6) ¿España con Portugal?
Salvo para los nacionalistas de uno y otro lado de la
frontera, las historias de España y Portugal son tan simétricas que podría
pensarse que no son dos países sino que sus tribulaciones han ocurrido en el
mismo.
Una de las mayores tragedias de nuestra historia se encierra
en la frase “Entre España y Portugal todavía está Aljubarrota”. En efecto,
desde 1385, los resquemores entre ambos países han permanecido latentes y a
poco que se rascara a uno y otro lado de la frontera hispano-portuguesa han reaparecido
a lo largo de la historia de ambos países.
Intermitentemente en la historia han ido apareciendo
chispazos unitaristas partidarios de un acercamiento entre España y Portugal.
Inútil recordar que en los siglos del nacionalismo estos chispazos han sido
extremadamente minoritarios y que la opinión pública de ambos países ha
permanecido al margen y de espaldas a dicha idea unificadora. Sin embargo, hoy
estamos convencidos de que es lo que se precisa para que ambos países puedan
encontrar su lugar en un mundo globalizado e incluso las estadísticas –con todo
lo que de falso y deformador de la realidad tienen- parecen demostrar que el
ideal iberista goza de una creciente reputación en ambos países. Creemos que es
hora de resucitar el IDEAL IBERISTA, revisarlo y adaptarlo a la realidad del
siglo XXI.
Lo que saldría de la unión de ambos países es un bloque de
65 millones de habitantes, con una prolongación lingüístico-cultural de
360.000.000 más en el continente sudamericano, otros 45.000.000 en Centroamérica
y 116.000.000 en México, lo que da un total de 520.000.000 al sur de Río Grande
y de 600.000.000 de habitantes que hablan castellano y portugués en todo el
mundo. Este bloque es hoy débil porque desde el siglo XVII ha sufrido
constantemente los embates del mundo anglosajón, pero podemos pensar lo que
supondría en este momento un bloque de poder de esa magnitud capaz, en
primer lugar de animar a los pueblos situados al sur de Río Grande a romper con
la hegemonía política, militar y cultural de los EEUU; en segundo lugar,
permitiría a la nueva Iberia ser un experimento inédito en la historia del
siglo XXI: por una parte, un Estado de vocación europea, con cultura clásica y
orígenes comunes con un conjunto de pueblos continentales y, por otra parte, como
puente con el subcontinente situado al otro lado del Atlántico.
La búsqueda de un futuro ibérico común reforzaría así
mismo su carácter marítimo y su vocación atlántica (que no “atlantista”).
Es evidente que una vocación de este tipo implicaría desplazar la capitalidad
comercial a Lisboa verdadera atalaya oceánica, manteniendo la capitalidad
política en Madrid, más protegida y resguardada. En el siglo XX hemos visto
como el Atlántico se convertía en un “mar anglosajón”. Se trata ahora de
preparar las bases para que en la segunda mitad del siglo XXI, el Atlántico se
convierta en un “mar ibérico”.
Desde Río Grande hasta el estrecho de Magallanes, estamos
hablando de un continuum cultural y lingüístico, dotado de población, recursos
naturales y tecnología, que forman una de las unidades naturales de la economía
post-globalizada. Es preciso prevenir lo que podríamos llamar “desviaciones
seudo-románticas” que pueden aparecer en la zona: una cosa es el “ideal
bolivariano” que presupone un destino común para todos los pueblos de
Iberoamérica, y otra muy distinta el “ideal indigenista” que aspira a restaurar
las antiguas cultural pre-colombinas.
Vamos a ser claras al respecto: esas culturas estaban
prácticamente muertas cuando se produjo la llegada de los colonizadores. No
existe continuidad ni transmisión regular entre las antiguas culturas y
religiones andinas y los actuales representantes del indigenismo. Lo que
hoy se considera “indigenismo” es un subproducto surgido de la agregación de
residuos inconexos de las viejas tradiciones, recuperadas y reinterpretadas con
mejor o peor fortuna, con sugestiones procedentes del a “new age” y del
ecologismo más supersticioso (en donde la teoría de Gea se recombina con el
culto telúrico a la Pachamama, en un sincretismo ingenuo cuando no ridículo).
Por otra parte, no hay que perder de vista el elemento
étnico. Si en la actualidad se vive en los países andinos una recuperación del
indigenismo es porque en Bolivia, Perú o Ecuador, este grupo étnico es el
mayoritario, no por lo que pueda aportar en sí mismo. Ya hemos aludido al
origen sincrético del actual indigenismo, pero existen también barreras
étnicas. Los actuales Estados centro y suramericanos surgieron de la formación
de una burguesía criolla, culturalmente arraigada en las mismas tradiciones que
las ibéricas, pero que aspiraban a la independencia en la medida en la que
siempre que aparece una clase burguesa con fuerza suficiente busca
inmediatamente defender sus intereses y ampliarlos contando con un Estado
propio. A los estratos originarios andinos la idea de Estado moderno les era
prácticamente desconocida. No se trata pues, tanto de defender el “indigenismo”
andino (alejado completamente de nuestro horizonte y de nuestra dinámica
cultural) o cualquier otra forma de subcultura (macumba, candomble, y restos de
religiones africanas llevas al nuevo mundo en los barcos esclavistas, en zonas
del Caribe y de Brasil), como de apoyar y sostener las visiones culturales
originarias del mundo clásico que fueron trasplantadas a Iberoamérica por los
Conquistadores y Bandeirantes.
Llama la atención que fuera el integralismo portugués el
último que propusiera una forma de iberismo que no estaba en absoluto alejada
del que al otro lado de la frontera estaba proponiendo Ramiro de Maeztu (es
más, en el entorno de la revista Acción Española, dirigida inicialmente por el
marqués de Quintanar y luego por el propio Maéztu, las colaboraciones con intelectuales
integralistas portugueses fue continua desde el primer número y el propio
Marqués de Quintanar tenía a Antonio Sardinha como su maestro de pensamiento y
mentor intelectual). El ideal iberista siempre ha fascinado a algunos
patriotas españoles y portugueses. Supone, en primer lugar, la fusión de dos
viejos reinos históricos que, tras la pérdida de las colonias del siglo XIX que
se prolongó hasta el último cuarto del siglo XX, vieron reducidas sus
posibilidades históricas.
Tras la Segunda Guerra Mundial, se evidencia que el mundo “se ha empequeñecido”. Los sistemas de transporte y los avances tecnológicos especialmente en comunicaciones hacen que los desplazamientos de un lado al otro del planeta sean más sencillos. El mismo resultado del conflicto bélico hace que de un mundo multipolar en el que grandes zonas del planeta quedaban fuera del alcance de alguno de los Estados Nacionales imperialistas, se pase a un mundo bipolar y, a partir de la caída del Muro de Berlín, en 1989, se pase a un mundo unipolar. A partir de esos hitos cada vez resultará más difícil que los rasgos de las identidades nacionales no resulten desfigurados y perjudicados.
Hacia principios de los años 60 varios fenómenos contribuyen
a la aceleración de la pérdida de soberanía nacional por parte de los pequeños
Estados que deben alinearse a un lado u otro de las dos grandes superpotencias.
España lo hace del lado atlantista aun sin estar incluido dentro de la OTAN, a
donde nos han llevado los pactos firmados por Franco con Eisenhower. Portugal,
mucho más directamente fue miembro fundador de la OTAN desde 1949. Pero no fue
solamente desde el punto de vista militar, también desde el punto de vista
económico, ambos países fueron progresivamente penetrados por sociedades
multinacionales que se hicieron con el control de amplios sectores de la
economía y, a partir de la democratización, tras la negociación de ambos países
con las “Comunidades Europeas” pasaron a formar parte de la actual UE. Cuando
eso ocurría, ambos países ya estaban incluidos dentro de la economía mundial
globalizada, situados, dentro de la división internacional del trabajo, entre
los países de la periferia europea.
A parte de los errores propios de los gobiernos españoles y
portugueses, es indudable que la entrada de ambos países en la zona euro y la
misma pertenencia a la UE, mientras que por una parte supusieron determinados
avances a partir de la llegada masiva de fondos de integración, por otra parte,
impidieron la salida de la crisis utilizando los mecanismos que hasta entonces
habían sido propios de un Estado soberano.
En el momento de escribir estas líneas lo que se percibe es:
1) Que el Estado Español y el Estado Portugués ya no
disponen de la “dimensión nacional” adecuada para afrontar los problemas que
derivan de una emancipación de la economía globalizada, ni siquiera para
sobrevivir dentro de un marco gobernado por las grandes acumulaciones de
capital y la existencia de centros de poder mundial. Son demasiado “pequeños”
para resistir a otros Estados e incluso a conglomerados económico-financieros
que hoy dictan sus reglas.
2) Que la unión entre ambas naciones y la existencia de
una obvia “área de influencia común” en el continente iberoamericano,
generación una “nueva dimensión nacional” más acorde con las hechuras de la
economía mundial y, por consiguiente, generarían un Estado más fuerte en
condiciones de afrontar los desafíos de la misma.
3) Que a la vista de que la Unión Europea ha terminado
configurándose como una estructura especialmente beneficiosa para las economías
más fuertes de la eurozona (especialmente la alemana y a distancia la
francesa), es hora de ir pensando en una alternativa que nos refuerce dentro de
la UE, pero que sea capaz de general un “Plan B” en caso de que la UE
termine disolviéndose o bien cuando la reiterada lesión a nuestros intereses
(como ha ocurrido durante esta crisis) nos obligue a dar por cancelado el pacto
de adhesión. Y en una tercera opción: cuando un gobierno digno de tal nombre
renegocie los acuerdos con la UE.
Indudablemente, dos países, uniendo sus esfuerzos y su
peso, aun siendo periféricos, conseguirían presumiblemente liderar al pelotón
de “países de tamaño medio” de la UE, algo que Aznar ya intentó amparándose
en el poder extra europeo y antieuropeo de los EEUU. De lo que se trata hoy ya
no es de esto, sino de ligar el destino de Europa (con UE o de una Europa
reconstruida y regenerada, al destino de otras zonas geográficos pujantes. Porque
la UE tiene tres opciones:
- O ser un socio de los EEUU, constituyendo el Reino
Unido el eslabón de enlace entre ambos lados del océano, con la agravante de
que los EEUU quieren solamente una Europa políticamente débil y militarmente
aliada. Una Europa fuerte jamás toleraría el estatus semifeudal que siguen
teniendo los EEUU en nuestro territorio. Una Europa libre jamás toleraría la
presencia masiva de tropas coloniales norteamericanas en nuestro suelo que
están aquí para protegernos de un enemigo inexistente. Esta es la opción que
hay que rechazar sin contemplaciones: los intereses del mundo anglosajón y los
intereses de Europa son distintos, los aliados del mundo anglosajón y los que
nos interesan a los europeos no son los mismos. Europa tiene que ser una
realidad político-militar autónoma o bien se limitará a ser el escenario de
enfrentamientos de los EEUU con quienes les disputan su hegemonía, como ya
ocurrió durante el período de la guerra fría.
- O mantener la actual formulación de la UE como una
especie de alianza de Estados europeos medianos y pequeños que aceptan la
hegemonía económica alemana, un país que antepone sus intereses nacionales a
los intereses europeos. Ha sido Alemania la que nos obligó a liquidar
nuestra industria pesada, a renunciar a altos hornos y minería, la que liquidó
sectores enteros de nuestra economía durante la reconversión industrial y la
que, proponiendo acuerdos preferenciales con Argelia, Marruecos, Túnez e Israel
está literalmente liquidando nuestra agricultura. No queremos una “Europa
Alemana” o, más bien una Europa cuyo destino sea proteger los intereses de las
industrias y de los bancos alemanes. Si hoy hay crisis de deuda pública en
algunos países europeos se debe a que bancos alemanes y franceses prestaron a
los países del sur de Europa de manera irresponsable cantidades que no iban a
engrosar los circuitos de la economía productiva sino de la especulativa. Los
bancos alemanes han contado con el apoyo del Estado alemán, que ha obligado a
los Estados del Sur de Europa a apretarse el cinturón y endeudarse para evitar
la quiebra de las instituciones germanas, cuyos errores eran lo que les habían
conducido a esa situación. Nunca más un Estado debe de situarse como defensor
de la banca que opera en su territorio, ni nunca más otro Estado debe estar
obligado a garantizar la seguridad económica de otro Estado cuyos bancos han
prestado dinero de manera irresponsable a sus entidades financieras. La
Europa-alemana es, en realidad, la Europa de la banca alemana y no podemos sino
rechazarla con todas nuestras fuerzas.
- O forjar un polo de agregación de los Estados de tamaño
medio de la UE (y nos estamos refiriendo a Iberia) capaz de hablar de tú a tú
al Estado Alemán. Esa Iberia debería plantear al Reino Unido cuál es su
situación: por Europa o contra Europa, por el mundo anglosajón junto a los EEUU
o por el mundo europeo con los europeos, a la vista de que ambas actitudes son
incompatibles y sospechosas de deslealtades y traiciones. Esa Iberia debería de
estar en condiciones de poner sobre el terreno la alianza con Iberoamérica para
plantear una nueva estrategia en una UE desenganchada del a tutela
norteamericana y en la que la disolución de la OTAN marque el primer tiempo:
mano tendida y alianza con Iberoamérica y con Rusia, contención con el mundo
árabe, tutela sobre África negra, distanciamiento del proceso de quiebra de los
EEUU y, por supuesto, propuesta de una defensa europea común capaz de
garantizar la seguridad en la marcha hacia esos objetivos político-económicos.
La historia se forja a través de grandes proyectos. La
fusión entre dos naciones históricas supone una acumulación de experiencias y
la formación de un bloque de poder capaz de operar como revulsivo, no solamente
en Europa, sino en toda nuestra área cultural de influencia. Para salir de las
grandes crisis históricas son precisos los grandes proyectos que vayan más allá
de donde la historia se ha detenido o se ha torcido.
La recuperación del ideal iberista es acaso la más
afortunada reflexión que nos impone la crisis económica que sacude a ambos
países y la crisis política que afecta particularmente a España y de la que es
difícil salir al haberse encaminado la Constitución de 1978 hacia el “Estado de
las autonomías”. Se trata de una reunificación, no de una fusión sin base
histórica. Hasta la invasión árabe no hay datos históricos que justifiquen la
separación. Bajo los reinados de Felipe II, Felipe III y Felipe IV, entre
1580 y 1640, ambos países eran uno y alumbraban el mayor imperio civilizador
después del Imperio Romano.
A nadie se le escapa el carácter oceánico de una fusión de
este tipo que incluiría a las Azores, a Madeira y a las Canarias, pero también
a las ciudades de Ceuta y Melilla y a un mapa autonómico español simplificado,
reordenado y nacionalizado, reducido a Galicia, la Comunidad Vasca, Aragón,
Cataluña, Levante, Andalucía y Castilla (que incluiría a las dos actuales
Castillas, a Madrid, Rioja, Cantabria, Murcia, Navarra, Asturias y
Extremadura).
La reunificación con Portugal sería también la ocasión de transformar a la desgastada e inerte monarquía española en un régimen presidencialista y unicameral. La cuestión lingüística es más fácil de resolver con Portugal (en donde está clara la lengua) que con las autonomías españoles (en donde coexisten dos identidades diferenciadas y por tanto de lo que se trata es de que cada una de ellas tenga el acceso a la educación en la lengua de su elección y que los organismos autónomos del Estado garanticen la igualdad de esas dos identidades.
La reunificación supondría al mismo tiempo la creación
del segundo espacio geográfico más amplio de la UE (después de Francia) y el
cuarto mayor de Europa (tras Francia, Rusia y Ucrania). Dada la actual
población de ambos países, la reunificación supondría el alcanzar un peso similar
al de los mayores países de la UE (Francia, Alemania y el Reino Unido) y, por
tanto, nos corresponderían 78 escaños en el Parlamento Europeo.
En la actualidad y según una encuesta de 2010 realizada
por la Universidad de Salamanca, el 40% de los españoles y el 46% de los
portugueses se muestran partidarios de una federación de este tipo. Sin
olvidar que en la actualidad la inmensa mayoría de españoles y de portugueses
conocen sus respectivos países y están vinculados por lazos de amistad e
incluso familiares. Inútil recordar que la crisis económica nos ha deparado el
mismo triste destino de endeudamiento público y que estamos afrontando una
situación extremadamente difícil que lo sería menos con el efecto galvanizador
dado por una reunificación que pondría en marcha fuerzas creativas que hasta
ahora han permanecido ocultas o en estado de latencia.
Finalmente, aspiramos a transmitir que una revisión del
futuro de España pasa necesariamente por abordar de nuevo handicaps históricos
que permanecen el suspenso desde hace siglos. Dicho de otra manera, la
revisión del futuro de España, no puede ser más que el de una convergencia con
Portugal.
Contenidos
Primera Parte
Segunda Parte
6) ¿España con Portugal?
7) ¿Qué enfoque cultural?
7) ¿Qué enfoque cultural?
(c) Ernesto Milá - ernesto.mila.rodri@gmail.com