Infokrisis.- No hay nada como vivir una temporada en otro
país para establecer comparaciones con la vida en la propia ciudad.
Comparaciones, naturalmente, para bien o para mal. No todo lo que se ve por ahí
fuera es superior a la vida en España. En Nuakchot, por ejemplo, no hay
avenidas asfaltadas, ni grandes almacenes, ni siquiera restaurantes en
condiciones de servir una buena ensalada sin correr el riesgo de una disentería.
En Conakry hasta los más ricos viven miserablemente (que es distinto que vivir
de manera austera). Y, para colmo, en algunas grandes ciudades la depauperación
convive con el lujo. Lo que más me sorprendió al llegar a Lima en 1983 es que a
todos los taxis del aeropuerto les faltaba alguna puerta, el capó o algún
vidrio. Cuando elegimos uno que aparentemente estaba completo, lo que le falta
eran los frenos. Con él recorrimos los muchos kilómetros que separaban el
aeropuerto del centro del Hotel Sheraton en el centro de la ciudad. Fueron kilómetros
de miseria como nunca había visto. Niños escuálidos y vestidos con harapos se
apostaban en los lados del camino esperando que el coche ralentizara la marcha
para abrir el portamaletas y robar algo. Luego, después de kilómetros y
kilómetros de miseria, bruscamente, al cruzar una avenida, en la otra acera
pasamos a un lujo como no había visto ni siquiera en las grandes capitales
europeas. Lo mismo me ocurrió en la etapa siguiente, en Bogotá, donde por las
mañanas las calles céntricas tenían un aspecto acogedor y comercial que luego,
al irse el sol, se convertía en amenazados y peligroso. En otro viaje a
Cartagena de Indias pude admirar el recinto fortificado y todo lo que en él se
muestra perfectamente restaurado, una ciudad colonial que remite a los mejores
tiempos de la colonización. Cuando el taxi que debía llevarme al hotel se
desvió fuera del recinto amurallado, volvieron las peores escenas de chabolismo
y depauperación. Gentes viviendo junto a letrinas, ríos de deshechos hediondos
circulando entre chabolas descuajeringadas, era lo que podía verse en algunos
barrios de Cartagena. Por eso digo, que no todo el monte es orégano y que hay
lugares que, indudablemente, están mucho peor que nuestra propia tierra.
Se suele decir que los españoles tenemos dos
actitudes ante al viajar al extranjero: el considerar que lo que se ve es
incomparablemente superior a lo que se tiene en la patria o, la inversa, de
sobrevalorar lo nuestro y desmerecer lo ajeno. De todo tiene que haber, que
decía el torero. Pero es rigurosamente cierto que cuando uno va algunos países
percibe que las cosas se hacen con mucho más sentido común.
Tuve esa sensación en Praga: salvo uno que
llama la atención por su rareza (el llamado Ginger and Fred), la inmensa
mayoría de los edificios de la ciudad tienen unicidad arquitectónica. A eso se
le llama “estilo”. Lo que vi en Praga es una ciudad en la que la belleza de
muchos lugares y monumentos, queda realzada por la unidad del estilo que
contiene y rodea a los grandes lugares. Ese estilo se ha perdido en París, por
ejemplo. Hace décadas que se perdió. Visitar los arrabales de París (la
Banlieu) supone toparse con algunos de los lugares más desagradables que se
puede encontrar en Europa. Ocurre como en Toulouse en donde la belleza de la
Plaza des Capitouls o de la Iglesia de los Jacobinos o de la misma catedral de
Saint Sernin, se alterna con barrios enteros “sans droit”, es decir, en los que
ya no rige el Estado de Derecho y que han sido completamente abandonados por la
administración que tiene perfecta conciencia de que imponer allí el orden
republicano supondría arriesgarse a una sublevación étnica y racial. Marsella,
así mismo, era una ciudad hermosa que yo ya no conocí en ese estado. Cuando fui
por primera vez a Marsella no vi la ciudad que me había descrito mi padre de
manera encendida y elogiosa. Allí, efectivamente, estaba La Cannabiére, que
terminaba en el puerto tras un largo descenso repleto de caserones señoriales a
uno y otro lado, pero la ciudad mostraba lamentablemente un estado de abandono
y dejadez del que no solamente son culpables las autoridades, sino una población
que ya dista mucho de ser europea y de comportarse como europeos.
Porque lo importante de un viaje turístico no
son solo los lugares que vas a visitar, sino la gente con la que te vas a
cruzar. Estaba en un bar en la Mala Straná de Praga, aprovechando el WiFi que
ofrecían junto a unas salchichas. De repente me di cuenta de que estaba rodeado
de mesas en las que se sentaban niños. Y era raro porque en España, cuando en
una mesa tienes la desgracia de que se te sienten al lado adolescentes de 14 a
18 años, lo más normal es que griten, se muestren excitados y convulsos y
organicen un revuelo que te rompa la concentración. Lo que más me extraño de
aquellos niños checos es que… ¡hablaban! Y lo hacían pausadamente, sin
aspavientos, sin estridencias. Me sorprendió, así mismo, que el móvil no se
utilice en ningún lugar con la obstinación que en España. Aquí es raro ver a
gente de todas las edad que cualquier transporte público no esté hablando por
el móvil (frecuentemente a gritos, obligándote a oír lo que no te interesa y lo
que por pudor debería de mantenerse entre los dos interesados) o enviando
interminables mensajes de texto. ¿Tiene la gente tanto que decirse? Luego, si
oyes –porque estás obligado a la vista del tono y del timbre que utilizan-
resulta que siempre se trata de banalidades. La tarifa plana ha destrozado este
país. En naciones con mucho mejor nivel tecnológico (y, probablemente, también
con mucho más nivel educativo), resulta raro verse obligado a oír la
conversación telefónica de otros. Los aparatos de telefonía se utilizan mucho
más mesurada y prudentemente. Se diría que las personas reservan a veces
espacios de tiempo para pensar sobre sí mismos, meditar o simplemente
abstraerse. No precisan constantemente llamar la atención, ni recordar a unos y
otros, incluso a los que no nos interesan, que existen. Hoy he pensado en toda
esta gente cuando he leído un texto de Louis Ferdinand Céline, traído a
colación por Paul Serant en “Romantisme Fasciste”, un ensayo sobre los
novelistas franceses que optaron por la “colaboración”: “Si de todo esto queda
una mierda en apenas diez años, ya será mucho”.
Los niños que vi en Praga me sorprendieron
tanto como los que vi en la ciudad de Quebec. Uno de los días que estuve allí,
los colegios tenían fiesta o bien favorecían las visitas extraescolares. Así
que estaba en un bar del centro, en el primer piso, cuando una vibración en la
escalera de madera pareció indicar que estaba llegando público en masa. Una vez
más, me estremecí ante la llegada de no menos de un centenar de niños. También
aquí, me sorprendió que los profesores fueran capaces de ordenarlos en mesas y
que no hubiera más ruidos ni molestias que los que podía causar cualquier otro
cliente. Y era sorprendente, porque también aquí, hablaban entre ellos de
manera reposada. Ni jugaban con las maquinitas de videojuegos, ni con el
teléfono móvil, ni ponían música estridente… hablaban. Cuando uno se sorprende
de que los niños hablen y no griten o berreen es que las cosas están muy mal en
su patria.
También he visto por esos mundos de dios,
ciudades en las que se ha realizado un gran esfuerzo de racionalización. En
Canadá, en los supermercados, a la entrada, hay unas máquinas que “tragan”
botellas y latas vacías. Es su forma de “devolver el casco”, algo que en España
ya no se hace. En estas máquinas, cualquiera puede introducir sus botellas
vacías o sus latas, para recibir un vale de descuento por las compras hechas en
el super. Esos cascos vacíos se distribuyen entre los fabricantes de bebidas,
mientras que las latas se comprimen y se venden a empresas que procesan el
latón. En España se habla mucho de reciclado, pero todo resulta tan absurdo que
quien se lo crea merece el título de “santo varón”. En efecto, aquí la
filosofía consiste en que los ayuntamientos instalan en las calles contenedores
de botellas, las retiran cuando están llenos, las entregan a empresas que las
trituran… para fabricar nuevas botellas. Cuando era pequeño se decía aquello de
que “para ir y volver vale más no ir”. ¿No sería más razonable salvar las
botellas, devolverlas a las empresas, premiar económicamente el reciclado y
evitarse fundir más y más botellas sobre el polvo de vidrio de las anteriormente
útiles pero vacías?
En Montreal llamaron a la puerta. Eran los
bomberos. Me ofrecieron instalar una alarma contra incendios. Aun hoy me
avergüenzo de que dudé en aceptarla e incluso me resistí: lo normal era que en
España, si venía alguien diciendo que era bombero y que te regalaba una alarma,
lo normal era que el paso siguiente fuera pegarte un sablazo económico. Aquí
era un regalo… regalo interesado porque una alarma instalada puede evitar un
incendio y el consiguiente gasto provocado por la movilización de los bomberos
y un pago del seguro del hogar.
Más aún: pocos días después apareció un
funcionario municipal regalándome un contenedor para basuras orgánicas. Una vez
a la semana pasa el camión para recogerlas, así pues el contenedor era de
tamaño grande. Antes, otro contenedor para basura no orgánica también había
sido entregado por el ayuntamiento. Se recogía dos veces a la semana… En
nuestro esquilmado país nos piden que reciclemos y que nos busquemos la vida:
que seamos nosotros quienes compremos los contenedores, que seamos nosotros
quienes separemos todo lo separable, que lo llevemos a los contenedores, en
ocasiones situados lejos de casa y que, además, todo esto, lo hagamos gratis.
Porque el Ayuntamiento no solamente nos cobra por recoger diariamente la
basura, sino que tiene un ingreso por la venta de los materiales reciclados.
Los traperos de antes han desaparecido. Para los que no los han conocido,
diremos que era gente del barrio que venía a tu casa, se llevaba los
desperdicios (papel, muebles, botellas, etc) ¡y te pagaba por ello! Hoy, el
régimen, nos ha enseñado la necesidad de ser cornudos (pagar por llevarse la
basura) y apaleados (reciclar nosotros mismos y llevar hasta los contenedores, para
que otros obtengan comisiones y beneficios). Díganme si todo esto no les parece
absurdo.
Los españoles solemos decir que en ningún país
se come como en España. Es falso. Estando en Canadá, pude ver una edición de Salvados sobre seguridad alimentaria.
Resulta que la seguridad alimentaria que existe en España es como una mierda,
pero sin el como. Y, mire usted por
donde, Canadá, precisamente el país con más seguridad alimentaria del mundo.
¿Es así? Lo pude comprobar sobre el terreno: la leche sabe a leche, los
fresones a fresones, la carne no empieza a soltar agua en cuanto se la coloca
en la sartén. El único producto español que vi en Canadá eran las Galletas
María, vendidas en una cadena cuyo equivalente en España sería el “todo a un
euro”. Lo de la leche es sangrante porque lo que aquí se vende como “crema de
leche para cocinar” en Canadá es lo que se vende como “leche entera”. Inútil
decir que la leche desnatada canadiense no tiene nada que ver con el aguachirri
blancuzco que recibe en España el mismo título. Otro tanto cabría decir de los
derivados lácteos, incluidos los helados: son extremadamente superiores en
Canadá. En cuanto a la carne o el pescado, no tiene punto de comparación… Gana
Canadá por goleada. Cabe decir que recorrimos supermercados elitistas (la
cadena Tradition) y de batalla (la cadena Intermarché), supermercados
norteamericanos (Walmart) y cadenas locales (IGA). En todos ellos, la calidad
de los productos era superior a los alimentos que se vende en España en El
Corte Inglés o en Mercadona. Sin duda y sin excepción. Algo no funciona en
nuestro país en materia alimentaria. Y eso que podríamos ser el granero y la
despensa de Europa. La legislación de la UE no ha sentado nada bien para
nuestro estómago.
Vale la pena hablar del pan y de la panadería.
Estoy harto de comprar una baguette que parece hecha con papel de fumar y que
en el camino de la panadería a casa se quede rígida como una picha recién
alimentada con viagra chino. He recorrido zonas (Villena, sin ir más lejos) en
donde resulta absolutamente imposible comer un pan mínimamente aceptable. ¿Qué
harinas se utilizan para que la vida media de una barra de pan antes de entrar
en rigor mortis sea de apenas un par de horas? En Canadá conocí a una panadería
italiana que facilitaba productos a establecimientos hoteleros. Compré bolsas
de 30 panecillos a 4 dólares canadienses, esto es a 3 euros… Era la provisión para
toda la semana: y aguantaban en perfecto estado de revista hasta el último.
¿Harinas que resisten seis días sin fraguar? En España eso ya no se conoce ni
en pueblos perdidos.
Que el país funciona mejor que España es algo
que se puede intuir desde que uno llega al aeropuerto y debe pasar por la
policía de fronteras. He visto pocos tratos tan agradables por parte de la
policía como en el aeropuerto de Montreal, pero al mismo tiempo, un comportamiento
tan sistemático: motivo del viaje, dónde vas a residir, durante cuánto tiempo,
en qué fecha abandonarás el país, si es la primera vez que viajas, necesidad de
mostrar billete de salida y carta del quien te va a albergar o reserva del
hotel… si todo esto es conforme, coherente y lógico, pasas. Si no, primer avión
de retorno al lugar de origen.
En Canadá hay inmigración, pero controlada y,
sobre todo, integrada, o al menos, esa es la sensación que se tiene cuando se
visita el barrio hispano, el barrio moro, el barrio portugués, el barrio
italiano, el barrio chino, el barrio pakistaní, etc. El sistema judicial es
duro, los juicios rápidos y la policía eficiente. Quien entra para delinquir
sabe que la cárcel es su horizonte. Hubo una manifestación a finales de mayo
pidiendo “papeles para todos” (¿os suena, verdad?), apenas acudieron unas 100
personas, la mayoría andinas. A decir verdad, vi casualmente otra manifestación
por la rue Saint-Hubert pidiendo la legalización de la marihuana seguida por
menos de 100 personas. Todos los colgaos de la ciudad, vaya. Claro que en
Montreal hay delincuencia, claro que hay drogas, claro que hay inmigración
masiva, y claro que hay corrupción administrativa, pero en una medida y con una
intensidad tan baja en relación a lo que conocemos en nuestra pobre España, que
llama la atención precisamente porque resulta imperceptible. En Québec por las
noches dejaba una tumbona excepcionalmente cómoda en el porche de la casa y a
nadie se le ocurrió robarla, algo que en España hubiera resultado
incomprensible. De la misma forma que recibí varios libros comprados a través
de ebay y de priceminister, el cartero los depositó en el buzón a nivel de
calle, accesible para cualquier amigo de lo ajeno y allí seguían cuando volvía
a casa por las noches.
Trabajo. En España hay empresas en las que
cobras por estar y contra más estés, aunque no hagas nada, mejor te consideran.
Se sale de ellas a las 21 horas, a pesar de que desde las 18:00 lo único que se
haga sea dejarse ver. Cada aumento de sueldo hay que pelearlo y la
participación en los beneficios de la empresa es una entelequia. En Canadá un
3% de aumento anual automático se une a la posibilidad de aumentos de sueldo
por resultados. Las empresas de tamaño medio y grande tienen guarderías,
gimnasios, cafés, etc. He conocido empresas que regalan a sus empleados semanalmente
tiestos de flores, fruta y refrescos… los estadounidenses se ríen mucho de
todas estas prácticas que contribuyen a crear un buen ambiente de trabajo y a
demostrar que el empleado interesa a la empresa, él y su bienestar. En España,
en cambio, estamos hablando de “ganar competitividad” y eso solamente pasa,
según la patronal y el gobierno con los sindicatos como convidado de piedra,
por facilitar el despido, rebajar los salarios, restar derechos sociales y
establecer contratos en precario, becarías y todo aquello que remite a la
primera revolución industrial decimonónica.
Hay solamente una práctica carpetovetónica que
no encontraréis en lugar alguno del planeta: la siesta. Pero lo que se dice
comer, se come bien en Belgrado, en Cagliari, en Praga, en Carlovi Bari, en
Montreal o en Québec… incluso existen restaurantes españoles que te hacen
recordar los aromas y las calidades que tuvo la patria en otro tiempo. Eso es
todo. Es evidente que si uno visita el Reino Unido, es posible que la comida de
allí le repugne… ya hemos dicho que en todas partes cuecen habas y que hay zonas
de Europa en donde el saber vivir es una práctica poco habitual.
Podría seguir y llegar a la página 100, per
creemos que lo que intentamos expresar ha quedado claro: nuestro país sufre un
proceso de degradación en todos los terrenos (no solamente n el económico-social
o en el político) que repercute en la vida de los ciudadanos, de los que se
interesan por la política y de los completamente apolíticos. La vida de todos
nosotros va perdiendo calidad. Y hay un responsable de todo ello: el régimen
nacido en 1978, para el que los beneficios y las comisiones de la clase
política, sus prebendas y sus intereses, sus caprichos y sus necedades se
sitúan por encima del interés general. La situación en nuestro país es, en este
momento dramática: jóvenes que siguen sus estudios con la única esperanza de
abandonar España en cuanto terminen conscientes de que aquí ni hay, ni habrá
durante décadas, puestos de trabajo de calidad para absorberlos; personas
maduras cuyo drama es haber conocido una España en la que valía la pena vivir y
no este deshecho de país en el que cada día los informativos recuerdan que las
mismas siglas son desde hace 35 años causantes de nuestra decadencia; empresarios
desengañados de la economía productiva que tan solo buscan cómo cerrar sus
empresas y realizar el consabido pelotazo que les resuelva la papeleta para los
próximos 20 años; comisionistas en todos los niveles administrativos incapaces
de racionalizar su gestión; políticos en el poder, en la oposición y en los
partidos ascendentes, que apenas buscan otra cosa que vivir del dinero público
y situarse a la sombra del poder. Un país desmoralizado, inactivo,
absolutamente petrificado por la visión dantesca de un futuro sin esperanza,
gobernado por unos partidos que no tienen otro proyecto que sentarse en la
poltrona, ni más ambición que medrar en las instituciones… unas instituciones
de las que ya hemos olvidado que debían servir para representarnos, defendernos
y gestionar el progreso de la sociedad.
Viajar por el extranjero supone entender que España
no es el paraíso en ningún terreno y que mas valdría que nuestros políticos
viajaran un poco más y se inspiraran en los países que verdaderamente funcionan
o de lo contrario este país, que vive en la actualidad de la hostelería y del
turismo, en breve verá como huyen los unos y los otros hacia destinos más
agradables, baratos y cómodos.
Este artículo, evidentemente, ha sido un
desahogo, legítimo y comprensible, de quien está harto de ver como este país se
hunde, sin que no haya ni autoridades, ni aspirantes a serlo, que tengan
capacidad de convicción, energía, ni proyecto para enderezarlo. Nunca como hoy
ha sido difícil ser patriota en España, porque nunca como hoy la patria ha
estado tan desmoralizada, destrozada y dirigida por ineptos y corruptos. Ya lo
he dicho: “Estoy dispuesto a morir por mi patria, pero no ha vivir en ella”. Y
me reafirmo.
© Ernesto Milá – ernesto.mila.rodri@gmail.com -
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