirosa. Claro está que había una “mano negra”
en la transición, pero no era desde luego Blas Piñar. A Blas, como máximo puede
reprochársele el que exaltara a sus oyentes en sus mítines (no en vano, fue el
mejor parlamentario de la transición) y luego no fuera capaz de dotarlos de un
programa político realista que defender. Luego, tras los mítines, cada uno
entendía que debía “salvar a la patria” a su manera: el resultado fueron incidentes
y muertes que hubieran podido evitarse de haber puesto Blas mucho más empeño en
la “construcción del partido” y tener menos confianza en la Divina Providencia.
Ya he contado que, cuando Gianfranco Fini, entonces presidente del Fronte della
Giuventú del MSI, visitó España en el marco de la “eurodestra” (F/N, Forces Nouvelles
por Francia y el MSI por Italia), un destacado miembro de Fuerza Joven, le
preguntó si “confiaba en el Espíritu Santo para desarrollar su trabajo político”.
Fini le respondió que, puesto a confiar, prefería hacerlo en el secretario
general del partido…